Capítulo 23. Construir, no destruir
Atardecía en Sharia. Después de tanta agitación y trabajo, Leclas se detuvo a mirar el paisaje. Puede que fuera el lugar que más había odiado del mundo, pero había que reconocer que sus parientes habían tenido buen gusto al escoger su propiedad. Tenía la visión de la aldea de Sharia, con sus pequeñas casitas cubiertas de nieve, pero con las luces acogedoras que anunciaban cenas y reuniones familiares, y a su lado, el impresionante bosque de Umbra. Cuando no era un lugar tan peligroso, la verdad es que sus árboles eran imponentes. De ellos, la familia Demara había extraído la madera para hacer sus famosas artesanías.
– Fuimos una familia muy importante, en tiempos del abuelo de Link, por lo menos. Después, la cosa se torció.
Leclas estaba tomándose un té, en el porche de la carpintería. A su lado, Zelda, aún somnolienta, asintió y le escuchó sin decir nada.
El grupo había logrado salir del bosque al amanecer. Llegaron a la casa de los Demara, y allí se encontraron con los habitantes de Sharia, que de inmediato les ayudaron: trajeron a un médico, las mujeres ayudaron a cambiarse de ropa a Zelda, la acomodaron en la habitación más caliente de la casa, la que fue en un tiempo lejano el dormitorio de los padres de Leclas. Este estaba agotado, pero tuvo suficiente presencia de ánimo para aclarar que todo estaba bien, que no había más kull sueltos. Jason durmió en el salón, y Liandra, tras abrazar a sus padres, se marchó a su casa. A lo largo del día, distintos vecinos fueron acercándose, para dejarles pasteles, panes recién hechos, algún caldero lleno de comida. Saludaban, felicitaban a Leclas y a Jason por haber salvado a Liandra y al bosque de Umbra de la terrible oscuridad, preguntaban por la salud de Zelda. Esta tardó en despertar, casi más de dos días. En ese tiempo, Liandra ya le había contado a todos lo que había pasado (o casi todo, claro).
Se presentaron varios niños, que Leclas conocía. Hacía unos pocos años, algunos solo unos meses, habían sido liberados de orfanatos y Leclas, como consejero ocupado de la infancia, les había reunido con sus familias en Sharia. Todos estaban contentos, pidieron que les contara las historias de la increíble Caballero Zanahoria, y Leclas les contaba lo que podía, inventándose la parte que creía que nadie iba a entender.
– Ni yo lo entiendo, Zelda. Mira esto.
Detrás del banco donde estaban sentados, en el taller, había un carro pequeño, con ruedas, otro que tenía una hélice igual que la que había creado para la barca, una ballesta que tenía un cartucho para llevar varias flechas a la vez, varios muebles con distintas formas, pero perfectamente ensamblados.
– Si me concentro, si lo veo en mi cabeza, puedo construirlo, con lo que haya cerca – Leclas le enseñó un molde de metal: tenía forma de espada –. Esto es para ti. Te dije que necesitaba un molde para crear la espada, y en este taller puedo hacer la forja… Solo necesito encontrar buen material.
Zelda sonrió. Estaba demasiado agotada. Lo único que quería era seguir durmiendo, pero entendía que aún tenían una conversación pendiente.
– Por lo visto, cada sabio tiene un poder – empezó a decir, pero se detuvo por un bostezo tremendo. Luego, siguió –. Kafei puede crear torbellinos de fuego, Nabooru lanza el rayo de su hermana Zenara. Link VIII puedo crear una capa protectora. Laruto y Saharasala siempre han sido especiales, con sus poderes de adivinación y la magia para convertirse en Kaepora Gaebora. Era tu turno – Zelda sonrió. Después, habló con voz ronca, aún agotada –. Los minish construían y reparaban cosas. En la Torre de los Dioses, pudiste meterte dentro de una estatua y controlarla. Me dijiste que dentro había palancas, y que supiste cómo moverla. Parece ser que tu poder es la capacidad de crear. Desde luego, es una habilidad útil.
– Juju… Hablas como él, parece que te lo ha contagiado – dijo Leclas –. Puedo hacerme de oro cuando termine la guerra. Imagina, podría inventar cosas como las arcas y cobrar a la gente para hacer viajes por el aire y tardar menos – Leclas sonrió y Zelda le llamó sacacuartos –. Pero hay una limitación. No puedo crear nada que no comprenda. Es decir, no puedo de repente inventar un aparato, si no entiendo cómo funciona… Y necesitaría aprender primero. Supongo que me va a tocar estudiar un poco, ¿no?
– Supongo. Me gusta como suena. Leclas de Sharia, ingeniero, Sabio del Bosque – Zelda miró al suelo. Para alguien que era capaz de ir siempre directa al grano, en ese momento no encontraba las palabras –. Leclas, cuando miramos al estanque juntos, vi…
Leclas dejó la taza encima de la mesita de tres patas que también había imaginado.
– Sé lo que viste. La forma en la que te miro. ¿No fue sorprendente que no fuera una zanahoria con patas? – rio un poco, pero al ver que Zelda estaba seria, se quedó callado.
Estaba sentada a su lado, con un chal de lana sobre las ropas de campesina shariana que le había prestado su tía. El cabello estaba revuelto, pero limpio. Había tomado una taza de té también, y era probable que se hubiera comido unas cuantas magdalenas, por las migas que tenían aún en las ropas. Lo más raro era verla calzada con los zuecos, porque sus botas aún se estaban secando. Decidió ayudarla y ser él el primero en hablar.
– No es ningún misterio, Zelda. Que me gustas. Creo que lo sabes desde hace mucho.
Vio que asentía, en silencio, y Leclas continuó:
– También sabía, desde hace mucho, que tú estabas enamorada de Urbión. Tenía mis dudas con respecto a Link, pero cuando os observaba… Bien, se notaba que había algo entre vosotros. No hace falta que me digas nada, no es necesario.
– Lo siento, Leclas. Ojalá supiera qué decirte para que te sientas mejor. Yo estoy segura de lo que siento por ti. Eres un gran amigo, te quiero también, pero no te puedo corresponder.
Leclas bajó la mirada. Estaba un poco colorado, pero, tras tomar aire y soltarlo, dijo:
– Me alegré un montón cuando por fin lo hicisteis oficial. Soy el primero que piensa que Link es una gran persona, os merecéis ser felices. Querer es así, no tienes ninguna responsabilidad en lo que yo siento por ti. Poco a poco, supongo, lo iré superando. Solo dime que seguirás siendo amiga mía hasta cuando se nos caigan los dientes…
Soltó una risita por la imagen, pero Zelda no. Ella se inclinó un poco, le tomó la mano, y, cuando empezó a hablar, le contó algo que no había escuchado. En la travesía de regreso a Términa, todos relataron cómo fueron sus muertes, lo que recordaban, la voz del Triforce que escucharon, y Zelda, Tetra, Reizar y Link contaron como derrotaron finalmente a Vaati, pero no dieron más detalles. Ahora, escuchó de boca de Zelda el precio que pagaron Link y ella para salvar a los sabios y para retrasar la inundación, cien años más. Cuando terminó de hablar, Zelda le preguntó:
– ¿Te encuentras bien?
– No… no… – Leclas se puso en pie. Una de las cosas que había construido, la primera de hecho había sido una nueva muleta más resistente y firme. Caminó apoyado en ella –. ¿Lo saben los demás?
Zelda susurró que solo Nabooru, pero que ella lo había averiguado sola.
– ¿Y Link, lo sabe él? Claro que sí, si me lo acabas de decir… Pero no lo entiendo… ¿Por qué está tan tranquilo, entonces? Si fuera yo… No sé, haría algo, lo que fuera. Seguro que podemos retrasarlo, que podemos curarte, que hay una forma de…
– Es el Triforce, no hay mayor poder mágico en este mundo que ese. No se puede hacer nada. Yo vivo con ello, lo único que me preocupa es Link. Sé que cuando yo no esté, se volverá un ermitaño, no querrá saber nada más de la vida, se refugiará en sus libros y muy capaz de dar la espalda a todo… Pero le seguirán necesitando. Espero que tú y los demás sepáis ayudarlo – Zelda se puso también en pie. Tenía frío, y por eso se envolvió con el chal.
– ¿Y no estás asustada? Te puedes morir hoy mismo, mañana… ¿quién sabe?
Zelda sonrió, un poco triste.
– Todos los días, a todas horas – se alejó un poco de Leclas, y habló sin mirarle –. Sueño con ese reloj de Términa, con su infernal tic–tac, todo el rato. Solo consigo olvidar lo que me va a pasar cuando estoy con Link y también cuando me meto en plena pelea. Ahora, aunque sea mentira, dime que todo irá bien, que harás lo que te he pedido, por favor.
Leclas la rodeó con los brazos, dejando caer la muleta. Le susurró entonces:
– Cuidaré de él.
Jason esperaba en la cocina a que Zelda y Leclas volvieran del taller. El chico había estado cansado, pero no tenía heridas de gravedad y de hecho estaba en plena forma. Mientras Leclas y Zelda hablaban en el taller, Jason se había ocupado de ordenar, arreglarse él y prepararse para el largo camino que le esperaba. Al ver que regresaban, Jason se cuadró y dijo:
– Señores, pido permiso para…
– No es necesario seguir siendo tan formal, Jason, por favor – Zelda se reía. Leclas dijo una grosería con respecto al culo de Jason y un palo.
– Nos puedes llamar por el nombre, y tutearnos. Leclas, Zanahoria. No es tan difícil – y el shariano se llevó un golpe en el hombro que le dio la caballero.
– De acuerdo. Leclas, Zelda – el chico se relajó un poco.
Ese día, Jason se había ocupado de la casa, de las visitas, y también de Liandra. La chica le pidió enseñarle los pelícaros, y hasta dieron una vuelta sobre Saltarín, no muy alto, y por lo menos, pudo aterrizar bien. Aún sentía los brazos de Liandra alrededor de él, y sus gritos de alegría. Al bajar, le dijo que iba a practicar con la ballesta, todos los días, y unirse al ejército. Jason le dijo que ni se le ocurriera, que mejor se quedara en Sharia. Entonces, para su sorpresa, la chica le dijo que esperaba que él volviera algún día, todo colorada.
Le daba pena, pero iba a tener que irse sin despedirse de ella.
– Creo que debemos volver junto al rey. El ejército iba a movilizarse hacia Rauru, si no salimos, llegaremos tarde… Además de que el rey querrá saber qué ha pasado y que estáis bien – dijo Jason.
– Sí, tienes razón – Zelda fue hasta la chimenea –. Pero no podemos irnos, todavía no, ¿verdad?
– Tengo el molde, mañana iré a ver quién me puede vender buen hierro y materiales. Puede que tarde un día entero, o dos. La Espada Maestra tiene que ser forjada de nuevo, es el momento – dijo Leclas –. Mi poder de sabio es muy útil, no necesito muchas cosas, pero sospecho que una espada así no puede ser creada de cualquier forma. Necesita algo más – y tocó el collar que ahora lucía, con una gema verde.
– Sí, la Espada Maestra – Jason miró hacia la espada, colgada encima de la chimenea –. He pensado que puedo ir yo solo, con Saltarín, y regresar para ayudaros. Así no tendrás al rey en vilo, como la última vez.
Zelda y Leclas se miraron, y fue la caballero quién hizo un gesto al shariano, como para pedirle que hablara.
– Para variar, yo me quedo con lo difícil… – Leclas miró a Jason y le dijo –. Una vez informes al rey, debes regresar a Términa. No puedes permanecer en el ejército.
– Pero… Pero… ¡Si os he ayudado en el bosque! ¿Por qué?
– Porque eres menor de edad, Jason: tienes 15 años, y por lo que nos has contado, el único sustento para tus hermanos. No deberías estar luchando, deberías estar en tu casa. Soy el consejero de la infancia, es mi tarea el que todos los niños estén a salvo.
– Pero si ella y tú eráis menores cuando luchasteis contra Ganon. ¡Ella tenía 12 años, era aún más joven! – señaló a Zelda, y esta se encogió de hombros.
– Pues por eso. Si hubiera habido adultos responsables y serios a nuestro alrededor, no habríamos tenido que sufrir todo lo que pasamos. El rey Link estaría de acuerdo si lo supiera. Lo siento, Jason, eres un gran luchador y buen soldado pero…
– En los papeles, sigue apareciendo que tengo 18 años – Jason apretó los puños –. Y, además, hay otro tema: sé que la Espada Maestra está destruida. Estoy dispuesto a olvidarlo, si vosotros olvidáis mi edad real.
Zelda, con los brazos cruzados y cerca de la chimenea, soltó una carcajada.
– ¿Nos estas chantajeando?
– No me dejáis otra opción – Jason se enfrentó a ella –. Capitana, sé sincera. ¿Si yo no hubiera estado en el bosque, habríais salido todos vivos de allí? A lo mejor vosotros, porque sois elegidos y sabios, pero Liandra…
– No hemos dicho que no seas buen soldado, o que no apreciemos lo que has hecho por nosotros. Pero entiende que estamos tratando de ahorrarte sufrimiento y problemas – dijo Leclas.
– Soy lo bastante mayor para elegir por mí mismo lo que quiero y lo que me conviene, ¿no crees? – respondió Jason.
Al otro lado de la estancia, Zelda se dejó caer en el sofá. Se llevó la mano al costado, soltó una carcajada y dijo:
– Vale, por mi parte, has ganado. No tengo ganas de pelear. Ve a avisar a Link. Solo a él le puedes contar el verdadero motivo por el que estamos en Sharia, y lo que ha pasado en Umbra. A los demás diles, no sé, que hay una invasión de wolfos y estamos ayudando a los aldeanos a exterminarlos – Zelda se estiró en el sofá, dejando los zuecos en el suelo.
– Para alguien que ha derrotado a monstruos gigantescos, te rindes con facilidad – soltó Leclas.
– Hay batallas que merecen la pena luchar, otras no… Este chico va a hacer lo que le dé la gana, no nos va a escuchar. ¿Lo hacíamos nosotros? No, ¿verdad? Pues eso – Zelda cerró los ojos, dijo algo sobre que la despertaran para la cena, y se quedó dormida en un segundo.
Jason se acercó a Leclas para preguntarle en voz baja si ella estaba bien, a lo que Leclas no respondió. Desvió la mirada, y dijo que, ya que se iba a informar a Link, debía de llevarse al menos un par de bocadillos y algo para el pelícaro. Mientras preparaba esto para el chico, observó que Jason tenía un objeto que miraba, y que luego guardaba de nuevo en el bolsillo de su pantalón de soldado. En una de esas veces, Leclas vio que era una especie de lazo con un bordado. Cuando le dio el paquete, Jason dijo que partiría al amanecer.
– Puede que ella se haya rendido, pero yo no. Si puedo convencerte para que vuelvas a Términa, lo haré, pero en fin… Ya que estás aquí, al menos ten cuidado, ¿eh? Me parece que no solo tus hermanitos se quedarán muy tristes si te pasa algo… – y soltó una risotada al ver el rostro colorado de Jason, tan fuerte que despertó a Zelda de su breve siesta.
Jason tardó cinco días en volver. En ese tiempo, Zelda recuperó sus ropas, sus fuerzas y su vitalidad usual. Como no podía quedarse quieta, se puso a hacer varias tareas en la finca, como, por ejemplo, cortar leña. Para los vecinos de Sharia que se acercaban, era un espectáculo ver como la chica, con un hacha pesada, partía los troncos con más habilidad que fuerza. También aprovechó la situación para plantar algunas semillas ámbar y de luz. Para eso, Leclas le construyó con su habilidad un cobertizo con cristales en vez de techo de madera, que Zelda le explicó que se llamaba invernadero. Volvió a nevar en Sharia, y la tierra estaba congelada, demasiado para que arraigaran las raíces, pero gracias a este invento, pudo conseguir semillas, aunque no tantas como le hubiera gustado.
Leclas pasaba los días en el taller. Había conseguido, tras visitar a varios vecinos, hierros suficientes para hacer varias espadas. Practicó primero, para ver cómo hacer la nueva Espada Maestra. Era capaz de crear armas bastante buenas, pero no perfectas, y Leclas temía que para una espada legendaria era necesario algo más. Le estuvo dando vueltas, y al final le preguntó a Zelda si podía usar la espada de Gadia.
– Tetra y Reizar seguro que te pueden dar otra.
– Desde luego, es mejor que todo el hierro que hay en Sharia… Pero… – Zelda se la tendió, con dudas.
– Cuando Reizar te la dio, recuerdo que dijo que estaba hecho con acero de alta calidad y un mineral que hay en Gadia, cronomio o algo así. Es más resistente que el hierro. Creo que vendrá bien.
– No, si entiendo que la necesitas… Pero como tardes mucho en hacer la nueva espada y nos ataquen, tendré que defenderme con las sartenes de tu casa.
Por las tardes, venían niños, acompañados por Liandra. Todos querían conocer a Zelda, El Caballero Zanahoria. Aunque a Zelda ese mote a veces le parecía un insulto, le hacía gracia ver la ilusión que tenían los niños al verla, y más cuando les contó de primera mano las aventuras que todos conocían. Se sorprendió de la cantidad de versiones que había de una misma historia, dependiendo de quién se lo contó a los niños: si lo habían escuchado en un puesto del mercado, en la casa de vecinos, o por boca de viajeros que pasaban. A veces, Zelda tenía que asistir a peleas entre los niños, que discutían entre ellos si el yeti que conoció era macho o hembra, que si el bandido Lagartija o Lagarto la tuvo retenida en una celda con agua o rodeada de fuego, que el Rey Orco tenía la piel verde o azul…
Ella, con mucha paciencia, acostumbrada a tratar con niños desde los tiempos del refugio en el Bosque Perdido, les iba corrigiendo: el yeti era macho, y se llamaba Yato. El bandido Lagarto la atrapó, sí, usando un truco sucio. La tuvo en una jaula colgante, de la que pudo escapar balanceando de un lado a otro hasta que la cadena se rompió. El rey de los Orcos en realidad era un goblin que había crecido más que el resto, su piel era roja pero se pintaba el cuerpo con dibujos en azul y verde. Una de estas ocasiones, decidió regalar al grupo una aventura que nadie había escuchado, solo la conocía Link, de cómo Zelda, en un viaje de vuelta a Labrynnia, tuvo que ayudar a sus vecinos a localizar a un barco pirata que ocultaba en un lugar secreto de la costa. Resumió el largo proceso de vigilancia y pasó a contar como se tuvo que infiltrar dentro de una cueva, y detener a los piratas. Les gustó tanto que enseguida empezaron a contarla a su manera, como le confirmó Liandra.
No podía luchar contra eso, así que se encogió de hombros y dejó que disfrutaran de sus historias y de su nombre inventado como quisieran.
Leclas no solo se dedicó a forjar la Espada Maestra, sino que además fue a reunirse con su tía, su marido y Liandra. Volvió algo serio, pero le pareció a Zelda que caminaba con más soltura que antes, como si la herida le doliera menos.
– Yo quemaría este sitio, no lo quiero conservar, pero estando aquí… Comprendo que sería un desperdicio. Ahora no, pero me gustaría que fuera una casa de acogida para niños. Cuando acabe la guerra, vendré a crearla. Mientras, mi tía tiene todo el permiso para entrar, llevarse los muebles y enseres que quiera, y también Liandra puede usar el taller y cuidar la propiedad.
Era una casa grande, agradable, y, una vez que Zelda y Liandra terminaron con una labor de limpieza, rodeado de artesanías que la familia había acumulado durante años. No había rincón de la casa que no tuviera algún objeto grabado, un mueble curioso o una pintura de buen gusto. Leclas usaba el que fue su dormitorio, solo que ya no cabía en la cama y dormía con un colchón en el suelo. Zelda dormía en el taller, que estaba abierto. Tenía un montón de habitaciones en la planta alta, bien organizado podrían vivir allí hasta 20 niños, y había terreno para crear más edificios. Zelda le escuchó, y al final le dijo:
– Me parece una gran idea, Leclas. Será algo que nos interesará, así que no te olvides de informarnos y ver en lo que te podemos ayudar – Zelda sonrió. No le gustaba mucho la idea de ser reina, pero en ocasiones así, veía que quizá podría hacer mucho más que eliminando octoroks gigantes y piratas.
Cuando al fin apareció Jason, no lo hizo solo. Lo acompañaban ornis: entre ellos, Medli y Vestes. Zelda estaba sentada en el porche de la carpintería, ojeando un libro que había encontrado en la casa. No entendía nada de las instrucciones para cocinar o crear una mesa, pero sí que le gustaron los dibujos hechos a mano. La sombra del pelícaro de Jason la hizo levantar la cabeza. Detrás suyo, Leclas, en mangas de camisa, con todos los fuegos encendidos, estaba tratando de dar forma al hierro de la hoja. Ya había fundido la espada de Gadia, incluido el oro de la empuñadura, y había usado el molde con la forma final que había escogido. Sería muy parecida a la que había tenido, solo que sería un poco más corta. Zelda le había ayudado a mover el molde, pero ahora prefería trabajar solo. En su cabeza, vio los esquemas y todas las instrucciones. Podría usarlo, pero algo en sus poderes le decía que debía dar esos martillazos con su propia mano.
Zelda le dejó, para ir corriendo hacia los recién llegados. Al verlos, saludó primero a Jason, y le llamó "lento" por lo que había tardado. El chico la miró un poco serio, y dijo que traía noticias del campamento. Le tendió un rollo de papel, y por un segundo, Zelda sintió que todo se oscurecía. Luego, volvió a mirar a Jason y este negó con la cabeza, sonriendo un poco:
– Está bien, pero sigue muy débil.
Se guardó la carta para leerla después, en soledad. Medli se acercó, abrazó a Zelda y le preguntó directamente por Leclas. Un paso atrás, Vestes y un recuperado Oreili miraban alrededor con curiosidad.
– Un poco menos gruñón que antes, pero igual de trabajador. Está en el taller, un poco ocupado. ¿A qué debemos esto, Medli? Deberías estar con tu ejército, no aquí. ¿Verdad?
– Hay un tema que debo hablar contigo, y solo contigo. Si acaso, maese Leclas puede estar también.
Zelda saludó a los dos hermanos. Oreili aún tenía parte del ala sin plumas, pero ya podía volar y luchar como siempre. Les pidió que descansaran en el interior de la casa, que Jason sabría dónde estaba todo, y que ahora ella iría a verlos ahora. Mientras, Medli y ella volvieron al taller. Leclas estaba concentrado. Como tenía todos los fuegos encendidos, dentro del taller hacía mucho calor. De hecho, el shariano trabajaba en mangas de camisa. Las dos le observaron, mientras Leclas golpeaba la hoja que había creado, varias veces.
– Está terminando la hoja de la futura Espada Maestra.
– Según la historia que nos contó Link, el muchacho que fue su primer portador tuvo que pasar las pruebas para que la Espada tuviera la bendición de las diosas – Medli observó. Leclas tenía en el cuello el collar con el símbolo de lágrima –. Kafei, Link VIII, Nabooru y ahora Leclas tienen ese emblema. Son el símbolo de tus pruebas, ¿verdad?
– Cada vez que he completado una, aparece. Hasta ahora, las pruebas están relacionadas con los sabios – Zelda miró a Medli –. ¿Qué es eso que nos tienes que contar?
– ¿Esperamos mejor a que Leclas termine? – la princesa orni le señaló usando su pico.
– No, ahora mismo está concentrado. Me da a mí que no debemos interrumpirle. Luego le hago un resumen.
– De acuerdo. La principal: Lord Valú conoce la situación de la Espada Maestra. Dice que él te ofrece su bendición. Cuando Leclas termine, ejecutaré el hechizo de su parte. Me ha dicho también que necesitarás la bendición de otro dragón, uno que habita los ríos y lagos, llamado Lady Faren. Laruto, la Sabia del Agua, dice que ella nos puede ayudar, pero tendrá que ser una misión secreta, hasta para los nobles más allegados al rey – Medli miró a Leclas. Estaba martilleando con ritmo la hoja.
– ¿Y eso es tan urgente? Ya decía yo que de ir a un templo remoto y complicado no me libraba – Zelda sonrió –. Supongo que Link estará enterado…
– Por supuesto. Dijo que aprovecharía que van a llegar a Rauru en unas semanas para estudiar en su biblioteca toda la información posible. Creo que se ha puesto celoso al pensar que no podrá acompañarte…
"A mí me gustaría que lo hiciera… Pero no le van a dejar. Ya fue bastante raro que Brant levantara la mano y permitiera a Link viajar para buscarme en Hebra..."
– ¿Y lo otro? Hay más, verdad. Si no, no estarías tan seria.
Medli entonces le dijo que quien le había dado la siguiente información había sido Vestes. Había ido a ver a su hermano en la montaña del Fuego, cuando vio a Kandra Valkerion.
– La siguió, para ver a dónde se dirigía. No pudo acercarse más, pero está segura de que entró en el arca nueva, y que nadie la atacó ni expulsó. Parece que ha cambiado de bando.
Zelda escuchó a Medli con los ojos abiertos, pero los estrechó. Miró hacia Leclas, y luego, se giró y le dio una patada a un montículo de nieve.
– Maldita sea…
– No sé qué información le hemos podido dar, pero lo que sea, ya lo sabe ese rey que se llama Zant. ¿Tú no tienes nada más sobre esa mujer?
– Todo lo que sé se lo he dicho ya a Link – Zelda se dio cuenta que su arrebato había llamado la atención de Leclas. Las miraba, con el martillo en alto –. Ya te lo contaré cuando termines, tranquilo. Sigue con ello.
Y Leclas volvió al trabajo, tras saludar con la mano, sosteniendo aún el martillo, a Medli.
– Hemos mantenido esta información en secreto, pero alrededor de Link siempre hay muchos oídos, y a él le preocupa que se llegue a saber que has estado en contacto con una espía del bando enemigo.
– Ya, me lo imagino – Zelda sacudió su bota, que aún tenía un resto de nieve –. Estarán deseando que me pase algo para no tener que preocuparse de tener a una plebeya como reina. Mira que son comesopas, toda esa gente…
– Tienes muchos apoyos, el principal, el del mismo rey. No permitirá que te acusen de nada. De todas formas, es más prudente que por ahora, te concentres en buscar a Lady Faren. En la carta te lo explicará mejor, pero el plan es que vayas directamente a reunirte con Laruto en el lago Hylia. Ella podrá llegar usando túneles, y tú tienes un pelícaro.
Tocó el bolsillo donde había guardado la carta. Leclas seguía con sus martillazos, sin cesar, concentrado. Zelda, en otras circunstancias, habría pedido al shariano que la acompañara, pero decidió en ese mismo momento que prefería que se marchara a Rauru. Tenía que empezar ya a desarrollar su raro poder, y, además, aún estaba herido. Por mucho que dijera que su nueva muleta le permitía moverse mejor que con la antigua, por las noches le había visto quejarse de dolor, por estar en el taller de pie tantas horas. No era bueno para él.
Apretó los labios, preguntó si sabía si Laruto había partido ya al Lago Hylia, a lo que Medli respondió que no, hasta tener confirmación de Zelda.
– De acuerdo. Leclas puede tardar un día entero. Podemos aprovechar ese momento para que Vestes me cuente en detalle lo que vio. En cuanto termine en el lago Hylia, iré a buscar a Kandra y la detendré en nombre del rey. Así ya no tendréis que preocuparos por juicios y visiones raras – Zelda hizo un gesto de despedida a Leclas y, junto a Medli, regresaron a la casa.
Sentada en la butaca, cerca del fuego, Zelda leyó por tercera vez la carta. Leclas hacía un rato que había partido otra vez al taller. Al enterarse de que el ejército se movía ya hacía Rauru, dijo que debía de darse prisa en terminar la espada. Jason se había ofrecido a ayudarle y también hacer vigilancia. Zelda le relevaría en unas horas, cuando hubiera dormido algo, y los hermanos orni se había ofrecido voluntarios a hacer otras guardias.
Había intentado dormir un poco en el sofá, pero no había logrado cerrar los ojos. En su lugar, se puso a leer la carta otra vez. Link solía ser un poco pedante a la hora de escribir cartas, tenía esas costumbres raras de niño bien. No era directo, pero el mensaje final era obvio: Todos los sabios estarían reunidos en Rauru, y que ella tampoco era ajena al peligro. No mencionó el que ella fuera plebeya, ni que se había ganado enemigos con solo su existencia. A eso, la labrynnesa estaba acostumbrada. En Kakariko, donde su corte era menor, ya tenía sus diferencias con el secretario tan estirado que tenía Link. Ponía malas caras cuando la veía con el pelo suelto, con sus ropas de gerudo o cota de mallas, y el hecho de no tratar a Link de su alteza ni usted… Pero era solo una persona, un hombre patético que miraba mal y hacía algún ruido de desaprobación. En Rauru, habría como un centenar de personas iguales.
A Zelda, la opinión de los demás le importaba poco, pero tampoco era inmune a gestos de desaprobación. Estaba segura de que Link la apoyaba, pero en su carta… Bien, en su carta no le dedicó ni una palabra amorosa. Era una carta breve, resumía muy bien lo que le había dicho Medli, y también lo preocupado que estaba por ella. Hacía una breve mención a que había vuelto a ver las manchas doradas que no sabía si eran premoniciones o alucinaciones. "Laruto tiene sus habilidades de sacerdotisa zora, y ha visto un juicio en Rauru, y tú estás implicada en él. Temo que nuestros enemigos hagan el esfuerzo de unirse contra de ti, y tratar de hacer caer mi favor. Por eso, te pido que te mantengas alejada de la ciudad, al menos un tiempo".
Se despedía con su nombre completo, y su firma. Ni un "un beso" o "te echo de menos". En las novelas de su amiga Miranda, los amantes se escribían apasionados poemas y cartas solo unas pocas horas después de despedirse. Ella se había burlado de esas historias, y tampoco estaba segura de que le hubiera gustado un poema entero dedicado a su belleza, pero sí… Algo.
Con una mano bajo la barbilla, Zelda miró las llamas. ¿Qué le escribiría ella, si pudiera? Un poema, no, obvio. Y no sabía cómo describirle a él lo que sentía cuando no estaban juntos. Era como un vacío. Podía seguir, no pasaba nada, pero se notaba igual de coja que Leclas ahora. Le echaba de menos por las noches, se había acostumbrado demasiado a su presencia a su lado, a su abrazo reconfortante, a los besos y a las sensaciones que traían con ellos, la calidez que irradiaba desde el pecho hasta las extremidades, lo feliz que se sentía después, tanto que se le escapaba una sonrisa solo en pensar en ellos.
Notó que había alguien en el salón. Miró en la dirección a un rincón, en oscuridad. No, había creído ver un movimiento, pero ahora ya no se veía nada. A pesar de que estaba bien segura de que estaba sola, Zelda se puso en pie, tomó el candil con la vela que había usado para leer y lo levantó. No, el salón estaba vacío. Aún así, se llevó la mano a la cadera, solo para recordar que ya ni siquiera tenía la espada de Gadia. Volvió a mirar, camino a la cocina. Allí había al menos un par de cuchillos.
Por el rabillo del ojo, vio por fin una silueta. Se mantenía en las sombras, un poco agachada. Estaba caminando hacia ella, para tratar de pillarla desprevenida. A falta de un arma, lo único que tenía en la mano era el candil. Se giró con rapidez, sopló la vela y, en el salón en penumbras, solo iluminado por el fuego de la chimenea, Zelda asestó un golpe por abajo usando el filo del candil. Golpeó un rostro, lleno de dientes, y el cuerpo que se abalanzó sobre ella era grande, a medio camino del cuerpo de un orco, pero más pequeño y ágil, como un humano.
Había visto estas criaturas en la primera arca, y también en el campo de batalla.
Cuando lo derribó, Zelda puso el pie en la garganta y apretó. El arma que había pensado usar contra ella era una daga larga fina.
– ¿Quién eres? ¿Quién te ha enviado? – preguntó, pero solo recibió por respuesta unos ronquidos.
Vestes apareció, hecha un mar de plumas. En un espacio interior, no era buena luchadora, pero en menos de un minuto, ya habían atado al intruso.
– Oreili ha ido al taller – dijo.
Zelda tomó la daga del criminal, pasó por la puerta principal donde colgaba su escudo, y salió corriendo. Vio a Medli, bajar de la segunda planta, pero no se detuvo a preguntar. Llegó al taller y ya escuchaba los ruidos de una pelea. Entró como una exhalación, con el Escudo Espejo bien alto para bloquear y, sin vacilar, clavó la daga en el primer cuerpo que vio. Era otro de esos tipos. Leclas estaba detrás de Jason, con el martillo de herrería en alto, y el chico atacaba con los movimientos que, durante el verano, Zelda le había enseñado. La verdad, estaba haciendo un buen trabajo: había logrado mantener a Leclas a salvo y hacer retroceder a los otros dos enemigos.
Casi no era necesaria.
Aún así, la chica gritó un "a la de tres" y Jason lo entendió. Ella corrió, saltó sobre una mesa y lanzó una estocada desde arriba. Mientras, el chico rodó y golpeó al segundo en las rodillas. A Zelda le bastó el impulso que había logrado para hacer que el primero de los atacantes cayera de espaldas con una herida en el pecho y el segundo recibiera un tajo en la garganta.
– ¿Sabes si hay más? – preguntó Zelda a Jason. Este negó con la cabeza –. Hay que organizarse y…
Leclas salió de detrás de Jason. Estaba bien, y tenía otro objeto en las manos: además del martillo. Enseguida, Zelda lo miró con los ojos abiertos por la sorpresa. Leclas le tendió entonces la Espada Maestra.
Era igual. Quizá la hoja fuera un poco más corta, pero la forma, el peso, el tacto… Zelda sintió la familiar vibración, sonrió para sí misma y felicitó a Leclas por su trabajo. El chico señaló con el martillo a los asaltantes y dijo:
– Venían a por ella.
Estaban llegando Medli, Vestes y Oreili, que se había entretenido porque había más asaltantes en los alrededores de la casa. Habían llegado en unos caballos enormes y con aspectos fieros. A juzgar por la cantidad de ellos, el grupo estaba formado por diez bandidos. Rápidamente, Zelda ordenó registrar la zona. Se dividieron en grupos de dos, pero no encontraron más rastros de los demás que faltaban. Habían huido.
Con las luces del amanecer, en el salón de la casa, la nueva Espada Maestra brillaba con inocencia, colocada sobre la mesa del comedor. Alrededor de ella, se habían reunido todos los habitantes de ese lugar, incluidos ornis y también la misma Liandra, que había traído el desayuno como todas las mañanas.
Habían enterrado los cuerpos de los bandidos en el patio de atrás, tras registrar sus bolsillos y bolsas. Encontraron un frasco, cuerdas, todo tipo de armas, alimentos para varias semanas. En esos momentos, todos se encontraban alrededor de la mesa, mirando la Espada. En la cabecera, Medli sacó el arpa que había pertenecido a su madre, una brillante sacerdotisa orni, la elegida por Lord Valú y por el líder de los ornis para ser reina. Empezó a tocar una balada muy lenta, que sonaba un poco solemne pero al mismo tiempo hermosa. Los dos hermanos ornis estaban de pie a los lados, y miraban a su princesa con orgullo en sus ojos. Al otro lado de la mesa, Leclas, sin el gorro, con el último traje de colores chillones que tenía, miraba su obra de arte. Zelda estaba a su lado, y le puso la mano en el hombro.
A medida que la canción iba llegando a una parte más veloz, la espada empezó a brillar. Era como si de repente el oro que tenía mezclado reflejara toda la luz del amanecer. Los rostros de los presentes fueron bañados por esta luz, y por la música. Al levantar la mirada de la espada, Zelda, que tenía a Jason y Liandra al frente, vio que los dos tenían las manos entrelazadas. Fue un segundo, porque luego Liandra se dio cuenta y soltó a Jason, y este la miró, pero no le dijo nada. "Uy, me parece que Jason va a tener que escapar corriendo de Sharia, como siga así".
Al terminar la canción, con un último destello, todo volvió a ser normal, aunque el recuerdo de la luz seguía en los ojos de Zelda, como estrellitas que veía cuando los cerraba.
– La bendición ha concluido. La Espada Maestra ha renacido. Enhorabuena, Heroína de Hyrule – dijo Medli, al mismo tiempo que se sentaba.
Zelda tomó la espada. La levantó por encima de su cabeza, para admirar los reflejos de la luz del amanecer en su hoja. Luego, la bajó y entonces dijo:
– Enhorabuena a todos. Sin los presentes, y sin otros que no están hoy aquí, no lo habría logrado. Gracias, Sabio del Bosque. La Espada Maestra ahora tiene un poco de ti.
Leclas sonrió y, para variar, no dijo nada, no añadió ninguna broma ni se burló de ella. En su rostro, que por lo normal solía estar enfurruñado o triste, Leclas tenía una sonrisa de paz, de serenidad. Por primera vez desde que le conocía, Zelda pensó que Leclas sería un adulto muy guapo.
– Bien – Zelda guardó la espada en su vaina, la que había estado usando, fingiendo que estaba completa. Entró limpiamente –. Ahora, tenemos que dividirnos. Yo marcho hacia el lago Hylia, con Saeta. Esperaré allí a Laruto para ir a por la bendición de Lady Faren. Vosotros debéis regresar al frente, para proteger al rey Link. Nos reuniremos en Rauru, y para entonces, estaremos listos para emprender el ataque a la llanura de Hyrule y recuperar el castillo y Kakariko.
– ¿Vas a ir tú sola? – preguntó Liandra.
"La de veces que me han preguntado esto..." Miró a los demás, y supo que ellos ya sabían respuesta. Liandra era nueva en el grupo, y no la conocía.
– Viajaré más rápido. Además, sospecho que no venían solo por la espada. Me atacaron cuando pensaron que estaba indefensa, así que también soy un objetivo. Me ocultaré bien, y me moveré rápido para que no puedan seguirme.
– Yo puedo acompañarte, Zelda – dijo Vestes –. Puedo cubrirte las espaldas.
– Prefiero que te ocupes de cuidar de Leclas y de Medli. Los sabios también son un objetivo del enemigo. Estaré bien – Zelda se dirigió a Liandra –. Diles a los niños que me voy a una aventura nueva, pero volveré para contársela en persona y que no se anden inventando cosas, ¿entendido? Muchas gracias por tu ayuda.
– No, gracias a todos por… protegerme en el bosque – Liandra se puso muy colorada. Parecía que la dulzura y la amabilidad pertenecía a ese lado de la familia.
Leclas le tendió una mochila. Estaba llena de frascos con semillas de ámbar y luz, trozos de pan, carne seca, remedios curativos de la zona y una capa con capucha.
– Era de mi madre, pero es buena lana. Para que no te mueras de frío – Leclas se cruzó de brazos –. Ten cuidado, que no tenga que ver a Link preocupado otra vez.
– Eso haré, gracias, Leclas.
