El príncipe era muy pequeño cuando su padre ascendió al trono. Aquello sucedió durante la rebelión hooligan, liderada por los príncipes y apoyada por los aldeanos con el objetivo de deshacerse del gobierno de Squidface. Se dice que el rey Squidface era más conocido por sus victorias y crueldades que por una buena administración. Imponía abusivos impuestos que después malgastaría en mujeres mientras su gente desfallecía en hambruna. La conspiración brindó gran consuelo en los hooligans, concluyendo con una corona bañada en la sangre de un rey a manos de sus propios herederos.

Inicialmente, los príncipes planeaban despojar a su padre del poder y aprisionarlo sin causarle daño alguno, pero algo cambió a último momento. Estoico, el primogénito, decidió que era mejor eliminarlo, asumiendo así, un trono manchado por la sangre de su padre y el cargo de un reino en ruinas.

La precariedad que enfrentaban los hooligans era tan extrema que el nuevo rey renunció a todos sus privilegios y comenzó a vivir como un aldeano más, junto a su hijo, quien una vez alcanzó la edad adecuada, empezó a trabajar como herrero.

Hiccup le daba forma al metal con su martillo al tiempo que Patapez se quejaba de las barbaridades que Bocón hizo vivir a él y sus compañeros en el entrenamiento de hoy, como nadar en un estanque infestado de anguilas o escalar un precipicio con la presión de caer a una fosa repletas de lobos rabiosos.

La fuente de luz se vio abruptamente obstruida, interrumpiendo los martillazos de Hiccup y las quejas de Patapez.

Su primo se había plantado en el umbral solamente para observarlo con detenimiento. A su espalda, los gemelos se escondían entre murmullos y miradas cómplices.

―Lo siento, Patán ―dijo Hiccup muy tranquilo―, pero no hacemos reembolsos― Señaló al deteriorado letrero de madera que pendía de un hilo igual de desgastado que el cordón que Bocón lanzó a los que caían a las fauces de los lobos hambrientos.

―Dime... ¿Es eso cierto?

―Verás Patán, debido a los constantes casos fraudulentos por parte de algunos clientes, la forja cambió sus políticas de garantía.

―¡No te hagas el idiota! Sabes de lo que hablo. Es de lo que todo el mundo está hablando.

―Si no se trata de exiliarme a los confines más remotos, entonces no tengo idea de lo que están hablando.

―Astrid... ¿ahora es tu escudera?

―Eso explicaría los moretones ―dedujó Ruffnut, apuntando una leve moradura en la mejilla del castaño.

―Y las ojeras ―dijo Tuffnut al otro lado del príncipe.

―¡Responde!

El joven herrero suspiró exhausto y asintió con un soso gesto de cabeza, a sabiendas que no le dejaría tranquilo sin confirmación.

―¿Por qué no me lo habías contado? ―cuestionó su amigo desconcertado por haberse enterado de último.

―Porque ya es muy vergonzoso tener una escudera a mi edad, y contarlo es el doble de humillante.

Aunque no se sentía bien ocultándole asuntos a Patapez, Hiccup guardaba para sí mismo ciertas cosas, como las palabras del espectro de nieve en el día del ataque. Palabras que se convertían en la razón de sus profundas ojeras, causadas por el torbellino de preguntas que lo torturaban durante las noches.

―¿Por qué los dioses son buenos con idiotas que no lo merecen? ―sollozó Patán al techo.

―Esa Astrid es una pesada...―murmuró Ruffnut con disgusto―. Siempre que nos tocó hacer grupo en el programa pirata, jamás hablaba, y cuando finalmente lo hacía, sólo daba órdenes. Una piedra es mejor compañía.

―Escuché que ya ha matado a otros piratas ―dijo Tuffnut con brillos en sus ojos, anhelaba ser el protagonista de un rumor similar.

Hiccup también escuchó lo mismo, pero no creía que sus compañeros tuvieran ambiciones sangrientas, al menos no por el momento.

―Astrid da miedo. No te fies de ella, Hiccup ―aconsejo Patapez.

Él rio ante la ocurrencia que implicaba ese consejo.

―Preferiría confiarle mi vida a mi estimado primo Patán.

―Yo te mataría para reclamar la corona algún día.

―No tengo dudas de eso.

―¿Acabaron?

Un escalofrío los agredió cuando reconocieron a la dueña de esa voz.

―¡Astrid! ―saludó Patán corriendo en su dirección como una mascota que no ha visto a su dueño en semanas.

Sin muchas contemplaciones, Astrid le apartó con fuerza, arrojándolo a una esquina, y con un leve movimiento de cabeza, le indicó al herrero que la siguiera. Él acató el pedido de mala gana, y la siguió entre las calles repletas de lodo, nieve, y algunos escombros que debía saltar o escalar. Tras un tiempo que pareció interminable, Astrid paró al borde de las antiguas escalinatas del embarcadero, e Hiccup también se detuvo, aunque guardó una buena distancia de ella.

Desde ese lugar, la rubia apreció el puerto que apenas se distinguía entre la densa niebla. Los barcos se mecían ominosamente sobre las aguas grises mientras vikingos desembarcaban provisiones en grandes sacos que sustituirán las pérdidas hace unos días. El rey se vio forzado a vender muchos de sus dragones a cambio de suministros para las heladas.

―Deberías haber estado en la arena hace una hora ―reclamó ella malhumorada sin apartar su vista del puerto.

―Tuve que adelantar unas cosas en la forja ―contestó más absorto en averiguar cómo quitar el lodo adherido al metal de su prótesis que en la conversación.

―No te he visto en tres días tampoco.

―La gallina de Tuffnut contagió a Chimuelo con moquillo, y me mantuve ocupado cuidándolo.

El que Chimuelo se enfermara le vino perfectamente. Porque después de haber asistido a tan solo una clase, él se había hartado por completo de Astrid y de su forma de "enseñar". Su escudera conocía dos idiomas: insultos y golpes.

Ella exhaló profundamente al tiempo que desviaba su mirada del mar.

―Bueno, démonos prisa. Hay mucho por delante. Ni siquiera hemos visto las posturas básicas.

―Por poco y lo olvido ―avisó fingiendo mortificación―. Astrid, hoy tampoco podré asistir. Tengo que hacer doble turno en la herrería y es una pena porque deberas desearía ir.

Sin previo aviso, ella lo sujetó de su túnica verde con brusquedad, acercando sus rostros a una proximidad llena de peligro.

―Tomate esto en serio, Hiccup ―amenazó con una voz colmada de odio― ¡Juegas con mi tiempo!

Él tomó sus manos y con una delicadeza ofensiva para Astrid, las retiró cuidadosamente.

―Será mejor que te lo diga ya ―dijo deseoso de librarse de la obligación de aparentarse motivado― La verdad es que no tengo el menor interés en esto, Astrid, y sería bueno que te rindieras, porque sólo perderás tu tiempo conmigo.

La chica se zafó con violencia al percatarse que sus manos todavía sostenían las suyas.

―Me importa un rábano si no te interesa. He hecho una promesa al rey. Él confía en mí y en mis planes no está fallarle, así que no voy a rendirme contigo.

―Buena suerte con eso, mi lady.

―¿Es que no sientes vergüenza? En unos años tomarás el puesto de Estoico, y cientos de personas dependerán de un hombre que no es capaz de tomar apropiadamente un arma. Aún puedes demostrar que eres digno. Tu padre cree que lo lograrás, pero a ti parece no importarte nada ¿¡Acaso no quieres el trono!?

Sin necesidad de palabras, Hiccup le comunicó su respuesta. Su gesto facial y postura desinteresada hablaron por sí solas.

―Oh, por el ojo de Odín... ―gimió, sintiendo que iba a volverse loca de la impotencia― Eres un inepto...

―Otra razón para que renuncies.

―Hiccup, si dependiera de mí, ya lo habría hecho. En realidad, jamás habría aceptado ser tu escudera, considerando que eres un incompetente incluso para usar un escudo. Estás al tanto de mi desprecio por ti.

―Y si me tienes tanto desprecio, ¿por qué aceptaste el cargo? Porque, ¡sorpresa Astrid! tampoco me agradas. Pero a diferencia de mí, tú pudiste decir que no. Pudiste evitarnos los malos ratos.

Ella esbozó una sutil sonrisa.

―Algunos estamos dispuestos a hacer sacrificios para mantener el buen criterio que nuestros padres nos tienen ―argumentó con un semblante que delataba arrogancia―. Por supuesto, dudo que entiendas mucho sobre eso ―Continuó su trayectoria sin importarle que se quedara atrás.

Él bufó, evidenciando su fastidio. A los ojos de Hiccup, Astrid no era más que el títere de los Hofferson. Desde que eran niños, se percató de que ella estaba constantemente sometida a las órdenes de su familia, en especial a las de su padre. A pesar de eso, nunca protestaba. Es más, hasta parecía satisfecha en cumplir todas las expectativas impuestas. Astrid se había convertido en el perro amaestrado que utilizaban para tareas indeseables como ser su escudera.

―Eres una marioneta... ―escupió en un desafortunado susurro que llegó directo a los oídos de Astrid.

Ella frenó de forma abrupta, y volteó ligeramente su rostro.

―¿Qué fue eso? ―inquirió Astrid con mirada sombría.

―Nada. No dije nada.

―Sí, lo hiciste y quiero escucharlo ―sus puños se tensaron con ira mientras volvía sobre sus pasos― Repitelo.

El herrero era pacífico por naturaleza, haciendo todo lo posible por evitar situaciones conflictivas con otros, pero no desperdiciaría la oportunidad de expresarle sin filtros lo que pensaba de ella, sin temor a perder las tres extremidades que le quedaban.

―Eres la marioneta de tu familia... ―respondió tan desafiante que sus palabras resonaron con un tono frío―. Por favor, incluso tú en el fondo lo sabes. Sabes que eres incapaz de pensar por ti misma al menos que te lo ordenen.

―Estás muerto.

Eso fue lo último que Astrid dijo antes de lanzarse a él para asesinarlo de la peor manera concebida, o por lo menos al intentar hacerlo porque Chimuelo llegó con una velocidad sorprendente, como flecha disparada, atacando ferozmente su rostro con sus garras afiladas y poderosa encía.

La fuerza del ataque fue tan brutal que Astrid no pudo mantenerse en pie, cayendo estrepitosamente al suelo. La desesperación guiaba los movimientos de Astrid, quien hacía todo lo posible por arrancar al dragón de su rostro, mientras este endurecía aún más su agarre como si su cara fuera su pelota de estambre.

―¡Detenté, Chimuelo! ―gritó el príncipe consternado― ¡AHORA! ―ordenó en dragonés.

El furia nocturna se detuvo al instante.

Chimuelo protegía a Hiccup de la bruja ―susurró el cachorro con sus orejas hacia atrás, haciéndose más pequeño de lo que ya era.

―¡La estabas matando!

El castaño le dio una mirada de desaprovación y se acercó a su escudera sin perder tiempo.

―¿Te duele mucho? ―preguntó él, contando con inquietud los rasguños en su cara.

Pero ella no respondió; su respiración era muy agitada. Su trenza dorada alguna vez pulcra, ahora estaba vuelta una maraña de cabellos, y en sus ojos no se reflejaba más que el fuego intenso del odio, consumiendo cualquier vestigio de juicio.

Hiccup decidió que era mejor alejarse con cautela.

―¡VOY A MATARTE!

Astrid recogió su hacha que había caído al suelo y con determinación, avanzó hacia él.

―Oh, no... Chimuelo.―suplicó como último recurso, pero éste estaba muy sentido por el regañón, así que con desprecio y orgullo, le abandonó.

Ahí te ves ―Ladeó su cabeza con una expresión de desdén y su nariz en alto.

Al herrero no le quedó de otra que caminar hacía atrás sin desviar la mirada de ella, ignorando las traicioneras escaleras que sigilosamente, se acercaban a él. No cesó sus intentos por persuadirla para que usara la razón hasta que su prótesis dio con el borde del primer escalón.

Astrid volvió en sí al presenciar su resbalón. El tiempo pareció detenerse mientras intentaba tomar su mano rápidamente para evitar que cayera, pero en lugar de eso, ambos terminaron cayendo. Descendieron por las escaleras del puerto como sacos de papas, sin control alguno, golpeándose y soltando quejidos tras cada impacto.

Después de haber terminado sobre Hiccup cuando encontraron el último escalón, ella se levantó rápidamente al distinguir las botas de su padre.

―¿Es esto parte del entrenamiento? ―inquirió Hoffer con una ceja enarcada.

Astrid mordió su labio sin saber cómo responder.

―De hecho, señor ―dijo Hiccup, incorporándose con visible esfuerzo― es una nueva táctica de combate, la cual consiste en tirar a tu enemigo de las escaleras más cercanas ―Se escuchó un crujido de huesos cuando él reposicionó su hombro―. Muy efectiva si me lo pregunta.

El príncipe rió de su propia argumentación, pero la expresión seria de Hoffer, lo hizo callar al instante.

―Ah, tropecé escaleras abajo, y su noble hija quiso evitar que me lastimara. ¿Qué no fue así, Astrid?

Aquello no fue del todo mentira, sin embargo, pensar en la razón por la que el príncipe cayó, provocó que la boca de Astrid formara una línea apretada de vergüenza.

―Todavía nos faltan más sacos por bajar. Dales una mano ―dijo, enfocándose en su hija―. Hablaremos después.

La rubia obedeció, cabizbaja.

―Dudo que Astrid cometa alguna falta, pero de hacerlo, repórtalo inmediatamente. Por más discípulo que seas de mi hija, ella no deja de ser tu subordinada.

―No dudaría en reportar alguna falta de Astrid.

―Ahora, tal vez quieras ir con la curandera.

El príncipe estuvo a punto de rechazar la sugerencia, pero una gota de sangre proveniente de su frente lo obligó a guardar silencio.

―Dejame revisar eso―solicitó el padre de Astrid acercándose.

―¡No es nada! ―gritó alarmado, cubriendo la herida―. No es nada ―repitió más tranquilo, al darse cuenta de que el hombre lo observaba como si fuera un maniático. ―sólo un rasguño. ¿Sabe qué? mejor me voy. Tengo algunos pendientes y usted se ve muy ocupado. ¡Wow! ¡Mire cuánta comida hay esos sacos! Claro, que se ve muy añeja a comparación de la que teniamos hace unos- No le quito más tiempo, así que me retiro, ya lo mencioné ¿verdad? ¡Adios!

―Que chico tan extraño tiene Estoico...

Hiccup fue directo a su cabaña en lo más alejado del reino, rodeada por el paisaje lúgubre del triste bosque.

Una vez dentro de su habitación, se paró frente al pequeño espejo colgado en la pared, y observó su reflejo en el cristal, notando la diminuta herida un poco más arriba de su poblada ceja derecha, sobre su lunar. Tomó un paño limpio y procedió a limpiar el corte. Él tuvo razón sin saberlo. Fue un rasguño.

Un pinchazo de culpa, que dolió más que la lesión, lo asaltó cuando se preguntó qué tan lesionada estaría Astrid. Sin embargo, enseguida desestimó su pena al considerar que ella no la merecía.

Mientras terminaba de tratar su corte, el sonido de unos profundos pasos retumbaron en la distancia. Su padre se aproximaba, ascendiendo las escaleras que conducían a su cuarto.

―¿Sí...? ―inquirió al verlo en la puerta.

―El general me dijo que caíste y rompiste tu frente. Dime, ¿Él vio...

―No, papá. Nadie la vio.

―Bien. ¿Y tú cómo te encuentras?

―Bien. ―respondió con la misma sequedad, todavía disgustado por la decisión de su padre. Hubiese preferido mil veces que él mismo lo entrenara en lugar de esa niña malcriada.

―Eso es bueno ―Quiso poner una mano sobre el hombro de su hijo como muestra de su tranquilidad, pero se abstuvo―. Haz de cenar para ti solo. Bocón me obligó a ir a su recital de media noche, así que regresaré tarde, aunque tú también puedes venir si deseas.

―Los recitales sobre dragones robahuesos no son lo mio.

Estoico asintió en acuerdo.

―Papá... ―llamó antes de que Estoico se dirigiera a la puerta― ¿De verdad piensas que lograré ocultarlo por el resto de mi vida?

―Pues, lo hemos hecho bien hasta el momento y espero que de esa forma continuemos ―por algún motivo, Hiccup sintió eso más como una amenaza que como un propósito a cumplir.

Desde que podía recordar, su padre era bastante paranoico al tratarse de su marca. De niño, lo obligaba a portar un casco romano que cubría su rostro y le dificultaba caminar debido al enorme tamaño del mismo a comparación de su cabeza. Ese fue el primer regalo de Estoico para Hiccup.

―Si Berk se llegara a enterar tendría que exiliarte ―intentó bromear Estoico―. No quiero que atravieses por los mismos calvarios que tu madre. Hay mucha gente supersticiosa allá afuera ―concluyó con un aire nostálgico.

Hiccup sabía, gracias a su padre, que su madre tuvo una marca similar a la suya, pero en la nuca. Por lo tanto, él lo consideraba una herencia materna sin que esto le generara mucha incertidumbre, hasta el día del ataque.

¿Debería contarle sobre cómo el espectro de nieve se refirió a su lunar? No, definitivamente no, eso únicamente significaría problemas. El rey simpatizaba en absoluto con la idea de que su hijo entablara dialogos o comprendiera dragones. Les consideraba criaturas maliciosas que debían ser sometidas sin escrúpulos previo a que tuvieran la mínima oportunidad de envenenar el razonamiento de sus jinetes.

―No te desveles hoy. Duerme un poco ―sugirió Estoico al marcharse con una calidez paternal que el castaño olvidaba, él podía transmitirle.

Hiccup le respondió con una sonrisa de lado.

Lastimosamente, esa calidez se veía opacada por los secretos que percibía, su padre ocultaba.

El joven castaño aguardó paciente la llegada de la oscuridad nocturna, la cual le brindaría un velo propicio para facilitar su escapada. El joven avanzaba silenciosamente por las calles del pueblo, guiado por la necesidad de evitar ser descubierto. Finalmente, emergió de las callejuelas y se halló en las afueras del reino, donde se localizaban los calabozos.

Con prevención, asomó su cabeza por el rincón de la pared para averiguar quién hacía la guardia nocturna.

Rodó sus ojos fastidiado cuando vió quien custodiaba la fortaleza: Astrid. Tan imperturbable como estatua plantada en el suelo.

Ella tenía bajo su poder el manojo de llaves que daba acceso a la entrada.

Chimuelo se encargará ―susurró el cachorro como si fuera capaz de leer sus pensamientos y levantó vuelo camuflándose con la oscuridad de la noche, únicamente delatado por el rojo carmesí de su aleta prostética. (Hiccup debió entregar su cena a cambio de perdón.)

El herrero dejó de esconderse detrás de la sólida pared que lo resguardaba, y con paso decidido, emergió de la sombría esquina.

―¡Hiccup!

Él pretendió no oír su llamado, y continuó desentendido. Carecía de tiempo para tolerar sus irritantes reclamos e insultos.

―¡Lamento lo de hoy! ―gritó atormentada.

Hiccup no supo por qué lo hizo, sin embargo se detuvo en contra de su deseo.

―Lo siento mucho... de verdad ―hizo una pausa. Parecía luchar por encontrar las palabras adecuadas― Perdí el control al dejar que mi odio por ti me dominara. Intenté lastimarte y no tengo justificación para eso. Renunciaré, si así lo quieres. No estás a salvo conmigo ―concluyó decaída.

El príncipe quedó en blanco, incapaz de articular palabra frente al desconcierto que implicaba una disculpa de ella, y trató de conseguir algún indicio de mentira en sus ojos, pero solamente halló remordimiento sincero.

Desarmado por su inesperada disculpa, retrocedió inconscientemente sus pasos hasta su lugar. Si alguien tan orgullosa como Astrid fue capaz de olvidar su vanidad para expresar culpa, entonces él no tenía excusa.

―Yo me siento igual ―susurró afligido― Lamento haber dicho eso de ti... no fue muy inteligente «haberlo dicho en voz alta» Y no tienes que renunciar si no quieres. No hablaba en serio cuando dije que lo hicieras― Curvó sus labios en una suave sonrisa que deshizo enseguida al notar sus rasguños―. ¿Dolió?

―No fue la gran cosa ―murmuró, encongiendose de hombros― La curandera me dio un buen ungüento, así que probablemente, no me queden cicatrices, pero a mí no que hubiese molestado ganar algunas.

Una tranquilidad que el castaño desconocía necesitar, lo invadió. A pesar de la eterna rivalidad, Hiccup no era ningún ciego, admitía que Astrid tenía uno de los rostros más bellos del archipiélago, el cual habría sido una pena estropear.

―Voy a castigar a esa lagartija, Astrid.

La chica negó con la mirada gacha y pesar plasmado en su expresión.

―Cuida muy bien de ti ―alagó cabizbaja―. Es mejor escudero que yo.

Ese comentario le sacó al de ojos verdes una sonrisa genuina.

―¿Por qué no olvidamos esto? ―propusó aprovechando el ambiente sereno― Me refiero a todo esto. Nada funcionará si continuamos como lo hemos hecho hasta ahora, y siento que si tratamos de entendernos podemos llegar a ser buenos amigos ―Ofreció su mano para ponerle fin a su longevo conflicto.

Un suspiro de liberación salió de los labios rosados de Astrid. Dispuesta a olvidar la antipatía, aceptó la propuesta. No tenía sentido alguno guardarle rencor por algo que ocurrió hace mucho tiempo y que no fue su culpa. Hiccup fue tan víctima como su amado Humongous.

A escasos centímetros de consumar el apretón de manos, Chimuelo aterrizó sobre el castaño, mordisqueando unas llaves.

Alarmada por la familiaridad de ellas, Astrid tanteó su cintura con rapidez, buscando inútilmente sus llaves hurtadas.

―¿Son esas mis llaves? ―cuestionó desconcertada― ¿Cuándo?

Hiccup quiso explicarle, pero todo lo que salía de su boca eran balbuceos. Olvidó por completo la misión de Chimuelo. ¿Cómo lo hizo? Nunca le vió acercarse. Este dragón le había copiado sus malas mañas a Camicazi.

―Que tonta fui... ―sonrió con amargura―. Nada de lo que dijiste fue en serio. Tú sólo querías distraerme para robarme.

―¿Qué? ¡Claro que no! Bueno, puede ser que al principio, yo... ¡Es que, no tenía planeado que te disculparas!

Pensar que aprovechó su estado de blandura para robarle aumentó su odio con más intensidad que antes y analizando bien la escena, se preguntó qué rayos hacía él a mitad de la noche en un lugar como ese.

―¡Entrégamelas! ―Intentó arrancarselas al dragoncillo, que mucho más ágil se elevó en el aire.

Astrid brincaba para tomar sus llaves cuando Chimuelo descendía un poco solamente para elevarse aún más alto, haciéndole creer que tendría el chance de alcanzarlas.

―Tendrás tus llaves en unos minutos ―prometió Hiccup con una seriedad inquebrantable, y consciente de que parecía un vil mentiroso. ―Pero primero, tengo que ir a un lugar.

―De acuerdo ―exhaló la rubia agotada de tanto saltar―. Utilizalas.

La facilidad con la que desistió no le inspiró confianza. Presentía una trampa escondida detrás de su repentina generosidad.

―Pero yo iré contigo.

―Lo agradezco, pero no necesito tu compañía.

―Y yo no necesito tu permiso.

―¿Todavía está en pie lo de tu renuncia?

―¡Andando!

―Es justo aquí ―Apuntó a la enorme puerta de hierro oxidado tras ella.

―¿Los calabozos?

Chimuelo introdució con su hocico una de las llaves en la ranura del candado y la giro en sentido contrario hasta que el clic distintivo de un cerrojo siendo abierto resonó en el aire.

Deseoso de tener sus respuestas, el príncipe fue el primero en entrar.

La chica tomó una de las antorchas de la entrada, iluminando el camino para ambos. Guiada por Hiccup se adentró en lo más profundo de la prisión donde la oscuridad y el frío eran los únicos amigos de los dragones, que yacían encarcelados a la espera de ser utilizados como armas en batallas que los hooligans no pudieran ganar con fuerza humana.

―¿Dónde está el espectro de nieve? ―consultó él después de recorrer la prisión.

―Fue uno de los intercambiados por provisiones. Después de lo que hizo, nadie lo quería aquí.

El castaño palmeó su cara frustrado. Se sintió bastante idiota. Debió haberle preguntado al entrar.

―¿Es eso lo que buscabas?―preguntó ella con molestia― ¿para qué?

―Ya no importa.

Todo fue en vano y volvería a casa sin las respuestas que calmarían su insomnio.

Chimuelo, que hace segundos se divertía presumiendo sus volteretas aéreas a los dragones encarcelados, buscó velozmente refugio en el abrigo de su maestro. Los escalofríos incesantes de su cuerpo revelaban el miedo que lo invadía.

El príncipe le observó confuso, ya que Chimuelo no era fácil de intimidar.

Malvado dragón por allá.

Un gélido viento sopló hacia el oscuro pasillo, revelando que todavía hacía falta un calabozo por explorar.

Acércate, muchacho ― invitó una profunda voz proveniente de aquella celda.

Hiccup no debe obedecer. Confía en Chimuelo. Ese no es de fiar ―rogó el furia nocturna con media cabeza asomada desde el bolsillo de su abrigo.

El chico le acarició su cabeza para tranquilizarle y hacerle saber que todo estaría bien.

Avanzó con cierta duda hacia la solitaria celda, impulsado por su curiosidad.

―Ese es peligroso, idiota ―advirtió su escudera, tomando la delantera.

Con la antorcha la rubia empezó a alumbrar el oscuro recinto, revelando poco a poco la criatura que habitaba ahí.

En el centro de la plataforma de piedra, casi del tamaño de un barco de guerra, se encontraba un enorme dragón de tamaño descomunal, con alas tan grandes que cubrían todo el aposento, y filosas garras con el poder de atravesar paredes.

Las cadenas se entrelazaban a él como juego de nudos. Tan antiguas que comenzaban a fusionarse con su cuerpo.

Cuando el dragón posó su mirada sobre ellos, la rubia tuvo el impulso de aferrarse a su hacha con firmeza. Aunque estuviera tras rejas de acero, su mirada no le inspiraba seguridad. Los observaba como un gato a unos ratones.

Chimuelo te lo advirtió ―susurró, escondiéndose completamente en el bolsillo.

―¿Hola...? ―saludó, intentando lucir firme mientras la imponente criatura lo hacía sudar frío solamente con contacto visual.

―¿Has venido hasta aquí por respuestas? de ser así, estás de suerte, humano. He vivido lo suficiente como para responder cualquier pregunta.

―¿Eso cómo lo sabes? ―titubeó, intrigado.

Pude olfatear tu curiosidad desde aquí ―contestó, restándole importancia―. Adelante, ¡pregúntame algo!, la ignorancia de los humanos siempre me ha dado un propósito.

El herrero tomó un fugaz momento para pensar qué preguntarle con exactitud.

Hace unos días, en el bosque, un dragón dijo que esto ―Apartó los cabellos que cubrían su frente, mostrando su lunar― le impedía matarme ¿por qué?

Astrid vio el estigma de reojo, pero no le prestó atención. Estaba más abstraída por la interacción entre él y la bestia. Aunque de niña escuchó leyendas sobre personas que podían entender a los dragones, pensó que eran fantasías infantiles. Sin embargo, ahora que lo veía frente a ella, no podía apartar la mirada de lo que estaba presenciando.

Es muy sencillo. Lástima. Yo también me negaría a comerte. Eres muy flacucho para tentar a un dragón.

―Charlatán ―murmuró ofendido, dando la vuelta para irse.

Antes de ser encadenado aquí por Estoico, fui la mano derecha del rey Squidface ―Hiccup dejó de caminar cuando escuchó el nombre de su difunto abuelo―. Valoraba tanto mi sabiduría que no tomó ninguna decisión sin consultarme primero y esa fue su perdición. Hace un tiempo, supe que su hijo lo asesinó, y aunque los hooligans aseguren que fue por el trono, yo sé que hizo algo muy grave ―Hizo una corta interrupción tan solo para degustar mejor la reacción del chico― intentó acabar con su nieto.

De un momento a otro, el príncipe olvidó cómo respirar y sus pulsaciones aceleraron violentamente.

La bestia reveló toda su dentadura afilada, mientras una sonrisa maliciosa se dibujaba en su rostro.

―¿Está Hiccup bien? ―preguntó el furia nocturna preocupado, saliendo del bolsillo.

Hiccup recuperó el aliento después de unos segundos tortuosos

―exhaló, limpiándose de forma brusca una lágrima.

―Mencionó la marca del esclavo, ¿me equivoco? ―agregó la bestia conservando su mueca retorcida.

Un leve temblor recorrió su columna al oír de nuevo ese término.

―¿Por qué la nombran de esa forma? ―inquirió, recobrando su interés por el conocimiento del dragón―. Necesito que me cuentes lo que sepas, por favor.

En el pasado solía llamarse sello del dragón, pero con el tiempo, se le cambió a marca del esclavo o marca de la vergüenza porque le dieron el propósito de distinguir a los esclavos de los libres, y está prohibido para los dragones devorar a los marcados por un antiguo y estúpido juramento. Como sea, ellos tampoco saben muy bien, eh. Su sangre es muy espesa y ácida, pero tengo la teoría de que con un poco de paprika no estarían mal ¿De casualidad no traes paprika contigo?

Pero yo soy un príncipe... ―murmuró con el ceño fruncido de confusión― Y tal vez uno sin lujos, pero nunca he sido un esclavo ―Posó una mano sobre su pecho―. Soy hijo de un rey.

La ignorancia de los humanos ―Se burló el dragón con petulancia―. Incluso los reyes pueden ser esclavos, muchacho.

No entiendes ―insistió él―. Esta es una marca de nacimiento.

En tal caso, lo más probable es que los hooligans desconozcan que portes la marca de la vergüenza. Digo, si en verdad eres tan príncipe, como dices ser.

¿Y eso cómo puedes afirmarlo? ―preguntó irritado.

Porque ya estarías exiliado y, en el mejor de los casos, desheredado.

El exilio, la razón de la paranoia de Estoico. Con eso Hiccup supó que el dragón estaba diciendo la verdad.

Pero puedo ayudarte a dejar de ser un esclavo y prevenir lo que advertí ―ofreció con una malicia comparable a la de una serpiente.

El príncipe, desorientado por el aturdimiento que le ocasionaron las respuestas, estaba lo bastante vulnerable como para facilitar el proceso de hipnosis para el dragón.

Permíteme ayudarte ―canturreó con suavidad.

Como el canto de una sirena, el tarareo del dragón se deslizó como una culebra por los oídos del chico, llegando a su mente y sometiendo su juicio.

Hiccup, gradualmente, se vio encantado por el hechizo de la voz. Esta, que había transformado su tono agudo para convertirse en uno dulce y maternal, lo envolvió en un abrazo invisible.

―¿Hiccup...? ―llamó Chimuelo asustado, pero no obtuvo respuesta. Él ya estaba completamente bajo la sugestión ―Oh, no... ―lamentó, revoloteando frente a él ―¡Cubre tus oídos, Hiccup! ¡De esta forma! ―intentó colocar sus patas sobre sus orejas, pero el joven lo apartó de un manotazo.

―¿Cómo puedo dejar de ser un esclavo? ―preguntó Hiccup a la bestia.

Liberándome.

N/A.

Hola, banda!

Paso por aquí para decir que no actualizaré por este año. Me he centrado tanto en esta historia que he descuidado mis deberes universitarios, y ahora debo salvar el semestre en un mes. XD

Y que cambié el nombre del fic porque este se ajusta mejor al tema de la historia. De hecho, esta fue la opción inicial, pero la descarté porque se parece a "El Príncipe Cruel" y ese libro no me gusta. JAJAJA (No me funen)

Nos leemos no muy pronto!