Érase una embrujada vez: un fic de Halloween
Capítulo 3. ¿Quién anda ahí...?
De repente un grito desgarró el silencio de la noche. Un alarido estridente que resonó dentro de ellos como si viniera de todas partes.
El grito pareció provenir de la cocina. Stuart y Tiffany corrieron hacia allá, porque era lo que su entrenamiento les dictaba. Tiff supo que algo iba mal en cuanto entreabrió la puerta y el olor de la sangre asaltó su nariz.
Los fluorescentes de la cocina parpadeaban como una luz estroboscópica. Sobre una amplia mesa central una mujer había sido apuñalada salvajemente. La luz intermitente mostraba salpicaduras de sangre por todas partes. Un enorme cuchillo de cocina estaba todavía clavado en su vientre. Tiffany oyó a Stuart soltar una palabrota.
Ambos miraron alrededor, echando por reflejo mano a su propia cadera, buscando sus armas, pero naturalmente sólo encontraron aire. Tiffany se sintió terriblemente desnuda. Agarró una escoba apoyada allí al lado y recorrió la habitación, pero allí no había nadie más.
—Qué coj- —se le escapó.
—¿Se trata de una broma? —preguntó al aire Stuart, cabreado—. Porque no tiene ninguna gracia.
Tiffany recordó que la escena se parecía mucho a la mala pasada que, según él le contó hace tiempo, le jugaron en Halloween unos compañeros de universidad. La razón por la que odiaba la fiesta. Pero entonces, Stuart miró más detenidamente a la mujer sobre la mesa, y su rostro palideció.
—Santo Dios, Tiff... —jadeó tapándose la boca para controlar una arcada— ...¡le han arrancado el corazón!
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—¿Cuál es la habitación de tu madre, cariño, lo sabes? —preguntó Isobel a la niña.
Ariadne señaló una puerta al final del pasillo.
Jubal caminaba a su lado, aparentemente haciendo un esfuerzo por no mirarle las piernas. Lo vio estremecerse violentamente por el rabillo del ojo a la vez que un escalofrío la hizo temblar a ella también. Miró a su alrededor, incómoda, sintiéndose vigilada.
La tormenta seguía retumbando y relampagueando alrededor de la casa.
Ante la puerta, Jubal llamó suavemente con los nudillos.
—¿Hola? Disculpe. Su hija Ariadne la está buscando. ¿Podemos pasar?
Silencio.
Jubal insistió con unos toques más.
—¿Hola? —llamó Isobel también.
Jubal probó el picaporte. El pestillo no estaba echado. Isobel le hizo gesto de "adelante"; él la abrió. La hoja de la puerta emitió un lastimero quejido al abrirse.
Dentro se agazapaba la oscuridad más negra que Isobel había visto en su vida. Ni siquiera se veían los resplandores de los relámpagos de la tormenta. Algo desagradable se oía arrastrarse dentro, como una miríada de bichos. Y hedía. Hedía a carne muerta.
—Quédate aquí —dijo Isobel dejando a Ariadne detrás de ella y asomándose a la habitación.
Jubal intentaba alumbrar, pero el haz de luz apenas lograba penetrar aquella oscuridad.
Se adentraron un poco más.
La iluminación de Jubal dio con algo. Un par de pies descalzos. Colgando a un metro del suelo.
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La vieja madera de los peldaños crujió bajo el peso de OA al seguir a Maggie escaleras arriba. Se apresuró, pensando que iba a ser mejor terminar con aquello y sacarla de allí, pero no la alcanzó a tiempo de que ella llegara al abuhardillado desván. Apenas se veía nada, pero pudo distinguir por su blanco camisón, que Maggie se había detenido en el centro de la habitación mirando a la pared del fondo. Hacía frío. OA se acercó despacio, y no solo por la sensación de desasosiego que le crecía dentro del pecho. El suelo estaba como pringoso y le costaba caminar. Un olor desagradable los rodeaba.
Un relámpago lanzó luz por la claraboya del alto techo iluminando, por un escalofriante segundo, rostros demacrados adheridos a las paredes. OA jadeó. No. Había visto mal. La oscuridad y el resplandor le habían jugado malas pasadas. Se acercó un poco a una de ellas en un intento un tanto enfermizo de disipar su inquietud.
El estómago se le contrajo violentamente.
Había cuerpos pegados a las paredes, cubriéndolas por todas partes, envueltos en un blanquecino tejido viscoso de aspecto biológico demasiado familiar. Las caras estaban consumidas, y a la vez retorcidas en una mueca de espanto. OA miró al suelo. Estaba tapizado por completo de la misma sustancia. Es otra pesadilla, pensó intentando controlar su miedo. Sólo otra pesadilla. Sacudió la cabeza. Se pellizcó el brazo. Pero no se despertó.
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Acercándose, Tiffany examinó la víctima. Su rostro estaba retorcido en un rictus de dolor y pánico. No se trataba de Perséfone; era una mujer al menos treinta años más joven, aunque había algún parecido... Stu tenía razón. Además de multitud de otras heridas de arma blanca, el desgarrado camisón blanco empapado de rojo mostraba el pecho abierto y el hueco dentro de él. No tenía sentido ni tomarle el pulso.
Tiffany tragó con dificultad, una perturbadora inquietud mordisqueándole las entrañas. Durante la noche que habían pasado juntos, había creído sentir con Stuart algo que hacía mucho que no sentía por nadie. Intenso, profundo. Había parecido real. Marchándose de esa manera aquella mañana, sin ninguna explicación, había sido como si Stuart le hubiese arrancado el corazón. Ése había sido el último pensamiento que había tenido antes de que se oyera el grito.
—Llamaré al 911 —dijo él con la voz ahogada sacando su móvil, pero su expresión no tardó en volverse aún más alarmada—. Mi teléfono está muerto.
Tiffany buscó el suyo en el bolsillo antes incluso de que Stuart le dijera que lo intentara ella, pero también se lo encontró apagado. Al intentar encenderlo, el dispositivo ni siquiera hizo el intento, como si la batería estuviera completamente agotada.
Stuart descolgó entonces el viejo teléfono que había en la cocina, un modelo de rosca que debía tener más de cincuenta años.
—No hay señal —informó—. ¿Qué demonios está pasando aquí...?
—Despertemos a los demás —decidió Tiffany, haciendo a un lado con firmeza su ansiedad.
Estaban saliendo de la cocina con paso decidido cuando Tiff lo vio. Los ojos de la víctima estaban vueltos hacia atrás en un parpadeo de los fluorescentes, y en el siguiente los miraba fijamente.
Tiff se quedó paralizada y Stuart chocó contra su espalda, cogiéndola por la cintura para no empujarla.
Arrancándose el cuchillo del cuerpo, la víctima se levantó de manera súbita. Se arrojó contra Stuart con el rostro desencajado, la encarnada hoja brillando malignamente en el puño, directamente hacia su espalda.
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Junto a los pies descalzos, un poco más arriba, se encontraba otro par. Jubal alzó más la luz. Isobel lo oyó tragar con dificultad. Ahorcados de una viga del techo se encontraba un matrimonio de mediana edad. Estaban en su ropa de dormir, un camisón blanco y un anticuado pijama de rayas. Insectos y gusanos entraban y salían de nariz y boca.
Llevaban muertos mucho tiempo, pero sus ojos se movieron de manera antinatural y repentina para mirarlos fijamente. Jubal e Isobel dieron un sobresaltado paso hacia atrás.
Detrás de ellos, la puerta volvió a crujir. Isobel se giró justo para ver a Ariadne tirando de la puerta para cerrarla de un portazo, su pequeña carita desfigurada por la más maléfica expresión que Isobel hubiera visto en rostro humano.
La puerta se cerró a la vez que un trueno redoblaba sacudiendo la casa. El móvil de Jubal se apagó de pronto, sumiéndolos en aquella pútrida negrura. La termeratura descendió de golpe. Isobel buscó frenéticamente a Jubal a tientas.
—¡Isobel! —la llamó él.
Se oyó un golpe y creyó oírlo gruñir.
Antes de que pudiera encontrarlo unas manos la agarraron y la tiraron al suelo, sobre la vieja y polvorienta alfombra. Alguien o algo se arrastró ascendiendo por su cuerpo para inmovilizarla, como cuando David Owen la atacó en su propia casa. El hedor se hizo insoportable. La oscuridad era como haberse quedado ciega.
— ¡Jubal! —gritó pidiendo ayuda.
Se retorció, luchando y pataleando desesperadamente para deshacerse de las presas que la mantenían en el suelo con brutalidad sobrehumana.
Pero no parecía un solo par de manos y no lograba acertarle a nada. Jubal la llamaba a gritos desde alguna parte de la oscuridad. De repente, una gélida presión rodeó su cuello y apretó.
—¡Jub-!
Apretó con una fuerza irresistible impidiéndole gritar, impidiéndole respirar. Aterrada, Isobel se echó las manos al cuello intentando detener a lo que fuera que la estrangulaba. Pero no había nada allí.
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Con el corazón latiéndole alocadamente, OA fue hasta Maggie decidido a agarrarla y salir de allí. La cogió por la cintura con un brazo.
—OA —oyó un ronco susurro desde el fondo de la habitación.
El vello de la nuca se le puso de punta. Uno de los rostros de la pared del fondo le estaba hablando...
—OA, ayúdame —dijo con una voz tan desesperada como débil.
La voz era la de Maggie. Y el rostro también.
Con la boca repentinamente seca, él se volvió muy despacio hacia la Maggie del camisón.
Ella ahora sí lo miraba directamente, pero en sus ojos encontró un hambre inhumana, abismal. Empezó a sonreír y sus rasgos comenzaron a verse extraños, descolocados.
Apartándose, OA vio con horror que la boca de aquella Maggie se abría desmesuradamente. Lentamente, de su interior surgieron dos oscuros gruesos apéndices acabados en punta. OA no podía creer lo que estaban viendo sus ojos. Pero no pudo dejar de mirar.
—Oh, sí... —emitió la deformada boca de Maggie sin apartar de los de él sus febriles ojos, que empezaron a despedir un constante fulgor amarillento y fantasmal.
OA se apartó dos vacilantes pasos.
Con un repugnante y húmedo crujido, el cuerpo de "Maggie" se dobló en un ángulo extraño, su abdomen se expandió. Cuatro patas puntiagudas cubiertas de púas y acabadas en garras aserradas, surgieron violentamente de sus costados desgarrando la tela del camisón. Sus miembros mutaron en otros dos pares más de larguísimas patas, proporcionándole una enorme altura. Su rostro se estaba transformando en el de Perséfone... hasta que dejó por completo de ser el de Maggie. Se apoyó pesadamente sobre seis de ellas, cerniéndose sobre OA desde arriba. Los quelíceros de su boca chasquearon, rezumando una sustancia espesa y ponzoñosa.
—¡OA! ¡Sal de aquí! —gritaba la Maggie de la pared, casi sin aliento— ¡Corre!
Los ojos desorbitados, perdido el asidero con su cordura, OA fue totalmente incapaz de moverse.
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