Buenas noches. Aquí Jothabe. Bienvenidos a mi nuevo fic.

Este fic es la versión MLP de una serie de Televisión Española, que se emitió a principios de año, El Ministerio del Tiempo. Como dice el resumen, va de agentes de un ministerio cuya misión es impedir que cambie la historia. Intentaré que no haga falta haber visto la serie para comprender este fic, aunque no estaría mal que se viera el primer capítulo de la serie para una mejor comprensión (buscad en Google "rtve ministerio del tiempo" si estáis interesados. La serie es muy buena, por cierto.)

Disclaimer: MLP pertenece a Hasbro; El Ministerio del Tiempo fue creado por Pablo y Javier Olivares, y fue producido por Onza Partners y Cliffhanger.


Cercanías de Cloudsdale. Año 32 antes de la fundación de Equestria.

La batalla había sido terrible. Los cadáveres de cientos de pegasos y grifos, grandes y pequeños, musculosos y débiles, cubiertos con brillantes armaduras o con una simple capa de cuero endurecido, yacían sin orden ni concierto sobre las enormes nubes que habían formado el campo de batalla, y que ahora lucían el rojo metálico de la sangre en su parte superior. Sus lanzas y espadas, rotas y manchadas con la sangre de sus dueños y sus víctimas, los rodeaban, inmóviles tras el prolongado y sangriento baile en que acababan de tomar parte.

Una hora antes, el agudo chirrido metálico del entrechocar de los filos y potentes gritos, tanto de ánimo como de dolor, habían atronado el campo de batalla. Ahora, tan solo se escuchaban los últimos gemidos agonizantes de los moribundos, que imploraban en vano ayuda para salvar sus vidas o la cercanía de un rostro amigo en los últimos instantes antes de partir.

— Qué desastre… Qué matanza…

Sobrecogida por la muerte y la desolación que la rodeaban, una unicornio avanzaba lentamente por el campo de batalla. Su pelaje, blanco como la nieve en la cumbre de las montañas, y su crin, azul oscura como el cielo nocturno, destacaban sobre las nubes grises como la luna en la oscuridad de la noche. Sus ojos turquesa, siempre atentos a sus alrededores, estaban ahora fijados en el infinito; y sus cascos, cubiertos por una sutil aura mágica de color turquesa, pisaban con firmeza sobre la blanda superficie de la nube, esquivando con habilidad los numerosos charcos de sangre que se hallaban en su camino. Y cada vez que no le quedaba más remedio que atravesar uno, sus rasgos se contraían en una mueca de desagrado mientras el repugnante chapoteo martillaba sus oídos y las gotitas que salpicaban a su paso teñían el final de sus patas con cientos de motas escarlata.

A su alrededor, decenas de pegasos y de grifos la llamaban incesantemente, con la agonía y la esperanza escrita en sus rostros, con la esperanza de que ella pudiera ayudarles a salvar sus vidas. Pero la unicornio no les hacía caso. Seguía caminando, ignorando aquellos ruegos llenos de desesperación, forzándose a no escucharlos, apretando los dientes para no prestar atención a aquellos pobres pegasos y grifos al borde mismo de la muerte.

Ella deseaba de todo corazón poder ayudarlos; pero no podía. Nada podía hacer por salvar a aquellos desgraciados. No podía cambiar su destino. Iban a morir.

Tenían que morir.

La unicornio sacudió la cabeza con fuerza, y dejó escapar un resoplido de desagrado. Odiaba aquella parte de su trabajo. Odiaba pisar los campos de batalla. Odiaba caminar entre la devastación de la guerra, entre todas aquellas vidas truncadas prematuramente y aquellas que acabarían sin que ella pudiera hacer nada por impedirlo. Odiaba saberse viva cuando todos a su alrededor estaban muertos o al borde de la muerte.

Pero tenía una misión. Y debía cumplirla, costara lo que costara.

Y para ello, tenía que encontrarlo entre aquel mar de cuerpos sin vida y armas rotas.

Sus ojos recorrieron toda la longitud del campo de batalla, comprobando minuciosamente cada nube y cada cúmulo, buscando a algún pegaso que se correspondiera, aunque solo fuera vagamente, con la descripción que le habían dado antes de partir. Mediana edad, alto, fornido, de pelaje gris plomizo como las nubes de tormenta y crin roja como la sangre; y con una espada y una lanza entrecruzadas como marca de belleza.

Sin embargo, aquella descripción no le ayudaba casi nada. Hubiera sido magnífica si hubiera ido a buscarlo a Cloudsdale, o en cualquier otra ciudad. Pero en un campo de batalla, en el que la sangre teñía todos los pelajes con un fino manto escarlata y las armaduras escondían la marca del poni a quien cubrían, apenas le servía de nada. Y que su color coincidiera con el de las nubes sobre las que se había librado la batalla tampoco ayudaba a encontrarlo.

— Gris, un poni gris —dijo para sí misma, escrutando simultáneamente el mar de nubes en busca de cualquier signo que lo delatara. Tenía que encontrarlo costara lo que costara.

Estaba segura de que no había llegado demasiado tarde. Estaba segura de que estaba vivo en alguna parte.

Y, de repente, sus ojos registraron un movimiento en un cúmulo situado unos veinte metros a su derecha y diez por debajo de ella. Una pequeña masa gris se movía en su superficie, como si estuviera tratando de levantarse; y cada pocos segundos volvía a caer.

Su corazón se aceleró al tiempo que una sonrisa aparecía en sus labios. Era él. Estaba segura de que era él.

Su cuerno emitió un destello turquesa, y casi al instante apareció sobre la nube. Sacudió la cabeza para disipar el ligero mareo causado por el teletransporte, y echó a correr hacia donde había visto algo moverse. Ahora que estaba más cerca, pudo comprobar que, efectivamente, era un pegaso gris de crin roja.

La sensación de victoria llenó su pecho, y sonrió. Era él. Lo había encontrado. No le había visto la marca de belleza, pero estaba segura de que no había muchos más pegasos con los mismos colores que él en el campo de batalla.

— ¡Swébende Gagel! —llamó cuando estuvo a unos cinco metros de él.

Las orejas del pegaso se levantaron al instante, y sus poderosas patas traseras trataron de levantarlo, pero apenas lograron elevarlo unos centímetros antes de volver a caer.

— ¡Swébende Gagel! —lo llamó de nuevo, esta vez a menos de un metro de distancia.

Esta vez, el pegaso no trató de incorporarse, sino que empleó sus patas traseras para girarse hasta quedar sobre su vientre.

— Aquese es el mi nombre —respondió al tiempo que subía la cabeza para mirar a su interlocutora—. ¿Quién me reclama?

En lugar de responder, la unicornio lanzó un hechizo para crear una burbuja que bloqueara el sonido a su alrededor. Aquella conversación iba a ser extremadamente comprometedora para el pegaso; y aunque no creía que hubiera nadie que pudiera oírla en varios metros a la redonda, prefería no correr el riesgo.

— ¿Agora non me fabláis tras reclamarme? —dijo Swébende Gagel, remarcando sus palabras con una ligera risa llena de agotamiento.

Sus ojos, rojos como la sangre, continuaron subiendo por las blancas patas delanteras de la unicornio. Un gesto de extrañeza apareció en su rostro cuando llegó a su pecho y se percató de que su interlocutora no tenía alas. Y cuando descubrió el cuerno que adornaba su frente, la extrañeza en su expresión se transformó en furia asesina.

— ¿Qué facéis aquí? —rugió, rabioso, y se puso en pie de un salto. La furia que sentía bloqueaba el dolor de las pequeñas, pero dolorosas, heridas que tenía por todo su cuerpo—. ¡¿Qué face traidora cornuda como vos en un campo de batalla pegaso?!

La unicornio lo miró de arriba abajo, pero sin abrir la boca. Sabía por experiencia que cualquier cosa que dijera no haría nada más que ponerlo más furioso de lo que ya estaba. En su lugar, prefirió aprovechar para comprobar en qué estado se encontraba Swébende Gagel tras la batalla, ignorando la ristra de insultos contra su raza que salían de la boca del guerrero pegaso.

En primera inspección, el pegaso parecía estar bien. Tenía mucha sangre seca sobre su pelaje; y aunque la yegua se asustó al ver las numerosas heridas que lo cubrían, pronto suspiró aliviada cuando comprobó que la inmensa mayoría de ellas eran superficiales. La mayoría de la sangre que lo cubría tenía que ser ajena. Lo más grave que podía apreciar a simple vista era un tajo superficial en sus cuartos traseros, justo delante de donde acababa su armadura. Era cierto que le costaba mantenerse en pie, aunque la unicornio sospechaba que se debía más a que se hallaba exhausto por el combate que debilitado por las heridas.

La unicornio se permitió sonreír. No esperaba menos de un guerrero tan hábil y experimentado como Swébende Gagel.

— ¡¿Osáis reíros de nosotros?! —bramó Swébende Gagel, malinterpretado la sonrisa de la unicornio, y colocó su rostro a menos de un centímetro del rostro de la yegua, tan cerca que podía sentir el aire que espiraba sobre su hocico. El rostro del guerrero estaba contraído en un gesto de furia que hubiera asustado a cualquiera; pero la unicornio se mantenía tranquila y serena. Tenía un par de hechizos preparados para usarlos si el pegaso trataba de atacarla—. ¡¿Vos, que pertenecéis a una raza de traidores aliados de los grifos?!

— Aquesa abominable alianza contra natura es ya extinguida —le informó la unicornio, sin perder un ápice de serenidad—. Fizieron los grifos gran traición contra Platino VI, de resultas de la cual fue roto el pacto y depuesta la reina.

Las orejas de Swébende Gagel se erizaron, pero su expresión no cambió lo más mínimo. ¿Qué más daba si los unicornios y los grifos ya no eran aliados? Lo importante es que lo habían sido. Los unicornios habían decidido traicionar a las otras dos tribus y aliarse con los grifos, lo que convertía por extensión a cualquier unicornio en un traidor a la especie. Eso era lo que importaba.

— La reina Platino VI fue decapitada por traidora y confraternizar con enemigos de la Corona —continuó ella—. Mas non soy venida fasta aquí para tratar de aquesto.

— ¿Non? —replicó el pegaso, extrañado, olvidando por un nstante su odio hacia los unicornios—. ¿Y por cuál razón sois venida a aqueste lugar, si puede saberse?

La unicornio cerró los ojos durante un momento, pensando en cómo exponer lo que iba a decir. Ya le había costado encontrarlo; y esa era la parte más fácil de su misión. Todavía le quedaba hacer lo más difícil: convencer al guerrero pegaso para que aceptara salir con ella de aquel campo de batalla.

— He una oferta para vos —declaró.

Antes de que el pegaso pudiera responder, la yegua aprovechó su momentánea confusión para seguir explicando:

— Los grifos non son fuidos. Tornarán aquí con el su ejército, y farán una segunda carga. Todos los pegasos despiertos cuando lleguen fenecerán.

Swébende Gagel cerró los ojos, pensativo; y en su rostro se dibujó una sonrisa serena.

— ¿Puede existir acaso honor mayor que morir por el nuestro rey y la nuestra patria?

Al oír su respuesta, la yegua asintió casi imperceptiblemente, conteniendo una mueca de desagrado. Los guerreros pegaso consideraban todo un honor morir en el campo de batalla en defensa de sus familias y su reino; y por ello no le sorprendía en absoluto lo que había dicho. Pero el éxito de su misión dependía por completo de que consiguiera mantener con vida a Swébende Gagel. Y, después de aquello, estaba claro que iba a ser difícil convencerlo para que abandonara el campo de batalla y se fuera con ella.

— Yo os ofrezco vivir si acompañaisme — dijo, mirándolo a los ojos con expresión seria.

— Es mejor caer con honor en batalla que tornarse en cobarde desertor y salvar la vida —replicó él.

La unicornio masculló algo entre dientes, y negó con la cabeza. En cualquier otro instante le hubiera agradado aquella respuesta, en la que se transpiraba el experto soldado que era Swébende Gagel; pero en aquel momento solo hacía su trabajo más difícil. Una vez más, maldijo mentalmente la educación militar de los pegasos de Cloudsdale.

— ¿Non preferís seguir vivo a fenecer aquesta noche en aqueste lugar? —preguntó ella, intentando ganar tiempo para buscar una manera de persuadirlo a abandonar aquella idea.

— ¿Y perder el mi honor de guerrero y quedar marcado como indigno cobarde? —exclamó él, estampando un casco en la nube bajo sus pezuñas—. No. Nunca.

La unicornio dejó escapar un suspiro, y asintió casi imperceptiblemente. No conseguiría nada si seguía por ese camino; de modo que decidió probar por la vía sentimental. Por suerte, antes de partir la habían informado bien sobre la vida de Swébende Gagel y los trucos que podría emplear para lograr convencerlo.

— Has un potro —dijo sin ninguna emoción en la voz, mirando a los ojos del guerrero pegaso.

Los ojos de Swébende Gagel se abrieron como platos al tiempo que su expresión se llenaba de incredulidad.

— ¿Cómo sabéis aqueso? —exigió saber, con su rostro contraído en un gesto de ferocidad—. ¡¿Cómo conocéis que he un potro?! ¡¿Acaso habeisme estado espiando?!

— Y esperas otro de la tu esposa.

A pesar de haberse visto en situaciones mucho peores en alguna de las muchas batallas en que había tomado parte Swébende Gagel no pudo evitar sentir una punzada de miedo ante las afirmaciones de la unicornio. Todos aquellos datos que aquella desconocida sabía sobre su vida le hacían sentirse muy vulnerable.

— ¿Quién sois? ¿Cómo sabéis tanto acerca de mí?

La unicornio no respondió. Tras unos largos segundos de tenso silencio, preguntó en el tono más persuasivo que pudo poner:

— ¿Non deseáis volver a verlos?

Por segunda vez en menos de un minuto, los ojos del pegaso se abrieron. Y los labios de la yegua se curvaron casi imperceptiblemente. Acababa de encontrar un punto débil desde el que atacar sus convicciones.

— ¿Non deseáis ver crecer al vuestro hijo Huracán? ¿Non queréis volver a ver el su rostro sonriente? ¿No ardéis en deseos de abrazarlo cuando retornéis de la batalla? —continuó su asalto, formulando pregunta tras pregunta, erosionando su resistencia con el amor paternal hacia su hijo.

Y la táctica, indudablemente, funcionaba, porque Swébende Gagel ya no mostraba enfado ni temor. Su boca estaba muy abierta, y sus ojos apuntaban al infinito.

En su mente, solo había espacio para su hijo Huracán. Aquel potrillo de color gris plomizo como las nubes de tormenta y crin celeste como el cielo en los días despejados. Aquel potrillo siempre lleno de energía y en el que ya se adivinaban las cualidades de un experto soldado. Aquel potrillo al que tanto amaba, y al que había despedido con un abrazo y una promesa de que volvería antes de partir hacia el campo de batalla.

— ¿No queréis conocer al hijo que esperáis?

Swébende Gagel inspiró, y tragó saliva audiblemente. Por supuesto que sí. Eran sus hijos. No había nada en el mundo que deseara más que estar en casa y poder abrazar de nuevo a su peueño Huracán.

Pero perder a cambio su honor de guerrero, forjado en mil batallas, desertar, convertirse en un despreciable traidor al rey y a Cloudsdale, era un precio muy alto a pagar.

— Decidme, ¿en qué consiste la vuestra oferta? —preguntó, en un tono que evidenciaba su desconfianza. Aún no se fiaba de la unicornio. Alguien que usaba aquellos trucos para convencerlo tenía que ocultar un asunto muy turbio—. ¡¿Acaso deseáis que traicione a la mi raza y el mi rey para servir a vuestra raza de traidores cornudos?!

La unicornio suspiró. Otra vez traidora. La mentalidad del pegaso era clara: o se estaba con él, o se estaba contra él.

— Non. Non trabajo para el rey Eorcanstán de los unicornios. Está la mi lealtad con la noble y poderosa Corona de Equestria.

— ¿Equestria? —inquirió el unicornio, extrañado—. Jamás oí hablar de aquese reino. —su expresión se tornó agresiva, y escupió de repente—: ¿Y qué importancia ha eso? Jamás serviré a rey que no sea el mío. Jamás tornaréme en traidor al mi reino —declaró con vehemencia.

— No es en absoluto extraño —admitió la yegua, e inclinó la cabeza ligeramente hacia la derecha—, que aquese principado aún no goza de la existencia.

Swébende Gagel contempló asombrado a su interlocutora, con una mezcla de extrañeza y curiosidad en su rostro.

— ¿Cómo es posible? —preguntó—. ¿Cómo podéis trabajar para un principado que no existe?

— Aún.

Swébende Gagel echó la cabeza hacia atrás, sin haber comprendido absolutamente nada. Todo aquello le sonaba a mentiras y conspiraciones, un mundo de sombras y traiciones del que él, un guerrero, prefería estar lo más lejos posible. Él era un orgulloso soldado que se enfrentaba al enemigo cara a cara en el campo de batalla, no a un enemigo oculto en las sombras del que no sabía nada hasta que se encontraba con él. Sus instintos y su educación de soldado le decían que debía acabar la conversación con la unicornio y sentarse a esperar la segunda carga y su muerte con ella; pero la oferta de volver a ver a su hijo era demasiado tentadora como para ello.

— Non seríades desertor ni traidor al rey —comenzó de nuevo la unicornio—. Mistral IV de los pegasos, el que sobre vientos cabalga, conoce bien la nuestra existencia. Hemos parlamentado en varias ocasiones. Él os…

— ¡Mentís! —rugió Swébende Gagel, señalando acusadoramente a la yegua con su casco—. ¡El nuestro monarca jamás se rebajaría a reunirse con un cornudo traidor!

La unicornio sacudió la cabeza una vez más. Qué testarudez. Sería un magnífico soldado, pero estaba segura de que aquella inflexibilidad le causaría muchos problemas en el futuro.

— Su Majestad accedió a… —comenzó a explicar, pero apenas había pronunciado unas palabras cuando el lúgubre sonido de unos cuernos de guerra en la distancia la interrumpió.

Los grifos, pensó con urgencia. Se la acababa el tiempo. Un rápido hechizo de localización le reveló que el ejército grifo estaba relativamente lejos y aún le quedaban algunos minutos; pero decidió resolver aquel asunto allí. No estaba dispuesta a arriesgarse a que se le echaran encima.

— Aquesa es la segunda carga. El ejército de los grifos llegar aquí a en unos minutos. —Clavó su mirada en los ojos de Swébende Gagel, y dijo en tono grave—: Es agora cuando habéis de facer la decisión. ¿Aceptáis el mi ofrecimiento y venís conmigo, o fenecéis en aqueste campo de batalla?

Swébende Gagel no lo dudó un solo segundo.

— Mil veces moriré antes que permitir que el fruto de la mi sangre tenga a un cobarde traidor por padre.

La unicornio asintió casi imperceptiblemente, y volvió a mirar al soldado a los ojos antes de gastar su última bala.

— Non os tornaríades en uno. Su Majestad Mistral IV de los pegasos conoce bien la mi misión, y otorgole la su aprobación personalmente. — Al ver un pequeño atisbo de duda en el rostro de Swébende Gagel, se llevó el casco delantero derecho al pecho y declaró con gravedad—: Entrégoos la mi palabra de honor de que non seréis declarado traidor, nin vos sufriréis consecuencias de tipo alguno por uniros a mí.

Por un momento, la indecisión del caballo le hizo pensar que aceptaría, pero enseguida apareció en su rostro una sonrisa sarcástica.

— ¡¿Palabra de honor?! —ladró. Reunió en su boca toda la saliva que pudo y se la escupió a la unicornio, que colocó una pequeña barrera mágica en la trayectoria del salivazo para evitar que le golpeara—: Escupo sobre la vuestra palabra de honor. ¿Acaso ha valor alguno la palabra de un pony cuya raza decidió aliarse con los grifos?

Qué manía con los grifos y los traidores, pensó la yegua. Pero, en el fondo, no podía echarle la culpa. La educación guerrera que había recibido en su infancia ponía al honor y la lealtad al rey y la raza como las cualidades esenciales de un pegaso, y demonizaba a los grifos, pintándolos como el gran enemigo de los ponis. Y los unicornios, sus hermanos de raza, se habían aliado con ellos, despreciando a los pegasos y a los ponis normales. No era de extrañar que los tildara de traidores. No podía esperar que actuara de otra manera.

— Todo, en tanto no puede considerárseme culpable de las infamantes acciones de los mis antepasados lejanos. Y si non os basta con aqueso, la mi cabeza estará a disposición de la vuestra familia si debéis enfrentaros a la ira de su majestad.

Swébende Gagel ladeó la cabeza, estupefacto. ¿Sus antepasados lejanos? La unicornio aparentaba tener unos cuarenta años, y la alianza entre los unicornios y los grifos se había firmado seis meses antes, como mucho. ¿Qué quería decir con "lo que hicieron sus antepasados lejanos"? ¿Qué podían tener que ver sus antepasados lejanos en todo esto? ¿Qué sentido tenía lo que había dicho la unicornio, si es que acaso lo tenía?

— ¿Qué decidís? ¿Seguirme y volver a ver a la vuestra esposa e hijos sin consecuencias para vos, o ser uno de los centenares de pegasos que perdieron la vida en aquesta sangrienta batalla?

Swébende Gagel lanzó una mirada a la unicornio, que pudo ver por un instante el conflicto que se reflejaba en ellos, y después alzó la vista hacia las nubes sobre las que yacían sus compañeros caídos.

— No he de perder el mi honor de guerrero —declaró.

— Aqueso puede arreglarse —replicó la unicornio, sin inmutarse—. Faremos tal que parezca que jamás fuisteis ido.

Swébende Gagel volvió a mirar a la yegua a la cara, y cuando sus rostros se encontraron, una sonrisa asomó al rostro de la unicornio. La hostilidad y el rechazo que le había mostrado cuando lo encontró seguían latentes, pero en su mayor parte habían sido sustituido por algo distinto: la ilusión de volver a ver a sus hijos.

— ¿En qué consiste aquese trabajo? —inquirió. En su voz se podía percibir con claridad sus dudas sobre si debía aceptarlo o no.

La sonrisa de la unicornio se amplió hasta cubrir todo su rostro. Ya lo tenía.

— Non hemos tiempo para explicaciones —respondió ella. Y decía la verdad, porque en la lejanía se perfilaba ya la oscura silueta del ejército de los grifos—. Os serán dadas cuando lleguemos. ¿Lo aceptáis?

La voz de Swébende Gagel tembló ligeramente cuando respondió:

— Sí. Acepto la vuestra oferta.

La unicornio quiso gritar de alegría, pero se contuvo, mordiéndose la lengua para convertirlo en una expresión de victoria. Por fin había conseguido vencer la resistencia de su educación militar y reclutarlo para su causa.

Un segundo después, la expresión de victoria se transmutó en una de intensa concentración, y una brillante aura turquesa apareció alrededor de su cuerno.

— ¿Qué facéis? —preguntó Swébende Gagel, alarmado; pero no obtuvo ninguna respuesta de la yegua. Aquel hechizo era de una complejidad extraordinaria, y requería toda su concentración para llevarlo a cabo.

Repentinamente, el tamaño del aura mágica creció hasta cubrir a los dos ponis en su luz cegadora. Un fuerte ruido, semejante al de una tela al rasgarse, resonó en sus oídos; y un potente viento llenó el interior de la burbuja insonorizante. Swébende Gagel notó cómo algo le tiraba de la cola, y dejó escapar un grito de alarma. Trató de oponerse a la corriente de aire, asiéndose con fuerza a la superficie de la nube y aleteando con fuerza, pero fue en vano. El fuerte viento era mucho más fuerte que él, y no tuvo más remedio que dejarse arrastrar por la corriente.

La yegua sonrió antes de que la luz desapareciera, y ellos con ella.


Y este es el primer capítulo. Espero que os haya gustado. Es posible que dentro de unos capítulos acabe pasándolo a la sección de crossovers, así que, si no queréis perderos los nuevos capítulos, podéis darle a Follow.

Swébende Gagel es inglés medieval para "Howling Gale", y básicamente como el personaje de Alonso de Entrerríos; pero más machista, racista y homófobo. Más o menos lo normal en la mentalidad antigua, vamos.

Intentaré que el próximo capítulo se retrase lo menos posible. Tal vez a final de mes, o por ahí.