La era de la magia, dragones y hadas había terminado. Ahuyentadas por las nuevas formas de vida y creencias de los humanos, decidieron retirarse en su bosque y dejar que el tiempo transformara su existencia en leyendas, mitos y cuentos. Olvidados.


Katsuki había querido ir a la guerra. Cuando pensaba que se trataba de honor y gloria, cuando pensaba que demostraría ser mejor que todos, vencer a los enemigos y volver al reino probándoles a todos que ese niño de una aldea perdida se había convertido en la mano derecha del rey Todoroki. Katsuki había querido ir a la guerra cuando no sabía los horrores que esta traía, cuando no sabía que lo único que la guerra traía era muerte, pérdida y destrucción.

Katsuki ya no quería estar en la guerra.

Por suerte, esta se había terminado. Derrotaron a los enemigos, pero también habían perdido compañeros. Además, tenía la certeza de que esa paz sería temporal. Pronto tendrían que tomar las armas de nuevo.

Al menos esa noche podría olvidarse de toda la masacre, de sus compañeros caídos —valientes caballeros que, como Katsuki, habían querido ir a la guerra; otros, valientes también, que no tuvieron otra opción más que ir—, y descansar.

Acampaban a las orillas de un bosque. Katsuki sonreía nostálgico al recordar las historias de su madre sobre los bosques y los seres que lo habitaban. Ansiaba volver a casa y verla, ver a su padre también.

«N o sólo los animales tienen su hogar entre los árboles », decía Mitsuki para comenzar a contar alguna historia para ponerlo a dormir.

Aún no oscurecía, aunque el cielo había comenzado a teñirse de rojo. Katsuki decidió que daría una pequeña vuelta por el bosque, para pensar en soledad. En un campamento de guerra soledad es lo último que tienes. Eso y calma.

—No vayas al bosque —le advirtió Deku (debía recordar llamarlo Sir Midoriya o al menos Izuku) al verlo caminar hacia allá—. Es peligroso. A esta hora salen las criaturas de las que tu madre nos hablaba.

Katsuki resopló.

—Cuentos de viejas. No pasará nada, no pienso internarme demasiado.

Hizo oídos sordos de la advertencia. Era bueno para pelear, pero no para tomar consejos.

Se sintió un poco inquieto al principio, quizás las palabras de Deku habían alertado algo inconsciente. Pero conforme caminaba y respiraba el aroma a sauces y tierra húmeda comenzó a relajarse. Estando ahí, dentro del bosque parecía que nada de lo que ocurría en su vida era real. Ahí no había guerras que ser ganadas, ni pruebas que ser superadas, tampoco había risas ni cantos. Solo silencio —interrumpido esporádicamente por algunos ruidos de aves o de animales pasando—y una tranquilidad profunda.

Katsuki dejó que sus pensamientos flotaran lejos. Cuando regresaron a él, ya era tarde. Se había hecho de noche. Y en las penumbras, el camino de regreso era inescrutable. Aun así, intento deshacer su camino. Luego de varias horas de intentar salir del bosque el cansancio logró lo que ningún enemigo: vencerlo. Se sentó recargando su espalda en un árbol, y no tardó en quedarse dormido. El sueño fue profundo y tranquilo, sin las pesadillas que desde que comenzó la guerra lo visitaban.


Había un humano en su bosque.

Pudo sentirlo desde que éste puso un pie en el interior. Hacía demasiado ruido al caminar, su armadura repiqueteando a cada paso que daba; sus pasos pesados contra la tierra. Olía raro. No feo, sólo raro, diferente a los aromas que ella acostumbraba a percibir. Olía a humo de fogata, a sangre y a algo que no sabría describir pero que no era desagradable, al contrario. Fue eso lo que la llenó de curiosidad y la hizo querer seguirlo.

Hacía muchos siglos que no veía un humano. ¿Por qué estaba ahí? Le pareció hermoso, no como los elfos y seres de su reino, sino distinto. Con sus ojos rojos, llenos de tristeza a pesar de que relucían con una fuerza similar al fuego y su cabello rubio casi blanco que le recordó al color del sol.

Lo envolvió con su magia, guiándolo, sin que él lo supiera, al interior de su bosque, perdiéndolo. Lo quería para ella.


Katsuki abrió los ojos, deslumbrado por la luz. Miró a su alrededor desorientado. ¿Dónde estoy? Pensó. Se puso de pie sacudiéndose las hojas que habían caído sobre él mientras dormía. Recordó de golpe que estaba perdido. Trató de identificar la dirección por la que había llegado, sin éxito. Una vez más recordó la advertencia de Deku. Al instante la descartó. No había sido atacado durante la noche, ni siquiera había visto más que aves y uno que otro zorro pasar por ahí. Con la luz del día encontraría el camino de regreso.

No quería confesarse a sí mismo que comenzaba a desesperarse. Llevaba no sabía cuántas horas caminando —pues había perdido el sentido del tiempo junto con el de la orientación— y la orilla del bosque no aparecía. La sed se hacía más apremiante que el salir de ahí y cuando escuchó el correr del agua se dirigió hacía ahí.


Era el momento de aparecer.


Se acercó al lago, haber encontrado agua era un alivio. Se dejó caer a la orilla y metió la cabeza para beber desesperado a tragos grandes del agua fresca y deliciosa. Cuando terminó y sacó la cabeza se quedó petrificado ante la visión frente a él.

Nunca, ni siquiera en sueños, había visto algo tan maravilloso, tan hermoso. Ella lo miraba desde el interior del lago, el agua cubriéndole hasta la mitad del cuerpo. La dama sonrío y Katsuki sintió que esa sonrisa se enterraba en lo profundo de su pecho, llenando su corazón y dejándolo sin aliento. Murió y renació cientos de veces en apenas unos segundos.

Cuando recuperó el aire y pudo hablar dijo:

—Siento molestarla, mi señora. —Se incorporó haciendo una reverencia—. No vi que se encontraba aquí. Mi nombre es Katsuki Bakugo y estoy a su servicio.

La sonrisa de la dama se hizo aún más amplia. Eso había sido demasiado fácil.

—Joven Bakugo, ¿está perdido?

Sí que lo estaba y no sólo en el bosque, sino que se sentía perdido en lo profundo de su ser. El camino que se había planteado desde niño hacia la gloria se desvanecía, ofuscado por un solo deseo: estar con la dama. Y desconocía el camino para conseguirlo.

—Me temo que sí, mi señora. ¿Será que usted conoce el camino de salida?

La dama negó con la cabeza.

—No. Llevo en este bosque mucho tiempo.

—Ambos estamos perdidos, entonces, pero el hado nos ha reunido en este lugar. Juntos podremos encontrar la salida, nada me haría más feliz que servirle de ayuda. ¿Cómo debo dirigirme a usted?

—Puedes llamarme dama Ura. Agradezco su gentileza, joven caballero.

Como si se deslizara en el agua se acercó a él y salió del lago. A Katsuki le pasó un fugaz pensamiento de intriga al ver que su falda no estaba mojada, como debería, pero lo olvidó cuando miró los ojos de la dama de cerca. Cayó de rodillas frente a ella y con delicadeza tomó su mano. Con el corazón palpitando demasiado rápido acercó la mano de la dama a sus labios para besarla.


La curiosidad que sentía por el joven se incrementó al hablar con él y atribuyó a esa curiosidad la sensación extraña que se extendió por su cuerpo ante el contacto del humano con su piel. Como Katsuki –el muy tonto le había dado su nombre sin pensarlo dos veces—tenía los ojos cerrados aprovechó para mirarlo con mayor detenimiento.

Era hermoso, como lo había notado desde el principio. Era cierto que nunca había visto a un humano, pues cuando ella había nacido del aire hacía siglos que los humanos los habían olvidado, pero nunca creyó que un mortal sería así de hermoso. Pensó que quizás no había sido el primero de su sangre en perderse en el bosque, quizás alguien de su familia, generaciones atrás había estado ahí también llevando a su descendencia algo de la belleza feérica.

Katsuki soltó su mano y volvió a erguirse sonriendo de tal manera que fue inevitable para ella hacerlo también.

— Busquemos juntos la salida, joven Bakugo.

Se internaron aún más en el bosque. Guiados por ella se libraron de peligros y secretos que ansiaban divertirse a costa del humano. La dama lo había marcado como suyo, no podían acercarse.


Aunque ya conocía su nombre, Katsuki ansíaba saber más de esa dama misteriosa. Llevaba mucho tiempo en el bosque, según había dicho. Katsuki pensó en lo valiente que sería, pues había sobrevivido y además no parecía haber pasado penurias. Admiración y atracción se entrelazaron en el corazón de Katsuki, que no pudo dejar de mirarla y de asombrarse porque nunca imaginó que existiera alguien así.

Mientras caminaban le contó sobre su vida. Sobre la aldea en la que nació, cerca del palacio, pero lo suficientemente lejos como para que bandidos se atrevieran a hacer incursiones de vez en cuando. Le habló de su familia, de su madre, la jefa de la aldea que lideraba las defensas siempre exitosas y que le gritaba todos los días pero que también le contaba cuentos antes de dormir y lo estrechaba en sus brazos cada que lo necesitaba; de su padre que reía cada que los veía discutir y que le enseñó a Katsuki a pescar, cocinar, a pelear y a defender sus ideales, pero también a los débiles.

Mientras caminaban le contó anécdotas de su infancia. De los juegos con su mejor amigo, de su rivalidad. De su sueño por convertirse en caballero y así lograr que ninguna aldea sea invadida nunca, de llegar a ser el caballero más fuerte del reino. De cómo cuando cumplió los doce se fue al palacio a entrenar junto con los demás niños.

Le contó también de la guerra. De cómo marcharon todos ilusionados porque con ella traerían paz al reino. Él estaba orgulloso de estar en el batallón del príncipe. Y cómo todas esas creencias se habían destruido luego del primer combate.

Esperaba que ella le contara cosas también. Pero la dama callaba y sonreía mientras lo escuchaba. Conforme avanzan, Katsuki comienzaba a olvidar. Aquello que le contó a la dama quedando atrás, vago como los sueños una vez que despiertas. Terminó contando de cómo decidió entrar al bosque, de la advertencia de su amigo y de cómo se había perdido.

¿Por qué quería salir del bosque? ¿Qué acaso el bosque no era su hogar? ¿Qué no la dama era lo único que importa?

El castillo de la dama era, si lo mirabas por afuera, apenas más que una torre en medio de los narcisos y las campanillas. Las rocas se veían llenas de musgo y lama y cualquiera diría que estaba abandonada.

Katsuki no se fijó en nada de eso, sus ojos sólo miraban a la dama que parecía resplandecer conforme llegaba a su hogar.

Pero al entrar, la magnificencia del lugar se hizo evidente. Cientos de habitaciones, pasillos y salones conformaban la morada de la dama. Invisibles sirvientes atendían a que todo estuviera en orden.

Día tras día ambos se reunían para conversar, cantar o simplemente pasar el tiempo en compañía. Aunque podrían parecer monótonos, Katsuki no se cansaba de estar ahí, olvidado ya todo lo que había dejado atrás, afuera del bosque.

Por el otro lado, y esto era particularmente extraño, la dama tampoco se aburría. No solo eso, sino que experimentaba algo que jamás había sentido en su vida inmortal. Cuando miraba desde una ventana al apuesto caballero ejercitarse entre las flores, su cabello reluciendo al sol, sintió una opresión desconocida que nacía en el pecho y crecía llenándola toda. Entonces el joven volteó a verla y esta sensación se hizo aún más intensa, robándole el aliento y dejándola aún más confundida.

El caballero siguió entrenando con la espada, un recuerdo persistente llenándolo de nostalgia, pero sin entender tampoco de dónde venía. Recordaba que cuando era más joven, más niño, solía entrenar todos los días: quería hacerse más fuerte. ¿Para qué?

Notaba la mirada de la dama mirándolo desde la torre, calentándolo incluso más que el sol del medio día que bañaba el campo de flores. Por su mente pasó la imagen de un hombre vagamente similar a él diciéndole: « no hay nada más valioso que el amor, una vez que lo encuentras se vuelve tu principal motivo de vivir » . ¿Quién era ese hombre?

La memoria desapareció, así como vino. Siguió entrenando hasta que notó que el sol comenzaba a ponerse; debía apresurarse a tomar un baño y vestirse para la cena con su amada.

Después de la cena se sentaron junto al fuego. Katsuki se recostó sobre sus piernas mientras que ella acariciaba su cabeza lentamente, jugueteando con su cabello. De nuevo esa sensación se expandía por su interior, ahogándola. Pidió que le contara algo, cualquier cosa, para distraer el palpitante estremecimiento de su corazón.

Katsuki se quedó en silencio, pensando. No podía recordar nada. En su mente sólo estaba la dama. Quiso contarle cómo se habían conocido, pero ni siquiera eso recordaba. Él siempre había estado ahí, viviendo con ella, sirviéndole, todo su existir era por y para ella.

Se lo dijo.

Ochaco sintió que la sensación que la llenaba se iba, siendo reemplazada por un pesar en su estómago, como si se hundiera. Una nueva sensación llegó a ella, provocando que sus ojos empezaran a tirar agua. Se tocó el rostro, sorprendida. Los que eran como ella no lloraban, no se supone que lo hicieran. La tristeza era una emoción exclusiva de los hombres, de los mortales que vivían breves vidas llenas de sufrimientos y alegrías. Pero se sentía triste.

Miró a Katsuki a los ojos. En ellos encontró una veneración vacía. Una angustiante certeza cayó sobre ella como una cadena de hierro: su magia había provocado eso. Su magia se había llevado los recuerdos del caballero poco a poco. En su afán por tenerlo para ella sola había borrado todo lo que le había gustado de él.

Porque cuando la había mirado en el lago, cuando había prometido estar con ella y protegerla, la había mirado distinto. También con veneración, sí, pero había más detrás de esos ojos rojos: deseo, anhelo, amor... Ahora era sólo la veneración ciega que había producido su magia. No era real. Así como tampoco era real ese castillo que había construido para que fuera la morada de ambos. Sintió cómo las lágrimas se desbordaban con más fuerza. Se sobresaltó cuando sintió la cálida mano de Katsuki posarse en su mejilla.

— ¿Por qué llora, mi señora? ¿Qué mal aqueja a su corazón, he de eliminarlo si me es posible?

Ochaco suspiro. Cerró los ojos y con una sonrisa triste respondió.

—No es nada. Estoy cansada. ¿Me acompañas a mi habitación?

Katsuki se levantó, tendió su mano para ayudar a Ochaco a levantarse. Fueron a su habitación, se quedaron en la puerta, donde Katsuki besó la mano de la dama para despedirse, sin embargo, al intentar soltarla para retirarse, ella lo impidió.

—Quédate conmigo, por favor.

Él asintió y ella de inmediato se arrepintió. Había planeado hacer algo, tomar el cuerpo de ese hombre como una especie de despedida porque acababa de haber tomado una decisión, pero no era justo. No era justo para Katsuki, ya le había arrebatado demasiadas cosas. Tampoco era justo para ella.

Aun así, dejó que durmiera a su lado. En la misma cama. Ella no durmió, no lo necesitaba. Pasó toda la noche escuchando la suave respiración del joven vertiendo más lágrimas durante la noche.


Katsuki se despertó confundido. Miró a su lado y no vio a la dama, el lecho estaba vacío. Una sensación de añoranza lo invadió. Pensó en su madre, en su padre, en su hogar. ¿Hace cuánto que no pensaba en ellos? Parpadeo para que sus pupilas se aclimataran a la luz que entraba por la ventana.

Salió de la habitación y de pronto sintió que no conocía ese lugar.

Encontró a la dama en el comedor, esperándolo sentada en la mesa. Como siempre que la miraba, sintió que era lo más hermoso que existía en el mundo. Pero también se sintió diferente a otras veces, sintió que no lo invadía una sensación abrumadora que borraba todo para él. Se sentó en la mesa y tomó un pedazo de pan.

—Buenos días, mi señora. ¿Se encuentra mejor esta mañana?

Ochaco abrió más los ojos y su boca se separó unos centímetros. Había esperado otra actitud de parte del joven. Había escuchado las historias de sus congéneres, de cómo los hombres al ser liberados del encantamiento feérico se llenaban de odio por su aprisionamiento, o inmediatamente insistían en volver a su hogar. Había asumido que quizás ni siquiera la buscaría, que simplemente dejaría el castillo para no volver nunca más y, esta vez, libre de la magia, encontraría el camino de vuelta.

—Lo estoy, muchas gracias. ¿Dormiste bien?

Katsuki mordió el pan y asintió.

—Su cama es muy cómoda, mi señora. Espero me deje hacerle compañía en otras ocasiones —se sonrojó de inmediato al percatarse de lo que había dicho, comenzó a tartamudear y mezclar las palabras —, quiero decir, no es lo que yo... sólo para dormir... no que no quiera hacer otras cosas —golpeó su frente y se calló.

Ochaco río aliviada, aunque a la vez se extrañó. Algo no había hecho bien en deshacer su magia.

—¿Qué hay de tu casa?

Katsuki frunció el ceño.

—¿Qué hay de qué?

—¿No quieres volver?

Katsuki asintió.

—Sí, y lo haré, pero me gustaría que cuando lo haga, sea con mi señora a mi lado, como mi esposa.

De nuevo se sonrojó y Ochaco sintió que su rostro estaba igual, pues lo sentía caliente y volvió a sentir que su pecho se inflaba para dejar que su corazón latiera así de rápido. Pero en segundos la sonrisa se borró.

—Me temo que no puedo salir yo de este bosque. Y tampoco te puedo retener más. Porque eso estaba haciendo, ¿no notaste algo raro al despertar? ¿Sabes acaso cuántos años han pasado desde aquel encuentro junto al lago?

—Sí noté algo extraño, a decir verdad, creo que había pasado mucho tiempo sin pensar en mi hogar. No entiendo bien lo que me estás diciendo, ¿años? no han pasado más que unos días.

Ochaco suspiró. Eso explicaba que no hubiera reaccionado como temía, no acababa de entender quién, o más bien, qué era ella. Ni lo que le había hecho.

—Han pasado cinco años. Te tuve aquí prisionero de mi magia, haciéndote olvidar todo lo que habías dejado en tu mundo, para que sólo pensaras en mí. No soy humana como tú, y en mi egoísmo te hice una gran crueldad.

Esta vez sí se sorprendió Katsuki. Eso que decía la dama parecía imposible, pero, a la vez sonaba a verdad. De nuevo recordó las historias de su madre, aquellas que Izuku trató de recordarle antes de que tomara la decisión de adentrarse al bosque. Sabía que debía enojarse hasta explotar, si hubiera sido el Katsuki de hace días... no, años, lo habría hecho. Pero no podía. La dama lo miraba con temor y tristeza, sus pequeños labios temblando por el esfuerzo de reprimir las lágrimas. Había más detrás de eso que había hecho, no había sido para cumplir un simple capricho.

—Cásate conmigo y te perdono.

Insistió de nuevo. Quería salir de ese bosque maldito, pero pensar en irse y nunca más ver a la dama le parecía incluso más doloroso que el pensar que llevaba más de cinco años fuera de su hogar.

Ochaco volvió a insistir con su explicación del encantamiento, pero Katsuki se convenció, ante la insistencia de Ochaco de disculparse tácitamente, de que eso que sentía por ella no era por un hechizo.

—¿Ya no estoy embrujado? ¿Cierto? —Ochaco negó con la cabeza frenéticamente—. Entonces esto que siento no es producto de ninguna magia. Quiero casarme con usted, mi dama, quiero que me acompañe de vuelta a mi casa, quiero que nunca más vuelva a estar sola.

Esta vez las lágrimas no pudieron ser contenidas. Le dolía el pecho, por la inmensidad de lo que estaba sintiendo en ese momento.

—No puedo salir de aquí, el bosque es mi hogar, pero también soy yo. Pero te propongo algo: una prueba.


De nuevo se encontraban junto al lago, donde cruzaron miradas por primera vez, donde comenzó su historia. Katsuki se arrodilló de nuevo, tomando la mano de su dama entre sus manos y besándola con suavidad.

—Volveré, mi amada. Juro por todo este amor que estaré aquí de vuelta una vez que resuelva todo en mi mundo, y esta vez permaneceré a su lado por toda la eternidad, no como su prisionero, sino como su esposo y compañero, si aún me acepta cuando lo haga.

Ochaco se inclinó para besar suavemente los labios de Katsuki.

—Cumple tu promesa, Katsuki Bakugo. Como muestra de mi amor, y para asegurarnos que puedas volver, te daré algo que ningún otro ser conoce. Pero no debes repetirlo hasta que volvamos a encontrarnos.

Susurró algo en su oído y antes de separarse volvió a besarlo de nuevo. Katsuki se levantó y la estrechó con fuerza contra sí, abrazándola. Luego volvió a besarla, con mucha más pasión que antes.

—Hasta pronto, mi dama.


Todos los días Ochaco miraba por la ventana de su torre. Recordaba la imagen del caballero entrenando con su espada. Una sonrisa triste se extendía por su rostro, llena de nostalgia. Esperaba de mañana a hasta el anochecer a que volviera, a que llegara el momento de cumplir la promesa.

Ese campo se llenó de nieve y volvió a florear muchas veces, y la dama nunca dejó de esperar. Sólo lo haría cuando pasaran más años de lo que una vida mortal podría durar.

Finalmente, después de veinte años, lo sintió. De nuevo había algo en su bosque. Pero esta vez no era algo extraño, era la presencia de su caballero, de su amado. Esperó ahí en la torre hasta que lo vislumbró en la linde del claro. Bajó corriendo para encontrarlo a medio camino. Dudó unos segundos antes de encontrarse frente a frente, pero Katsuki no dudó. La abrazó con fuerza, cargándola mientras le daba vueltas.

Estaba muy cambiado y, a la vez, estaba igual. Su rostro había madurado, haciéndose más anguloso que afilado, algunas pequeñas arrugas a los lados de los ojos se habían aparecido y su cabello rubio le había crecido, lo peinaba ahora con trenzas decoradas con cuentas, uno que otro cabello gris delataba el paso del tiempo. También estaba más fornido.

La dejó en el piso con una sonrisa tan deslumbrante que llenó el corazón de Ochaco.

—Estoy de vuelta, Ochaco Uraraka.