LINK

A la mañana siguiente, me desperté más magullado que de costumbre. Iba a llover pronto. O tal vez se tratara de un mal augurio. Fuera como fuese, lo único que me proporcionó algo de alivio fue la piel cálida de Zelda contra la mía.

Me contenté con mirarla y escuchar su respiración durante un largo rato. Llevaba años sin tener una sola pesadilla relacionada con el Gran Cataclismo. Igual que yo. Empezaba a pensar que por fin lo estábamos dejando atrás. Que por fin las cosas estaban avanzando por el camino correcto.

Descubrí por la luz grisácea que se colaba por la ventana que era temprano todavía. Razón de más para permanecer junto a ella durante un rato, antes de que los niños se despertaran y nos viéramos obligados a separarnos.

El corazón se me detuvo, sin embargo, al caer en la cuenta —estúpidamente, quizá— de que ninguno de los dos llevaba ropa encima. No me costó divisarlas en el suelo. Las habíamos dejado olvidadas allí la noche anterior. A Zelda no le haría ninguna gracia que hubiéramos sido tan descuidados, pero a mí me había gustado. Además, tenía un buen presentimiento en aquella ocasión. Tenía que funcionar. Le había dado todo lo que tenía, y sabía que Zelda había hecho lo mismo.

El miedo a que los niños nos descubrieran en aquel estado me dio la energía necesaria para ponerme en pie e ir en busca de algo de ropa. Zelda no se inmutó, así que una vez estuve vestido, conseguí que abriera los ojos por fin de una sacudida en el hombro.

—¿Te vas? —murmuró.

—Voy al jardín —susurré yo—. A... Bueno, ya sabes qué voy a hacer.

Ella resopló.

—Sigue escondiéndote de tus hijos, Link.

—No estoy escondiéndome de nadie —repuse con el ceño fruncido.

—¿Ah, no? ¿Entonces por qué no sales con tu espada a mediodía, cuando todo el mundo puede verte, y no al amanecer?

Abrí la boca para responder, pero de ahí no salió nada. Me gustaba pensar que no estaba escondiéndome de mis hijos. Que simplemente estaba protegiéndolos de la realidad cruda y horrible. Sonaba como un propósito muy honorable, pero dejaba de serlo cuando el precio era que mis propios hijos no me conocieran.

Zelda tenía razón. Les ocultábamos muchas cosas. Solo esperaba que cuando se hicieran mayores no nos odiaran demasiado.

—¿Por qué no te acercas a ellos brillando con el poder? —dije por fin, aunque al ver su expresión herida me arrepentí.

—Sabes que eso es diferente, Link.

No me quedó más remedio que asentir con la cabeza porque en aquello tenía toda la razón del mundo. Otra vez.

—Lo sé —murmuré. Ella permaneció en silencio. La cama crujió cuando me moví para ir en busca de las botas—. Deberías ponerte algo. A menos que quieras que los niños te vean así.

—Por Hylia —bufó ella, aunque me hizo caso y aceptó el vestido que le tendía. Lo había dejado desparramado en el suelo la noche anterior—. Todavía es temprano, de todas formas. No se despertarán hasta dentro de unas horas. Y yo debería haber hecho lo mismo.

—Siento haberte despertado —le dije. Luego le di un beso casto, y ella sonrió.

—Tengo un buen presentimiento —susurró mientras se pasaba una mano por el vientre.

No pude evitar sonreír también.

—No diré nada. No quiero que tengas mala suerte otra vez.

—Puedes decirlo. No sueles equivocarte —rio ella—. Todos cometemos errores a veces, Linky.

—Creo que saldrá bien esta vez —le dije, y su sonrisa se hizo más amplia.

Me despedí de ella poco después y fui escaleras abajo. Todo estaba en silencio. Solo se oía el tenue ruido que hacía Zelda arriba, aunque nada se movía por lo demás. Apagué las velas que había dejado encendidas la noche anterior y me adentré en el rincón que se encontraba debajo de las escaleras.

Allí Zelda y yo almacenábamos utensilios que ya no se usaban. El bulto crecía y crecía con el tiempo, pero ninguno tomaba la decisión de deshacerse de aquellos artilugios de una vez por todas. No solo había cosas que no tenían ningún uso para nosotros; también había objetos que habíamos encontrado durante nuestros viajes. Allí encontré por casualidad las sedas gerudo que me había comprado hacía tantos años, cuando viajaba solo. Aquella época quedaba ya tan lejana que casi parecía un sueño. No me extrañaría que lo fuera.

Encontré también las viejas ropas de viaje de Zelda, y también mis botas antiguas. Conservaba la túnica azul que Zelda había hecho para mí a buen recaudo. Aquel montón de cosas no era un buen lugar para un regalo tan importante, aunque no lo usara tan a menudo ya.

Y, bajo un montón de cajas polvorientas, se encontraba la espada. Nadie habría mirado dos veces aquel bulto insignificante. Nadie habría sospechado que dentro se hallaba la espada de un caballero. Mucho menos mis propios hijos.

Eso, lejos de darme más satisfacción, solo hizo crecer la culpabilidad.

Me había llevado un tiempo acostumbrarme a la diferencia de aquella espada con la Espada Maestra. En ocasiones me descubría abriendo y cerrando el puño, esperando sentir algo entre los dedos. Algo como la seguridad que me daba el espíritu o la luz y el poder que corrían por la hoja. Diosas, cuánto había echado en falta aquella espada. Todavía lo hacía.

Por supuesto, ningún arma que blandiera sería comparable con la Espada Maestra, que había sido forjada por las deidades. Sin embargo, la espada de mi padre seguía siendo un buen acero. Útil, más ligera de lo que había esperado, y siempre estaba afilada.

Corrían tiempos de paz. Nadie estaba esperando una guerra; no había ningún motivo por el que tuviera que volver a pelear. Por ello, me limitaba a entrenar de vez en cuando. Así no perdería la costumbre de blandir un arma.

Salí al jardín y me alejé de las ventanas. Sabía que Zelda podría verme de todas formas, pero lo que más me preocupaba eran los niños. Ellos no podían enterarse. No todavía. Ni siquiera sabían para qué servía una espada. Zelda y yo nunca les habíamos hablado de ello.

Desenvainé la espada con cuidado. Era casi tan larga como la Espada Maestra, y mucho más ligera. Aunque quizá eso fuera solo una ilusión. La espada de mi padre era un acero normal. Portarla no traía consigo el peso de un reino. Y me alegraba de que aquella responsabilidad no me correspondiera al fin.

Siempre intentaba empezar con ejercicios fáciles. Sabía que las cicatrices traerían problemas con el paso del tiempo, y no quería estar constantemente dolorido. Así que trataba de no ser duro conmigo mismo.

No obstante, había cosas difíciles de olvidar.

El acero no brilló al hendir el aire. No soltó destellos ni me saludó con un cosquilleo al rodear la empuñadura. No podía creer que después de tantos años no me hubiera acostumbrado a la ausencia de la Espada Maestra.

Me detuve cuando el sol estaba un poco más alto en el cielo. Mientras envainaba la espada, decidí que no había ido nada mal. Ya no era tan ágil como hacía ocho años pero, de todas formas, corrían tiempos de paz. No pensaba bajar la guardia, aunque tampoco iba a malgastar esfuerzos innecesarios.

Con el tiempo había aprendido que la paz era tan frágil como el maldito tablón junto a las escaleras del suelo, en casa. Podía romperse con el más leve pisotón, aunque siempre tenía arreglo. Acababa rompiéndose de nuevo hiciera lo que hiciese, sobre todo desde que Zelda y yo no éramos los únicos que vivíamos allí.

Recogí la vaina de la espada y la envolví en una tela oscura. Luego regresé a casa y recorrí el interior de puntillas hasta alcanzar el rincón bajo las escaleras. Coloqué la espada donde siempre la dejaba, a buen recaudo.

Estaba terminando de ordenar las cajas de madera para que fuera más difícil descubrir el arma cuando escuché pasos a mi espalda.

—¿Qué haces?

Me giré y solté la caja que había estado sosteniendo. No me fijé en el lugar en que cayó.

Al ver a Artyb supe de inmediato que estaba en problemas. Él tenía una curiosidad insaciable y no era sencillo engañarlo. Hacía demasiadas preguntas. Sabía que acababa de salir de la cama, pero no quise confiarme. Ya había cometido el mismo error muchas veces.

—Estaba buscando manzanas.

Él se frotó los ojos con un puño. Luego parpadeó y frunció el ceño.

—¿Manzanas? —Arrugó la nariz—. ¿Aquí?

—¿Por qué no? Hay espacio de sobra.

—Por eso huelen mal.

—No huelen mal, Artyb —repliqué.

—Sí que huelen. —Él dio unos cuantos pasos más y examinó sus alrededores con atención. Con demasiada atención, de hecho. Tenía la sensación de que podía leerme el pensamiento—. ¿Por qué tienes cajas? —preguntó.

Aquello iba a ser difícil, pero podría arreglármelas solo. Al fin y al cabo, no era más que un crío. Tenía casi cinco años y su pelo le habría parecido un completo desastre a Zelda si pudiera verlo. Podía ser más listo que él.

—¿Por qué no? —repuse simplemente.

—¿Por qué sí?

Resoplé. Zelda solía aguantar más cuando a Artyb le daba un arranque de hacer preguntas. Yo cedía casi al instante.

—Las cajas son para guardar cosas —respondí por fin.

—¿Qué cosas guardas?

—Cosas viejas.

—¿Por qué?

—Porque no quiero que se pierdan.

Él miró a su alrededor de nuevo.

—¿Puedo ver tus cosas viejas? —quiso saber.

Me estaba mirando con aquellos ojos que solo utilizaba para hacerme ceder. Zelda decía que Artyb se parecía a mí, aunque en realidad él había heredado la nariz y la forma de los ojos de Zelda. El color incluso parecía verde, si les daba la luz del sol. Quizá por eso nunca podía resistirme cuando me suplicaba con la mirada. Tiró de mi túnica para llamar mi atención de nuevo. Yo resoplé y le revolví el pelo hasta que le cayó sobre los ojos. Él protestó, pero di media vuelta y empecé a rebuscar entre las cajas.

—Estas son las viejas botas de papá —le dije mientras se las mostraba.

—¿Por qué ya no las tienes?

—Tengo otras que me quedan mejor.

Su ceño se frunció un poco más. Daba miedo cuando fruncía tanto el ceño.

—¿No tienes más cosas viejas?

—Claro que sí. Mías y de tu madre.

—Quiero verlas.

—Ahora no. Son muchas. ¿Por qué no despertamos a Wynnie y luego...?

—No —dijo él con repentina tristeza. Se aferró a los bordes de la túnica de nuevo—. No quiero estar con Wynnie ahora. Quiero estar con papá.

—Ya estás con papá.

—No.

Me miraba con los ojos húmedos. Incluso le temblaba el labio. En el fondo sabía que solo estaba fingiendo, pero lo hacía de una forma tan convincente que acabé dudando. Aquello terminaría en una competición de gritos si seguía negándome.

Tomé asiento sobre una caja con un largo suspiro. Él siempre conseguía ganar todas las discusiones. Tal vez se pareciera más a mí por fuera, pero por dentro era una réplica de Zelda.

—¿Qué quieres hacer?

Artyb se encogió de hombros mientras curioseaba. Vigilé que no se acercara al montón de cajas que tenía detrás. No lo quería tan cerca de una espada. Suspiré de nuevo.

—Tienes la cabeza tan dura como tu madre. ¿Y sabes qué es lo más divertido de todo?

—¿Qué? —preguntó mientras intentaba apartar el polvo de una de las cajas. Las motas fueron en su dirección y él estornudó.

Tiré de su brazo para apartarlo de allí y atraerlo hacia mí.

—Que puedo ganar discusiones a los jefes zora pero no a un crío de cuatro años.

Él arrugó la nariz, molesto.

—Tengo cinco años.

—Tienes cuatro años y diez lunas. A mí no me engañas, Artty.

—Mamá dice...

—Mamá dice muchas cosas para que te comas la maldita verdura.

Él arrugó la nariz de nuevo. Rio cuando lo cogí en brazos y le hice cosquillas. Él y su hermana eran tan sensibles como Zelda. Empezaban a retorcerse entre carcajadas al más mínimo roce. Y luego ella decía que se parecían más a mí.

—Has dicho una palabra mala —consiguió decir él en medio de las risitas.

—Ni se te ocurra decírselo a tu madre.

Pude ver su sonrisa maliciosa sin tenerla delante siquiera. Le hice cosquillas con más fuerza y estuve a punto de ganarme una patada en la cara. Conseguí esquivarla, por suerte.

—Ni se te ocurra decírselo, Artty —repetí.

Él siguió retorciéndose hasta zafarse de mi agarre por completo. Jadeaba y tenía el rostro enrojecido, pero sonreía. Cuando viajara a Akkala, los echaría mucho de menos a ambos. No verlos sonreír era una tortura.

Observé a Artyb mientras él seguía curioseando.

—¿Los zora son buenos?

Me encogí de hombros.

—¿Tú eres bueno?

Él reflexionó en silencio mientras se movía por el espacio.

—A veces.

—Lo mismo pasa con los zora. A veces son buenos y a veces son insoportables.

—Esa es Wynnie.

—Deja a tu hermana en paz.

Él no dijo nada. Siguió haciendo preguntas un momento después mientras examinaba las cajas. No me importaba contestar a sus preguntas, aunque cada vez se volvían más extrañas. No empecé a sospechar, sin embargo, hasta que él se detuvo a mi lado de nuevo.

—¿Papá? —dijo.

—¿Hmmm...?

—No te vayas.

Suspiré, frustrado. ¿Por qué todo el mundo debía recordármelo? Sabía que no era culpa de Artyb; era solo cuestión de tiempo que tuviera que partir de nuevo, y él lo sospechaba ya. Las Diosas sabían cuánto odiaba aquella situación. No quería que mis hijos se acostumbraran a despedirse de su padre y a esperar su regreso. No quería que pensaran que los días junto a su padre iban a ser pocos. Además, Zelda se merecía un compañero, y no solo en el trabajo.

—No quiero irme —dije, mirando al suelo—. Pero entiendes que papá tiene que hacerlo de todas formas, ¿verdad? —Odiaba aquella excusa también. Pero no sabía qué más decirles—. Tendré que ir de viaje pronto. Será uno largo, Artty. Pero cuando vuelva pasaré mucho tiempo sin salir de aquí. ¿Qué te parece?

Hubo silencio por un instante. Incluso sus pasos por el suelo de madera habían cesado.

—¿Por qué no puedo ir contigo? —preguntó por fin, en voz pequeña.

—Es un viaje aburrido, Artty. Vamos a hacer cosas aburridas.

—¿Y qué?

Suspiré de nuevo. Nada de lo que dijera iba a gustarle.

—Cuando crezcas un poco más, podrás venir conmigo siempre que quieras.

Él frunció el ceño, aunque no me miró. Siguió curioseando entre las cajas, detrás de mí.

—No soy pequeño.

Abrí la boca para replicar, pero entonces caí en la cuenta. Me levanté de un salto y me interpuse entre las cajas y Artyb. Intenté aparentar tranquilidad, aunque el corazón me latía muy deprisa y estaba seguro de que me temblaban las manos.

—¿Tienes hambre? —le pregunté. Él tenía la vista clavada en lo que había a mi espalda.

—¿Qué hay ahí?

Me lo imaginé, diminuto y vulnerable como ahora, con una espada en la mano. Tenía solo cuatro años, y no quería que conociera la crueldad tan pronto. Y, por Hylia, creía saber lo que ocurriría si le enseñaba una espada. Intentaba convencerme a mí mismo de que estaba equivocado, pero algo me decía que solo estaba engañándome.

—Ahí no hay nada. ¿Quieres ver una cosa mejor aún?

Él se me quedó mirando fijamente. Supe entonces que nada de lo que dijera iba a dar resultado. Él ya estaba convencido de que había algo entre aquellas cajas. Algo que yo no quería que viera.

—¿Qué hay? —preguntó.

La poca calma que había conseguido reunir desapareció de golpe.

—Artyb...

Él fingió no haberme oído. Recorrí la distancia que nos separaba en dos zancadas y lo sujeté por la muñeca antes de que pudiera tocar la caja donde guardaba la espada. Habría jurado que lo había hecho con suavidad, pero Artyb se sobresaltó de todas formas. Sin embargo, no me detuve. Ya era demasiado tarde.

—Te he dicho que no hay nada —dije. Sonaba más severo de lo que había pretendido—. No toques lo que está ahí dentro. Nunca. ¿Me has entendido?

Él asintió rápidamente. Y no lo hizo porque creyera en mis palabras o porque lo hubiera convencido de alguna forma. Lo hizo porque me tenía miedo. Me miraba con aquel brillo que aparecía en sus ojos cuando Zelda les contaba una historia para asustarlos. Pero ahora era mucho peor.

Fue como si me hubieran asestado una patada en el estómago. De esas que te dejaban sin aire. Lo solté al instante, y él retrocedió varios pasos. Me había jurado a mí mismo que ninguno de mis hijos le tendría miedo a nada mientras yo estuviera cerca, pero allí estábamos ahora.

Me agaché frente a él un momento después, sin pensar en lo que hacía. Sabía que debía arreglarlo. Deseé poder retroceder en el tiempo, como en las leyendas, y borrar aquella horrible situación de su memoria. Que temiera a la oscuridad o a las ratas, pero nunca a su padre.

—Lo siento —le dije. Jadeaba como si de verdad un monstruo me hubiera dado una patada—. ¿Te he hecho daño? Diosas, dime que no te he hecho nada. —Cogí su mano de nuevo y examiné su muñeca, rozándolo como si fuera de cristal. Me aseguré de que no hubiera marcas rojizas por ninguna parte—. ¿Te ha dolido?

Él sacudió la cabeza. Me alegró ver que ya no había ningún brillo de terror en sus ojos. Ahora simplemente me observaba con confusión y una pizca de alarma. Estaba seguro de que nunca me había visto perder los estribos de aquella forma.

—Lo siento, Artty —murmuré—. Lo siento mucho.

Él me dio unos golpecitos en el brazo.

—No llores —dijo.

Y no estaba llorando, de eso estaba bastante seguro. Pero él no sabía lo que era entrar en pánico. Tenía solo cuatro años, así que su única forma de dar sentido a lo que estaba ocurriendo era pensar que estaba llorando. Seguro que Zelda sabría explicarlo mucho mejor. Y también habría manejado aquella situación con menos torpeza que yo.

Me dije que debía tranquilizarme. Que solo estaba confundiéndolo y asustándolo. Así que lo rodeé con cuidado y lo estreché contra mí.

—¿Me perdonas? —le pregunté.

Sentí como se encogía de hombros.

—Vale.

Me separé al cabo de un rato. Ahora sus ojos brillaban con simple curiosidad, y yo intenté sonreír.

—Puedes jugar en casa, en el jardín o en el resto de la aldea. Pero no aquí dentro. —Señalé el rincón en el que nos encontrábamos, bajo las escaleras—. Hazle un favor a papá y no toques lo que hay aquí. ¿Lo harás por mí?

Él se lo pensó un momento.

—¿Puedo decirte padre?

Se me escapó una carcajada, a pesar de todo.

—Solo por hoy.

Su sonrisa se hizo más amplia. Acabó accediendo a aquel trato, y luego correteó hasta el exterior de la habitación como si nada hubiera ocurrido. Suspiré y entendí entonces por qué estaba tan dolorido. Iba a ser un día largo. Había estado a punto de estropearlo todo y ni siquiera era mediodía aún. Me daba miedo irme de aquel rincón en la pared.

Todo el valor que había reunido para salir se esfumó de golpe cuando me topé con Zelda, que me miraba fijamente. Con solo verla supe que había escuchado demasiado. No sabía cuánto tiempo llevaba fuera de la cama, pero tampoco creía que me fuera a hacer ningún bien enterarme.

Tomé asiento junto a la mesa y cerré los ojos para no verla. Sabía que su mirada solo me haría sentir aún más culpable.

—Lo sé —mascullé antes de que ella pudiera hablar—. No tienes que decírmelo.

La escuché moverse a mi alrededor.

—Bueno —murmuró—, iba a decirte que no tienes que disculparte por dejarle las cosas claras a tu hijo por una vez.

—Estaba a punto de hacerse pis encima, Zelda. Tú habrías hecho lo mismo que yo.

Ella rio, aunque no sonó muy alegre.

—Eres blando.

—Todos dicen lo mismo —gruñí.

Sentí sus manos haciendo presión sobre mis hombros doloridos. El malestar disminuyó bajo los movimientos de sus dedos.

—Eso te pasa por esconderte de tus hijos —susurró.

Se me escapó un gruñido, y no fue solo por la presión que Zelda ejercía sobre los pobres músculos.

—No me estoy escondiendo de...

Presionó con más fuerza. Me quejé del dolor, y ella debió de apiadarse de mí porque continuó al mismo ritmo lento de antes.

—Espero que esto te sirva de lección —dijo Zelda—. Si tus hijos te hubieran visto practicar con la espada desde pequeños, ahora no existiría este problema. No sentirían curiosidad, Link.

Alcé la vista para mirarla.

—Me da miedo —admití a media voz.

Ella suspiró y se detuvo sobre mis hombros. Percibí sus manos en mi pelo un momento después.

—Les ocultamos muchas cosas —murmuró—. Y temo que algún día el destino se ponga en nuestra contra y todo esto nos golpee a nosotros.

—Eso no pasará —dije, intentando aparentar seguridad, aunque lo sucedido con Artyb me hacía dudar.

—Por el bien de los dos espero que tengas razón.

Ella se separó y empezó a rebuscar entre los armarios. No sabía qué intentaba encontrar, pero me contenté con observarla mientras se movía.

Se había dado un baño y olía maravillosamente bien. Llevaba un vestido gris que solo realzaba su figura. Tanto que no podía dejar de mirar. Se había atado un pañuelo para apartar el pelo de su rostro. Se giró en mi dirección y arrugó la nariz.

—Borra esa cara de idiota. Hoy tenemos que ir a la taberna. Hay que oír a los ancianos quejándose.

Gruñí para demostrarle que estaba escuchando, aunque no pude apartar la vista de su vestido. Recordé la noche anterior y me descubrí sonriendo.

—Maldita sea, Link —bufó ella—. Eres imposible.

Se me escapó una carcajada. Ella sacudió la cabeza, pero no se quitó aquel vestido en todo el día. Sabía lo que conseguía hacerme cuando lo llevaba puesto. Y, por Hylia, nunca fallaba.

Varias horas después, salimos de casa y cruzamos la aldea hasta llegar a la taberna. Una vez a la semana se celebraba allí algo parecido a una reunión. Los hylianos que desearan asistir, fueran de Hatelia o no, eran bienvenidos, y todas sus quejas, peticiones y observaciones serían escuchadas por los portavoces, que luego transmitirían el mensaje al alcalde o al concilio.

Era trabajo sucio para nosotros. Normalmente las quejas no eran lo suficientemente grave para transmitírselas al concilio, y al alcalde no le importaba su pueblo. Ni siquiera se molestaba en asistir a aquellas reuniones. No recordaba haberlo visto jamás, así que Zelda y yo nos ocupábamos de atender sus peticiones. A ella parecía gustarle; de hecho, había sido idea suya establecer aquellas reuniones unos años atrás.

Al principio yo también había estado entusiasmado. Sin embargo, las reuniones no habían tardado en volverse largas y monótonas. Siempre había quejas similares y muy pocas sugerencias. En cierta ocasión, un anciano se había quejado del ruido que hacían sus vecinos. Ese no era un problema del que nosotros debiéramos encargarnos; para eso estaban los guardias de la aldea. Pero Zelda había decidido tomar aquel asunto entre manos, pese a que ella conocía los procedimientos tan bien como yo.

Se preocupaba por su pueblo más que nadie en todo Hyrule. Le gustaba su trabajo. Pocos líderes podían decir algo parecido. A veces me preocupaba que siguiera culpándose por lo ocurrido un siglo atrás y que aquella fuera solo una forma más de torturarse, pero ella parecía feliz mientras cumplía con sus obligaciones. Y me alegraba de que hubiera encontrado algo de paz por fin.

En la taberna divisé a los mismos hylianos que acudían siempre, aunque también había caras nuevas. Más jóvenes. Vi viajeros sentados en varias mesas.

Aquello tendría que ver con el dinero. Lo presentía.

Arwyn y Artyb se quedaron fuera, jugando con otros de sus amigos. Les habíamos advertido que no se alejarán demasiado. Intentaba no pensar en ello. Tenían que aprender a cuidar de sí mismos. Por mucho que me doliera, yo no estaría a su lado siempre para protegerlos. Me dije que nada malo les ocurriría. Salían a jugar por la aldea a todas horas.

La mayoría nos recibió con amabilidad en la taberna, aunque había habitantes de la aldea más hostiles hacia nosotros, por supuesto. Eran todos cercanos al alcalde. Quería pensar que se trataba de una simple casualidad. Mientras se limitaran a refunfuñar en las reuniones, no habría ningún problema.

Pero ahora las cosas habían cambiado. El alcalde sabía que Zelda y yo pensábamos que era un bastardo. Y, con solo mirar a sus amigos, supe que ellos también se habían enterado. Tendría que vigilar a aquellos vejestorios de cerca.

Me ofrecieron bebida, pero decliné, como siempre. A Zelda y a mí no nos haría ningún bien que se me viera borracho.

Mientras esperábamos a que el ruido se calmara, sentí que Zelda me tocaba los dedos. La miré con curiosidad, y en sus ojos leí algo que me tranquilizó, aunque ni siquiera me había dado cuenta de que estaba inquieto. Había estado muy ocupado mirando a los amigos del alcalde.

—Todo irá bien —susurró ella. Parecía muy segura de sí misma. Eso me infundió seguridad a mí también. Funcionábamos así a la hora de trabajar; éramos uno solo. Nos ocupábamos de las necesidades del otro—. No los mires.

Asentí despacio y aparté la vista de los amigos del alcalde. Ella seguía mirándome. En silencio, me preguntaba si estaba listo. Asentí de nuevo, y todos callaron de golpe al oír su voz. La respetaban allí.

—Esta reunión se celebra, como siempre, para dar a conocer los problemas de los hylianos —empezó Zelda—. No ha habido ninguna anomalía significativa en la aldea o en las afueras, así que podemos dar comienzo. —Sonrió, y su postura se relajó ligeramente. Se volvió hacia el hombre que estaba a su lado. No era muy mayor, aunque sabía que tenía varios hijos. Jugaban con Arwyn y Artyb a veces—. ¿Qué tal esas calabazas?

El hombre sonrió.

—De maravilla, gracias a las Diosas —respondió—. Hemos tenido una cosecha abundante para terminar el año.

—Es una muy buena noticia.

Algunos brindaron por la nueva cosecha de calabazas. Zelda se dedicó a hacer lo que hacía siempre; se volvió hacia los otros hylianos sentados a nuestro alrededor y empezó a soltar preguntas. Yo la seguí, tal y como hacía siempre.

¿Qué tal los arreglos en casa? ¿Cómo están los niños? ¿Y tu esposa? ¿Cuántas setas se han vendido? ¿Cómo van vuestros viajes? ¿Habéis visitado alguna aldea?

Aquello se prolongó durante un rato, como de costumbre, hasta que nos quedamos sin preguntas. Para Zelda y para mí era importante mostrarnos cercanos. Nosotros les hacíamos preguntas, y ellos nos hacían preguntas a nosotros. Nos habíamos ganado su confianza con los años. Si el alcalde apenas aparecía por las calles de la aldea, alguien tendría que ocupar su lugar.

Maldito bastardo. Siempre que recordaba los ojos llenos de lágrimas de Arwyn se me hacía difícil controlar la ira. Aquel hombre se merecía un golpe en la cabeza con el plano de la espada.

—Ahora llega vuestra parte favorita —dijo Zelda, y algunos rieron—. Las quejas. Respetad el orden y se os atenderá.

Se escucharon más carcajadas, aunque sabía que en el fondo Zelda estaba hablando en serio. Podía ser severa si la situación se descontrolaba.

Divisé varias manos alzadas a nuestro alrededor, y Zelda le dio la palabra a un hombre que trabajaba en las granjas, más allá de los molinos.

—El precio del heno ha subido —dijo con el ceño fruncido—. ¿Cómo van a sobrevivir mis animales si ni siquiera puedo permitirme darles de comer?

Se oyeron murmullos de asentimiento. Zelda escribió algo en nuestras notas. Sabía que luego tendríamos que hacer una descripción más detallada del problema. Ambos compartimos una rápida mirada.

—Directo al grano —susurró ella, señalando con la cabeza al hombre. Lo hizo con tanto disimulo que nadie pareció darse cuenta.

—¿Vas a obligarme a empezar? —mascullé.

Ella sonrió. Los susurros empezaban a apagarse. Teníamos poco tiempo para tomar una decisión.

—Debemos contrarrestar el golpe de la misma forma. Y tú eres tan directo como él.

Suspiré, y la sonrisa divertida de Zelda se tornó en una de disculpa. Odiaba empezar. Aquellas reuniones eran fáciles de llevar, pero podía fastidiarlo todo de muchas maneras. Y empezar con mal pie nunca era un buen augurio para lo que estaba por venir.

Directo al grano. Eso había dicho Zelda. Miré al hombre, que seguía pareciendo enfadado. E iba a dirigir su indignación hacia mí, como si yo fuera el culpable. Pero eso no me sorprendía en absoluto.

—El heno viene de Tabanta —dije—. Han tenido una mala cosecha. Ha habido tormentas en el norte estos últimos meses. Así que es más difícil de transportar y de hacer crecer. Los caminos están embarrados. Por eso hay que pagar más.

El hombre frunció los labios, y la barba se movió hasta quedar en una posición ridícula. Intenté contener la risa.

—Eso no es culpa mía —repuso—. En Tabanta tienen que estar preparados para cosas así. Míranos a nosotros: en las faldas de una montaña nevada, teniendo buenas cosechas y transporte incluso cuando llueve y nieva.

—Tampoco es culpa nuestra. Tabanta y Necluda son regiones muy distintas. —Probablemente aquel hombre nunca hubiera visitado Tabanta. Dudaba que hubiera salido de Hatelia siquiera—. En Necluda no comerciamos con regiones tan alejadas como Gerudo o Tabanta. Tampoco hemos sufrido nevadas o lluvias fuertes en los últimos años.

—Eso no importa. En Tabanta tampoco suelen sufrir tormentas ni nada de eso.

—En realidad —intervino Zelda—, son más comunes de lo que crees. Farone es la región más tormentosa, y el viento suele soplar hacia el norte. Hacia Tabanta. Esto hace que...

—Quiero mi heno al mismo precio de antes —dijo el anciano, interrumpiéndola—. No pienso seguir tolerando esto.

—Estoy seguro de que es algo temporal —dije yo—. En cuanto las lluvias pasen y las cosechas puedan recogerse, el precio bajará otra vez.

—¿Y cuándo será eso?

—No puedo ver el futuro —mascullé. Escuché algunas risitas, aunque lo último que me apetecía era reírme—. Pero tu queja irá al próximo concilio. Buscaremos una solución juntos. Tienes mi palabra.

Zelda asintió mientras acababa de hablar.

—Espero que eso sea pronto —dijo él.

—Lo será —le prometí.

El anciano sonrió.

—Eres un buen chico.

Le di las gracias mientras me obligaba a sonreír. Zelda iba a encargarse de las próximas quejas a tratar, así que la dejé hablar y me dispuse a revisar nuestras notas.

Estaban perfectamente ordenadas, aunque tras años a su lado no me sorprendía. Seguía teniendo una caligrafía clara y pulcra. Por eso, ella solía ser quien escribía esas anotaciones. No sabía qué haría sin ella.

Zelda me asestó un codazo al cabo de un rato. Alcé la vista, y ella me susurró que escuchara. Vi a varias de las familias hylianas a las que Zelda había dado la palabra. Tampoco parecían muy contentos, aunque nadie allí lo hacía, pensándolo bien.

Hablaban de la construcción del nuevo pozo. Nos habíamos asegurado de que se hiciera en las afueras de la aldea para que no surgiera ninguna molestia. Sin embargo, aquella gente estaba quejándose del ruido que hacían los constructores.

—¿Cuánto de cerca está de vuestras casas? —pregunté yo.

—Más de lo que esperábamos —respondió una mujer. Recordaba haberla visto en la tienda de suministros para viajeros—. Dijeron que no habría ninguna molestia. Vosotros mismos lo dijisteis.

En su voz había una nota acusatoria que no se me escapó. Aunque tampoco podía culparla por ello. Yo habría hecho lo mismo, de estar en su lugar.

Zelda le mostró entonces los planos arrugados del pozo. Los había sacado de la pequeña bolsa que siempre llevaba consigo a aquellas reuniones. Tenía cientos de documentos y acuerdos ahí dentro que se habían hecho con el paso de los años. Le di las gracias en silencio por almacenarlo todo.

—Se suponía que el pozo debía estar aquí. —Señaló un punto en el mapa que no estaba muy alejado de la aldea, aunque tampoco lo suficientemente cerca para molestar a quienes vivían en los alrededores—. Puedes ver la marca. Aún no hemos ido a supervisar los arreglos, pero se suponía que el alcalde tenía que ocuparse de eso.

Zelda compartió una rápida mirada conmigo. Sin embargo, fue suficiente para que supiera lo que ella estaba pensando. El alcalde había tenido la culpa.

Apreté los puños y, no por primera vez, eché de menos tener algo a lo que aferrarme. Aquel hombre siempre se las arreglaba para meter las narices en asuntos que deberían ser parte de su trabajo pero de los que se había desentendido por completo solo para estropearlos de la peor forma posible. Ni siquiera se había interesado por el pozo. No había creído que recordara que había un pozo en construcción en Hatelia.

No iba a salirse con la suya. No en esa ocasión. Zelda y yo habíamos trabajado en la planificación del pozo, y la gente de Hatelia llevaba años esperando obras en la aldea también.

—Hablaremos con el alcalde —le prometí—. Yo mismo iré después de la reunión. Prometo que se solucionará.

Ellos parecieron esperanzados. Confiaban más en nosotros que en el alcalde. Eso me dio cierta satisfacción, aunque lo último que deseaba era ser alcalde. Aquella posición le vendría mejor a Zelda, que podía hablar sin titubear una sola vez. Yo estaba contento con mi puesto como portavoz hyliano.

Zelda me miraba con el ceño ligeramente fruncido. Tal vez le parecía una decisión demasiado precipitada, pero estaba muy enfadado para que me importara. O para poder pensar en las consecuencias con la cabeza fría.

Se tocaron más asuntos en la reunión; el precio de las sedas gerudo, los suministros para la aldea que se estaba construyendo en Akkala y el nuevo empedrado de las calles de Hatelia, pero apenas pude prestar atención. Veía como Zelda escribía en nuestras notas. De vez en cuando me lanzaba miradas de advertencia, pero yo me limitaba a apretar los puños con más fuerza.

Aquel bastardo había acabado siendo alcalde sin haber hecho nada para merecerlo. Siempre había sentido envidia por todo lo que Zelda había logrado siendo tan joven. Así que ahora se dedicaba a abusar del poder que tenía solo para irritarla. Y también para irritarme a mí. De hecho, creía saber uno de los motivos por los que había cambiado el lugar de construcción del puente.

La reunión se dio por finalizada un rato después. Zelda y yo nos fuimos cuando la taberna quedó vacía. Ella se mantuvo en silencio mientras recogía sus cosas, pero yo lo prefería así. Podía pensar con más claridad. Podría hacerme una idea de todo lo que le diría al alcalde en cuanto lo viera.

Salimos de allí. El viento soplaba con fuerza, de modo que estuvo lejos de tranquilizarme.

—¿Qué demonios piensas hacer, Link? —dijo ella por fin, rompiendo su silencio.

Apreté los puños.

—Voy a tener unas palabras con ese...

—Ve con cuidado —me advirtió ella.

—Siempre voy con cuidado —mascullé—. Sé lo que estoy haciendo.

—Sabes que vas a enfadarte, Link.

—Ya estoy enfadado. No puede ir a peor.

—Sí que puede. —Agarró mi hombro para que nos detuviéramos fuera del camino. Clavé la vista en los hylianos que iban y venían, porque cualquier cosa era mejor que mirar a Zelda—. Los dos sabemos por qué quiso hacer el pozo lejos de las tierras vacías.

Me obligué a inspirar hondo por el bien de ambos.

—Sé lo que estoy haciendo —repetí entre dientes.

Zelda me examinó con cautela y luego me soltó y siguió andando.

—Espero que de verdad lo sepas —murmuró sin mirarme.

No respondí. En el fondo la comprendía. Conocía el origen de su preocupación. Los amigos del alcalde, por pocos que fueran, ya estaban al tanto de lo que había ocurrido en la casa de aquel bastardo. Seguro que les había contado decenas de mentiras sobre nosotros para convencerlos de que éramos culpables. No nos haría ningún bien que toda la aldea nos viera enfrentados.

Pero, en aquel momento, estaba demasiado enfadado para que me preocupara. No era solo por el pozo, pese a lo mucho que Zelda y yo habíamos trabajado con Karud para que todo el mundo estuviera satisfecho. Iba más allá de todo eso. Sabía por qué el alcalde había decidido cambiar el lugar de construcción del pozo. Y sabía que con ello solo había esperado una respuesta negativa por nuestra parte.

Y, de hecho, la había conseguido.

Nos desviamos del camino principal. Atravesamos el lugar en el que habíamos planeado construir el pozo y seguimos los ruidos ensordecedores hasta llegar al nuevo terreno de construcción.

El alcalde estaba allí, sentado bajo la sombra de un árbol. A su alrededor se encontraban varios de sus amigos más cercanos, y también dos hombres que no me sonaban de nada. Debían de sacarme dos cabezas, y eran tan corpulentos que estaba casi seguro de que abarcarían el tronco el árbol entero.

Me adelanté varios pasos, aunque ellos no nos dirigieron una sola mirada.

—La portavoz hyliana nos bendice con su visita —sonrió el alcalde, aunque en su tono no había una pizca de emoción. Hablaba por encima del estruendo de las herramientas de construcción—. Pensaba que estaríais en una de esas reuniones que tanto os gustan.

—No hables de esas reuniones —dije antes de que Zelda pudiera hablar—. Ni siquiera has supervisado una sola.

Su sonrisa se congeló ligeramente.

—Estoy hablando con tu esposa.

—Hoy estás hablando conmigo —repuse. Di otro paso en su dirección—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

El hombre compartió una mirada con sus amigos, divertido. El muy idiota. No había nada que me apeteciera más que borrarle aquella sonrisa de la cara.

—He decidido hacer unos ligeros cambios. Puedo hacerlo, siendo el alcalde. Y tú no tienes poder sobre eso. Conoces las normas, ¿no es así?

—Las conozco mejor que tú. Puedes tomar decisiones que se hayan acordado. Y nadie está de acuerdo con que el pozo se construya aquí.

Él se encogió de hombros y no dijo nada. Yo parpadeé, incrédulo.

—Hay quejas —intervino Zelda—. Deberías habernos consultado antes de...

—Oh, puedo hacer lo que me venga en gana. Podría incluso arrebataros vuestras posiciones. Al menos me libraría de vosotros.

Había intentado ser civilizado y esconder lo poco que aquel hombre me gustaba. Pero él no había tenido el mismo cuidado, así que yo tampoco lo tendría.

—Y entonces no durarías mucho como alcalde. No tienes apoyo suficiente.

Escuché murmullos. Sabía que sus nuevos matones iban armados, y me observaban con atención.

—Qué sabrás tú de liderar —dijo el hombre. Ya no sonreía. Ahora solo percibía el horrible resentimiento que albergaba por nosotros—. Hablas de unas normas que ni siquiera conoces. ¿Dónde estabais tú y tu esposa cuando las llanuras aún humeaban y Hatelia era diminuta? ¿Dónde estabais entonces?

Di otro paso. Sus matones estaban tensos.

—Márchate de aquí —le dije—. Construye el pozo donde acordamos, lejos de la aldea.

—Existe un problema —dijo él. Los constructores se detuvieron también y se nos quedaron mirando. Sentía los ojos de Zelda clavados en mi espalda, como si estuviera esperando el momento adecuado para abalanzarse sobre alguien, tal vez sobre el alcalde o tal vez sobre mí—. Las tierras donde se pensaba construir en pozo son tierras fértiles. Allí queremos preparar más campos de cultivo.

Apreté los puños. Intenté recordar todo lo que Zelda me había enseñado sobre decoro y propiedad. Incluso me esforcé por acordarme del entrenamiento que había recibido hacía cien años, antes de ser soldado siquiera. Allí solían enseñarnos a permanecer estoicos. A no reaccionar ante las afrentas de los superiores.

Hacía unas horas, habría sido capaz de recitar todos los consejos de memoria. Sin embargo, ahora solo quedaba una furia fría que luchaba por salir.

—No se ha decidido que haya más campos de cultivo —le recordé. Traté de aparentar tranquilidad, aunque la voz me temblaba—. Tienes que haberlo acordado con el resto de la aldea.

—Es curioso, ¿a que sí? Creo que sabes por qué íbamos a derribar tu casa hace unos años.

Di dos pasos en su dirección. Estaba tan cerca que podía ver el leve atisbo de miedo en sus ojos. Aquello no había sido solo idea suya. Había sido idea de sus amigos también, de los que estaban allí, observándome con alarma, y de los que habían decidido presentarse en la reunión de aquella tarde. Comprendí entonces que todo había estado planeado.

—Te dije que no volvieras a hablar de mi familia —murmuré. Sus matones se pusieron en pie. Detecté cierto nerviosismo en sus movimientos. Bien. No iba armado, pero que me temieran.

—No he hablado de tu familia. Solo estoy hablando de tu casa. Llevaba años abandonada y, cuando por fin íbamos a demolerla, apareces de la nada y decides comprarla. Esas tierras son increíblemente fértiles, ¿lo sabías?

Sonreí sin una pizca de alegría.

—No vas a descansar hasta que veas mi casa derruida, ¿a que no? —susurré para que solo él pudiera oírme—. Por eso siempre nos has guardado rencor. Maldito bastardo.

Él se quedó sin palabras, y esa fue toda la respuesta que necesité. Di media vuelta y fui en dirección a Zelda.

—Tienes dos días para volver a construir en el lugar que acordamos —dije, esa vez en voz bien alta.

Por un maravilloso instante, hubo silencio. Sin embargo, estaba a solo unos pocos pasos de Zelda cuando lo escuché de nuevo.

—No vas a decirme lo que tengo que hacer —dijo. La voz le temblaba por la ira. Pocas veces lo había escuchado así—. Tú, que ni siquiera eres de Hatelia. Conozco a todo el mundo que vivía aquí antes, y no había ningún Link. Es imposible que crecieras aquí. —Hubo una pausa y luego añadió—: Probablemente ni siquiera vengas de una aldea. Tu madre sería una de esas rameras de...

Escuché un crujido, aunque probablemente me lo hubiera imaginado porque ya no podía oír nada. Nada de nada. Solo sus palabras, que no dejaban de resonar en mi cabeza. Se convirtieron en fuego poco a poco, consumiendo a la voz de la razón que me suplicaba que no siguiera avanzando. Me rogaba que me olvidara de lo que había dicho el alcalde. Pero ya era demasiado tarde.

Di media vuelta y fui en su dirección. Sentí una extraña pero familiar satisfacción cuando vi el brillo del miedo, crudo y al descubierto, en sus ojos. No sabía cómo, pero pensaba matarlo con mis propias manos. Me juré a mí mismo que aquel hombre no regresaría a la aldea respirando.

Pero mis intenciones debieron estar claras para sus matones también, porque se interpusieron entre el alcalde y yo. Los miré a ambos. Algo frío burbujeaba en mi estómago y luchaba por salir, como la lluvia antes de una tormenta. Y estaba a punto de asestar el primer golpe cuando sentí que algo me retenía.

Empecé a debatirme, pero el agarre era firme y familiar. Terriblemente familiar. Conseguí apartar la vista del alcalde y mirar a Zelda.

Me costó entender lo que gritaba su mirada. Preocupación, ira y otra cosa que no fui capaz de descifrar. Y ella estaba diciendo algo, pero no podía oírlo por encima de las palabras del alcalde.

Intenté dirigirme a él de nuevo, pero Zelda me obligó a seguir mirándola. Abrió mucho los ojos de pronto y dijo algo a quien estaba a mi espalda. Recordé mi intención de matarlos a todos, que solo se avivó al pensar que tal vez el alcalde se hubiera atrevido a dirigirle una sola palabra. Traté de girarme, pero Zelda me mantuvo quieto.

Quise debatirme con más fuerza, pero no quería hacerle daño a Zelda. Así que permití que ella me retuviera. Cerré los ojos, sintiendo como me temblaban las piernas. Habían pasado años desde la última vez en que la adrenalina me había guiado de aquella forma. Y, Diosas, no había echado de menos la sensación.

—... cobarde —decía alguien. El alcalde. Traté de zafarme del agarre de Zelda, pero su tono suplicante me mantuvo muy quieto.

—Link —decía en voz baja. Por fin podía oírla, y la sensatez regresó poco a poco. La miré a los ojos de verdad, y fue como si me hubiera dado una bofetada—. Link, no vale la pena. Escúchame y quédate aquí. Hazlo por mí. Por favor.

Inspiré hondo varias veces. La ira murió de pronto, y a su paso solo quedó la vergüenza. Lo había estropeado todo, tal y como había temido que haría años atrás.

Miré al alcalde una última vez y luego me fui de allí con Zelda. El corto trecho hasta casa transcurrió en silencio. Yo no sabía qué decir, de todas formas. Aún tenía un pitido molesto en los oídos y temblaba de arriba abajo.

Habíamos recorrido una buena parte del camino y había conseguido calmar los latidos del corazón cuando Zelda habló por fin.

—¿Qué demonios has hecho, Link?