LINK

Soñé con el Cataclismo otra vez. Estaba acostumbrado a soñar con aquel día, aunque siempre me asustaba. Particularmente en esa ocasión.

Soñé que corría y corría, y los familiares sonidos de disparos de los guardianes se oían cada vez más cerca. Todo ardía, y sentía el calor de las llamas a mi lado, tan cerca que estuve seguro de que tendría quemaduras.

Sin embargo, pronto llegué a un claro. El Cataclismo se alzaba allí, en la última forma que había adoptado antes de que todo terminara. Era diez veces más grande de lo que recordaba, casi tan alto como el castillo, y la malicia se retorcía a su alrededor. Me di cuenta de que no tenía ningún arma cerca. Escuché el disparo de un guardián y el dolor me cegó.

Me desperté con un sobresalto. Intenté incorporarme, pero el dolor seguía siendo cegador, como si de verdad hubiera recibido aquel disparo de guardián, así que intenté moverme lo menos posible. Los pulmones me ardían, e incluso respirar era un infierno. Contuve un gemido de dolor.

Caí en la cuenta de que estaba sobre algo duro, y a mi alrededor solo había oscuridad. Me obligué a olvidar el dolor por un instante y a pensar. A recordar.

Lo comprendí muy deprisa. Más de lo que había esperado, incluso. Estaba en la prisión de Hatelia, aunque no recordaba cómo había llegado allí. Debía ser de noche porque ninguna luz se colaba por los barrotes de la ventana. Sentí como el corazón se me hundía. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?

Conseguí incorporarme, aunque el dolor fue abrasador. Me pregunté si tendría alguna costilla rota, aunque al palpar no percibí nada raro. Solo el dolor palpitante. Percibía rastros de sangre seca en el rostro.

Me apoyé contra la pared de la celda. Era pequeña, aunque eso lo sabía porque yo mismo había dado el visto bueno a los planos. De hecho, yo mismo había insistido en que se construyera una prisión en Hatelia, hacía unos años. Y ahora estaba encerrado allí. Me habría reído de no ser porque sentía ramalazos de dolor con solo parpadear.

Sentía las cicatrices magulladas. Diosas, ya no estaba hecho para enzarzarme en peleas. No podría soportarlo. Tal vez, siendo más joven, aquellos golpes no habrían supuesto un inconveniente, pero ahora la situación era distinta. Sabía que me había excedido en el pasado, y el dolor solo empeoraría con los años. Esperaba que, cuando fuera un anciano, estuviera entero.

Pensé en Zelda entonces. Ella querría una explicación de lo ocurrido. Se la merecía. Había actuado sin apenas pensar y sin que ella estuviera al tanto de mis planes, y tal vez estuviera enfadada por ello. Debería estarlo. Lo que había sucedido frente a la muralla de Hatelia nos ponía en una posición delicada, y quería que decidiéramos nuestros próximos pasos juntos. No podíamos perder nuestra posición. Zelda había trabajado por ello, y jamás me perdonaría que se lo arrebataran por haber actuado de forma temeraria.

Escuché con atención, aunque no me llegó ningún sonido. Allí no había guardias, aunque tampoco estaba en condiciones de intentar escapar. Así que me acomodé como pude contra la pared y esperé.

No tuve que esperar mucho, para mi sorpresa. Solo un rato después, escuché un tintineo de llaves, y luego la puerta de las celdas se abrió con un chirrido.

—No tardes mucho —dijo una voz.

Una figura encapuchada empezó a moverse por las celdas. Me incorporé con esfuerzo, rezando por que no fuera el alcalde de nuevo. No tenía energías para enfrentarme a él en aquel momento.

—¿Link?

Sentí alivio al reconocer la voz de Zelda. La llamé, y ella siguió el sonido de mi voz hasta llegar a mi celda. Se arrodilló sobre el suelo sucio y lleno de tierra y sacó unas llaves. La cerradura cedió y los barrotes se abrieron con otro chirrido ruidoso.

—¿Me estás sacando de aquí sin permiso? —pregunté, y no bromeaba del todo. Mi voz sonaba tan extraña. Debía de tener el labio partido porque hablar también dolía, y no podía pronunciar bien las palabras. Fue un milagro que Zelda me entendiera.

—No —respondió. Luego hubo silencio por un momento—. He pagado.

—¿Qué? ¿Cuánto?

—Eso no importa ahora. Vamos, voy a sacarte de aquí.

—Zelda...

—Ahora no, Link. No vas a pasar ni un momento más encerrado en este estercolero. —Desistí de objetar porque estaba agotado y dolorido e incluso hablar suponía una tortura—. Toma, ponte esto.

Me tendió mi capa. Intenté ponérmela, pero ella tuvo que ayudarme porque mis movimientos eran lentos y torpes. Una vez estuve cubierto por la capucha, como ella, dejé que pasara un brazo sobre sus hombros y que me ayudara a ponerme en pie. Gemí de dolor, y por un instante estuve convencido de que iba a perder el sentido otra vez. Sin embargo, el viejo entrenamiento que había recibido no había desaparecido del todo, y conseguí soportarlo. Apretar los dientes siempre era buena idea.

Cojeamos hasta la salida de la prisión. El guardia nos detuvo junto al umbral, y por un instante temí que aquello fuera una trampa ideada por el alcalde y que fueran a encerrar a Zelda también. Sin embargo, mis temores se disiparon al ver su mirada llena de simpatía.

—No me gustaba la idea de que estuvieras aquí —dijo en voz baja, como si alguien fuera a oírlo—. Pero... Ya sabes, las órdenes son órdenes.

Zelda asintió por mí, y yo se lo agradecí en silencio. No me veía capaz de hablar. Y, aunque no intentara, dudaba que aquel guardia fuera a entenderme.

—No tienes que disculparte —dijo Zelda con amabilidad.

—Lo que os hicieron fue injusto. Yo no estuve allí, pero me lo han contado. Rendell estaba fuera de sí.

Sentí los ojos de Zelda sobre mí. Me cubrí mejor con la capucha para que no distinguiera ninguno de los golpes que había recibido en el rostro. Estaba oscuro, pero no me apetecía que ella lo viera. Se sentiría culpable, como siempre hacía, o incluso se enfadaría. Quería posponerlo lo máximo posible.

—Lo agradezco —murmuró Zelda—. De verdad.

—Buena suerte a los dos.

Zelda se ajustó mi brazo sobre sus hombros y luego salimos de allí por fin. El aire gélido y nocturno me golpeó en los moretones del rostro, y contuve un siseo de dolor. Intenté andar por mi propio pie para que Zelda no tuviera que cargar conmigo, pero fui incapaz de dar un solo paso sin apoyarme en ella. Mantuve la vista clavada en el suelo durante la mayor parte del tiempo, pero aun así sabía que las calles estaban desiertas. La luna estaba alta en el cielo, así que también teníamos el amparo de la oscuridad.

El camino a casa se me hizo eterno. Ella y yo jadeábamos mientras cruzábamos el puente de madera, y yo tropecé con un tablón suelto y estuve a punto de caer al riachuelo que fluía justo debajo. Zelda habría caído conmigo de no ser por su prudencia. Y por su fuerza. Era más fuerte de lo que parecía.

La chimenea estaba encendida en casa. Fue lo primero que vi nada más Zelda abrió la puerta, acompañado de una oleada de calidez que hizo que el dolor disminuyera por un brevísimo instante.

Zelda me llevó hasta una silla y me obligó a sentarme. Las piernas doloridas me lo agradecieron y las costillas también, aunque el dolor seguía sin remitir. Observé a Zelda, que iba de un lado a otro, abriendo cajones y armarios. Cuando regresó, sostenía una jarra con agua y paños limpios, además de un recipiente de ungüento que apestaba a hierbas. Y eso que ni siquiera estaba abierto todavía. Zelda tomó asiento frente a mí y me quitó la capa y la capucha.

—La túnica también, Link —dijo, y tuvo que ayudarme a quitármela entre gemidos de dolor. Una vez todo estuvo al descubierto, ella abrió mucho los ojos, horrorizada—. Diosas Doradas...

—¿Es malo? —pregunté, arrastrando las palabras—. ¿Me estoy muriendo, Zelly?

Ella ignoró mis palabras y palpó en las costillas. El dolor fue tan repentino que di un respingo en la silla, y eso solo hizo que las punzadas empeoraran. Cometí el error de mirar la zona herida y vi una enorme marca amoratada que ya empezaba a teñirse de un color amarillento. No tenía buena pinta.

—¿Tienes algo roto? —preguntó ella con nerviosismo.

—No. No hay nada roto. He buscado, Zelda.

Ella asintió y, tras contemplar mis heridas con un brillo en los ojos que no auguraba nada bueno, inspiró hondo y mojó un paño limpio en agua.

—Por Hylia, estás sangrando otra vez —murmuró, acercando el paño a la nariz. Yo lo sostuve y, juntos, presionamos para detener la sangre—. ¿Tampoco tienes la nariz rota?

—No —respondí. Ella alzó una ceja, escéptica—. Sé cuándo me he roto la nariz. Y tú ya te habrías dado cuenta.

Acabó conformándose con eso y me tendió el paño para que siguiera ejerciendo presión. Luego mojó otro paño más pequeño y empezó a limpiar el labio partido.

—¿Cómo voy a besarte ahora? —farfullé.

—Estate quieto o no podrás volver a besarme jamás.

Obedecí y traté de olvidarme del dolor. Era bueno en eso, y sus dedos eran suaves pero expertos, y su roce era siempre delicado. Más delicado de lo que yo llegaría a ser jamás. Quise cerrar los ojos y entregarme a sus caricias, pero ella me llamaría crío y me reprendería por no ayudarla mientras me curaba.

—Yo también puedo hacer esto, ¿lo sabías? —dije cuando ella apartó el paño para mojarlo de nuevo. Sentí como el labio me palpitaba.

—Soy tu esposa —susurró Zelda—. Mi deber es cuidar de ti a veces, ¿no crees?

—Ya cuidas de mí cada día.

—Y tú también. Diosas, Link, cierra la boca y deja que cure tus heridas por una vez. Te prometo que iré con cuidado.

Le hice caso y me mantuve lo más quieto posible, aunque en ocasiones se me escapaban gruñidos de dolor.

Fue un alivio que la sangre reseca desapareciera de mi rostro. Una vez ella hubo secado toda la sangre del labio partido, se aseguró de que mi nariz tampoco sangrara ya y me tendió un paño frío.

—No sé cómo demonios te ha dado ese bastardo —masculló ella—, pero no te ha dejado el ojo amoratado. Solo lo que hay debajo.

—Ni siquiera saben dar puñetazos.

Ella sonrió, aunque fue un gesto débil que no tardó en desaparecer. Me indicó que sostuviera el paño frío contra la piel amoratada de mi rostro, y yo obedecí mientras ella se movía para examinar el enorme moretón en las costillas.

—¿Los niños están bien? —pregunté.

Ella suspiró.

—Se durmieron hace unas horas, gracias a las Diosas —murmuró mientras trabajaba—. No dejaban de preguntar por ti. No vieron nada de lo que pasó esta mañana, pero sabían que algo iba mal.

—¿Qué les dijiste?

—Que habías tenido que ir a visitar a un amigo y que volverías pronto. Lo de siempre.

Asentí despacio. Sentí alivio por que ellos no hubieran visto como aquellos matones me golpeaban. No les habría hecho ningún bien ver a su padre hacerse daño de aquella forma. Prefería ocultar lo sucedido hasta que fueran más mayores.

Ella empezó a aplicar el ungüento en el moretón de las costillas. Iba con mucha lentitud, como si ella misma estuviera sufriendo el dolor en su propia piel, y yo no podía evitar un siseo con cada movimiento que hacía. El olor a hierbas era tan fuerte que me dejaba la cabeza embotada, pero eso no hizo que me librara del dolor. Ni de las preguntas de Zelda.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—¿Va a gustarme? —repuse.

Ella sacudió la cabeza, sin levantar la vista de su trabajo.

—¿Por qué no hiciste nada cuando te golpearon? —preguntó en un susurro, como si le diera miedo hablar más alto—. Podrías haberte defendido, Link.

Suspiré e intenté acomodarme en la silla, aunque fue en mano. Ella me recordó en voz baja que me quedara quieto, y no tuve más remedio que obedecer.

—Tenía una espada por si acaso —respondí. Ella alzó la vista, con los ojos muy abiertos—. Sabía que iba a intentar algo si lo veíamos en la muralla de Hatelia.

Presionó con más fuerza de la necesaria, y me esforcé por contener un gemido.

—Podrías no estar así ahora —dijo, y parecía enfadada—. Si te hubieras defendido y hubieras usado esa espada, nos habríamos ahorrado todo esto, Link.

—Usarla no nos habría ayudado —repuse, haciendo acopio de paciencia—. Tú lo sabes mejor que nadie.

—No veo cómo podría no habernos ayudado. Siento si...

—Seguramente los habría matado, Zelda. Habría pasado lo que siempre pasa cuando cojo una espada.

Dejó de hacer presión en el moretón entonces, y yo se lo agradecí en silencio. Me miró con los labios apretados, aunque sabía que en el fondo estaba intentando entenderme.

—Querías dejarlo en evidencia.

—Quería que los demás se pusieran a nuestro favor —asentí yo—. Solo vieron a un hombre atacado injustamente por el alcalde. No importa la defensa que vaya a hacer. Todos seguirán creyendo en lo que de verdad ocurrió.

Recé por que se pusiera de mi parte. Sabía que tendría que haberme defendido, que no estaría cubierto de aquellas horribles marcas si no fuera por un plan en el que había pensado sobre la marcha y que podría haber salido mal. Pero era lo mejor que se me había ocurrido para reforzar nuestra posición. Ya que el error había sido mío, estaba en mi mano arreglarlo.

—¿Siempre has sido tan listo? —preguntó en un tono de voz tan lleno de agotamiento que se me encogió el corazón.

—Tú ya te habías dado cuenta, Zelly —dije, y luego la detuve—. Ve a dormir. Puedo terminar yo.

—No, Link —dijo con el ceño fruncido—. Harías un estropicio. Y tienes que seguir aplicando algo de frío.

Me tragué un gruñido de frustración.

—Pero...

Escuchamos el chirrido de una puerta entonces. Zelda se sobresaltó tanto que estuvo a punto de volcar el recipiente con agua, y golpeó sin querer mi costado magullado. Contuve un siseo a modo de protesta.

Vi a Arwyn bajo el umbral, seguida por Artyb. Zelda se tensó de golpe y corrió hasta situarse a su altura.

—Arwyn —siseó ella—, te dije que era hora de irse a la cama.

—Estaba en la cama —repuso ella en tono inocente.

—Me refiero a dormir, Wynnie.

—Yo estaba dumiendo. Artty me despertó y me lo dijo.

—Papá y mamá hacen ruido —añadió él con una sonrisa maliciosa.

Zelda se mantuvo en silencio unos momentos, como si estuviera evaluándolos. Al final se apartó con un suspiro y, cuando los ojos de ellos se detuvieron en mí, fue como si me hubieran golpeado otra vez.

Intenté cubrir el moretón, pero sus expresiones llenas de horror me dijeron que ya lo habían visto todo. Arwyn tenía lágrimas en los ojos, y Artyb se aferraba a su manta con fuerza, como si tuviera un monstruo delante. De hecho, nunca lo había visto tan asustado.

—¿T-tu amigo es... es un hombre m-malo? —preguntó Arwyn con un hilo de voz.

Fui a responder, pero Zelda se interpuso entre en su camino otra vez. Cuando habló, lo hizo en tono firme, uno que yo jamás sería capaz de imitar con los niños.

—Volved a dormir. No sabéis lo tarde que es. Diosas, mañana estaréis insoportables.

Les ofreció la mano para llevarlos de vuelta a la habitación, pero ninguno la aceptó. Arwyn tenía los labios apretados, aunque sus ojos seguían húmedos.

—Papá no puede estar solo —escuché que decía Artyb con obstinación—. Wynnie sabe cuidar de grillos. Puede ayudar.

Ella asintió con energía, apoyando las palabras de su hermano por una vez. Se me encogió el corazón.

—Vuestro padre no es un grillo —repuso Zelda. Su tono no perdió una pizca de severidad. Yo ya me habría rendido, de estar en su lugar—. Y no va a estar solo. Mamá no piensa irse a ningún sitio.

—¿Por qué está así?

—Id a dormir —insistió ella—. Mañana, cuando esté mejor, os lo contaremos. Estará bien, lo prometo.

Ellos parecieron vacilar por un instante. Sabía que Zelda se había colocado en la posición exacta para que no pudieran ver la magnitud de mis heridas, pero yo sí podía verlos a ambos. Casi pude sentir su miedo como si fuera el mío propio. Sabía lo que era temer y preocuparse por un ser querido. Y no había esperado que ellos fueran a experimentar aquella sensación siendo tan jóvenes. No era justo para ellos.

Sin embargo, allí estábamos ahora. Zelda tenía razón; si seguíamos ocultándoles cosas, con el paso de los años los secretos acabarían volviéndose en nuestra contra. No iba a contárselo todo, pero era bueno empezar. Ir paso a paso. Se merecían saber quiénes eran sus padres, tanto en lo bueno como en lo malo.

—No puedo domir.

—Arwyn...

—Deja que se queden, Zelda —intervine por fin. Ella se giró para mirarme. Tenía el ceño fruncido—. Estoy harto de esconderme.

Su expresión se suavizó. Miró a los niños, que parecían no estar entendiendo mucho, aunque sí lo suficiente para mirarla con gesto suplicante.

—Mañana vais a estar insoportables los tres —dijo con el mismo tono agotado que había utilizado antes. Decidí que aquel tono no auguraba nada bueno. No me gustaba en absoluto.

—Se dormirán de todas formas —insistí yo—. Déjalos, Zelda.

Ella cerró los ojos y suspiró antes de apartarse. Volvió a mi lado y dejó dos huecos libres para Arwyn y para Artyb. Había esperado una celebración por su parte, pero ellos se limitaron a acercarse con cautela, casi con gesto solemne. Me pregunté entonces cuánto entenderían de verdad de aquella situación.

Zelda siguió aplicando ungüento. Arwyn arrugó la nariz cuando le llegó el fuerte olor a hierbas, y Artyb estornudó. Yo los observé el silencio porque me había dado cuenta de que eso conseguía distraerme del dolor. Y ni siquiera estaban dándose cuenta de lo mucho que ayudaban.

—¿Fue el hombre malo? —preguntó Arwyn con un brillo de sospecha en los ojos.

Compartí una mirada con Zelda antes de asentir.

—Fue él —murmuré.

Ambos dejaron escapar exclamaciones ahogadas, aunque aquello no debería haberlos sorprendido.

—Odio al hombre malo —dijo Arwyn.

—Yo también —dijo Artyb.

Los contemplé en silencio, e incluso los movimientos de Zelda vacilaron por un breve instante antes de seguir.

—No deberíais decir esas cosas —farfullé, porque el labio roto me palpitaba otra vez—. El odio es muy fuerte.

—Mamá y papá dicen que se odia a los hombres malos —dijo Arwyn. Me sorprendió que pudiera decir tantas palabras seguidas sin equivocarse. Estaba haciendo progresos.

—Es un hombre malo —añadió Artyb.

Suspiré, aunque no me quedó más remedio que darles la razón.

—¿Qué es eso? —preguntó Arwyn, señalando el ungüento de su madre.

—Sirve para las heridas —explicó Zelda—. Cuando lo pones encima, la herida se cura mejor y más deprisa. Mucha gente lo usa.

—¿Recuerdas lo que te puse junto al estanque, Wynnie? ¿Cuando te hiciste daño en la rodilla?

Aquello había sucedido hacía un año. Ella asintió y se llevó una mano a la rodilla, como si aún le doliera. Apartó la falda del vestido y me mostró su rodilla.

—Mira, papá. Tengo una cicatiz. Como la tuya.

Me costó ver la diminuta cicatriz porque solo podía utilizar un ojo, pero conseguí adivinar la marca en su rodilla. Arwyn había resbalado mientras corría junto al estanque que estaba cerca de casa y se había hecho daño en una rodilla. No había sido grave, pero me había asustado de todas formas.

—Cuando te hiciste eso, te puse ungüento. No era tan fuerte como el que mamá está usando ahora, pero la herida se curó más deprisa.

Ella asintió, pensativa

—¿Por qué hablas así? —preguntó Artyb—. Es como Wynnie.

—Artyb —le dijo Zelda en tono severo, y él se disculpó en voz baja, aunque Arwyn no parecía haberse inmutado del insulto.

Aparté el paño frío para que vieran mi rostro entero. No debía de tener tan mala pinta como me había temido porque ninguno amenazó con romper a llorar de nuevo.

—Tengo el labio partido.

—¿Vuelve a estar bien?

—En unos días empezará a curarse —le aseguró Zelda.

—¿Duele?

—Un poco, Wynnie —mentí—. Pero no es grave.

Ambos parecieron creérselo. Artyb podía ser un mentiroso excepcional, pero confiaba tanto en nosotros que podría creerse cualquier mentira. Mi corazón se encogió de nuevo cuando el peso de la responsabilidad cayó sobre mis hombros. Eran diminutos todavía. Necesitaban protección. Contuve el impulso de ocultar las heridas y mandarlos a dormir, como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, no podíamos seguir fingiendo que todo era perfecto frente a ellos. Algún día crecerían y se darían cuenta, y nos pasaría factura a todos.

Zelda acabó de aplicar el ungüento y me ayudó a vestirme tras enrollar una ligera capa de vendas para no estropear el cataplasma. Me ayudó a ponerme en pie, y dejé el paño frío a un lado. Ella palpó el moretón en mi rostro con cuidado y observó que la hinchazón no iba en aumento. Di gracias a las Diosas y permití que fuéramos hasta la habitación contigua.

Solo había una vela encendida. No me apetecía separarme de ellos; por extraño que pareciera, dormiría más tranquilo sabiendo que estaban cerca, tanto los niños como Zelda. Sabiendo que nada podría hacerles daño. Así que permití que ellos se acurrucaran sobre mí, en la zona que no estaba herida. Zelda les advirtió que tuvieran cuidado y, de hecho, lo tuvieron. No se comportaron como las diminutas fieras salvajes que saltaban sobre su padre siempre que tenían la oportunidad.

—Tiene que pasarme esto más veces —murmuré—. No parecen los mismos.

Ambos estaban despiertos, aunque no parecieron darse cuenta de que hablábamos de ellos. Zelda rio mientras se acomodaba en la cama de al lado.

—No lo digas tan alto.

Intenté sonreír como pude, aunque el dolor en el labio me lo impidió. Sabía que había parecido una mueca, aunque Zelda me devolvió el gesto.

—Gracias por sacarme de ahí —le dije en voz baja—. No tendrías que haber pagado para...

—Tendría que haberte dejado ahí, pudriéndote para siempre —bufó ella.

Suspiré. Estaba demasiado agotado para discutir con Zelda.

—Espero que te encuentres mejor.

—Estuve a punto de vomitar cuando llegamos a Hatelia —admitió ella en un susurro—. Pero ahora estoy mejor. Y estaré mejor aún, no te preocupes.

Aquello solo hizo que me preocupara más, por supuesto. Iba a insistir en que viera un curandero, pero entonces Arwyn intervino.

—Mamá, ¿y la historia?

—¿No os la conté antes de que os fuerais a dormir? —dijo con cierto reproche en la voz. No le gustaba que los niños estuvieran despiertos hasta tan tarde. Pero aquella era una ocasión especial, me dije. No volvería a repetirse si con ello Zelda estaría más tranquila.

Ellos sacudieron la cabeza con energía. La miraron con ojos suplicantes. Zelda se mantuvo firme, y me pregunté cómo lo haría. Yo ya me habría rendido.

—Dejad a mamá descansar —dije, intentando ser de ayuda.

—Papá quiere oír una historia —dijo Artyb.

Fui a llevarle la contraria, pero entonces vi que Zelda sonreía y me detuve en seco.

—No pasa nada —aseguró, mirándome—. Creo que sé de una historia.

Sentí que ellos se ponían cómodos junto a mí. Percibía como sus pechos subían y bajaban, y podía oír su respiración. Los acerqué más a mí, si eso era posible. Diosas, eran diminutos, y aun así eran más importantes que cualquier otra cosa. Me pregunté si Zelda los vería de la misma forma, aunque no tuve que dudar mucho. Había tanto afecto en su mirada que incluso yo me sentí abrumado.

Arwyn cogió mi mano, la que le había mostrado antes de llegar a Kakariko y que estaba llena de cicatrices. Sentí como rozaba las marcas con sus dedos suaves, y recé por que ambos se quedaran así para siempre. Sin haber conocido el dolor y las dificultades jamás, protegidos y a salvo, donde yo podía verlos. Era donde un niño debía estar.

Por Hylia, olían de maravilla, incluso tras haber estado todo el día yendo de un lado a otro. Les acaricié el pelo a ambos. Estaba enmarañado, pero seguía siendo suave.

Zelda carraspeó y se acercó más a nosotros. Quería tenerla cerca a ella también, pero no me apetecía en absoluto romper la cama. Estaba hecha para un niño, y ya estábamos rozando los límites de forma peligrosa. Los cubrí a ambos con la manta por la que habían discutido en Kakariko poco antes de marcharnos.

—Esta es la historia de un hada. —Artyb se quejó con solo oírlo, aunque Arwyn le asestó un golpecito en el hombro y él no volvió a emitir un solo sonido. Zelda resopló antes de proseguir—. Un hada que vivía en un estanque, acompañando a su madre, la Gran Hada, con el resto de sus hermanos. Hasta que, un día, alguien la encerró en un recipiente de cristal. Al principio el hada tuvo miedo, aunque acabó enfadándose cuando vio que un niño hyliano la había dejado atrapada. Buscó una salida por todos los medios, aunque fue en vano.

No era la primera vez que la oía contar una historia. Sin embargo, tal vez por culpa de los golpes que había recibido aquel día, o tal vez por culpa de lo tarde que era, me dejé llevar por el sonido de su voz. Había oído decir que el amor se perdía con el paso de los años, pero había comprobado por mí mismo que todo aquello eran estúpidas mentiras. Seguía queriendo a Zelda, tanto como cuando éramos más jóvenes. Quizá incluso más. No podía concebir el mundo sin tenerla a ella a mi lado.

Me dormí antes de escuchar el final de la historia. Antes, incluso, de que los niños se durmieran. Pero al menos no me desperté durante la noche ni tuve pesadillas. De hecho, no soñé con nada. Y daba gracias a las Diosas por ello.

Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, descubrí que estaba solo, aunque la ventana se encontraba abierta, y el brillo del sol y el canto de los pájaros se colaban en el interior. Intenté sentarme sobre las mantas, pero el dolor me golpeó con fuerza, y recordé con un gruñido lo que había ocurrido el día anterior.

Malditos fueran el alcalde y todos sus amigos. Incluso aquellos hombres gigantes que me habían golpeado. Si fuera alguien distinto, los habría matado allí mismo. Tal vez debería haberlo hecho.

Por pensamientos como aquel no me gustaba tocar espadas. Entrenar estaba bien; me ayudaba a mantenerme fuerte y a concentrarme, pero tener un objetivo y un enemigo en mente era algo muy distinto. Y me daba miedo en ocasiones.

No, no iba a matar al alcalde. Ni siquiera a sus amigos. Me lo recordé a mí mismo. Tal vez así dejaría de estar paranoico.

—Buenos días —dijo Zelda desde el umbral. Di un respingo, y el dolor en las costillas regresó con fuerza. Ella me observaba con una pizca de diversión, aunque la preocupación abundaba—. O al menos espero que sean buenos.

—Lo dudo —gruñí mientras intentaba levantarme. Zelda corrió a ayudarme, y se me escapó un suspiro de frustración—. Puedo hacerlo solo, Zelda.

—No, no puedes. Y no pienso dejar que te hagas daño.

Recordé su insistencia en que se encontraba bien mientras estábamos en Kakariko, y me descubrí sonriendo. Permití que ella pasara mi brazo sobre sus hombros para ayudarme a ponerme en pie.

—Diosas, los dos somos iguales —mascullé. Intenté reírme, pero sonó como un jadeo.

A ella le llevó un momento comprender a lo que me refería pero, cuando lo hizo, rio también. Su carcajada fue una de verdad, por suerte.

—No —rio ella—. Tú eres peor que yo.

Sacudí la cabeza, aunque me alegraba ver que ella estaba de buen humor aquel día. Llevaba al menos una semana sin verla tan esperanzada.

—¿No estás preocupada? —quise saber mientras tomaba asiento junto a la mesa, ya fuera de la habitación.

—Claro que sí —respondió con un suspiro—, pero creo que hay que ser optimista a veces. He aprendido que ver las cosas de forma negativa no sirve de mucho.

—No decías lo mismo en Kakariko.

—No sé qué me pasaba en Kakariko —murmuró ella.

Intenté sonreír, y en esa ocasión debí de conseguirlo porque ella me devolvió el gesto.

—Me alegro de que te encuentres mejor —le dije—. Al menos eso va bien.

—Tú también te encontrarás mejor —repuso con suavidad. Se acercó y examinó los moretones de mi rostro con cuidado. Me concentré en el camino que trazaban sus dedos y no en el dolor abrumador—. Hoy no tienen buena pinta, pero eso es lo que siempre pasa con los moretones. Mejorará con el paso de los días —añadió, más para sí misma que para mí—. Luego te pondré más ungüento. Y más frío, también.

Asentí en silencio, y ella se apartó para hervir el agua del té. Diosas, esperaba que añadiera infinidad de hierbas porque necesitaba olvidar las punzadas dolorosas de alguna forma.

—¿Qué hora es? —murmuré mientras me frotaba los ojos.

—Mediodía.

—¿Mediodía? —repetí con los ojos muy abiertos—. Diosas...

—Los niños se despertaron antes, pero yo no quise molestarte. Necesitabas descansar, Link.

—¿Y tú?

—Yo... Bueno, no he dormido bien. Me desperté para aliviarme y me costó volver a dormir. Pero no te preocupes. Esta noche me haré algo de té y todo irá mejor.

Decidí confiar en ella una vez más. No tenía motivos para mentirme. Al cabo de un rato, me tendió la taza de té humeante y tomó asiento frente a mí. Tomé varios sorbitos, sin mirarla, porque sabía que querría hablar conmigo. Y la conversación no sería agradable, precisamente.

—¿Y los niños? —quise saber.

—En el jardín, jugando —respondió Zelda—. Arwyn está buscando grillos.

Asentí con la cabeza y me encerré en un silencio expectante de nuevo. Más tarde, iría a buscar grillos con ellos. Mi padre nunca me había acompañado cuando salía a jugar. Solo lo hizo cuando viajábamos, antes de que mi madre muriera.

Zelda carraspeó. Quise correr escaleras arriba para dormir durante el resto del día. Al menos así el dolor desaparecería. Sin embargo, sabía que no llegaría muy lejos yo solo.

—Sabes que tenemos que hablar, Link —dijo Zelda—. No pongas esa cara. Te pareces a tu hijo cuando le digo que coma verduras.

Me preparé para lo peor. Esperaba que no fuera muy dura conmigo; me encontraba en una posición de desventaja.

—No he salido de aquí —dijo Zelda—. Pero tendré que hacerlo pronto. Nos estamos quedando sin comida.

—No salgas de aquí —le supliqué, aunque ella sacudió la cabeza.

—Van a preguntar por ti. Me sorprende que no lo hayan hecho ya.

Tomé otro sorbo de té. Intenté pensar en la aldea y en todo lo que dirían. Diosas, los rumores no tendrían fin. Y aquel era un incidente notable. Las situaciones como aquella no se olvidaban en una semana, muy a mi pesar.

—¿Qué vamos a hacer? —murmuré, porque estaba perdido, por encima de todo.

Ella jugueteó con sus dedos, nerviosa.

—¿Sabes qué? Es la primera vez en más de ocho años que no puedo responder a eso.

Enterré el rostro entre las manos, y el ojo amoratado palpitó dolorosamente.

—Mierda.

—Existen soluciones, Link. No todo está perdido aún.

—Lo siento, Zelda —le susurré, esperando sonar sincero. Debí de hacerlo porque su mirada se suavizó y cogió mi mano.

—Tenemos que pensar en soluciones juntos. No conseguiremos nada estando separados. Hay que ir con cuidado.

Asentí tras pensármelo un momento. Sí, aquello tenía sentido. No era la primera vez que trabajaba con Zelda en un problema. Siempre los resolvíamos todos, por imposible que pareciera al principio. Aquel no iba a ser distinto. O al menos eso quise pensar.

—¿Cómo? —pregunté estúpidamente.

—Bueno, podríamos decir que te atacó injustamente. La mitad de la aldea lo vio con sus propios ojos.

Reflexioné en silencio. Me había costado ganarme el respeto de los hylianos más ancianos de la aldea. Los que habían vivido los tiempos más cercanos al Gran Cataclismo. Al principio me habían mirado con cierto desdén, aunque con el tiempo se habían vuelto a mi favor. Y ahora pensarían que no era más que un crío inmaduro que se metía en peleas de taberna frente a todo el mundo. Y con el mismísimo alcalde, para empeorar las cosas.

—No se creerán que fue injustamente —murmuré—. No del todo. El alcalde habló de lo que pasó antes de que nos fuéramos a Kakariko.

Diosas, no deberíamos habernos ido siquiera. Debería haberle dado un puñetazo aquel día, junto al pozo, y luego tendría que haberlo matado frente a la muralla de Hatelia. No debería haber dejado que me golpeara. Por Hylia, qué ingenuo había sido.

—Muy pocos estuvieron delante ese día —repuso Zelda. Me sorprendió su habilidad para mantener la cabeza fría. Empecé a sospechar entonces—. Podemos utilizar eso a nuestro favor. Y sé que hay muchos que no se creen al alcalde.

—¿Tampoco creerán que hemos huido a Kakariko?

—Tengo la carta que me escribió Pay. Se la pedí mientras estábamos en la aldea. Dijo que iba a ayudarnos, ¿recuerdas? —Asentí en silencio—. Dice que nos invita a Kakariko para ver su ceremonia. Se lo creerán.

—¿Entonces qué les decimos? ¿Que lo del pozo fue un malentendido y que lo de la muralla fue injusto para mí?

—Sí.

—¿Y qué hay del alcalde?

Ella se detuvo un momento, pensativa. Me acabé el té, que ya estaba tibio, y me incliné sobre la mesa para verla mejor. Casi podía oír como su cabeza se movía para idear una forma de proceder. Sin embargo, su expresión vacilante me dijo que en realidad no estaba buscando soluciones, sino intentando encontrar la mejor forma de decirme lo que se le había ocurrido. El sentimiento se sospecha creció, acompañado de un mal presentimiento.

—No te preocupes por él. No nos hará nada.

—¿Cómo estás tan segura?

—Porque yo me encargaré de él —respondió.

Me quedé muy quieto, casi sin atreverme a respirar.

—No puedes ir a hablar con él —le dije, y al instante odié el atisbo de desesperación en mi voz—. Diosas, ¿y si te hace algo? Yo no puedo ir contigo. Yo no...

Ella cogió mi mano, y su expresión se suavizó cuando la miré, como si entendiera de dónde venían mis súplicas. Ojalá lo hiciera.

—No voy a ir a hablar con él —dijo con tanta seguridad que me descubrí creyéndola al instante. Ella alzó su mano libre y sentí sus dedos suaves sobre el moretón que tenía en el rostro. Era tan cuidadosa que apenas sentía dolor—. Pero esto... Lo que te ha hecho no puede quedarse así. Tiene que pagar por haberte hecho daño, Link.

—No quiero venganza, Zelda —murmuré, sintiendo el peso de cien años a mis espaldas otra vez. No quería que ella hiciera algo estúpido y tuviéramos que encerrar a los niños dentro de casa por miedo a que tomaran represalias contra nosotros. No quería tener que convertirme en lo que había sido en el pasado y volver a montar guardia junto a la puerta. Había tenido suficiente de todo eso.

—No es venganza, es justicia.

Apartó su mano de los moretones y la dejó sobre la mesa de nuevo, a la espera. Permití que el silencio creciera por unos momentos más antes de hablar de nuevo.

—Hay algo que no me estás contando.

Entorné los ojos, como ella solía hacer cuando adivinaba mis peores intenciones. Me pareció distinguir un fugaz brillo de culpabilidad en su expresión, aunque parpadeé y desapareció. Tal vez solo hubieran sido imaginaciones mías. Sonrió, y fue forzado. Conocía todas y cada una de sus sonrisas, y aquella no era de verdad. No podía engañarme.

—Te lo he contado todo —dijo—. Sé muy bien lo que estoy haciendo. No soy impulsiva como tú, Link.

Aquello dolió un poco, no iba a negarlo. Sin embargo, me obligué a recomponerme. Era cierto que podía ser impulsivo y temerario, sobre todo en el pasado. No iba a discutírselo.

—No me gustan las mentiras, Zelda —le recordé con tristeza—. Y a ti tampoco.

—No te estoy mintiendo, Link —repuso ella. Había una nota de irritación en su voz—. ¿Es que no confías en mí?

—Confío en ti. Más que en ningún otro. Espero que lo sepas.

Ella asintió y besó las cicatrices de mi mano, que permanecía unida a la suya.

—Dime lo que debo hacer —dije para cambiar de tema— y lo haré. Si quieres que no diga nada cuando hablemos con...

—No. Quiero que hables y que digas todo lo que se te pase por la cabeza —respondió ella—. Tú cíñete a lo que yo digo para lo que decimos no flaquee. Pero no necesitas mi permiso. Si quieres empezar tú, yo te seguiré.

Asentí en silencio. Seguía teniendo un mal presentimiento, aunque al menos ahora teníamos soluciones. Un plan. Aquello me aportaba algo de seguridad.

El día transcurrió sin ningún incidente, para mi alivio. Al menos las deidades me concedían aquel favor. Por la noche, me senté junto a los niños de nuevo mientras Zelda les contaba una historia para que se durmieran. Los tenía a ambos en el costado que no estaba herido. No pensaba dormirme allí de nuevo, aunque mentiría si dijera que no me regalaban una sensación de seguridad que muy pocas veces había tenido. No podían quedarse tranquilos, ni siquiera cuando la noche había caído, así que los cubrí con las mantas. Les froté el pelo y la espalda como si fueran bebés otra vez. Y tuvo que surtir efecto porque sus pies dejaron de moverse poco a poco bajo las mantas.

—¿Qué historia os gustaría oír? —les preguntó Zelda.

—La Diosa Hylia —respondió Arwyn, tan deprisa que debía de haberlo tenido pensado. Sus ojos brillaban, y me sorprendió que recordara aquel nombre.

Zelda se había quedado muy quieta. La miré, y ella me devolvió la mirada, aunque ninguno dijo nada. La animé a continuar con una diminuta sonrisa, y ella inspiró hondo.

—Ella tiene... tiene muchas historias.

—Cuenta otra —masculló Artyb contra mi hombro.

—¡No! —exclamó Arwyn.

Él le dirigió una mirada que haría temblar a cualquiera, y empecé a sentir patadas bajo las mantas. Cuando una me acertó a mí, decidí detenerlos a ambos.

—Parecéis bebés —les dije, sabiendo cuánto lo odiaban ambos.

Las protestas se alzaron al instante.

—No soy un bebé —dijo Artyb—. Wynnie es un bebé.

—Artty tonto.

Tiré de uno de sus rizos con suavidad, y aun así ella dejó escapar un quejido bastante agudo. Zelda la miró con reproche, aunque yo hablé primero.

—Escuchad a vuestra madre. Ella contará la historia que quiera.

Artyb se ocultó en mi hombro otra vez, malhumorado, aunque Arwyn no dijo nada. Parecía tener las esperanzas puestas en Zelda. Ella me dio las gracias en silencio, y yo sonreí.

—La Diosa Hylia era... una deidad muy poderosa. No era la más poderosa. No podía crear, aunque podía cuidar y manipular al mundo a su antojo.

—Quiero ser una diedad —suspiró Arwyn.

Deidad, Wynnie —le recordé en voz baja.

—No lo dirías si fueras más mayor —sonrió Zelda—. Ahora escuchadme a mí los dos. Las preguntas para el final.

Zelda les contó la historia que todo el mundo conocía ya, aunque omitió varios detalles. Les habló de la guerra de la Diosa Hylia con los demonios. Artyb pareció interesado cuando Zelda mencionó a los demonios, aunque se durmió poco después, a mitad de la historia. Arwyn, sin embargo, llegó hasta el final con los ojos muy abiertos.

—¿Mamá? ¿Por qué la Diosa Hylia no está aquí? —preguntó Arwyn en voz pequeña.

Sabía que nos quedaba un largo rato por delante, así que resumí mi tarea de acariciarle el pelo, intentando que se durmiera.

—Es muy difícil que tenga un cuerpo sólido —respondió Zelda, sonriente. Yo sabía que solo intentaba ocultar su miedo—. Ella no era como tú y como yo.

—¿Y dónde vive?

—En los cielos, con el resto de deidades.

—Quiero ser una diedad para convertir a Artty en grillo —bostezó ella.

Sonrió para sí misma. Yo sonreía también, aunque Zelda le dirigió una mirada severa.

—Deja a tu hermano en paz —le susurré, aunque ella no borró la sonrisa.

Estuvimos un rato en silencio. Zelda llevó a Artyb a su cama con cierto esfuerzo, pese a todas mis protestas. Lo arropó con cuidado y volvió y volvió con nosotros.

—¿Papá? —dijo Arwyn. Arrastraba las palabras. Debían de haber estado agotados tras días de viaje.

—¿Qué?

—¿Por qué mamá no quiere que Artty suba áboles?

Miré a Zelda y pasé un brazo alrededor de su forma diminuta.

—Artty todavía es pequeño. Igual que tú. Puede hacerse daño escalando árboles. Mamá lo quiere y se preocupa por él.

Ella cerró los ojos por fin, aunque frunció el ceño.

—¿Lo quiere?

—Claro que sí, Wynnie. A tu hermano y a ti.

Ella suspiró y cogió mi mano. La sentía frágil y pequeña entre la mía. No era la primera vez que me fijaba en lo vulnerables que eran, aunque siempre me sorprendía.

—Yo quiero a mamá y a ti.

Zelda sonrió y le besó la frente. Yo seguí acariciándole el pelo hasta que su respiración se volvió regular. Cuando me moví un poco, ella no emitió una sola protesta.

—Lo conseguimos, Zelly —susurré.

Ella seguía mirando a Arwyn con una mezcla de afecto y tristeza. Me preocupó que estuviera pensando en el alcalde de nuevo.

—¿Qué ocurre?

Zelda suspiró y le apartó el pelo dorado del rostro. Se pareció más a Zelda entonces, con el rostro tranquilo y aquel color de pelo parecido al de los rayos del sol.

—¿Has... notado algo raro?

Cerré los ojos por un corto instante. No me apetecía tener aquella conversación de nuevo. Me traería recuerdos que no quería revivir en aquel momento, en medio de la noche y junto a mis hijos.

—No, Zelda —suspiré.

—Yo sí.

Me detuve en seco y la miré con los ojos muy abiertos. Debí de aferrarme a Arwyn con más fuerza de la necesaria porque ella murmuró algo en sueños.

—¿Cuándo?

—Estábamos yendo a Kakariko. Pasamos una noche en el bosque, ¿recuerdas? —Asentí en silencio, animándola a continuar—. Ella me despertó porque decía que había visto un conejo. Creo que tenía fiebre, Link. Y me pareció que estaba brillando, aunque tal vez fuera solo la paranoia y nada más. Pero quería decírtelo.

—¿Tenía mucha fiebre?

—No mucha. Luego mejoró durante la mañana.

Reflexioné en silencio por unos instantes. Al final, sacudí la cabeza.

—No creo que significara nada, Zelda. Ella aún es muy joven para saber si lo ha heredado o no.

—Tiene que haberlo heredado —dijo ella con angustia.

Estábamos hablando en susurros para que ninguno nos oyera.

—Probemos algo —le sugerí.

—¿El qué?

—Utiliza el poder junto a ella —repuse—. Solo para ver si reacciona de alguna forma.

—Pero... Artyb...

—Ninguno de los dos lo sentirá. Y, si se despiertan, diremos que fue un sueño.

Ella seguía sin parecer muy convencida, aunque no puso más objeciones y se arremangó hasta los codos. Me miró un momento, y yo asentí para animarla.

La luz la envolvió al instante. Sus manos brillaban, aunque era un resplandor tenue. Yo también lo prefería así. No quería que los niños la vieran, pese a todo.

Zelda inspiró hondo y puso su mano brillante sobre la frente de Arwyn con delicadeza. Ella murmuró algo en sueños, aunque eso fue todo.

Esperamos y esperamos, pero no ocurrió nada. Sacudí la cabeza y le dije que era suficiente.

—Que no reaccione es una buena señal —dije para tranquilizarla—. Tal vez el poder no haga falta ahora y ella no lo tenga por eso.

Ella dejó de brillar poco a poco. Se detuvo por unos instantes, y me dio la sensación de que ni siquiera respiraba. Iba a preguntarle si algo le ocurría, pero entonces ella se cubrió el rostro con las manos.

—Diosas, no debería haberlo hecho —la escuché murmurar.

Cogí su mano y la aparté de su rostro con cuidado.

—No has hecho nada malo —dije, de nuevo intentando sonar tranquilizador—. Querías salir de dudas, ¿no?

Ella entrelazó sus dedos con los míos.

—Sí —susurró—. Supongo que sí.

Inspiró hondo y forzó una sonrisa. Me dije que estaba intentando escucharme, al menos. Que con el tiempo dejaría de culparse. Por el momento, me pareció suficiente.

Me aparté de Arwyn lentamente y me puse en pie con un gruñido. Llevaba tanto tiempo sin mover un solo músculo que todo el cuerpo protestó cuando me levanté.

—Vamos —le dije a Zelda—. Necesitas descansar también.

Ella le dirigió una última mirada a Arwyn antes de apagar la única vela que seguía encendida y seguirme al exterior.

Al día siguiente, me despertó un leve crujido en la madera. Me separé de Zelda y fui escaleras abajo. El corazón me aporreaba en el pecho mientras examinaba la habitación vacía. Ignoré el dolor que sentía en las costillas a cada paso que daba.

Escuché un golpe sordo, esa vez proveniente del rincón bajo las escaleras. Corrí hacia allí de puntillas, aun desarmado, temiendo encontrarme a un asesino o incluso al mismísimo Cataclismo.

Sin embargo, lo que vi fue mucho peor que todo eso.