LINK

Pay nos miraba con sorpresa cuando acabamos de contarle lo sucedido. En realidad, solo Zelda se lo había contado y yo había hecho gestos de asentimiento, pero seguía siendo asunto de ambos.

Cuando Zelda se acercaba al final, no pude evitar desviar la mirada para ocultar la vergüenza. No debería haber perdido los estribos de aquella manera. Sin embargo, el bastardo agotaba mi paciencia con más facilidad que cualquier otro hyliano con el que me hubiera cruzado jamás. Y aún seguía convencido de que se merecía un puñetazo, pese a todo. Tal vez así aprendiera a cerrar la boca.

Seguro que la voz ya se había corrido en Hatelia. Odiaba las miradas y los susurros; aunque ya no cargara con el peso de un reino sobre los hombros, seguía teniendo un deber que cumplir. Y golpear al líder hyliano, que estaba por encima de mí en la jerarquía, no era forma de cumplir con mi deber.

Observé a los niños, que comían junto a Prunia. Arwyn lo devoraba todo con entusiasmo. Zelda decía que había salido a mí en aquel aspecto. Artyb tenía una mueca de disgusto en el rostro.

—Artyb —lo llamé en un susurro. Él alzó la cabeza—, tienes que comer algo.

—Estoy comiendo.

—No pienso ir a buscar una cacerola cuando te despiertes después de medianoche porque tienes hambre —le advertí.

—Yo no hago eso —murmuró él.

—Claro que no —bufé yo.

Él arrugó la nariz, aunque su rostro se iluminó cuando Arwyn dejó zanahorias sobre su plato, acompañadas de una diminuta bola de arroz. Eran muy comunes en Kakariko. Arwyn tenía la costumbre de ayudar a su hermano dándole lo que más le gustara de la comida para que no se quedara con hambre. Lo hacían de forma mecánica, como si estuvieran coordinados. Luego Arwyn se comía lo que le hubiera sobrado a él. Zelda tenía razón cuando decía que en aquel aspecto ella se parecía más a mí. Pocas cosas eran mejores que tener el estómago lleno.

—Al menos inténtalo, Artyb —insistí en voz baja.

Él suspiró, aunque vi como probaba algo de sopa de calabaza. Comprobé, satisfecho, que daba más sorbitos. Tenía el ceño fruncido, pero en el fondo solo intentaba ocultar que empezaba a gustarle.

Sonreí y miré a Zelda. Ella no parecía haberse dado cuenta de nada. Estaba enfrascada en la conversación con Pay. Me reprendí a mí mismo por no prestar atención; aquel asunto me incumbía a mí también, y ni siquiera podía dignarme a escuchar. Los zora dirían algo parecido si pudieran verme.

Diosas, Zelda tenía razón, de nuevo. Estaba haciéndome viejo.

—... hemos decidido pasar aquí unas semanas —decía Zelda—. No será mucho tiempo. Solo el necesario para que todo el mundo se olvide de lo ocurrido. Espero que no suponga ningún problema.

Pay carraspeó. Ya no titubeaba tanto, pero carraspeaba casi siempre que iba a hablar. Supuse que era mejor que tartamudear con nerviosismo.

—Tenéis la hospitalidad de Kakariko —dijo con una pequeña sonrisa, mirándonos a ambos—. Tenemos una deuda con vosotros. Una que... que no podremos saldar jamás. Todo lo que pidáis será...

—Pay —la interrumpió Zelda con suavidad—, somos amigos. No hagas esto por una deuda estúpida o por obligación. Puedes negarte a ayudarnos si estáis muy ocupados aquí.

Ella suspiró y miró a su alrededor. No había cambiado mucho. Supuse que aquella habitación no cambiaría jamás. Los sheikah tenían tradiciones extrañas, y no les gustaba olvidar el pasado.

—Lo hago porque os aprecio a ambos —respondió Pay. Sus mejillas enrojecieron, aunque consiguió mirarnos a los dos—. Además, sé que haríais lo mismo por mí.

Zelda cogió la mano de Pay.

—Cualquier cosa —dijo.

Ella inspiró hondo, como si estuviera preparándose. Decidí prepararme yo también. Los sheikah estaban destinados a servir a la familia real, aunque la familia real ya no existía como tal. Así que ayudarían a Zelda, como siempre habían hecho, pero con un precio.

—Os necesito aquí —susurró Pay—. El día en que me nombren líder. Y también... necesito vuestro apoyo hasta entonces. Desde que la abuela... Bueno, desde que ella se fue, sé que mi pueblo duda de mí. No creen que esté preparada. Si estuvierais de mi parte, podríamos convencerlos.

Zelda me miró con el ceño fruncido, y yo me encogí de hombros. No nos perjudicaba ayudar a Pay, por muy inútil que fuera nuestra ayuda.

—Podemos mostrar nuestro apoyo —respondió Zelda—, pero no servirá de nada si tú no los convences por ti misma, Pay.

—Yo... —Ella suspiró—. No creo que esté hecha para el puesto —confesó con un hilo de voz—. Nunca lo he estado. La abuela me preparó, pero...

—No es suficiente —acabó Zelda por ella. Tenía un brillo de simpatía en la mirada—. Es como si nada pudiera prepararte para el puesto, ¿a que sí?

A Pay se le humedecieron los ojos.

—Gracias a las Diosas que alguien lo entiende —murmuró—. No quiero fallarle a la abuela. Ni a mi pueblo. Pero yo... No tengo pinta de líder, ¿a que no?

—Mírame a mí —intervine—. No hay nadie con menos pinta de líder que yo. Y aquí estoy.

—Eso no es cierto, Maestro Link —repuso Pay, con la vista clavada en sus bolas de arroz—. Zelda y tú sois líderes natos. Llamáis la atención en cualquier sitio. Yo... A mí no me ocurre nada de eso.

Contuve un gruñido de frustración. Desde la muerte de Impa, Prunia y otros ancianos sheikah se habían ocupado de preparar a Pay para ocupar su nueva posición como líder, según tenía entendido. Pero, por Hylia, no sabía qué demonios le habían enseñado. Tenía una preparación pésima, tanto que incluso yo podía darme cuenta.

—No puedes subestimarte así —dijo Zelda—. Para ser un líder hay que mostrar seguridad en uno mismo en todo momento, aunque en realidad no la haya.

—Pero... Yo nunca he sabido hacer eso.

—En ese caso, tendrás que aprender. Yo te enseñaré.

Observé a Zelda, que parecía muy segura de sí misma. Con el tiempo había perdido el nerviosismo que mostraba cuando hablaba con los líderes importantes. Caminaba siempre con la cabeza alta, aunque era cercana cuando tenía que serlo. Yo nunca sería capaz de adoptar posturas tan regias como las suyas, pero sí sabía moverme entre el pueblo. Zelda decía que no hablaba como un noble estirado y que eso no eran más que ventajas. Lográbamos complementarnos de aquella forma.

Pay miraba a Zelda, esperanzada. Esperaba que ella supiera lo que estaba haciendo. Pay jamás había demostrado mucha confianza en sí misma, al menos desde que yo la conocía, y no creía que eso fuera a cambiar en solo unas pocas semanas. Sin embargo, si algo había aprendido durante más de un siglo siendo su compañero era que bajo ningún concepto se debía subestimar a Zelda. Sobre todo cuando se concentraba en un objetivo concreto.

—Solo pido vuestro apoyo —murmuró Pay, removiéndose en su asiento con nerviosismo—. Seguro que tenéis asuntos importantes que atender, y no me gustaría estorbar...

—Niña tonta —intervino Prunia—. Cuando Zelda de Hatelia te ofrece ayuda, estás obligada a aceptarla. Fue de las primeras normas que te enseñé.

Pay inspiró hondo mientras Prunia maldecía para sí misma. Cada vez se parecía más a Impa.

—En ese caso, acepto tu ayuda.

Zelda sonrió ampliamente y no se lo pensó dos veces. Supe entonces que de verdad pensaba aprovechar el tiempo que pasáramos en Kakariko para ayudar a Pay.

Empezó corrigiendo su postura. Debía estar erguida, serena y regia, sobre todo frente a los aliados y líderes importantes. Y también frente a los enemigos, por supuesto. Una vez Pay hubo escuchado todos sus consejos, pasó a hablar de cómo controlar la voz y utilizar las palabras a su favor. Me pregunté entonces por qué nunca había recibido yo esas lecciones suyas. Nos habíamos limitado a estudiar juntos los protocolos y las normas no escritas del decoro de hacía cien años.

Al cabo de una eternidad, las bolas de arroz se acabaron. Arwyn y Artyb estaban ocupados jugando con partes de guardián despojadas de energía y de funcionamiento, así que no quise molestarlos. Le susurré a Zelda que estaría fuera, me disculpé y salí de allí.

No llegué muy lejos, sin embargo. Tomé asiento sobre el primer escalón, junto a las puertas de la casa de Pay. La noche había caído ya, y el camino que serpenteaba por la aldea estaba iluminado por antorchas. Todo estaba en silencio; en Kakariko daban el día por finalizado poco después de que el sol se escondiera. Solo divisé a los guardias de Pay, al pie de las escaleras.

No había echado de menos Kakariko. Mucho menos tras la muerte de Impa. No había vuelto a ser lo mismo, en eso tenían razón todos los sheikah que dudaban de Pay. Impa había tenido el tiempo de su parte. Había mostrado la sabiduría de la edad. Pay aún era joven, y si no aprendía a compensarlo con otras virtudes, nadie la tomaría en serio.

Diosas, empezaba a sonar como Zelda. Incluso oía su voz en mi cabeza, hablándome del decoro.

Echaba de menos Hatelia. Maldije al alcalde en silencio por obligarme a partir de nuevo cuando acababa de regresar. Echaba en falta estar bajo mi propio techo, rodeado de paz y tranquilidad. Porque lo cierto era que Kakariko nunca había sido mi hogar. Y tampoco el de Zelda.

Escuché como la puerta se abría un rato después. Me giré para ver a Prunia bajo el umbral. Tomó asiento a mi lado con un largo suspiro.

—Malas noticias, Linky —dijo—. Tu esposa no va a salir de ahí en mucho tiempo. Todavía no ha acabado con la introducción siquiera.

Me tendió una jarra caliente, y yo fruncí el ceño.

—Vino especiado. Zelda dice que es lo único que soportas.

Gruñí y tomé un largo trago. Podía encajar bien una jarra. Dos era mucho más difícil.

—¿Cómo has preparado a Pay para el puesto? —quise saber.

Prunia suspiró de nuevo, aunque aquel fue un suspiro distinto. Uno no veía a Prunia preocupada todos los días.

—He hecho todo lo que he podido —murmuró—. Pero mi hermana siempre fue educada para el puesto, aunque yo fuera la mayor. Supongo que la diplomacia nunca ha sido lo mío.

—Pero antes estabas en la corte del rey.

Prunia sonrió, aunque fue una sonrisa triste.

—Rotver siempre ha hablado mejor que yo. Además, la princesa nos defendía. Yo siempre me encargaba de investigar, no de hablar en público.

Tomé otro trago de la jarra. Era más dulce que el que había probado en la posada, hacía varios días.

—Te entiendo bien.

—Sé que debería haberlo hecho mejor, Linky. No tienes que decírmelo. —Abrí la boca para llevarle la contraria, o quizá incluso para disculparme. Sin embargo, ella se adelantó—. No lo niegues.

—No es culpa tuya. De verdad lo creo.

Me sorprendí a mí mismo diciendo aquello. Prunia y yo nunca nos habíamos entendido bien. Podíamos mantener una conversación, por supuesto, pero ella siempre había tenido una mejor relación con Zelda. Era la primera vez que Prunia pasaba tanto tiempo a mi lado sin lanzarme un solo insulto. Y, a juzgar por su expresión, ella también estaba sorprendida.

—Vaya, Linky —dijo con una sonrisa—. Es cierto que te has ablandado con la edad.

—Yo no...

—Aprecio tu apoyo —dijo Prunia tras carraspear—, pero creo que sí tengo algo de culpa. Pay... Ella siempre ha sido una niña tímida. Tiene buen corazón, pero no tiene aspecto de líder.

—Mejorará con el tiempo —repuse—. La experiencia siempre ayuda.

Prunia suspiró.

—Ojalá tengas razón. Sé que ella es una chica fuerte en el fondo. Impa la crió para serlo. —Hubo silencio por un corto instante—. Diosas, cuánto la echo de menos.

Miré a Prunia. Ella tenía una expresión llena de tristeza en el rostro. No era propio de una niña, aunque Prunia no lo era ya. Ni siquiera era propio de una joven. Era la tristeza de alguien que ha vivido por más de un siglo y perdido demasiado.

—Seguro que está en paz, allá donde esté.

—Oh, esa anciana decrépita estará de maravilla. Riéndose a costa de nosotros. O maldiciéndonos. —Hice una mueca y Prunia me dio un empujoncito en el hombro—. Me alegro de que tu esposa esté aquí. Ella entiende de esto mucho mejor que yo. Y supongo que no está nada mal ver que sigues vivo de vez en cuando.

—Sé que me echas de menos.

—Echo de menos tu comida, Linky. Diosas, aún recuerdo ese guiso como si hubiera sido ayer mismo. Volvería a Hatelia solo para que lo hicieras otra vez.

Sonreí a medias y tomé otro trago del vino.

—¿Eso es un cumplido?

—No te acostumbres. —Prunia se puso en pie de un salto y se sacudió las ropas—. Iré a ayudar a Zelda. No vayas a congelarte aquí, Linky.

Fui a responder, pero justo entonces la puerta se abrió y escuché risitas y pasos apresurados. Arwyn estuvo a punto de estrellarse contra mí.

—He hecho que Artty coma —dijo ella, sonriente.

Parecía brillar. De hecho, tuve que parpadear para convencerme de que no estaba brillando de verdad. Lo último que quería era que el poder sagrado se manifestara justo en aquel momento, cuando nuestra situación ya era delicada.

Mentiría si dijera que no me recordó a Zelda en aquel momento. Con las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Intenté ordenarle los rizos, aunque de eso solía encargarse Zelda.

—Tienes que enseñarme cómo lo haces —le dije.

—Wynnie es mala, papá —intervino Artyb con la nariz arrugada.

Arwyn se dio la vuelta y lo miró fijamente.

—Tú sí eres malo.

Prunia rio desde las escaleras.

—Parece que tienes problemas, Linky. Espero que no te superen.

Se perdió en el interior de la casa y cerró la puerta tras de sí. Yo maldije para mis adentros. Zelda no estaba, y Zelda era quien solía acabar con las discusiones. Ahora estaba solo. Sentí un escalofrío.

Ellos no dudaron en empezar a lanzar acusaciones. Escuché en silencio, intentando comprender el problema. Pero hablaban muy deprisa, como en una lengua que solo ellos podían comprender. Tal vez aquel fuera el caso.

—Si no vais más despacio —dije por encima de sus vocecitas— no sabré quién tiene razón.

Arwyn lo miró con el rostro enrojecido y la nariz arrugada. Cuando hacía gestos como aquel, no podía evitar preguntarme cómo demonios podía decir Zelda que solo se parecían a mí. Ambos eran igualitos a Zelda cuando se enfadaban.

—Doy comida a Artty.

—Me da calabazas, papá —repuso él en tono suplicante.

Solté un bufido de desdén.

—Estabas comiendo sopa de calabaza, Artyb. Te vi con mis propios ojos. Y no creo que no te estuviera gustando.

Él enrojeció un poco más. Arwyn lloraba cuando le llevábamos la contraria. Artyb, en cambio, se limitaba a insistir durante una eternidad hasta que alguien le daba la razón.

—No me gusta la sopa.

—¿Entonces por qué te la estabas comiendo?

—Yo no como sopa —insistió él.

—¿Ah, no? ¿Estás diciéndome que estoy loco?

Probablemente con cuatro años ni siquiera sabía lo que era estar loco, aunque no hizo una sola pregunta. Se limitó a encogerse de hombros, aún enfadado, y a tomar asiento lejos de mí. Suspiré y miré al cielo. Era ya noche cerrada. No entendía cómo ellos seguían teniendo tanta energía.

Arwyn aprovechó que Artyb no la estorbaría para hacer que la cogiera en brazos. Di gracias por estar sentado. De lo contrario, habría tenido que estar ajustándomela entre los brazos cada pocos instantes. Ya no pesaba lo mismo que un bebé.

—¿Papá? —dijo Arwyn—. ¿Tienes más como estas?

Señaló las quemaduras de la mano que les había enseñado durante la noche en el bosque. Vacilé un instante. No sabía de dónde había sacado el valor necesario para mostrarles las cicatrices. Siempre intentaba esconderlas a toda costa, y ellos nunca me habían preguntado por las marcas irregulares en mis manos. Era como si se tratara de algo normal para los dos.

Empezaba arrepentirme que haberles enseñado las cicatrices. Ahora harían preguntas, y sospechaba que no tendrían respuesta fácil. No quería romper en pedazos la imagen que tenían de su padre. Ellos no sabían nada de mí y, Diosas, mentiría si dijera que eso no daba miedo. Pero más miedo me daba que me miraran con resentimiento y desagrado por las cosas que había hecho en el pasado.

Así que carraspeé y me arremangué hasta el codo. En el antebrazo tenía varias cicatrices, algunas más largas y con aspecto más peligroso que otras. Recordaba cómo me había hecho unas cuantas, aunque en ciertos casos había sucedido hacía tanto tiempo que era incapaz de acordarme.

Arwyn dejó escapar una exclamación ahogada al ver las feas cicatrices. Tomó mi brazo con cuidado y lo examinó más de cerca. Incluso Artyb se situó a su lado para poder observar las marcas. Yo esperé en silencio, cerrando los puños para contener el impulso de zafarme de su agarre para cubrir las cicatrices de nuevo. Así no tendrían que ver aquellas marcas irregulares y horribles. Y eso que ni siquiera eran las peores que tenía.

—¿Por qué tienes esto? —preguntó Artyb. Él no parecía horrorizado, aunque sí tenía el ceño fruncido. Y su curiosidad era insaciable.

—Porque me han hecho daño. A veces pasan cosas así. Cuando las heridas se curan solo quedan las cicatrices, pero no duelen.

—¿De verdad?

—Yo no miento, Wynnie.

Ella asintió, convencida. Pasó un dedo por la cicatriz más larga que tenía en el brazo.

—Me acuerdo de esa —dije—. Fue con un cuchillo, hace... —Me detuve en seco cuando ellos se me quedaron mirando. Carraspeé e intenté disimular—. Hace mucho tiempo.

Arwyn abrió mucho los ojos.

—¿Fue un hombre malo?

Sonreí, pese a que ella había palidecido bajo el brillo de las antorchas. Lo último que quería era asustarla, así que me cubrí las cicatrices de nuevo.

—No me acuerdo. Probablemente fuera un monstruo.

—¿Como los de las historias de mamá? —preguntó Artyb.

Recordé entonces que ninguno de los dos había visto un monstruo jamás. Y no tendrían que verlos, ni ellos ni sus descendientes, si el destino estaba de nuestra parte en esa ocasión.

—Parecidos a esos.

—Artty sabe hacer de montruo —dijo ella con una risita.

Él enrojeció y frunció el ceño.

—Mentirosa.

—Eres peor que un monstruo —le dije yo—. Tú eres listo. Al menos los monstruos no pueden pensar.

Arwyn rio a carcajadas, mientras que él se me quedó mirando con la nariz arrugada. Y, Diosas, no se pareció en absoluto a mí entonces. Le revolví el pelo para que no se enfadara y viera que solo bromeaba.

Zelda salió de la casa de Pay un rato después. No dijo una palabra sobre lo que había hablado con Pay, así que supuse que estaría esperando a que estuviéramos solos. Nos llevó un rato conseguir que los niños se durmieran; solo habíamos dormido fuera de casa en unas pocas ocasiones. Cuando viajábamos a Kakariko solía ser durante la mitad del día para que nos quedara tiempo de regresar a casa lo antes posible. Sin embargo, tras mucho insistir, ella y yo nos quedamos a solas.

Empezamos a ordenar las alforjas en silencio, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Mientras Zelda sacaba las provisiones que habían sobrado del viaje, yo sopesé qué hacer con la espada. Una vocecita me había dicho antes de partir de Hatelia que lo mejor sería llevarla por si acaso. No tenía pensado usarla a menos que fuera necesario, pero aun así me hacía sentir intranquilo. Antes, tener una arma cerca me había dado seguridad. Pero ahora se me revolvía el estómago y me temblaban las manos solo con la idea de empuñar una espada y blandirla contra alguien de nuevo.

Sentía la mirada de Zelda clavada en mí desde el otro lado de la habitación, así que decidí dejar la espada en la bolsa. Intentaría mantenerla vigilada a todas horas.

Llevé la bolsa hasta el lado que había elegido en la cama y la dejé contra la pared. Luego me di la vuelta para mirar a Zelda. Descubrí que ella estaba comiendo algo del pan y queso que habíamos llevado para el viaje. Contuve una carcajada para no despertar a los niños.

—Empiezas a parecerte a mí, Zelly —le dije.

Ella sonrió en medio de la oscuridad casi absoluta. Solo teníamos una vela encendida, sobre la única mesa que había en la habitación.

—Tenía hambre —dijo, encogiéndose de hombros. Después suspiró—. ¿Sabes? Llevo todo el día pensando que me faltaba algo.

—¿El qué?

—Frambuesas —respondió, y yo ahogué un gruñido sobre la palma de mi mano—. Hablo en serio, Link. Me di cuenta mientras cenábamos. Echo de menos el sabor de las frambuesas. Es una pena que no crezcan en Necluda ni por los alrededores.

Acabó con el pan que le quedaba de un mordisco. La contemplé, incrédulo. Ella no solía ser así. No comía tan tarde porque decía que le sentaba mal horas después, y tampoco le gustaba el pan duro del viaje.

—¿La cena no te ha gustado? —quise saber.

Ella negó con la cabeza mientras se ponía el vestido que utilizaba por las noches. Aquel era nuevo, pero todos los que había llevado con el paso de los años le sentaban de maravilla.

—Por Hylia, Link, a veces parece que el único que puede tener hambre eres tú.

Solté un bufido y alcé las manos en señal de rendición.

—Os juro que os traeré esas frambuesas como sea, princesa. Aunque tenga que...

Me detuve en seco cuando vi su expresión alarmada. Me llevó un corto instante comprenderlo; los niños estaban delante. Me giré para mirarlos, pero ninguno se había movido. Seguían estando hechos un ovillo bajo las mantas, y no parecían haber oído nada.

—No me llames así —murmuró ella—. Sobre todo delante de ellos.

—Lo siento. —Empecé a quitarme las botas con cuidado. Sentía las piernas doloridas por el viaje—. Diosas, les ocultamos demasiado.

Ella miró a los niños también. La luz de la vela proyectaba sombras en su rostro, pero aun así pude ver como su máscara de seguridad comenzaba a agrietarse. Los miraba de una forma que solo reservaba para ellos; por un instante pensé en la madre que apenas recordaba, y me pregunté si ella me habría mirado de la misma forma. Si habría sentido la misma seguridad que Zelda les transmitía a los niños.

—Lo sé. No sé qué me da más miedo. —Se frotó la sien y luego suspiró. Vi como enderezaba los hombros mientras cogía su cepillo. Sin embargo, cuando se apartó el pelo del rostro, descubrí que su expresión se había vuelto triste.

—Lo solucionaremos, Zelda.

Ella se limitó a sentarse a mi lado, sin mediar palabra. Ambos contemplamos el brillo plateado que se colaba por la única ventana de la habitación. Era tan pequeña que sentía como si las paredes estuvieran cerrándose a nuestro alrededor.

Zelda cogió mi mano de repente, y yo se lo permití, como siempre hacía. Sus dedos se habían vuelto más duros con el paso de los años, aunque seguían siendo suaves y, por Hylia, su caricia era tranquilizadora.

—Anoche —empezó en un susurro— les enseñaste tus cicatrices.

—Supongo que sí —murmuré, encogiéndome de hombros—. No creo que haya nada de malo. Deberían saber más de sus padres.

—Link, me confundes. Pensaba que estabas en contra de decirles la verdad.

—No estoy en contra de nada —resoplé yo.

Pensé en las discusiones que habíamos tenido sobre aquel asunto. No eran discusiones, en realidad. Al principio lo habían sido, pero con el tiempo el fuego empezó a desaparecer. Me dije que era inevitable. Nadie podía permanecer a la defensiva durante más de siete años sin relajar su postura. Y yo jamás había estado en contra de decirles la verdad a nuestros hijos. Solo mostraba paciencia. La experiencia me había enseñado que no era bueno tomar decisiones precipitadas.

—¿Sabes qué? Estoy harta de hablar de esto —dijo Zelda. Luego apagó la vela, aunque no se movió de mi lado—. Mañana será un día largo. Últimamente estoy de mal humor, así que será mejor dejarlo. Tampoco íbamos a llegar a ninguna conclusión.

Observé su forma envuelta en sombras en medio de la penumbra, incrédulo. No me había parecido que estuviera de mal humor. De hecho, había permanecido a su lado durante temporadas mucho peores que aquella, en las que ni siquiera podía dirigirle una sola palabra.

Fui a preguntarle qué le ocurría exactamente, pero ella me dio la espalda antes de que tuviera tiempo de empezar a hablar. Así que decidí no pensar en ello. Tal vez lo sucedido en los últimos días la había afectado de alguna forma.

*

Pasamos unas semanas más en Kakariko. Y entonces me di cuenta de que, en efecto, Zelda estaba de mal humor.

Solo empeoró con el transcurso de los días. Se mostraba amable con los niños, y Pay también era la excepción. A veces. Yo no tenía la misma suerte, sin embargo. Así que Zelda hacía lo que había acostumbrado a hacer cuando éramos más jóvenes: usarme de blanco para liberar su frustración.

A mí no me importaba en absoluto. Por supuesto, la prefería animada y sin el ceño fruncido, pero sabía que ella tampoco comprendía lo que le estaba ocurriendo. O al menos no quería decírmelo cuando se lo preguntaba. Era casi tan probable como la opción de que estuviera confundida.

—Diosas, eres tan desordenado... —masculló una tarde, después de que hubiéramos pasado una semana y media en Kakariko—. A veces no entiendo cómo demonios llevo ocho años siendo tu esposa.

Se me escapó una risotada. Y todo porque no encontraba el cuaderno de notas que ella había guardado en mi bolsa de viaje.

—Debe de ser por los músculos —le dije—. Creo que es lo que más te gusta, Zelly.

Ella enrojeció y me miró con la nariz arrugada.

—Eres un crío. —Se puso en pie—. Y no me llames así.

Luego salió de nuestra habitación en la posada dando un portazo. Y decía que yo era el crío.

Acabé encontrando su maldito cuaderno en la pila de libros y anotaciones que se había llevado a Kakariko. Recordaba haberlos colocado como a ella le gustaba poco después de llegar a la aldea, pero no había querido decírselo. Verla enfadada era más divertido. Además, tenía que dejar escapar la irritación de alguna forma.

Aquel asunto se tornó más grave el día en que nombraron a Pay líder de los sheikah, aquella misma semana.

Zelda y yo pasamos gran parte de la mañana paseando por Kakariko, ofreciendo sonrisas a todo el que se acercaba y proclamando lo mucho que confiábamos en Pay y lo bien que lideraría a su pueblo. Zelda había estado ayudándola a prepararse, pero sabía por experiencia que eso no sería suficiente. Nada podía prepararte para lo que venía cuando al fin tenías el puesto y se esperaban grandes cosas de ti.

Sin embargo, Zelda sabía fingir. Incluso logró esconder su irritación. Por un tiempo.

Llevábamos unas horas recorriendo la aldea cuando ella empezó a quejarse del dolor de piernas. La miré con extrañeza, aunque no me opuse a que tomara asiento sobre una roca, lejos del bullicio, para recuperar el aliento.

—Hace cien años, cuando era recluta, nos hacían cargar con varias espadas largas al mismo tiempo. Si te quejabas, te daban armas más pesadas aún. Tal vez te haga falta un entrenamiento así, Zelly.

—O tal vez no esté en condiciones de recorrer distancias tan largas después de haber llevado a tus dos hijos dentro.

—No —murmuré—. No creo que ese sea el problema. Podrías disparar con los ojos cerrados y acertarías aunque la flecha se desviara.

Ella parpadeó, y su enfado pareció avivarse. Incluso dejó de jadear por el esfuerzo.

—¿Cómo no va a ser el problema? —dijo con voz más aguda de lo normal—. Tú tendrías que ser el primero en darte cuenta. Ya no soy... como cuando era joven.

—Yo tampoco. Tengo menos músculo. Ya sé que quieres anular nuestro matrimonio, Zelly.

—¿Lo ves? Yo tengo razón. Sé que cuando me miras ya no ves lo mismo.

Maldije para mis adentros. Mi intención había sido divertirla, no entristecerla aún más. Diosas, sí que estaba rara. Su humor no solía ser tan cambiante.

—Cuando te miro te veo a ti. Apenas has cambiado, Zelda —murmuré. No quería que pensara que me estaba riendo a su costa.

Me sorprendió darme cuenta de que sus ojos se habían humedecido. Quise preguntarle qué demonios le ocurría, pero justo entonces ella se puso en pie.

—Deberíamos seguir —anunció—. La ceremonia es esta tarde.

—¿Zelda? ¿Estás segura...?

—Sí —dijo ella. Sorbió por la nariz—. No te preocupes por mí. Yo... No me encuentro bien. Solo es eso.

—¿Quieres volver a la posada?

Zelda negó con la cabeza al instante. Parecía muy convencida, pero yo vacilé. Si no se encontraba bien, podíamos quedarnos en la posada para que ella descansara. Quedaban unas horas para la ceremonia, y en la aldea solo estábamos haciendo el ridículo. Mostrar que apoyábamos a Pay no iba a cambiar nada. Los sheikah no eran tontos.

—Volver solo lo empeorará todo —contestó ella—. Tengo que mantenerme ocupada.

Dudé por unos instantes más antes de asentir por fin. Mientras regresábamos a la aldea, sin embargo, cogí su mano y la sostuve con firmeza.

Había varios jóvenes en la aldea, aunque la mayoría eran ancianos que no confiaban en Pay. No los culpaba. Después de haber tenido una líder como Impa, era difícil ver a alguien tan joven como una sucesora digna.

—Cometerá errores al principio, como todos. Incluso como Impa —decía Zelda. Había puesto buena cara para hablar con los sheikah—. Pero hay que ser pacientes. Con el tiempo será una gran líder. Lo mejor que podemos hacer es ofrecerle nuestro apoyo. Sobre todo su pueblo.

Asentí para mostrarme de acuerdo con ella. Hubo algunos murmullos de asentimiento, aunque un grupo de ancianos seguían sin parecer muy convencidos.

Zelda apretó mi mano de pronto, y vi que estaba más pálida. Forcé una sonrisa y me despedí de todos ellos. Pay tendría que convencer al resto con sus habilidades para liderar. Zelda y yo ya habíamos hecho suficiente.

Tiré de su mano para llevármela de allí, y ella protestó. Cruzamos el umbral de la posada y, una vez estuvimos en nuestra habitación, ella se dejó caer sobre una silla solitaria.

—¿Estás segura de que te encuentras bien? —le pregunté en voz baja. Si le dolía la cabeza, no quería empeorarlo.

—No te preocupes por mí —repitió ella, aunque, por supuesto, no iba a hacerle caso. Cerró los ojos y suspiró—. Anoche no dormí bien. Solo estoy cansada.

Intenté convencerme a mí mismo de que estaba diciéndome la verdad, y no una mentira para que dejara de preocuparme.

—¿Quieres que hable con Pay?

—No. Estaré bien. —Abrió los ojos de golpe y se irguió sobre la silla—. Diosas, tengo que ir a verla. Le dije que la tranquilizaría antes de la ceremonia.

—Puedo ir yo si tú no te encuentras bien. Deberías quedarte a descansar.

Ella se puso en pie y empezó a rebuscar entre sus vestidos, haciendo oídos sordos. Encontró uno de color azul y me indicó que la ayudara a deshacerse del que tenía puesto. Yo obedecí, aunque en el fondo sabía que aquello era un error. Que debería insistir en que se quedara a descansar.

Y lo intenté. De veras lo intenté. Pero su voluntad era inflexible.

Así que, un rato después, estábamos yendo hacia la antigua casa de Impa. Kakariko tenía un aire solemne; la elección de un nuevo líder no era motivo de celebración para los sheikah. Todo estaba más silencioso que de costumbre, tanto que mis pisadas parecían resonar por toda la aldea, y había antorchas y velas por todas partes. Nunca había visto una ceremonia de nombramiento del líder sheikah, pero estaba seguro de que Zelda conocía cada uno de los procedimientos.

Se me hacía raro abrir las puertas de la casa y que Impa no estuviera allí, esperándonos. El vacío se hizo más llevadero, sin embargo, cuando escuché las voces de los niños. Los habíamos dejado con Prunia porque ellos mismos habían insistido, y ella no se había negado.

Me sorprendió ver que estaban jugando juntos. Sin gritarse ni perseguirse el uno al otro. Me pregunté cómo demonios lo habría conseguido Prunia.

Zelda los abrazó con fuerza mientras yo me limitaba a observar. Luego Prunia la llamó desde arriba, y ella corrió hacia las escaleras. Yo la seguí unos instantes después.

Decidí quedarme bajo el umbral, por el momento. Pay llevaba las ropas sheikah tradicionales, aunque eran más anchas y pomposas que las que solía llevar. Parecían pesadas.

—No estoy preparada —la escuché murmurar. Prunia intentaba arreglarle el pelo, aunque ella se movía demasiado.

—Nadie lo está —dijo Zelda—. Yo era una princesa terrible. Habría sido una reina aún peor.

Escuché los pasos de los niños a mi espalda, y Zelda se quedó rígida por un instante. Compartí una rápida mirada con ella, diciéndole en silencio que no debía preocuparse. Ellos no la habían escuchado.

—¿Al menos os han creído en la aldea? —preguntó Pay, esperanzada.

—Hemos hecho todo lo que hemos podido —respondió Zelda. Yo asentí para mostrar mi apoyo—. Algunos confían en ti. Tendrás que ganarte la confianza de otros, pero eso nos pasa a todos.

Pay estaba temblando de arriba abajo. Siempre había sido reservada y nerviosa, pero nunca la había visto tan alterada.

—Niña tonta —la reprendió Prunia—. Con esa actitud no vas a conseguir nada. Si tu abuela estuviera aquí, te habría abofeteado para que te tranquilizaras.

A Pay se le llenaron los ojos de lágrimas.

—La abuela...

—Ni se te ocurra —dijo Prunia, interrumpiéndola—. Si no, te abofetearé yo misma. Así que intenta recomponerte un poco.

Pay parpadeó, supuse que para tragarse las lágrimas, y luego inspiró hondo varias veces. Zelda le sugirió que contara hasta diez y que cerrara los ojos.

—Piensa en cosas bonitas —intervino Arwyn, que se había adentrado en la habitación. Artyb permanecía escondido destrás de mí.

Me alegró ver que Pay sonreía un poco.

—Lo intentaré —murmuró.

Después de un rato, Prunia anunció que era hora de que nos marcháramos. Di gracias a las Diosas; Pay se había tranquilizado, pero seguía teniendo tantas dudas que abrumaría a cualquiera. Zelda se detuvo frente a ella antes de seguirme al exterior.

—Recuerda lo que te dije —susurró—. Erguida y sin mostrar ninguna debilidad. Todo irá bien.

Pay asintió y nos dio las gracias a ambos, aunque yo no había hecho nada para ayudarla. Fuimos escaleras abajo y nos internamos en la multitud que se había reunido en el exterior, alrededor de la explanada frente a la casa del líder sheikah.

Zelda se dejó caer sobre mí de forma casi imperceptible. La sostuve con firmeza y vi que cerraba los ojos.

—¿Te encuentras mejor? —pregunté, pese a saber que se trataba de la pregunta más estúpida que podría haber hecho.

—Estaré mejor aún —me aseguró. Luego me dio un beso en la mejilla, y yo decidí no insistir.

—¿Crees que a Pay le irá bien? —quise saber para cambiar de tema.

Ella suspiró, y supe que su respuesta no auguraba nada bueno.

—Le queda un camino largo por recorrer —contestó—. Pero sé que con experiencia y preparación será una gran líder. Es la nieta de Impa, al fin y al cabo.

Asentí despacio. Procuré mantener a los niños donde pudiera verlos. Me fiaba de los sheikah, pero allí había demasiada gente reunida. Artyb tiró de mi brazo para llamar mi atención.

—¿Qué es esto?

—La tía Pay va a hacer algo muy importante —respondió Zelda—. Será divertido, ya lo veréis.

Él no pareció muy convencido, aunque no hizo más preguntas. Arwyn, en cambio, daba saltitos para intentar ver algo entre la multitud.

—Papá, ¿qué es eso? —dijo, señalando la pequeña efigie de Hylia que se encontraba en medio de la fuente.

Zelda estaba muy quieta a mi lado. Estaba casi convencido de que había dejado de respirar por el miedo. Elegí mis palabras con cuidado.

—Es la Diosa Hylia —respondí por fin.

Sus ojos brillaron.

—¿Y qué hace?

—Si vas a hablar con ella y le pides un favor, te lo concederá.

—Le pido grillos —anunció ella, entusiasmada—. ¿Hay grillos en casa cuando volvamos?

Hice una mueca. No debería haberlo explicado de aquella forma. Ahora empezaría a pedírselo todo a Hylia, y cuando viera que nada se cumplía, me retiraría la palabra durante varios días por haberle mentido.

—Para eso tienes que ser buena, Wynnie. La Diosa Hylia no puede hacer de todo.

Artyb soltó una risita.

—No va a escucharte, Wynnie. Tú no eres buena.

—Sí lo soy —replicó ella con las mejillas encendidas.

Dejé que discutieran durante un rato, hasta que la ceremonia dio comienzo. Los susurros de la multitud se apagaron de golpe. Pay descendió por la larga escalera con las ropas sheikah tradicionales, erguida y con la cabeza alta, como Zelda le había enseñado.

Prunia ya estaba abajo, esperándola. Nunca la había visto tan seria, ni siquiera hacía cien años. Arwyn hizo un ademán de dar saltos para saludarla, pero la detuve a tiempo. Prunia dijo unas palabras en una lengua que no pude comprender, y todos los sheikah inclinaron la cabeza por unos instantes, en señal de respeto. Pay se arrodilló frente a la estatua de Hylia y tocó la piedra con una mano.

Prunia cogió el sombrero puntiagudo que Impa suempre había usado. Zelda me había explicado una vez que se transmitía de generación en generación entre los líderes sheikah. Mientras Pay rezaba una plegaria y los sheikah seguían el ritmo de sus susurros apenas audibles, Prunia se acercó a ella.

Pay calló y agachó la cabeza un momento después. Prunia pronunció las mismas palabras que yo no había podido comprender, y colocó el sombrero sobre la cabeza de Pay. Todo quedó en silencio de nuevo durante un largo rato, hasta que Pay se puso en pie, con los nuevos ornamentos que llevaba tambaleándose sobre ella, y miró a su pueblo. Había miedo en su mirada, pero también una determinación que nunca había visto antes.

No hubo aplausos ni celebraciones. Solo profundos gestos de respeto, y luego todos se marcharon de allí, aún en silencio.

Zelda saludó a varios sheikah que nos reconocieron. Artyb tenía la nariz arrugada, como si algo lo molestara, aunque Arwyn observaba a la multitud que iba y venía con curiosidad.

—Parece un funeral —le susurré a Zelda.

Ella suspiró.

—En el fondo lo es. O al menos así lo ven ellos.

Observé a los sheikah, que retomaban sus quehaceres sin hacer mucho ruido. Ellos no celebraban el ascenso de su nuevo líder. O, al menos, no lo celebraban como los hylianos.

—Deberíamos visitar a Pay —murmuró Zelda—. Le prometí que cenaríamos a su lado.

Me pegué más a ella para que los niños no pudieran oírnos.

—¿Te encuentras bien?

—Puedo ir a cenar por un rato, Link. No me estoy muriendo.

—Ya lo sé —mascullé, y no seguí insistiendo. Confiaba en ella. Si decía que se encontraba bien, debía de ser cierto. O eso quería creer.

Artyb protestó mientras recorríamos el camino de vuelta a la casa de Pay. Los guardias nos saludaron con respeto y luego nos dejaron el paso libre. Pay tenía guardias nuevos, aunque reconocí a varios que habían estado allí mientras Impa vivía.

Zelda le aseguró a Pay que todo había salido según lo esperado. Yo le dije que no lo había hecho nada mal, y Arwyn le preguntó si podía ponerse el sombrero tradicional del líder sheikah. Nos miró confundida cuando a todo el mundo le hizo gracia.

—He recibido una carta de Rotver —dijo Prunia durante la cena—. Dice que ya está en la muralla de Hatelia, supervisando la retirada de los guardianes.

Me sorprendió que aquel vejestorio pudiera moverse siquiera, pero no hice ningún comentario al respecto.

—¿Tú también estarás allí? —preguntó Zelda.

—Viajaré de vuelta a Hatelia con vosotros. También tengo que supervisar lo de los guardianes, y quiero hacerle una visita a Symon. Sigo sin fiarme de él.

—No le va mal —intervine. Había estado pocas veces en el laboratorio después de la partida de Prunia, pero Symon parecía más tranquilo. No habíamos recibido ninguna queja sobre él en la aldea.

—Eso espero —masculló Prunia—. Si no, juro que le daré el laboratorio al hijo de Rotver. No importa que apenas lo conozca.

Pay reprendió a Prunia en voz baja. Me di cuenta entonces de que le quedaba mucho por aprender.

—Tía Punia —intervino Arwyn—. ¿Quién es Torver?

—Te hablé de él la única vez que estuviste aquí, ¿recuerdas? —Ella se lo pensó un momento, pero acabó negando con la cabeza—. Rotver es un viejo cascarrabias como tu padre. No le hagas caso.

—Papá no es viejo.

Artyb murmuró algo que yo no pude entender, aunque Zelda sí debió de hacerlo porque le lanzó una mirada de advertencia.

—¿De verdad os ha parecido que he estado bien en la ceremonia? —preguntó Pay con timidez.

Me tragué un gruñido. Diosas, era insoportable. Y eso que yo mismo sabía que liderar era difícil, pero no conseguiría nada buscando la aprobación de todo el mundo. Por suerte, Zelda tuvo más tacto y le mostró una sonrisa amable.

—Claro que sí. Te darías cuenta si estuviera mintiendo. —Eso no era cierto, aunque no la contradije—. Mañana puedo volver para ayudarte. Podemos hablar de los siguientes pasos que deberías dar.

Tanto Prunia como Pay se mostraron aliviadas, aunque sospechaba que los motivos no eran los mismos para ambas.

Unos días más tarde, sin embargo, nos llegó una carta procedente de Necluda. Zelda la leyó primero. Luego me miró con gravedad y dijo:

—Me temo que tendremos que volver a casa pronto.