Los personajes de Saint Seiya no me pertenecen, son propiedad de Masami Kurumada y Shiori Teshirogi.


Día tres.


Amaneció nublado y lluvioso.

Convencí a Calvera de saltarse sus clases y quedarse conmigo en el hotel, enredados bajo las sábanas, lejos de la lluvia y de las miradas de su familia, que parecen seguirla como si de una sombra se tratasen. Ella llegó con su pan de muerto y aunque quise decirle que quería probar otro tipo de comida culinaria me sentí incapaz de hacerlo.

Si el padre de Calvera es un dios, entonces ella también lo es. Es una diosa del amor. Diosa del amor y del pan de muerto, porque parece que no puede comer otra cosa.

Después de pasar la mañana demostrándole cuánto la extrañé, de todas las formas que conocía, nos quedamos en la cama, desnudos, hablando bajito, compartiendo nuestros secretos sólo entre nosotros. Me susurró palabras de amor y por un momento quise mostrarle el interior de la pequeña cajita que tenía guardada en mi maleta. Pero resistí, sabiendo que ese no era el momento.

En su lugar le pregunté por su pan, por sus fiestas y tradiciones. Ella se emocionó y comenzó a relatarme cada uno de los pormenores, de la canción que cantaban los niños para pedir dulces, de la fiesta a la que la habían invitado sus amigos, de las mejores y peores casas para pedir, de las calaveritas de chocolate y azúcar, del pan milenario que se pone en las ofrendas, para recordar a los muertos, para invitarlos a pasar un día con nosotros.

Me habló de esa flor naranja que he visto prácticamente en todos lados desde que llegué. De muchos pétalos que se desprenden, del camino que se forma con ellos, en los pueblos pequeños, desde los cementerios hasta las casas, para guiar a los muertos a sus hogares. Me contó de las visitas que se hacen a los propios cementerios, desde el treinta y uno en la noche, de cómo adornan las tumbas y pasan la noche ahí, con sus antepasados, riendo y recordando.

Me dijo que es su temporada del año favorita, aunque eso no fuera necesario aclarar. Después enredó los dedos en mi cabello y me acunó en su pecho, cansada de hablar y del esfuerzo anterior a eso.

De noche, entramos a una panadería grande, comercial, de esas que hay en todo el país. Quise agarrar una concha, una dona, un cuernito para rellenarlo de jamón y queso, pero ella me arrastró al pan de muerto. Estaba grande, algo seco, lleno de mantequilla en la parte superior y de azúcar.

De camino a su casa tomamos una ruta diferente y compramos otro pan. Este fue pequeño, poca mantequilla y azúcar que extrañamente no sabía dulce; el pan sabía a huevo y se sentía pesado. Calvera le dio un seis, apenas pasando, pero se lo comió completo.

Mi corazón está rebosante de amor y mi cuerpo satisfecho, pero mi estómago comienza a quejase. Comienzo a creer que esta no fue una buena idea.