Capítulo 26. Bendiciones y maldiciones.

Estaba tiritando. Zelda se agitó, luchó contra el frío y la sensación de haberse convertido en una estatua. Tiempo atrás, escuchó decir a Sapón que el último sentido que la gente perdía antes de morir era el oído. Lo decía porque había visto a muchos pacientes moribundos responder a sus seres queridos en su lecho final. Zelda no estaba muy de acuerdo. Si le preguntaban a ella, las veces que había sentido que la muerte estaba cerca, lo último que había sentido era como la tocaban.

Pero sí, podía escuchar, antes que ver o sentir donde estaba su cuerpo. Escuchaba el sonido de un arpa, muy cerca de ella. Era rítmico, melodioso, y poco a poco, iba recordando. Había escuchado esa canción muchas veces. Link solía tocarla cada vez que juntos se habían enfrentado a algún monstruo y ella había necesitado ayuda.

La canción de la sanación.

Entreabrió los ojos. Reconoció el techo del lugar donde estaba: era el de la gran olla donde estaba atrapada Laruto. Esta era quién tocaba. Zelda tenía la cabeza apoyada en su regazo, y la zora, con los ojos cerrados, insistía una y otra vez en la canción. Ella sí usa todas las cuerdas, pensó Zelda.

Poco a poco, iba sintiendo los miembros de su cuerpo, y Zelda se pudo incorporar. Aun así, se mareó y Laruto tuvo que dejar de tocar para sujetarla por los hombros. La Sabia del Agua la ayudó a sentarse. Sí que era ella, esta vez no era una ilusión o un disfraz. Lo supo nada más mirarla a los ojos: parecía muy preocupada y también, por primera vez, la vio vacilante.

– Casi no sobrevives – dijo Laruto, una vez pudo hablar.

– Hola a ti también, y gracias – respondió Zelda, con una sonrisa, aunque la voz salió tan ronca que no pudo más que susurrar. Le picaba mucho el interior de la garganta, y tosió –. ¿Estás bien?

Laruto respondió con gesto que sí, que ella estaba bien. Zelda quiso preguntar algo más, pero se resbaló y cayó de costado.

– Está muy débil aún – dijo una voz profunda, grave y que vino de algún lugar por encima de ellas. Zelda levantó la mirada, y entonces se dio cuenta de que no estaban solas. Había un dragón, del tamaño de Ráfaga, igual de largo y serpenteante, con escamas azules. Estaba medio metido en la gran olla de metal –. Esta cosa frágil de hylian es muy valiente, pero aún no está curada.

– Lo sé, por eso debo sacarla cuanto antes de aquí. No es como nosotros, no pertenece a las profundidades – dijo Laruto. Apoyó el arpa en la cadera y se dirigió a Lady Faren –. Lord Jabu–Jabu es su amigo, y ella ha salvado nuestro reino en dos ocasiones del mismo señor del Mundo Oscuro. Para esto, necesitamos su bendición, Lady Faren, para restablecer la Espada Maestra y sellar esta nueva amenaza.

– ¿Y por qué la Espada Maestra necesita ser reestablecida? – Lady Faren alargó su cuello y se se movió hacia Zelda, que había logrado volver a sentarse. No podía ponerse en pie, aunque lo deseaba. La dragona acercó su rostro tanto al suyo que Zelda retrocedió un poco, arrastrándose por el suelo –. ¿Eh? ¿Puedes responder a esta pregunta? Tendrás que ser sincera, no me valen las mentiras que soltáis los que habitáis la superficie.

Zelda logró volver a sentarse. Irguió la espalda, levantó un poco la barbilla y miró a los ojos de Lady Faren. Se había enfrentado ya a una enorme criatura acuática, había dejado que se la comiera. Imaginó que a los ojos de alguien tan inmenso y con tanto poder, debía parecer patética, con sus rizos húmedos pegados al rostro, las ropas desgajadas y manchadas de sangre. Por eso, se obligó a pensar en quién era, y también en ser sincera.

– Fue culpa mía, Lady Faren. Usé la Espada Maestra para intentar detener un arca, una fortaleza flotante. Pensé que, si destruía el corazón de esa arca, el núcleo, podría parar la destrucción, pero en su lugar, estalló y rompió la hoja. Desde que pasó, estoy intentado superar las pruebas del Espíritu de la Espada. No sé aún si esta última prueba la he superado, la verdad…

Laruto se acercó a ella y le mostró una piedra con forma de lágrima. Era de color azul, y tenía una cadenita de plata.

– Ruto me sacó de mi sueño de hielo, y me pidió que te ayudara. Cuando te encontré, ella me dio esto y te dio la enhorabuena. Lo siento mucho, Zelda. Tú has estado a la altura de las circunstancias, yo no. Fui capturada por ese ser llamado Sombra, y me ha impedido ayudarte. Si yo hubiera estado, quizá la lucha habría sido más igualada. Casi acaba contigo, no me lo habría perdonado si…

– Al menos, gracias a tu conversación con tu antepasada, has despertado tus poderes de sacerdotisa, joven Laruto – Lady Faren dirigió su rostro hacia la zora –. Has tocado con maestría, y has arrancado de la muerte a esta joven. En cuanto a ti – y volvió a dirigirse a Zelda – has respondido con sinceridad. La Espada Maestra nunca ha necesitado ser forjada otra vez, no hasta ahora, pero siempre hay una primera vez para todo. Además, tú has asumido esta tarea de enmendar tus fallos, no para ti, sino para el futuro. Por eso, estoy dispuesta a daros mi bendición. Sin embargo… – Lady Faren agitó sus aletas un poco para que Zelda volviera a mirarla. La guerrero había sonreído a Laruto, como para felicitarla por la ayuda –. Exijo un pago.

– No tengo nada… – susurró Zelda.

La dragona la observó unos instantes. Luego, soltó lo que parecía un gesto de fastidio, que dejó unas burbujas flotando en el aire. Laruto se puso en pie y dijo, con la mano apoyada en el arpa:

– Ofrezco yo el pago, Lady Faren. Ella ya ha dado mucho: la mitad de su vida, en la Torre de los Dioses. Ha dejado también casi la mitad de su sangre en estas aguas, y ha liberado la antigua ciudad de los zoras de esa maligna criatura. Yo no he podido hacer nada, me corresponde a mí este pago…

– No, Laruto, no… – Zelda intentó ponerse en pie, pero seguía sin sentir las piernas.

– Entonces, que así sea – dijo Lady Faren, ignorando a Zelda. De hecho, movió las aletas y arrojó a Zelda al suelo, donde se quedó tendida. Laruto la miró, le hizo un gesto de calma, y, con el arpa bien apoyada en su cadera, miró a la dragona a los ojos. Del golpe, Zelda dejó de escuchar. Agitó la cabeza y volvió a incorporarse. Vio que Laruto asentía, dijo algo más, y la dragona también asintió.

Lady Faren empezó a cantar. Era una balada dulce, que a Zelda le trajo el recuerdo de esas tardes ociosas en Lynn, cuando atardecía y el mar retrocedía hasta dejar la playa vacía. Pronto, al canto de la dragona se unió el sonido del arpa. La Espada Maestra brillaba otra vez, pero esta vez emitía un fulgor dorado, igual que cuando Medli tocó la canción de lord Valú, quizá aún más brillante. Zelda se acercó, arrastrándose por el suelo. Laruto y Lady Faren tocaban su sonata, ignorando todo que no fuera música.

La misma estancia se transformó. A ojos de Zelda, le pareció que ya no estaban en el interior de una gruta dentro del lago, sino en el exterior, y que esa sala era una torre. Por unos ventanales tapiados en la realidad entraba mucha luz, la del sol. En el exterior había un gran bosque, y montañas muy altas, rodeadas de un color verde que ella jamás había visto. Tuvo la sensación de estar viendo un Hyrule aún más antiguo, mucho antes de la llegada de los hylians, y de los humanos. Una tierra pacífica, donde ya los zoras vivían en ella. Lady Faren, en su canto, hablaba de esto: de un lugar puro, feliz, un paraíso… que ya no existía.

Al terminar la canción, deslizándose a las notas finales, Zelda sintió que tenía lágrimas en los ojos. Se sentía culpable, por haber visto ese mundo y también porque, de algún modo, supo que, en el pasado, había sido su raza quién había destruido esa belleza. Y también porque sabía que, en un futuro, no quedaría absolutamente nada. Sería inundado. Miró a Lady Faren y la dragona entonces dijo:

– Heroína de Hyrule, no llores. No es culpa tuya. Todo tiene su tiempo, todo acaba, pero también empieza otra vez. Un día, esta tierra volverá a ser tan hermosa como en mis recuerdos. Al menos, gracias a la labor de seres como vosotros, puedo sentir esperanza.

– ¿Cuál es el precio que ha pagado Laruto? – preguntó, limpiándose las lágrimas. Fue la zora quien respondió:

– Lady Faren entiende que estamos intentado frenar a ese falso rey, con esos poderes tan extraños que le permite crear criaturas metálicas y medio vivas. Cuando esta guerra termine, tendré que abandonar a mi pueblo y vivir en este templo, durante los próximos cien años.

– Pero… – Zelda se quedó de rodillas, era lo único que lograba, aunque quería ponerse en pie. Al menos, podía hablar mejor, aunque le dolía la garganta –. ¿Qué hará tu pueblo? ¿Y Cironiem? Acaba de recuperarte, no puede perderte otra vez, no…

Laruto se agachó. Tomó la Espada Maestra y se la acercó a Zelda.

– Hace tiempo que las visiones me mostraron el sacrificio que tú hiciste en la Torre de los Dioses. En comparación, mi pago es insignificante. Lo haré gustosa, alegre por saber que ayudo a tantos. He deseado hacer algo por ti desde que lo supe. Me siento dichosa. Todos lo entenderán. Ahora, por favor, toma la espada. Ya está restaurada, pero le quedan aún más pruebas. Todos confiamos en ti, sabemos que lo lograrás.

Zelda tocó la empuñadura. La hoja vibró, emitió un apagado color azul, y hasta ella sintió la corriente de poder que llenó la sala. Logró levantar la espada, y toda la sala se iluminó. Sí, podía notarlo. Sonrió, y miró a Laruto. La sabia del Agua le devolvió la sonrisa. Lady Faren empezó a introducirse en la olla.

– Os queda un largo camino a la superficie, y ella no está en condiciones.

– Estoy bien – Zelda aceptó la mano de Laruto. Esta le puso de nuevo el broche de Lord Jabu–Jabu, y le dijo que ella la guiaría, que no debía preocuparse. Zelda le dio las gracias, y, antes de marcharse, se giró hacia Lady Faren y le dijo:

– ¿No hay que pedir más bendiciones?

– No, de momento. Tienes que terminar tus pruebas del espíritu, aún te quedan… No sé cuántas, como he dicho antes, es la primera vez que la espada tiene que ser reforjada. Conserva tus fuerzas, Heroína de Hyrule. Las necesitarás.

Sabía que estaba tumbada, y cerca de un fuego, pero poco más. Zelda pestañeó, y logró abrir un poco los ojos. No veía nada más que por una rendija. Los zoras se habían reunido cerca y hablaban entre ellos. Laruto se dirigía a Mikau y le decía unas palabras que sonaban duras, pero el soldado no parecía querer aceptar lo que le estaba diciendo. Zelda parpadeó y empezó a ponerse en pie.

Habían llegado al campamento en el lago Hylia, donde los demás zoras esperaban a su líder. Zelda tuvo la suficiente fuerza para cambiarse las húmedas ropas por las secas. Comió un poco de pescado, pero le revolvió el estómago. Luego, se tumbó envolviéndose con la manta, y se había quedado profundamente dormida. La despertó el jaleo de voces. Al moverse, vio que Saeta estaba pegado a ella. El pelícaro estaba tumbado a su lado, con su cuello rodeando la cabeza de Zelda. Era de agradecer, porque sentía mucho frío aún. Zelda le acarició en la frente, y, con su ayuda, logró ponerse en pie.

No fue buena idea. Empezó a ver destellos, y formas en la oscuridad como caras y figuras. Se sostuvo bien aferrada a Saeta. Laruto y Mikau dejaron de discutir, y entonces la zora la sujetó de los hombros.

– No puede viajar, mucho menos por el agua. Arde de la fiebre.

– Tampoco podemos quedarnos aquí. El ejército enemigo está rodeando el lago, llegarán y nos apresarán a todos. No somos tantos para emprender una batalla…

– ¿Y qué sugieres, abandonarla? Yo no pienso dejarla a su suerte – Laruto le puso la mano en la frente y entonces le dijo que debía seguir durmiendo.

– No, estoy bien… Puedo irme en Saeta – Zelda apretó los dientes, y logró mantenerse sola. Qué raro. Veía todo distorsionado, alejado. Sacudió la cabeza para despejarse –. Estáis en peligro. Si entráis en el lago, podéis marcharos hacia la llanura occidental, por caminos secretos vuestros. Yo puedo irme volando.

– Sigue siendo un viaje largo, tú sola, y además estás muy enferma – dijo Laruto, con preocupación en el rostro.

– Estaré bien, tranquila. Solo estoy agotada. Um… Que bien me vendría el laboratorio del lago, el profesor seguro que tendría algún remedio eficaz, pero asqueroso – y se echó a reír, aunque al final tuvo un ataque de tos.

– No puedo abandonarte, a tu suerte. Iré contigo en el animal volador – Laruto tomó el arpa y se la ató a la espalda, pero fue Mikau quien habló antes de que Zelda pudiera.

– El aire es un lugar peligroso para los zoras, lady Laruto. Hay tormentas eléctricas y el aire es seco. Moriría antes de llegar al destino.

– Estaré bien, de verdad… Puedo ir hasta la Montaña del Fuego, allí los gorons me pueden cuidar. Sus aguas termales lo curan todo – Zelda señaló hacia la lejana montaña –. Cuando esté mejor, iré a Rauru. Mientras, me sentiré más tranquila si los sabios vuelven a estar reunidos. Es importante, Laruto, lo sabes.

El rostro de la zora era una mezcla de sentimientos: miedo, tristeza, preocupación y enfado, todo eso expresado en los ojos y en la frente. Sabía lo que era estar escuchando consejos llenos de sentido de común, y que en tu interior supieras que no podías estar tranquila. Para demostrar que estaba bien, Zelda empezó a recoger sus cosas y guardarlas en la mochila. La blusa blanca había quedado totalmente dañada, no valía gran cosa. La dejó, y se puso directamente la cota de mallas y la túnica azul. Los pantalones estaban tan mal que directamente terminó de romperlos y los dejó como si fueran cortos. Las botas estaban bien, y le cubrían parte del muslo, por lo que podía ir abrigada. "No hago más que perder ropa… Debí meter los bombachos de las gerudos al menos" pensó. Luego, cogió un trozo de pescado seco que los zoras habían traído con ellos y se lo comió a bocados. Con la boca llena, anunció que ella podía partir ya.

Laruto intentó, otra vez, convencerla de que ella podía volar en Saeta. Insistió en que, si llevaba la manta mojada alrededor del cuerpo, podría resistir. Zelda le quitó la idea de la cabeza: no había lugar más alejado de ríos que la Montaña del Fuego. Si el viaje no la mataba, las aguas calientes y el aire seco del volcán terminarían de hacerlo. Zelda miró a Mikau y fue el soldado quien acabó sujetando a Laruto por los hombros, para dejar que Zelda se subiera a Saeta. Una vez que Zelda se había vestido con ropa seca, había comido algo y estaba de pie, no se notaba tan febril y agotada. Se subió a Saeta de un salto, demostrando que estaba bien.

– Marchaos ya, no perdáis el tiempo. Esos gorloks pueden aparecer de nuevo.

– ¿Gorloks? ¿Esa cosa con la que hablabas cuando llegamos? – preguntó Mikau.

No quería perder tiempo explicando más sobre ese incidente, ocurrido hacía solo un día, pero que en la cabeza de Zelda era ya algo muy lejano.

– Sí, esa cosa… Anda, marchaos. No son rivales para valientes zoras, pero sí lo serán si se presentan con guardianes o más cosas de esas metálicas.

Zelda vio que Mikau, con una mano agarrando el brazo de Laruto, la arrastró hasta el agua. La zora aún se resistía, pero Zelda le hizo un gesto de estar bien, y al final, se dio por vencida. En cuanto vio que los zoras se hundían en las aguas y su rastro quedaba borrado, Zelda miró hacia el cielo nocturno. Pidió a Saeta que apagara la hoguera con sus patas. Mientras, localizó la Montaña del fuego con la brújula, le dio un golpe con los talones a Saeta y el pelícaro se elevó en el aire.

No le había pedido comer, quizá los zoras le habían alimentado con algunos pescados del lago. Saeta sobrevoló el lago, y, aunque estaba oscuro, Zelda pudo ver que Mikau había tenido razón: había un ejército ya entrando por el único camino viable del lago. Avanzaban despacio, en la oscuridad, pero incluso a la distancia en la que se encontraba Zelda, pudo ver que había guardianes. Sí, había sido la mejor decisión, aunque tenía que ignorar la pesadez que sentía en la cabeza y el dolor de garganta.

Volaron un buen trecho, en plena noche. Zelda empezó a temblar, y se echó encima de la capa de lana que le dio Leclas y la manta. Tenían que volar alto, y siempre vigilando. Si el arca aparecía o Zant había encontrado alguna forma de controlar también el cielo, entonces ella estaba aún peligro. En el aire, recordó la soledad que sintió en la cueva, y su cuerpo tembló aún más. Quizá estar buceando como un zora o volando como orni era algo parecido a estar sola.

Dio un cabezazo, y casi pierde las riendas. Zelda se agachó, y abrazó el cuello de Saeta.

– No me encuentro bien, por favor, busca… busca una cueva. Tengo que dormir y…

Algo se movió por debajo de los dos. Zelda se incorporó y Saeta agitó las alas para mantenerse en el aire en lugar de avanzar. Sí, había alguien volando, y se dirigía a toda velocidad hacia ellos. Zelda pestañeó, y de inmediato aferró las riendas. Tomó la ballesta con una mano, y apuntó sin vacilar. Había olvidado que podía usar semillas de ámbar.

Era un pelícaro de color morado, y, sobre él, una silueta vestida con un traje oscuro, capucha y una especie de máscara. La había visto usarlo en el ataque de las gerudos, cuando subieron al arca y rescataron a Nabooru. Entonces era una aliada, ahora ya no. Zelda disparó otra flecha, y pidió a Saeta acercarse. La sensación de peligro la había despejado. Tenía que terminar con esto. Llevaría a Kandra a Rauru y tendría que responder por haberla traicionado.

Ahogó la voz en la cabeza que repetía que en ninguna parte Kandra había dicho que era su aliada. Exactamente así, no, se dijo Zelda, pero la chica le había dicho que también quería parar a Zant. ¿Eso no les hacía aliados? Como ese ser llamado Sombra, que también quería pararle…

Por estar pensando en lo que no debía, y también porque tenía un velo rojo sobre los ojos que le impedía ver y pensar con claridad, Gashin llegó a su lado. De un solo golpe, usando su escudo de luz, Kandra lanzó la ballesta por los aires. Zelda pidió a Saeta que se alejara, mientras ella misma trataba de coger la Espada Maestra. Kandra sujetó las riendas y el pelícaro, por más que se agitó, no pudo obedecer. Gashin soltó un grito, uno de los suyos, y después ronroneó. Entonces Saeta se quedó quieto. Zelda no. Asestó una patada a Kandra, para ganar espacio y poder desenvainar.

– ¡Traidora! – le gritó.

Kandra no respondió. El aire entre ellas se hacía más espeso, y una sombra tapó la luz de la luna sobre ellas. Al mirar hacia arriba, Zelda se dio cuenta que el arca con la ciudad de Gorontia estaba allí. La intención de Kandra era obvia: quería capturarla para llevarla ante Zant.

De nuevo, se había distraído. Kandra la sujetó de la muñeca y tiró de ella con tanta fuerza que la desequilibró. Zelda tuvo que agarrarse a lo que tenía más cerca, para evitar caer, y esto no fue otra cosa que el brazo de la chica. Entonces, esta levantó la mano que tenía libre, y la dejó caer en la espalda de Zelda. Le escuchó cantar, solo unas notas, y el golpe que sintió Zelda fue blando y suave. Después, recordó que había sentido las plumas de Saeta y las manos de Kandra rodeando la cintura. Aun trató de resistirse. A lo lejos, le pareció que sonaba un cañón, y también vio una estela de fuego. Después de eso, solo vino más oscuridad.

Menuda forma idiota de acabar en las manos del enemigo.

Laruto terminó su relato, y esperó a ver la reacción de Link. El rey estaba sentado ante una mesa, que servía de escritorio. La miró, y la sacerdotisa zora no pudo sostener su mirada. No hacía falta tener poderes para saber que estaba enfadado.

– No debí dejarla sola, lo lamento, yo…

– Actuó de la mejor forma: vosotros no podíais huir por el aire, y con ella enferma os habrían acorralado – intervino Saharasala –. Es una chica con sentido común…

– Además, nunca se enferma – dijo Leclas. El shariano había llegado hacía pocos días, a lomos de Vestes –. Estará bien...

– Eso no es cierto. La pueden herir, y también se cansa. Que sea valiente no la exime de ser humana – Link se puso en pie. Empezó a caminar por la sala, unos pasos, bajo la atenta mirada de los presentes.

Estaban en las estancias que Lord Brant había destinado al rey en su gran mansión. Era una torre, con varias habitaciones que los sabios habían ocupado, según las necesidades. Para permitir que todos asistieran, Link había instalado su despacho en la planta baja, con un simple escritorio y una mesa. A los nobles los recibía en la sala de comunes del castillo, pero para las reuniones con los sabios y la gente de confianza prefería este lugar. Era el único donde Link VIII podía estar al menos sentado.

– Sí, tienes razón. Y debemos partir a buscarla. Medli ya ha hecho un conjuro para localizarla, y me ofrezco voluntario para ir a ayudarla – dijo Kafei. A su lado, Vestes dio un paso adelante para decir que ella también iría.

En una esquina un poco más oscura, Jason Piesdefuego quiso decir algo, pero no se atrevió. Había demasiada gente importante en aquella sala: un yeti imponente, el líder llamado Helor. La matriarca de las gerudos, una chica tan alta como él y, por lo que le habían dicho, de su misma edad. Los zoras, que decían ser pacíficos, pero daban bastante miedo. El gran rey goron con el mismo nombre que su rey, y actuaba de forma muy calmada, aunque tenía manazas listas para destruir paredes. Leclas, Kafei y Saharasala parecían simples mortales a su lado. A los ornis ya los conocía y, una vez pasado el susto inicial, se le hacían hasta graciosos, aunque no debía olvidar que eran hábiles arqueros.

Los ojos de Jason se iban hacia la princesa de Gadia, que era la mujer más hermosa que había visto en su corta vida, pero evitaba a propósito la mirada de su esposo, que parecía amenazante. Asistía a estas reuniones porque, después de su regreso al frente y la llegada a Rauru, el chico había sido "ascendido" a ser escolta del rey. Ahora, en lugar de entrenar o participar en las pequeñas contiendas para mantener a raya a los enemigos, Jason pasaba los días detrás de las altas murallas de Rauru, en la torre del rey, de pie o sentado, pero sin participar en nada. Sospechaba que Leclas le había apartado a propósito.

– Estoy dispuesto a partir ahora mismo, me ocuparé de traerla – prometió Kafei. Link negó con la cabeza. Volvió a sentarse tras el escritorio, se llevó las manos a la barbilla y, tras un minuto de silencio, dijo:

– ¿Está en el arca del enemigo?

– No, en algún lugar en Akala – dijo Medli.

– Creo que es la aldea abandonada de Arkadia. Zelda nos contó que lo usa a veces como refugio – dijo Vestes –. Estamos a varios días de vuelo, pero…

– No, no podéis ir. La llanura está despejada, pero los avisos de los ornis indican que hay actividad del arca en esa zona. Si aparecéis por allí, también os pondréis en peligro. Zelda no está bien, pero no está sola. Al menos no ha caído en manos del enemigo – Link se tocó la frente.

– ¿Habéis tenido esas visiones otra vez, alteza? – preguntó Saharasala. Link respondió solo con un leve movimiento de cabeza.

– Sigo pensando que sería mejor salir en su busca – insistió Kafei.

– Los sabios deben estar juntos. No servirá de nada todo lo que ha arriesgado Zelda si os vuelven a capturar. No cometeré el error de mandar a más sabios a misiones en solitario. No debí permitir que Laruto fuera al templo del agua.

– Sha–Link, ¿qué opináis de lo que dijo ese tal Sombra? Zelda me dijo que le ofreció un trato… – preguntó Laruto.

– Pienso que nuestro enemigo es más poderoso de lo que creíamos, si al final hasta las criaturas malignas del rey de los demonios nos piden ayuda – Link observó a todos –. De momento, no podemos hablar de esta alianza, no hasta saber más. Y hay que vigilar, más que antes. Hay que tener cuidado.

El motivo de la preocupación de Link era también producto de sus visiones. Seguían siendo confusas, imágenes en siluetas doradas, que apenas lograba identificar. Sus sueños proféticos eran claros, esto no sabía cómo llamarlo. Saharasala decía que eran visiones, y que se debía a que era el líder de los sabios y que tenía cierto poder mágico. Desde que Zelda le había dado el medallón de su madre con uno de sus rizos dentro, cada vez que lo tocaba, sentía a la labrynnesa a su lado. A veces, se dormía con la mano cerrada alrededor del medallón, solo para verla en sus sueños. Sin embargo, alguna de estas visiones era extraña y no la comprendía. En una, veía una plaza, con un estrado. Había nobles, entre ellos Lord Brant, y todos miraban de forma acusadora a alguien que parecía Zelda, pero no llegaba a verle el rostro, además de que el cabello era corto. Esta persona llevaba grilletes en las muñecas. También veía guardianes, subiendo por las grandes murallas que rodeaban la ciudad. Y, la más extraña, la de lord Brant, con una sonrisa de felicidad en el rostro.

La sensación de peligro, que en el frente era frecuente, en Rauru había aumentado, justo en el lugar donde supuestamente debía de sentirse a salvo. Había logrado no comer nada que no preparara Maple, y seguía usando los remedios y antídotos de Sapón. Zelda estaría orgullosa. Sin embargo, sus miedos eran más por los comportamientos de los nobles y de lord Brant.

Habían pasado varios días desde que llegaron a la ciudad. Desde luego, era más grande que Kakariko, pero tampoco mucho más. Tenía una gran muralla, y además se encontraba en la cima de una cordillera. Nada más llegar, fueron recibidos por la población de Rauru, que salió a las calles empinadas para aplaudir y lanzar flores a su paso. Como si él hubiera hecho importante. Al llegar al castillo, casi tan grande como el suyo original, el que estaba tras los bosques de los Kokiri, les recibieron los hijos e hijas de Lord Brant, junto a su esposa, Lady Iyian. Link había sido presentado, pero desde su llegada, con la excusa de estar aún un poco enfermo, había logrado evitar las cenas con la familia. Brant e Iyian fueron muy insistentes en recalcar los valores de cada hija al presentarlas. Link apenas había prestado atención. Estaba demasiado preocupado por Zelda.

– Si me permitís – empezó a decir Reizar. Antes de ponerse en pie, miró a su esposa, la princesa de Gadia, y esta le sonrió –. Puesto que ni los sabios ni Link pueden ir a buscar a Zelda y asegurarse de que está bien, me ofrezco voluntario. Vestes, si aceptas mi compañía y puedes con mi peso, podemos ir juntos. Partiremos usando una ruta por la llanura occidental, segura gracias a nuestros esfuerzos, y llegaremos en cinco días a la región de Akala, cruzando la Montaña de Fuego.

Link le miró, luego a los demás. Leclas empezó a decir que él iría, pero estaba cojo y no era ya de utilidad en la lucha. Kafei insistió que él podría ir, que no era tan peligroso, que al fin y al cabo había aumentado sus poderes como sabio y era más ágil y veloz que antes… La sala empezó a llenarse de voces que discrepaban entre ellas, y parecían competir para ver quien le provocaba el mayor dolor de cabeza posible.

Link levantó las manos, dio un par de palmadas y, poco a poco, los sabios se fueron calmando.

– Reizar, si a Tetra le parece bien, entonces acepto tu ayuda. Iría yo mismo, pero Brant me tiene demasiado vigilado, no puedo marcharme. Y los sabios debemos proteger Hyrule, pero también a nuestros amigos. Es lo máximo que puedo hacer, y, creedme, es muy duro decirlo. Reizar, Vestes, llevad buenas medicinas, elixires y mantas. Partid al alba, con mis mejores deseos.