Hola! Traigo capítulo nuevo, aprovechando que Halloween está cerca. Ojalá les guste.


—¿En serio quieres ir? Estará cerrado a esta hora.

—No es problema para nosotros —la forma en que lo dijo, con seguridad y diversión materializadas en una sonrisa, le había encantado y se subió al vehículo sin más detrás de él. Lo hubiese hecho de todas formas, pero verlo entusiasmarse de nuevo era buena señal. En los últimos días a veces notaba reaparecer su inquietud, su cautela, una sombra que le endurecía el rostro cuando lo creía distraído con otra cosa.

Era la primera vez que lo veía conducir, aunque adivinaba la razón. Liam en realidad no necesitaba tener un automóvil propio, ni siquiera en una enorme ciudad como Londres, que podía atravesar en taxi —si quería parecer humano— o utilizando sus propios métodos. Mientras dejaban atrás el sendero pedregoso y enfilaban la carretera principal, Sherlock le acarició la mejilla, puso detrás de su oreja un mechón dorado. Él le observó de una forma que solo podía calificar como coqueta, con las pestañas un poco bajas, y entonces le recordó que debía usar el cinturón de seguridad.

—En realidad también puedo conducir —le comentó, mirando ahora por la ventana cerrada—, tuve antes una motocicleta.

—No lo habías mencionado hasta ahora.

—Bueno, me hubiese gustado que fuera sorpresa —dijo entre dientes, arrepintiéndose de haber hablado—; si me compraba otra te llevaría de paseo. Pero ahora estoy quebrado.

Liam volvió a sonreírle, aunque de un modo más discreto, poco perceptible en la oscuridad del camino.

—¿Y qué pasó con ella?

—Quería irme de casa sin ayuda de nadie, así que la vendí —explicó, y de repente le sobrevino el pensamiento respecto a qué opinaría Liam de estos problemas tan triviales, él, que tenía una vida resuelta; si alguna vez habría experimentado algo similar. Sintió que tocaba una pared, que le veía desde una distancia insalvable, y no le gustaba.

—Estoy seguro de que la recuperarás si eso quieres —dijo él, la vista al frente, las manos pálidas apoyadas sobre el volante con delicadeza—. Llegaste hasta aquí, ¿no? Siempre te las arreglas para salir adelante, Sherly.

—Recorreremos Londres cuando la tenga, no te me vas a escapar.

Sherlock le había hablado de los lugares que visitaba en el día, pero imaginaba que el resto de información necesaria para llegar hasta allí la obtuvo de sus pensamientos o de su hermano mayor. Si estaba enterado ya de lo que sucedió esa tarde en la biblioteca, no hizo ningún comentario.

La distancia entre la residencia y el Monasterio de Barsana, el último sitio que había visitado, era de poco más de 30 minutos por carretera. Apenas se cruzaron con un par de vehículos a lo largo del trayecto; eran pasadas las 11 de una noche quieta en la que no parecía moverse ni una sola rama, y Sherlock tuvo la ligera preocupación, mientras se bajaban del vehículo a varios metros de la entrada principal, la puerta tallada, de que fueran demasiado ruidosos, de que algún conserje o encargado de seguridad pudiese captar sus presencias al deslizarse en el jardín. Se preguntaba qué haría Liam entonces, qué estrategias tenía para sortear el peligro.

—Por aquí, Sherly —dijo y le extendió su mano, debajo de los árboles que circundaban el sendero. Comenzaron a andar juntos, con los dedos entrelazados. Pasaron de largo el portón, el que era más un elemento simbólico, puesto que no había ninguna cerca alta alrededor del terreno, y subieron después por el césped detrás de la iglesia.

—Es como si fueses tú el que vino antes —dijo, riéndose en voz tan baja como pudo—, ¿seguro que no conocías este lugar?

—Ya vi suficientes imágenes para conocerlo —respondió al tiempo que observaba el paisaje; los edificios en las cuatro direcciones, con pocas luces encendidas, unidos por estrechos caminos pavimentados entre el prado—, aunque no parece que te gustara mucho. ¿Tal vez debimos ir a la ciudad?

—No es divertido venir solo; contigo aquí es diferente.

Sonriéndole, tiró de su brazo hasta que le tuvo lo bastante cerca para ver su propio reflejo escarlata dentro de esos ojos. No se decidía entre darle un beso u observar la blancura de su piel, que resplandecía levemente en la oscuridad como si usara una máscara. Tuvo la impresión de que quería decirle alguna cosa, sus labios se fruncieron por un segundo, pero enseguida se relajaron. Fue él quien se decidió a besarlo primero, y lo hizo de manera suave y contenida. Después le señaló que podían continuar adelante; no detectaba peligro de que alguien se asomara.

—La mayoría duerme —dijo. Cruzaron por detrás del kiosco que había contemplado la tarde anterior y llegaron al estanque pequeño, cuya agua verdosa reflejaba algo de luz la luna. Subió al puente de madera que lo atravesaba detrás de Liam.

—Escuché que la iglesia se construyó en otro lugar —contó Sherlock, mirando en dirección a esta desde el puente—, en un cerro o algo así, que usaron como cementerio durante una plaga. Cuentan que los muertos se movieron por debajo de la tierra para seguirla hasta acá.

Apoyado junto a él, su novio le lanzó una mirada astuta antes de devolverla al agua.

—Te has vuelto bueno recordando esas historias, Sherly. Y pensar que según tú solías desechar lo que no te servía.

—Es culpa tuya que me interesen estos cuentos.

Observó sus dedos fríos sobre la barandilla. Los acarició, olvidándose por un momento del paisaje estático, de la hora y de la posibilidad de que necesitaran correr.

—Pero son eso, cuentos —retomó Liam—. Nunca conocí personalmente a otros seres como nosotros, a decir verdad.

Aquello le impulsó a girarse para enfrentarlo con todo el cuerpo, la sorpresa grabada en su expresión. Él le sonrió de medio lado con un asomo de tristeza que le impregnaba también los ojos.

—¿Entonces cómo…? —Empezó, aunque sabía que no pensaba responderle. Tal vez debido a que le pidió que confiara en él, la noche anterior en la cama, era que tenía ahora la deferencia de soltar esta información; pero averiguar el resto o no caía de su lado del tablero.

Louis se quedó frente a la ventana de su cuarto, en el segundo piso, durante un tiempo luego de que su hermano saliera por la puerta principal junto a Holmes. William se había vuelto una vez para agitar la mano, pero no le infundió calma. Preveía una desgracia inminente; el momento en que ese hombre lo decepcionase y perdiera la voluntad de seguir existiendo. Creía que, si aún fuese un ser humano, el terror no le dejaría dormir.

Cuando quitó la mano del aféizar y se dio la vuelta, Albert estaba allí sin moverse, aguardando como una imagen tallada de sí mismo en piedra a que saliera del trance. Sus ojos se desviaron a la ventana oscurecida por la noche antes de hablar.

—No te agrada mucho él, ¿cierto? —Los labios insinuaron una sonrisa en tanto llegaba a su lado.

—Es un tipo imprudente, engreído y sin modales —dijo, echando un vistazo al paisaje exterior también, como si el rostro del joven estuviese dibujado en el cristal. Volvió la cara, con un suspiro—, pero es sincero. Si mi hermano confía en él no puedo hacer nada.

Rememoró a su pesar la charla que oyó hacía no mucho entre William y Albert. La pregunta que había dejado caer este último («¿has considerado hacer que dure para siempre»?) resultó como una puñalada para los nervios de William, y desde entonces parecía incómodo entre esas paredes, más meditabundo. Desenterró un lejano sentimiento de culpa en Louis, uno que se remontaba a más de un siglo.

No creía que William pudiese soportar esa traición por segunda vez. Al observar el rostro de su hermano adoptivo, notó que su semblante se ensombrecía por una emoción similar. Vergüenza.

—Es algo con lo que debemos cargar —contestó a sus palabras no dichas— juntos, como ahora. Siempre nos tendremos los unos a los otros, Louis. No importa cuánto pase.

Louis comprendió lo que intentaba decir, incluso obviando el énfasis que puso en las últimas frases. Miró en derredor el suelo, a través de esos anteojos que más que aclararle le obstruían la visión.

—Por desgracia, nos marcharemos pronto.

—¿Será eso lo mejor? —inquirió Albert, una pregunta que no parecía dirigirse a él. Echó una mirada de refilón al camino de entrada— Inglaterra está llena de malos recuerdos para Will y para ti.

No fue capaz de contestar nada; si él llegó a leer sus pensamientos tampoco se lo hizo saber. Ante la falta de más palabras, el zumbido imperceptible del aire acondicionado pareció ir en aumento, una abeja molesta que se aproxima a revolotear cerca del rostro. La brisa silbaba detrás, apartada de la habitación. Se concentró en ella para evitar oír de su mente algo que no debía.

—Es cierto, todavía debo mostrarles un poco de este país —habló de nuevo Albert, deshaciendo el nudo de tensión que comenzaba a formarse en su garganta—, o no será como en unas verdaderas vacaciones. Vayamos los tres por ahí mañana.

Louis asintió y con una disculpa se dispuso a dejar el cuarto. No sentía demasiada sed, pero necesitaba dejar la casa, sentir aquel viento frío en la piel y reflexionar. A punto estaba de cruzar el dintel cuando el toque suave de una mano encima de su hombro le hizo detenerse.

—¿Qué es lo que quisieras hacer tú, Louis? —su voz baja le llegó desde atrás— Piénsalo y contéstame después.

Bajó las escaleras a toda prisa, aunque no era de su hermano de quien estaba huyendo. «Lo que yo quiera no importa», se repitió. Su única prioridad era mantener a flote a William. Siempre había sido impotente para ayudarlo, incluso cuando sus antiguos compañeros estaban vivos y buscaban cambiar el mundo. Esa continuaba siendo esa su realidad; de ser Sherlock Holmes el antídoto necesario para atenuar su dolor debería aceptarlo con alivio.

Aunque también podría convertirse en un veneno peor.

Para tratarse de él, Sherlock dudó bastante respecto al curso de acción a tomar. En los siguientes dos días se tomó un descanso de las excursiones a los pueblos del valle y permaneció en la casa, aunque no tuvo éxito en colarse a las otras habitaciones que quería examinar. Si no era la criada dando vueltas y preguntándole si necesitaba algo, era Sebastian Moran apostado en la sala, bebiendo o limpiando una colección de pistolas y rifles que no había visto hasta entonces. Su aire hosco cuando le veía merodear por los alrededores incrementaba la amenaza velada. No le faltaban méritos como guardia de seguridad, debía admitirlo.

Las noches las compartió con su novio en la medida en que sus hermanos lo permitieron. Al día siguiente de su paseo nocturno, Albert le pidió que le acompañase y se esfumaron los tres hasta entrada la madrugada. Al anochecer siguiente la historia se repetiría; en esa oportunidad Liam tocó la puerta de su cuarto pasadas las dos. Lucía revitalizado con las mejillas sonrosadas y el cabello húmedo de rocío.

—Parece que ya no te gusta mucho mi sangre —le había dicho en broma cuando se tumbaron en la cama. Sin embargo, no contestó como de costumbre, sino que se acurrucó contra él y le acarició el pelo con abstracción. Se quedó así por un momento larguísimo, y aunque Sherlock no sabía de qué cosa tendría que consolarlo, eligió la paciencia y mantuvo la boca cerrada.

—Es egoísta de mi parte, pero me hace feliz que estés aquí —confesó él de pronto—, muy feliz.

Más allá del placer que le pudieran causar sus palabras, estaba la extrañeza, considerando su verdadera opinión respecto a que Sherlock le hubiese seguido hasta ahí. Respondió a sus caricias y le hizo sentirse amado, pero el pensamiento no abandonó su mente. Ni siquiera lo había hecho ahora, mientras saludaba a aquel chico, Luca, que después de varios días le llevaría al pueblo de Botiza. A diferencia de las ocasiones anteriores, en esta no fue un plan armado contra su voluntad por su anfitrión, sino que él mismo le hizo una llamada temprano para pedirle transporte.

—¿Se recuperó de su migraña? —le preguntó el hombre mientras iban por la carretera, las montañas verdes lucían nubladas a sus costados. Sherlock notó que lo decía con una honestidad ingenua que le hizo sentir un poco mal.

—Bastante, el aire fresco de la noche me ayudó —dijo, acordándose de su treta—. ¡Ah!, pero eché de menos pasear, quedarse en casa es aburrido.

Le propuso a su chófer que después de pasarse por Botiza fueran al Cementerio Alegre de Săpânța, atracción popular que antes le había recomendado. Quería sacar fotos a los coloridos diseños de las lápidas para enviárselas a sus amigos, explicaba, poniendo la cantidad esperable de emoción. En silencio ordenaba en su cabeza los eventos de los últimos días; razonó que era gracias a su novio que conservaba aún la libertad de salir cuando quisiera. Al final siempre le dejaba a su aire, con las pistas suficientes para volver a él.

En la aldea, se detuvieron en una de las pensiones para viajeros con aspecto de casa típica de madera. La excusa era almorzar, y mientras esperaba la comida en una mesa junto al jardín, sacó el teléfono y comprobó que volvía a tener conexión a internet. Revisó las fotografías que tomó al retrato e ingresó una para buscarla por Google. No creía que fuese a funcionar, pero era un punto de partida. Marcó coincidencia con una docena, tanto nuevas como antiguas. Recurrió después a otros bancos de imágenes pero obtuvo resultados similares. Cerró todas las pestañas y lo puso boca abajo sobre la mesa durante un momento, mientras se frotaba los ojos para despejarse. Habría deseado estar en Londres para hacerlo por sí mismo; tal vez podía esperar hasta regresar.

Un sentido de urgencia que se agudizaba mañana a mañana y noche a noche, a la par que el comportamiento de Liam se se volvía más sospechoso, le instó a levantarlo de nuevo y marcar un número de su lista de contactos. No contestaron a la llamada, lo que casi le convenció de que era mejor dejarlo por el día, como si fuera una señal para que aguardase. Pero su compañero estaba en el baño y supuso que tenía tiempo para intentar de nuevo. El tono se repitió en su oído a la vez que su entrecejo se arrugaba más y, cuando ya apenas lo esperaba, atendieron.

—Oye, Wiggins —dijo en respuesta a la voz que le gruñía del otro lado de la línea por despertarle; era sábado y no tendría escuela— te tengo un trabajo y pienso pagar lo suficiente para que te compres el juego que quieras si encuentras algo útil.

No supo cuando empezó a apretarle el pescuezo.

Estaba encima, con los sentidos nublados por un traicionero sopor; parte de él dio por hecho que estaba soñando. En el sueño se movía de forma mecánica para hacer lo de siempre: descubrir y apuñalar, a falta de signos vitales. Se arrastró sobre el cadáver, pero no tenía ninguna estaca con la que terminar el rito; buscó a su alrededor en vano.

En esos primeros momentos no era capaz de verle el rostro: la piel fría debajo de la suya, rígida, era todo cuánto notaba. El resto lo consumía una penumbra fantasmal a la que Sebastian estaba acostumbrado luego de décadas de convivir con criaturas nocturnas. Las yemas se hundieron en la carne, que pareció reblandecerse. No era una de ellas pero tampoco se veía así mismo como humano. Algo comenzó a sacudirse entonces, una serpiente agitándose debajo de sus rodillas. Se retorció, pero sus dedos continuaron donde estaban, clavándose en la muerte. En aquella y en la suya propia, tan distante. Facciones se dibujaron arriba de la garganta, la curva de una mandíbula rompió la oscuridad, y de pronto los ojos insolentes de Sherlock Holmes le retaron. Los labios lívidos tuvieron la osadía de sonreír.

Hasta ese segundo no experimentó ningún sentimiento; pero de pronto una intensa ira se encendió en el vacío, una explosión que le hizo rechinar los dientes. Podía arrancárselos de las cuencas, bastaba con soltarle el cuello. Los aplastaría contra las piedras para verlos estallar como uvas rellenas de agua.

Entre parpadeos, la imagen mutó y dio paso a mechones rubios que le resbalaron por encima del dorso; al levantar la mirada, el semblante acusador de William le increpó en silencio. Oyó su voz diciéndole que debía cumplir con su papel, tal como los demás, aunque aquella boca nunca se abrió. Sintió el impulso de liberarlo de su agarre pero los dedos se rebelaron y no se movieron. Se vio preso de una parálisis al compás de sus palabras, que no dejaban de repetirse en su cabeza. Le pareció después que sucumbía a arenas movedizas; la piel comenzó a derretirse sobre él cual cera caliente.

Un golpe cayó sobre su cabeza, sobre la sien, un trueno que le hizo caer hacia atrás, derecho a las sombras. El dolor se abrió paso junto a una luz que iluminó hasta las grietas; le llegó la imagen del suelo de madera gastada al abrir los ojos. La lámpara había rodado contra la pata de la cama y desde allí seguía emitiendo su resplandor.

—¡Maldito infeliz! —le escupió una mujer rubia entre toses, con el rostro enrojecido, aunque en primer momento no pudo comprender lo que decía, pues le hablaba en aquella lengua extranjera. Aprovechando que estaba confuso, ella le apartó de un empujón para después saltar de la cama. Empezó a vestirse tan rápido como sus miembros temblorosos le permitieron, y Moran se quedó ahí, observando su huida entre maldiciones.

Se llevó la mano a la cabeza y encontró sangre. El portazo todavía resonaba entre sus oídos, sacudiéndole el cerebro con su eco, pero no podía saber con certeza cuanto tiempo había pasado desde que se largó del cuartucho. Limpiándose los dedos en las sábanas, se tendió de nuevo y abrió y cerró la mano izquierda, la de carne y hueso. El tacto era vívido todavía y le llenaba el pecho de una excitación extraña; quizás porque las imágenes le resultaban más reales, más significativas, que la existencia de quien las encarnó por accidente.

No volvería a dormir esa noche. Aun así, continuaría soñando hasta el amanecer.