Disclaimer: Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer, pero la historia es completamente mía. Está PROHIBIDA su copia, ya sea parcial o total. Di NO al plagio. CONTIENE ESCENAS SEXUALES +18.


Recomiendo: Stones - Emmit Fenn

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Capítulo 16:

Locura

Hacía mucho que no me sentía tan resguardada.

Iba a hacer todo.

Hundí mi nariz en su pecho y sonreí.

—Es lo mínimo que puedo hacer por ti —me susurró al oído.

Me separé y lo miré a los ojos.

Era tanto lo que quería decirle, pero no hallaba una manera concreta de hacerlo.

Me dejé llevar por las emociones y lo abracé desde el cuello para besarlo. El sabor de sus labios siempre me dejaba enajenada y esta no era la excepción. Me sentía atrapada en un manto de pasión, lujuria, deseos fatuos y en una inconquistable locura por continuar disfrutando de su boca. Era tanta mi desesperación que lo acabé empujando hasta el sofá, donde acabó sentado conmigo sobre sus piernas. Sus grandes manos estaban aferradas a mi cintura, hasta pasar con suavidad por mi espalda baja, muy cerca del sacro.

—Me vas a volver loca —le dije.

Sonrió y me miró con sus ojos adormilados, esos que siempre ponía cuando estaba inmerso en el deseo. Me acarició la mejilla y luego el labio inferior con su dedo pulgar, delineándolo con suavidad.

—¿Eso es malo? —me preguntó.

Estaba ruborizada y el corazón martilleaba mi pecho.

—Por una parte, sí —respondí.

Enarcó una ceja.

—Me pones muy nerviosa y quiero gritar a la vez.

Se rio, aunque más parecía un ronroneo muy coqueto.

—Así que te pongo nerviosa —musitó, bajando su mano por mi barbilla y cuello.

Jadeé.

Esta maldita sensación era única, algo que solo existía entre él y yo. El vórtice entre el ir y venir, la magia de una lucha de poder que nos mantenía absortos en nosotros mismos. No había sensación igual.

—¿Acaso no lo ves? —inquirí.

La respiración de Edward se tornó pesada.

—Nunca creí que conocerte más podría mantenerme tan hipnotizada.

—¿Estás segura?

Sonreí.

—Acabas de prometerme todo.

—Sí, y volvería a hacerlo.

—¿Cómo podría negarme a esto?

—¿A qué?

Me acerqué más hasta que su nariz estuvo rozando la mía.

—A todo lo que me haces sentir.

Tragó. Su manzana de Adán resultaba apetitosa y muy viril.

—Tienes un manual en la mano, Edward Cullen, o de lo contrario no me lo explico.

Se rio.

—¿Un manual?

Esas manos… Dios mío, esas grandes manos que moría por sentir en mi culo.

—Cada paso que das es impresionante. ¿Estás realmente seguro que nunca te habías dedicado a conquistar a una mujer?

Me tomó la barbilla para que lo mirara a los ojos.

Ah, carajo. Esa manera vil de mantener el poder cuando el deseo nos nublaba, este juego de perdición, de vicios, de una sumisión declarada ante su dominancia que solo nos permitíamos en este infierno duro, en el que sabíamos despejarnos ante la realidad, esa realidad en la que ambos éramos y seríamos siempre uno solo, sin dominarnos el uno con el otro, porque éramos iguales en nuestra diferencia.

—Nunca me había decidido a conquistar a una mujer, no de esta manera —me dijo contra los labios.

—¿De qué manera?

—Sabes perfectamente que no es el sexo lo que prima para mí, contigo necesito ir más allá, quiero… verte feliz y conocerte, agasajarte…

Se calló.

Se había puesto muy nervioso.

—Pues sigue haciéndolo —murmuré—, sigue haciendo eso… esto… y más.

Le besé la mejilla y olí, impregnándome de la loción para afeitar y de su fino y masculino perfume.

—Isabella —se quejó—. Estás… Estás haciéndome enloquecer, me cuesta controlarlo.

—No lo controles.

—¿Estás segura?

Asentí.

—Ya no quiero esperar más.

Sus ojos ya no eran verdes, estaban negros como el ónix, brillantes, duros y muy profundos.

—Ah, Isabella —gruñó, acercándome a su boca.

Volver a sentir esos besos furiosos, excitantes y lujuriosos me hacían revivir cientos de puntos en mi cuerpo que estaban esperando por él. El sabor de su lengua, la humedad de su boca y la suavidad de sus labios no hacían más que recordarme la condena en la que me tenía inmersa: no podía separarme de su lado, era algo tan inimaginable como grotesco para mí. Podría besarlo día y noche y no aburrirme. Sus besos eran el prólogo a su fatuo infierno: una completa locura.

Me acomodé a horcajadas y el solo contacto de su pelvis con la mía me hizo liberar un quejido.

Se separó para besar mi cuello, resguardando la indemnidad de mi piel. Corría el cabello que había a su paso, creando un camino de fuego y roces provocadores, la manera en la que me sostenía, quieta, elegante, misteriosa y lenta, me llevó al regocijo, a querer gritar que este hombre era completamente mío y que iba a disfrutar cada parte de él como si no hubiera un mañana.

—Este olor. —Su voz estaba ronca y muy oscura—. No sabes cuánto me gusta.

Su nariz me dibujaba los hombros, arrastrándola junto a sus labios.

—¿Puedo ir más allá? —me preguntó, subiendo hasta mi oído, procurando calentar mi oreja con su respiración pesada.

Me reí, pero sonó como un quejido desesperado.

—Quiero que continúes y no pares jamás —respondí.

Lo sentí sonreír.

—¿Nunca?

Negué y me lamí los labios.

—Nunca.

Apretó mis nalgas y me subió el vestido.

—¿Vas a llevarme a la cama? —inquirí—. Como la primera vez.

Me tomó la barbilla para volver a mirarme a los ojos.

—Esta vez no me marcharé —dijo.

Me comí su boca antes de enloquecer todavía más y él me correspondió con un suave mordisco en mi labio inferior.

—Eso es bueno, porque no quiero que vuelvas a marcharte —susurré al alejarme para respirar.

Me quitó el cárdigan y soltó los tirantes del vestido, dejándolos caer por mis hombros. Sus manos hicieron otro recorrido, pero esta vez con lentitud, como si procurara grabarse la textura de mi piel.

—No llevas sujetador —murmuró.

Desabotoné los primeros botones de la prenda, uno por uno para que viera el canal de mis pequeños senos.

—Me fascina cuando no los llevas, imaginar estos pezones chocando con la tela, invitándome a lamerlos, a morderlos y a…

Se calló para hundir su rostro entre mis pechos, oliendo una vez más como un poseso depredador.

Sentía mis mejillas calientes y enrojecidas al igual que mi intimidad.

—Tan suaves —continuó, tocándolos con las palmas de sus manos—, pequeños, perfectos para caber en mi boca.

Bajó mi vestido y los apretó con delicadeza, para luego dirigirse a mis pezones. Eché la cabeza hacia atrás en cuanto los pellizcó; las descargas eléctricas invadían los espacios nerviosos de mi cuerpo, iluminando el calor escondido que esperaba por él. No podía cerrar mi boca, únicamente podía jadear y cerrar mis ojos, recibiendo los pellizcos, la fuerza al tirarlos y estrujándolos de esa forma indescriptible que solo él conocía. Y entonces se llevó uno de mis pechos a su boca, succionándolo y jugando con su lengua en mi piel. Hundí mis manos en el cabello de su nuca, abrazada a él, inquieta, excitada y furiosa por la ansiedad de más.

Di un pequeño grito en el instante en que mordió mi pezón, sorprendiéndome con la contracción que provocó en mi clítoris.

—¿Quieres venir conmigo a mi habitación? —le susurré.

Su respuesta fue tomarme desde las nalgas y levantarse junto a mí. Me sostuvo como una pluma e hizo el recorrido hasta mi habitación. Al bajarme en medio de ella, sus manos continuaron en mis nalgas. Metió su mano dentro de mis bragas y apretó con fuerza hasta levantarme.

—Estoy hecho un loco por ti, Isabella.

Fue desabotonando su camisa, un broche primero, luego otro y otro, manteniendo sus ojos fijos en mí.

—Así que el imponente senador Cullen está loco por mí.

Entrecerró sus ojos y sonrió.

—Loquísimo.

Me mordí el labio.

Abrí la camisa y miré su torso y abdomen, impregnándome de la imagen viril que me regalaba. Al llegar hasta el pantalón, vi la fiereza y dureza de su miembro, queriendo salir de la prisión de las telas.

—Demuéstramelo —lo reté.

Me acerqué y tomé su quijada con mis manos, poniéndome de puntillas para alcanzarlo.

—Demuéstrame todo. Hoy quiero cada parte de ti, Edward.

Acaricié sus mejillas y él cerró sus ojos, respiró hondo y luego sonrió con comodidad y calidez. Tomó una de mis manos y la besó, contemplándome en medio de su acción. Se dedicó a rozar mis dedos, la muñeca y luego el antebrazo, haciendo otro camino para llegar a mis labios. Toqué su pecho mientras me besaba, disfrutando de su piel y de sus músculos fuertes. Él apretó mis nalgas, me jadeó en la boca y bajó dando besos por mi cuello. Finalmente, terminó por quitarme el vestido hasta hacerlo caer, mostrando mi desnudez.

—Siempre te ves tan preciosa —susurró.

Me senté en la cama y esperé con las palmas sobre los edredones. Edward comenzó a desabrocharse el pantalón y tan pronto como lo hizo caer, su erección dio un brinco. Una vez desnudo, caminó a paso lento y al llegar a mí acabó encarcelándome al acostarme en la cama y poner sus manos a la altura de mi cabeza.

—¿Me dejarás? —preguntó.

Contuve el aliento.

—Sí —respondí en voz baja.

Pasó su lengua por el canal de mis senos y llegó hasta mi ombligo, el que besó y lamió con suavidad. Como me sostenía de las caderas, me resultó imposible arquearme ante cualquier caricia.

—Voy a demostrarte que eres la única mujer que me desquicia —aclaró, volviendo a mis labios.

Me dio un pequeño beso.

—Este será el comienzo de todo lo que quiero disfrutar contigo.

—¿Esta noche? —pregunté con la voz temblorosa.

Se rio con suavidad.

—No solo esta noche, Bella, esta es una de miles.

Tragué.

Me tomó el cuello y la quijada, sin provocarme dolor alguno, y me besó con una pasión tan descarnada que no tuve tiempo de respirar.

—Me encantan estos tacones —jadeó, tomando una de mis piernas para mirarla.

Sujetó el tacón, que era anaranjado y aguja, y lo acarició con su rostro. Entonces lamió mi empeine mientras me miraba, siempre tomándolo con fuerza.

—Quiero hacerte el amor con ellos —susurró.

Era la primera vez que lo decía.

—¿Será la única prenda? —inquirí.

—La única entre tú y yo.

Miré sus guantes con el corazón en la mano y él no tardó en notarlo.

—Lo olvidaba.

Puso su dedo índice en mis labios y yo aproveché de morder la punta; tiró de él y lo quitó, desnudando su mano. Hizo lo mismo con la otra, pero fue su turno de morder y quitarse el guante sobrante.

—Me encanta tocarte —musitó, apretando mis senos y luego delineando mi cintura y caderas.

—Y yo quiero que me toques, así, con tu propia piel.

Sus ojos brillaban.

Jugó con las tiras de mis bragas y después la hizo a un lado, tocándome.

—Estás muy mojada.

—Eso es lo que provocas.

Sonrió.

—Extraño su sabor.

Se agachó frente a mi intimidad y me quitó las bragas, deslizándolas con elegancia hasta liberarme de ellas. Las lanzó hacia atrás y hundió su nariz en mi monte, oliéndome de forma profunda.

—Me vuelve loco —susurró—. Me encanta este precioso vello castaño —añadió, rozando mi pubis con suavidad.

Estaba sonrojada como si fuera nuestra primera vez.

Me abrió las piernas y dejó caer un hilillo de saliva; lo sentí deslizarse lentamente por la partidura de mi sexo hasta llegar a mi zona perianal. Luego me miró y sentí que me admiraba, que se embelesaba por mi rostro, deteniéndose en cada detalle.

—Hacerte el amor, una y otra vez —murmuró y me besó con suavidad—. ¿Qué te parece? ¿Eh?

Tomé su nuca, acaricié su cabello y luego arañé su espalda con cautela.

—Me encanta —respondí con la voz entrecortada.

Bajó y me contempló frente a mi intimidad, dejó caer otra gota cálida de su boca, y luego besó mi monte, oliéndome y agasajándome. En el instante en que usó su lengua, me arqueé por completo, sin embargo, él puso su mano en mi vientre y me hizo bajar con lentitud.

Dios mío.

La lengua llegó a mi botón y no me contuve, el gemido fue largo y quejumbroso. Lo sentí sonreír. Inició un movimiento lento, el músculo de su boca recorrió la estrechez de cada parte de mi sexo, procurando aprovechar cada centímetro y piel. La unión de sus labios en mi clítoris, jugando con elegancia, sabiendo el punto exacto en el que podía desquiciarme, me mantenían en un halo de calor insostenible; sentía el temblor de mis nervios, de mis músculos y sentidos, uno a uno orillándome a entregarme a las fauces del león, de mi león… Mi bestia. Él.

Utilizó sus dedos para estimularme, hundiendo su pulgar en mis paredes. El anular acariciaba el interior de mis nalgas hasta llegar a mi zona anal. Subió su rostro hasta llegar al mío, volviendo a contemplarme, a la vez que se lamía los labios brillantes por mis fluidos. Continuó besándome, recibiendo mis gemidos, quejidos y gruñidos, tensándome, liberándome y tensándome otra vez.

Bajé mi mano hasta su miembro y apreté con suavidad, disfrutando de la rigidez cubierta de una blanda piel.

Lo atraje y lo hice caer junto a mí.

Continuamos besándonos hasta que nos abrazamos. Aferré mis piernas a su pelvis y él entró en mí, hundiéndose con cuidado a la profundidad. Sus besos amortiguaron mis gemidos, mas no la desesperación de mi cuerpo. Mis senos estaban pegados a su pecho, una de sus manos tomaba mi muslo, el mismo que tenía aferrado a su cadera. Con la mano libre me sostenía el cuello, mientras me besaba.

Los movimientos se hicieron más rápidos, duros e intensos, el orgasmo estaba tan cerca, podía avecinarlo. Mis gritos se hicieron eco en la habitación y tan pronto como ocurrió, mis paredes se apretaron y estallé en una lujuriosa avenida de placer. Edward volvió a hundirse, una y otra vez, hasta que otro orgasmo cruzó mi cuerpo. Nos unimos en otro beso y finalmente él acabó, derramando su simiente en mi sexo.

Me quedé respirando contra su pecho, con mucha dificultad, y acariciando sus brazos. El cabello se me había pegado a la cara y de mi espalda corrían gotas de sudor. Aún sentía espasmos y calor.

Edward acarició mis nalgas y mi cintura, para luego abrazarme con más fuerza y besarme una vez más. Jadeaba y también sudaba; podía sentir el sonido de su corazón desacompasado.

De pronto me reí. Me sentía en la cúspide, envuelta en una sensación de felicidad muy difícil de describir.

—¿Y esa risa? —me preguntó al oído.

—No lo sé —jugueteé.

Él también rio.

—Extrañaba estar contigo —añadí.

Nos miramos y sonreímos.

—Yo también.

Besó mi cuello.

—¿Seguiremos teniendo citas? —pregunté, haciendo círculos en su tórax, algo nerviosa por mi duda.

—Es lo que más quiero. ¿Tú lo deseas?

—Por supuesto que sí.

Me acarició la mejilla con el dorso de sus dedos y yo llevé mi mano a la suya. No quería incomodarlo, pero necesitaba, al menos, sentir que estaba ahí.

—Puedes tocarme —musitó.

Levanté mis cejas.

—Quiero que me toques.

Tragué y lo hice: rocé mis dedos sobre los suyos, con mucho cuidado y lentitud, contemplando sus expresiones para no hacer algo que pudiera alterar su paz. Pero a medida que lo hacía, su rostro se calmó, llegando hasta la plenitud. Pude sentir los relieves de sus cicatrices, como también la suavidad de la piel sana, detalle tras detalle que nunca había podido disfrutar.

—Se siente tan bien —dijo, mirándome con sus ojos verdes—. Este es mi primer regalo.

—¿Cuál? —inquirí.

Suspiró.

—Te regalo mi debilidad.

Sentí que se me apretaba el estómago de intensidad.

Besé su mano y cerré mis ojos. La cobijé y la cuidé, al igual que la otra, rozando mis dedos en los suyos, en sus palmas, en el dorso y luego repetí, demostrándole mi cuidado, cariño y sí, el amor que sentía por él.

Ah, Dios santo, cada vez lo amaba más y la desesperante intriga por saber si él sentía algo similar, aunque fuera un poco, me estaba comiendo el alma.

Nos besamos una vez más, abrazados, desnudos, envueltos en sudor y en la dicha de nuestro encuentro. Habíamos hecho el amor tal como lo disfrutábamos, con locura, deseo y una intensidad desbordante e íntima que probablemente no iba a encontrar en alguien más.

El sonido de nuestros besos se interrumpió por el sonido de mi barriga, rugiendo de hambre. Edward se rio y se separó, sentándose al borde de la cama.

—Creo que es necesario comer. Félix debe tener el pedido.

Miré su espalda, con sus músculos fuertes, su piel, el sudor…

Me tapé el rostro con la almohada y sonreí.

—Hey —me llamó, quitándome la almohada.

Me encontró con mi sonrisa y él también lo hizo. Me dio un beso apasionado y luego se separó, nalgueándome.

—Vamos a comer.

—Me daré una ducha. No me extrañes —dije, levantándome también.

—No demores.

—No lo haré, mandón.

Me metí al baño y me miré al espejo, sin poder pensar bien en las emociones que me recorrían. Sí, mis mejillas estaban enrojecidas y mis ojos más brillantes que nunca.

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Luego de secarme me fui en bata hasta la sala. Edward me atrapó y me tapó los ojos, sacándome un pequeño gemido de susto.

—Lo siento. —Reía—. No quiero que veas la sala, te tengo preparado todo, pero es una sorpresa. ¿Me esperas hasta que llegue de ducharme?

—No demores —tonteé.

—No lo haré, mandona.

Una vez que se marchó, me quedé en el sofá, recordando lo que habíamos hecho. De solo rememorarlo me sentía desquiciada por más. Me levanté a regar las plantas para calmarme, esperando a que saliera pronto del baño. La ansiedad me mataba.

No, no iba a enloquecer por este hombre. ¡No, no, no! Por más que me desquiciara, debía mantener la compostura.

¡Demonios!

Escuché el sonido del móvil, por lo que fui a responder mientras mi cabeza daba giros y giros ante su sola existencia.

—Hola —dije luego de tomar el teléfono, que estaba sobre la mesa del pasillo.

—¿Hola?

Era la voz de Rose. Se escuchaba extrañada y descolocada.

Miré el aparato y me di cuenta de que no era el mío, sino el de Edward.

—¿Bella? —Rosalie había elevado la voz, bastante interesada, quizá, por escucharme.

Respiré hondo.

—Sí, soy yo —respondí.

Me arrepentí enseguida.

Oh, Dios.


Buenos días, les traigo un nuevo capítulo de esta historia, con estos momentos de calor y llenos de verdades, cada día es un encanto nuevo de parte de Edward y Bella, muy pronto, no quedará atrás. ¡Cuéntenme qué les ha parecido! Ya saben cómo me gusta leerlas

El nuevo capítulo estará la próxima semana

Agradezco sus comentarios, de verdad muchísimo, a veces me cuesta tanto escribir y su solo apoyo y sus reviews me permiten saber que puedo continuar porque están ustedes esperándome y muy atentas a todo lo que puedo traer. Gracias, de verdad, por creer en mí

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Pronto se vienen novedades de mis historias pasadas, ¡estén atentas! Todo depende de su apoyo y que ello se demuestre

Cariños para todas

Baisers!