Disclaimer: Los personajes que aparecen en esta historia, así como el universo donde se desarrolla la trama no son creaciones mías ni me pertenecen, todo es obra de Hajime Isayama.

Advertencia: El siguiente capítulo contiene descripciones detalladas de índole sexual explícito. Este material está destinado únicamente a lectores adultos y puede resultar ofensivo o inapropiado para algunas personas. Se aconseja discreción.

Colapso

19

La chica que vale cien soldados

Atravesó la puerta con el mismo aire tranquilo que había mantenido en innumerables situaciones de peligro. Aunque su pulso latía con una velocidad inusual, su faz permaneció imperturbable bajo la sombra de su sombrero desgastado por el tiempo.

El aire estaba saturado de humo de cigarrillo y el aroma del café fresco, el murmullo de las conversaciones se alzaba por encima de la música emitida por el fonógrafo.

Examinó el sitio con la mirada; el lugar estaba demasiado lleno para su gusto, sin embargo, su encuentro solo duraría unos cuantos minutos. Tan rápido como obtuviera los documentos regresaría a la comodidad de su apartamento, a lado de Mikasa.

Paseó la mirada por la congregación intentando identificar a su hombre entre todos esos rostros, temiendo que no hubiera acudido. Velten era empleado de la embajada de Marley. Siempre se encontraban en cafés o las bibliotecas porque así estaba seguro de que no se tropezaría con nadie de la embajada.

Velten era el encargado de la oficina de telégrafos de la oficina principal de los Jaegeristas en Mitras, de manera que veía todos los mensajes que entraban y salían de ahí. La información de que disponía no tenían precio, pero un hombre de trato difícil y eso le provocaba a Jean muchos quebraderos de cabeza. A Velten le daba miedo andar metido en espionaje, y cuando se asustaba no se presentaba a sus citas… a menudo en momentos de tensión internacional como ese, cuando él más lo necesitaba.

Una cabeza al fondo del lugar se volvió y Jean cruzó una mirada con Velten. El hombre tenía el cabello ralo y castaño, y una barba irregular. Jean, aliviado al verlo, caminó por el pasillo como si buscara sitio y, después de un breve momento de duda, tomó asiento.

—Este es un lugar inusual—murmuró Jean.

—Nos vendrá bien. Los soldados no deambulan por esta zona—dijo Velten con desinterés.

Para esa clase de misión habría sido adecuada una lúgubre penumbra, como los rincones de la biblioteca de Mitras, pero Velten, de todas formas, había escogido bien su posición.

Su acompañante ladró a la camarera: «Dos cafés, por favor", y la chica respondió con un gruñido. Al cabo de unos cuantos minutos, la joven regresó con dos tazas en la bandeja y las dispuso frente a ellos. Velten le dedicó una sonrisa trémula y ella se limitó a ignorarlo. Él era un hombre de mediana edad. Bajo pulcro hasta la escrupulosidad: la corbata apretada en un nudo ceñido, todos los botones de la chaqueta abrochados, zapatos relucientes. Su gastado traje brilla un poco de tanto cepillarlo y plancharlo durante años. Jean creía que se trataba de su forma de lidiar ante la suciedad del espionaje. A fin de cuentas, aquel hombre estaba allí para traicionar a sus compañeros. «Y yo estoy aquí para alentarlo», pensó con gravedad.

Jean tomó la taza humeante, sintiendo el calor a través de sus dedos entumecidos, y dio un sorbo que le hizo sentir como si la vida volviera a fluir por sus venas.

—¿Qué clima se respira entre los Jaegeristas?

—La mayoría de ellos se oponen a la guerra–dijo Velten.

—Bien.

—Los altos mandos temen que la contienda desemboque en una revolución. La mitad de Paradis ya está en huelga. Desde luego, no se les ha ocurrido que es su propia brutalidad estúpida lo que hace que la gente desee la revolución.

—Desde luego.—Jean detestaba a los Jaegeristas y también les temía. Tenían a su disposición el mayor ejercito del mundo, y toda discusión sobre la seguridad de Paradis debía tomar en consideración esa fuerza militar. En un escenario hipotético, cualquier nación era como un hombre cuyo vecino de al lado tiene un oso atado con una cadena en el jardín delante de la casa—.¿Cuál será la decisión final?

—Depende de Hizuru.

Jean reprimió una réplica impaciente. Todo el mundo estaba esperando a conocer las condiciones del Príncipe Heredero. Alguna cosa tenía que hacer, después de todo, ambos firmarían una acuerdo político que no podría quebrantarse por nada del mundo. Jean confiaba en enterarse de qué intenciones tenía Hizuru ese mismo día, más tarde, a través de Armin. Mientras tanto, necesitaba averiguar más sobre los Jaegeristas.

Tuvo que esperar antes de responder. Dio un sorbo a su taza humeante mientras la pareja que transitaba a su lado se alejaba lo suficiente del oído.

—Supongamos Historia y el Príncipe Heredero no llegan a un acuerdo—le murmuró a Velten—.¿Se mantendrán los Jaegeristas al margen?

—No. Los Jaegeristas atacarían inmediatamente. Estallaría la lucha.

Jean sintió un escalofrío. Era exactamente la clase de intensificación del conflicto que temía.

—¡Sería una locura declarar una guerra por eso!

—Cierto, pero Paradis no puede dejar que Hizuru controle la región este… tiene que proteger la ruta maritimita.

Eso no tenia discusión. La mayoría de las exportaciones de Hizuru (granos y petróleo) se cargaban en barcos que zarpaban hacia el resto del mundo desde sus puertos.

—Por otro lado—prosiguió Velten—, algunos Generales están insistiendo a todo el mundo en que sean cuidadosos cuando den cualquier paso.

—En resumen, aun están dándole vueltas a la cabeza.

—Si a eso le llamas cabeza…

Jean asintió. La mayoría de los Jaegeristas no podían considerarse hombres inteligentes, en especial el General Dreher. Su sueño era devolverle a Paradis la época dorada de hace dos mil años, y era lo bastante idiota para creer que algo así era posible. Era como si Historia intentara recrear la alegre Isla de la creación. Puesto que Dreher era un hombre muy poco racional, resultaba endiabladamente difícil predecir cuál sería su reacción.

Una vez más, los dos guardaron silencio.

Con una calma que solo la experiencia podía otorgar, Velten extrajo de su abrigo dos pasaportes cuidadosamente confeccionados. Colocó los documentos sobre la mesa, deslizándolos con un movimiento suave pero seguro. La luz tenue que ingresaba por las ventanas reveló los sellos y las fotos de los documentos, idénticos a los originales, una verdadera obra maestra de la falsificación.

Jean los observó fijamente. Sabía que esos documentos serían su pase a la libertad, la llave que abriría la puerta a un mundo distante, lejos de las sombras de la guerra. Sus dedos temblaron levemente al tocarlos, sintiendo el papel satinado y la textura de las páginas.

—¿Saldrá de viaje?—pregunto Velten con genuina curiosidad. La intriga lo atormentaba desde el momento en el que Jean realizó la extraña petición.

—Algo por estilo—dijo él con evasiva—. Tengo asuntos que atender fuera de la Isla.

—¿Una luna de miel, tal vez?—indagó Velten, sus ojos escudriñando el rostro de Jean en busca de cualquier signo de debilidad.

—No, por el momento—suspiró Jean. Ahora fue su turno para extraer el sobre con el dinero. Resguardó los pasaportes en uno de sus bolsillos y lo miró directamente a los ojos—.A partir de ahora tendremos que vernos diario—dijo entonces.

Velten puso cara de terror.

—¡Imposible!—exclamó—. Es demasiado arriesgado.

—Pero el panorama cambia a cada hora.

—El domingo que viene por la mañana, en la plaza del libertador.

Ese era el embrollo con los espías idealistas, pensó Jean con frustración, no había forma de presionarlos. Por otra parte, los hombres que espiaban por dinero nunca eran dignos de confianza. Eran capaces de decir lo que quería escuchar con la esperanza de conseguir una jugosa remuneración. Con Velten, si él decía que Dreher estaba titubeando, Jean podía estar seguro de que el general no había tomado aún ninguna decisión.

—¿Por qué no podemos vernos al menos una vez a media semana?—rogó.

Velten no contestó. En lugar de sentarse, se escabulló y salió del establecimiento.

—Maldita sea—dijo Jean en voz baja, y la mujer que pasaba a su lado le lanzó una mirada de reprobación.

Situó el dinero sobre la mesa y sin perder más tiempo, se levantó de la silla de cuero gastado y caminó en dirección a la salida.

En el exterior, se desplazó por los callejones adoquinados que lo llevaron a la calle principal de la ciudad. El zumbido de la conversación y el murmullo de la gente llenaba el aire a medida que avanzaba hacia su destino.

La vialidad principal se había convertido en un rio de cuerpos impacientes, una marea humana ansiosa y expectante. Había rumores de que el Príncipe Heredero de Hizuru haría una entrada triunfal a la ciudad en su trayecto al palacio, un momento que, sin duda alguna, marcaría un episodio crucial en la historia.

Jean se mezcló entre la multitud, su mirada avizora oculta detrás del brim de su sombreo. La agitación de la gente, vestida con elegantes atuendos, las mujeres llevaban sombreros con plumas de avestruz, cintas, lazos y flores de seda, mientras que los hombres iban todos vestidos igual, con sus abrigos negros y cuellos altos y blancos, todos con sombreros de copa.

Él dejó escapar una maldición. Había estado con Mikasa la noche anterior y esa misma mañana antes de marcharse a su reunión, pero le aterró pensar que quizá no tuviera ocasión de verla otra vez ese mismo día. ¿De verdad era incapaz de pasar veinticuatro horas sin ella? No se tenía por un hombre débil, pero ella lo había atrapado en su hechizo. Jean, no obstante, no tenía ningún deseo de escapar.

Lejos de luchar contra el tumulto, se permitió fluir con la corriente de personas hacia un punto desconocido. En los balcones de las casas y los negocios podían apreciarse personas sentadas o levemente asomadas. Sin lugar a dudas, tenían una vista privilegiada y podrían observar desde la comodidad el desfile del príncipe y su comitiva.

Las miradas expectantes se alzaron hacia el horizonte, donde la vanguardia de la comitiva real avanzaba con majestuosidad. El clamor de la multitud creció en intensidad a medida que el desfile se acercaba. Los caballos relinchaban y las banderas ondeaban al viento, creando un espectáculo deslumbrando de poder y prestigio.

Pronto, el príncipe Heredero apareció, vestido con uniforme militar impecable, destacando entre la escolta que lo rodeaba. Su figura era imponente, con el rostro serio y determinado. Era el líder que necesitaba su nación en tiempos de cambio y conflicto, la figura perfecta para ponerle fin a todo ese embrollo político que los estúpidos Jaegeristas habían ocasionado meses atrás.

Sin poder moverse, Jean aceptó su papel como observador. La multitud aclamaba al príncipe mientras se desplazaba por la calle principal. El desfile se desarrollaba sin incidentes, pero la tensión en el aire era palpable.

Veinticuatro salvas fueron disparadas desde el gran cuartel situado en las colinas del este de Mitras, provocando un mayor griterío.

En los asientos delanteros del coche se vislumbraban el conductor y uno de los Generales de confianza de Historia; en los posteriores, el heredero y su secretario personal.

Lo que aconteció sucedió tan rápido que ni siquiera Jean fue capaz de procesarlo en su momento. Al cabo de un instante, se oyó el estruendo de unos disparos.

El príncipe Heredero, que segundos antes había estado en medio de la multitud, se desplomo hacia el frente; su uniforme manchado de sangre, pocos segundos después, la segunda bala acabó impactando a su secretario. El estampido del arma de fuego había trastornado la celebración , y el caos se desato de inmediato.

Las personas que antes habían aclamado al príncipe ahora se convirtieron en un mar de gritos y lamentos desgarradores. Pronto, una estampida humana llenó la calle principal, arrastrando consigo mobiliario, decoración e incluso personas.

Al eco de los disparos acudieron algunos militares que viajaban en los demás vehículos, así como gendarmes que vigilaban el muelle.

Por la boca del príncipe la sangre manaba a borbotones. En cambio, su acompañante, se había derribado sobre sus piernas, apenas sangraba, aunque un diminuto circulo encarnado coloreaba su traje en la zona del abdomen.

Horrorizado, Jean atisba la escena con detenimiento, mientras las personas que pasan a su lado ni siquiera se inmutan por su presencia, empujándolo en el proceso, sin conseguir derribarlo.

Los servicios de seguridad no demoraron en movilizarse, buscando al autor en medio del tumulto. Las calles que antes estaban repletas de personas felices y expectantes se habían transformado en un escenario de pesadilla. Los comercios cerraban apresuradamente, y las ventanas de las casas se cerraban con fuerza. La ciudad se había convertido en un lugar inhóspito, un recordatorio de la fragilidad de la vida y la inestabilidad de la paz.

Fue hasta que contempló a un pobre chico ser atacado por varios miembros de la policía militar, que Jean reaccionó.

Inmediatamente se lanzó a su rescate, siendo atacado por los hombres. Recibió puñetazos y patadas, y un objeto contundente le golpeó la cabeza, lo que le hizo proferir un grito de dolor.

Se volvió contra los agresores, soltando puñetazos a diestro y siniestro, asegurándose de que cada golpe impactara con fuerza en alguno de los miembros de los Jaegeristas. Consiguió derribar a dos hombres, pero entonces lo agarraron por detrás y le hicieron perder el equilibrio. Al cabo de un instante estaba en el suelo y dos hombres lo sujetaban mientras un tercero le daba patadas.

Lo pusieron de lado, le retorcieron los brazos en la espalda y notó algo metálico en las muñecas. Lo habían esposado, aunque no era la primera vez que sucedía en su vida. Sintió un nuevo tipo de miedo. Aquello ya no era algo simple. Le habían dado golpes y patadas, pero lo peor aún estaba por venir.

—Vaya, vaya, vaya, ¿pero qué tenemos aquí?—escuchó decir a una voz conocida, demasiado sarcástica para su gusto—. El increíble comandante Kirstein—agregó Dreher con una sonrisa victoriosa.

—¿Qué hacemos con él, General? ¿Lo dejaremos en libertad?—preguntó uno de sus hombres.

Sin inmutarse a lucir más serio, el General negó con un firme movimiento de cabeza.

—Llévenlo al cuartel con los demás prisioneros. El comandante Kirstein es sospechoso del ataque al príncipe Heredero.

Jean abrió los ojos desmesuradamente, horrorizado. Antes de que pudiera protestar, otro hombre le asestó un golpe en la boca del estómago que lo obligó a doblarse hacia el frente y, con cierta facilidad, lo arrastraron a la parte trasera de una furgoneta.

Su situación acababa de empeorar, pero de todos los escenarios posibles, aquel era el más aterrador.


Se encontraba en el apartamento de Jean, con la mirada perdida fija en algún punto de la pared, absorta en sus pensamientos sobre la amenaza de Dreher.

Sus ojos, profundos como el océano en calma, proyectaban la tormenta interna que la agitaba. Un olor a quemado llenó sus fosas nasales; saliendo del estado de aturdimiento, se percató que el bistec en el sartén no era nada más que un trozo de carne carbonizado.

Entre maldiciones y siseos, tomó la sartén por el mango y la llevó al fregadero. Una nube de vapor caliente emanó ante la combinación del calor y el agua.

Contempló con frustración el sartén negro y chamuscado. Un claro recordatorio de lo frágil que era su equilibrio mental en aquel momento.

Se inclinó ligeramente hacia el frente y dejó escapar todo el aire contenido en sus pulmones. Llevaba la mañana entera dispersa, algo inusual en ella. Tenía una extraña sensación emplazada en la boca del estómago desde el momento en que Jean salió de la cama, incluso, intentó retenerlo. Captó todos sus esfuerzos en mantenerlo a su lado unos cuantos minutos más, pero él se negó, argumentando que debía acudir a una reunión importante y que regresaría a las tres de la tarde.

Con el reloj de la pared marcando las cinco en punto, se dio cuenta que habían transcurrido dos largas horas. La ansiedad se apoderó de ella. La hora acordada ya había pasado, a eso se le sumaba la falta de noticias. De repente, notó unas pulsaciones en la cabeza tan fuertes que, aunque estuviera pensando algo, no podía oírlo.

Con pasos nerviosos, se dirigió hacia el teléfono ubicado en la sala sobre una mesa de patas largas y altas, cerca de la puerta. Lo descolgó y llevó el aparato hasta su oído, solo para percatarse que la línea no emitía ningún sonido.

Rápidamente, regresó el auricular a su sitio y, sin pensarlo dos veces, caminó hasta la habitación en busca de su abrigo. Antes de que pudiera abrir las puertas del armario, escuchó el llamado desesperado de la entrada; una serie de golpes la hizo dar un sobresalto.

Se le cortó la respiración como si el aire se le hubiese solidificado en los pulmones. Mientras boqueaba, el pánico de que algo realmente malo hubiera sucedido, enturbió sus procesos mentales, reduciendo su capacidad neuronal a niveles realmente mediocres.

Permaneció de pie unos cuantos segundos, mientras sopesaba que hacer. Al cabo de un momento, se encontró agachándose y extrayendo debajo de la cama una caja de zapatos donde Jean resguardaba un arma. Era algo pequeño, fácil de ocultar. Cuando le increpó sobre eso, su amado se limitó a encogerse de hombros, era un artefacto que esperaba nunca utilizar, pero, llegado el momento, vendría perfecto para la ocasión.

Sin más, revisó que estuviera cargada y, con paso firme, caminó hasta la puerta principal. Con el corazón latiéndole en la garganta, tomó el picaporte y abrió.

—¡Connie!—chilló en un alarido atenuado por el palpitar de su angustiado corazón, irguiéndose en toda su estatura para encarar al muchacho—¡Me has dado un susto de muerte!

Tenía la respiración agitada y el rostro lleno de angustia. Lejos de esperar una invitación para ingresar, penetró en el vestíbulo, cerrando la puerta tras de sí.

—¿Dónde esta Jean?—preguntó, al mismo tiempo que examinaba las partes visibles del apartamento con la mirada.

La campana de cristal se estrelló contra el suelo, dejando escapar su aire venenoso. Eran tres palabras. Mikasa las contó. En su mente se alternaban la parálisis y el pensamiento acelerado, y ambas cosas le resultaban insoportables.

—¿Qué?—consiguió decir. Ella lo miró, escéptica; por mucho aterrada—. Pensé que estaba contigo.

Ahora fue el turno de Connie para lucir confundido.

—No lo he visto en todo el día—respondió.

Él se quedó mirándola y ella seguramente lo miró a su vez. Por la expresión en su rostro tuvo que comprender que Mikasa Ackerman, desconocía algo esencial, no sabía algo importante que había ocurrido.

—Mikasa, ¿acaso no lo sabes?—cuestionó Connie con cautela.

La aludida frunció el ceño.

—¿Saber qué?

—Asesinaron al Príncipe Heredero de Hizuru. Las calles son un verdadero caos—informó.

El problema que tenía unos momentos antes «que no sabía exactamente dónde estaba Jean, que no estaba segura de dónde podía estar— quedó aparcado de golpe. Y el nuevo problema era mucho peor.

Mikasa dio un paso atrás, con un movimiento tan ruidoso y doloroso como arrancar una tira de velcro. El piso pareció inclinarse a un lado.

Connie restregó una mano contra su rostro cansado y, con voz angustiada continuo diciendo:

—Hay cientos de heridos, probablemente una docena de muertos y un centenar de sospechosos arrestados en el cuartel.

Mikasa sintió una sacudida, una punzada de dolor.

Sin saber muy bien cómo, dejo caer su cuerpo en el sillón, tratando de procesar todo lo que Connie acababa de decirle respecto a la situación.

Era como estar enferma. Mikasa nunca se había sentido tan mal.

Lo único que quería era encontrar a Jean, aunque tuviera que irrumpir en el cuartel como un vendaval y llamarle a gritos por los pasillos entrar a su oficina, tomarlo por el brazo y montar una escena como la loca en la que parecía haberse convertido repentinamente. Lo más curioso era que en su imaginación no le importaba la cara que pusieran otros.

—¿Lo buscaste en el cuartel?—preguntó, temerosa de la respuesta.

—Tampoco esta ahí.

Mikasa cerró los ojos. Todo eso era como correr a ciegas y encontrarse al pie de un acantilado. Lo había hecho en una ocasión y recordaba a la perfección detenerse jadeante y sin aliento.

Connie levantó el auricular del teléfono y soltó una maldición al darse cuenta que no había línea.

—No funciona—señaló con un hilo de voz.

—Esos bastardos—maldijo Connie, refiriéndose claramente a los Jaegeristas.

Los dos permanecieron en silencio. Claramente ambos buscaban la mejor manera de actuar.

—Connie, ¿qué haremos?—Mikasa lo miró con expresión grave.

—Tu quédate aquí, yo iré a buscarlo—replicó él con un gesto de asentimiento.

Mikasa se quedó sin habla. Sacudió la cabeza, intentando entender.

—¿Tú solo?

—Sí—acentuó su respuesta con un vehemente movimiento de cabeza—.Alguien debe permanecer aquí, en caso de que Jean regrese.

Mikasa se mostró de acuerdo. Antes de que pudiera responder, vislumbró a Connie abandonando el apartamento, dejándola completamente sola y con más preguntas que respuestas.

Guardó silencio, porque tenía la boca llena de viento, porque ya nada la sostenía y estaba cayendo. Nada la detendría.

Tras un breve minuto de meditación, decidió que no iba a quedarse con los brazos cruzados y aguardar como una damisela en peligro. En su lugar, consiguió colocarse el abrigo y salió disparada al exterior del apartamento.

Encontró la ciudad irreconocible. ¿Cómo podía haber cambiado de aspecto tanto, tan completamente, en solo unas horas?

Todas las tiendas estaban cerradas. No había tranvías en las calles, solo coches abarrotados de gente y lanzados a gran velocidad, que circulaban todos en la misma dirección. Por la calle principal marchaba un destacamento de soldados. Tenían un aire retador e iban cantando, pero resultaba claro que la disciplina era más relajada de lo habitual. Algo en su expresión indicaba que habían salido a combatir por iniciativa propia, por así decirlo, y que habían dejado hacía tiempo de formar parte de una maquinaria de precisión y en perfecto funcionamiento como lo era el ejército.

Mikasa se arrebujó en el abrigo y continuo caminando. La gente corría, y quera evidente que toda la gente pensaba en resguardarse. ¿Qué había sido de todas las mujeres y hombres vestidos como si acabaran de salir de una revista de modas? Quienes se dispersaban ahora en todas las direcciones parecían disfrazados de cazadores o turistas.

Las calles, tan limpias el día anterior, estaban llenas de basura y suciedad. En las bocacalles había soldados sentados o tumbados en la acera. Miró a su alrededor de manera instintiva, buscando algo, cualquier pista que diera indicios del paradero de Jean.

Algunos disparos cortaban el silencio de la tarde como cuchillos afilados. Cada bala que surcaba el cielo aumentaba su ansiedad, y el miedo se apoderaba de su corazón. Tragó grueso mientras avanzaba y, finalmente, alcanzó el edificio.

Con las manos temblando, llamó a la puerta con desesperación, rogando en silencio que alguien respondiera.

La puerta se abrió de repente, y Mikasa sintió un alivio abrumador cuando vio a Annie de pie en el umbral. La mirada de la rubia se llenó de alivio al reconocerla, y dejo escapar un báculo de genuina tranquilidad.

La apresuró a ingresar, cerrando la puerta tras de ella. Mikasa reparó en la mujer de mediana edad que yacía sentada en el sofá de terciopelo azul situado en el centro de la sala, a su lado, dos pequeños se aferraban a ella, asustados.

—Vive en el apartamento de arriba—dijo Annie como si fuera capaz de leer sus pensamientos—. Los brutos de los Jaegeristas ingresaron y se llevaron a su esposo.

Mikasa asintió en dirección a ella al mismo tiempo que tragaba grueso, consciente de la gravedad de la situación y de la incertidumbre que se cernía sobre todos ellos.

—¿Dónde está Armin?—preguntó en voz baja.

—Atrapado en el palacio. Los obligaron a permanecer en la sala de reuniones tan rápido como llegaron las noticias del asesinato del príncipe.

—Necesito contactarlo—insistió Mikasa.

Annie sonrió con condescendía.

—Buena suerte con eso. Cortaron las líneas poco después de las cuatro de la tarde—suspiró, cansada.

Mikasa apretó los labios hasta formar una delgada línea recta.

—No lo estas entendiendo, Annie—protestó—. No sé nada de Jean desde la mañana.

Ante esta noticia, la rubia frenó en seco.

—¿No fue al cuartel?—preguntó Annie, como si Mikasa fuera tonta.

—No. Esta mañana, antes de marcharse mencionó que debía encontrarse con alguien importante.

—¿Y no dijo quién era?

Mikasa contuvo la necesidad de marear los ojos. Si tuviera todas esas respuestas no estaría en el apartamento de Armin y Annie en primer lugar.

—No, no lo hizo—espetó.

Annie dejo escapar un suspiro cansino.

—Por esa razón, iré a buscarlo—anunció Mikasa, cansada de esperar; harta de buscar respuestas y solo toparse con más dudas.

Decidida, caminó en dirección a la puerta, sin embargo, una ráfaga de disparos resonó en la distancia. Instintivamente, todos se arrojaron al suelo, incluso la pobre mujer que estaba al borde un colapso nervioso.

—Debemos esperar a Armin—masculló Annie con urgencia—. Él sabrá dónde se encuentra.

La amenaza que rondaba en las calles era demasiado peligrosa, y cualquier movimiento precipitado podría poner sus vidas en riesgo.

Mikasa, aunque renuente, asintió en acuerdo. Lo más difícil sería aguardar sin hacer nada.


Cuando cayó la oscuridad de la noche, Mikasa se asomó por la ventana. La calle, roja por el resplandor de los incendios estaba vacía y no había otro sonido que el eco de las marchas y los disparos. Pesadas masas de humo color escarlata sanguinolento surgían de los edificios. Había dos cadáveres bajo una farola en la encrucijada, uno con los brazos abiertos y el otro encogido como si durmiera.

Hastiada, se apartó de la ventana y dejo caer las cortinas.

La penumbra dominaba en cada rincón del apartamento. En el centro de la casa, la mujer que llevaba por nombre Monika, jugaba a las cartas con Annie bajo la luz de las velas. Los Jaegeristas no estaban satisfechos solo con cortar la comunicación, sino también el suministro eléctrico.

Volvió a tomar asiento en el suelo, abrazándose las rodillas. El hijo más grande de Monika, le dedicó una sonrisa tímida y ella emuló el gesto.

Las horas transcurrían lentas, tediosas y demasiado tormentosas para el gusto y la nula paciencia de Mikasa. Estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para ignorar el profundo dolor que le atenazaba el estómago. Como si estuviese anestesiada de tal forma que nada le parecía muy mal ni tampoco muy bien.

El silencio en la habitación se rompió con un brusco zumbido, y las luces parpadeantes llenaron la habitación. Un suspiro colectivo llenó la estancia.

Aunado al retorno de la electricidad, el sonido de pasos apresurara dos retumbó en el pasillo. Monika miró a Mikasa, con los ojos llenos de asombro, mientras Annie dejaba caer las cartas que sostenía en las manos, desparramándolas en el suelo.

Como una figura emergiendo de una pesadilla, Armin apareció en la entrada. El cansancio decoraba sus facciones, llevaba el uniforme desordenado y dos marcas cerúleas bajo los ojos.

Sin decir una palabra, Annie corrió a su encuentro. Sus brazos lo rodearon con fuerza, como si temiera que él se desvaneciera si lo soltaba.

Contemplar esa escena la atenazó una emoción que no supo identificar y, tan pronto como Annie se alejó, Mikasa se puso de pie y acudió a abrazarlo.

Al cabo de un rato, ambos se alejaron y, al igual que había sucedido con ella, los ojos cerúleos repararon en la mujer que yacía en la sala, sin saber muy bien cómo actuar o qué hacer.

—Supongo que es nuestra señal para marcharnos—dijo Monika encogiéndose de hombros, visiblemente apenada.

—¿Está segura?—inquirió Annie.

—Sí. Ya hicieron bastante por nosotros—respondió; llevaba a la pequeña adormilada entre sus brazos.

—No tienen porqué marcharse. Aquí estarán mejor—rebatió Annie.

—Será mejor que regrese a casa, por si acaso mi esposo vuelve—dijo en voz baja, luchando por mantener la calma.

Armin dio un paso hacia el frente, dispuesto a interceder, pero Annie fue más rápida.

—Tranquilo, iré con ella—dijo en un susurro.

Armin asintió agradecido. Mientras ellas salían del apartamento, se permitió echar un último vistazo a su compañera antes de cerrar la puerta tras de sí.

—¿Te apetece beber algo?—preguntó Armin mientras enfilaba el paso hacia la cocina.

—No, gracias. Sírvete tu.

Como si necesitara su permiso.

Lo miró rebuscar entre los gabinetes de la cocina hasta toparse con una botella de licor a medio vaciar. Sin inmutarse, bebió directamente, estrujó los ojos ante la sensación de escozor y se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Todo es una locura—dijo con voz ronca.

—¿Es verdad?... me refiero a la muerte del príncipe heredero.

—Me gustaría que todo fuera una broma de mal gusto…—Se le quebró la voz, pero hizo una pausa, trago saliva, y prosiguió—: todo es cierto. Algún maldito lunático lo atacó en el desfile. No consiguieron capturar al culpable.

Mikasa apretó los labios.

—De lo único que tengo certeza en este momento es que va a desatarse una guerra—dijo en tono crispado—. Hizuru señala a los Jaegeristas como los responsables.

—Es una seria acusación.

—Y verdadera—suspiró. Volvió a cerrar los ojos en señal de frustración—. ¡Mierda!

Mikasa continuo observándolo desde su lugar. Era poco habitual que Armin perdiera los estribos. Incluso en los momentos más cruciales del Retumbar, se comportó a la altura de un comandante.

No obstante, los tiempos eran distintos y, el hecho de que los Jaegerista amenazaran con controlar el mundo, suponía un peligro para todos ellos.

Todo lo que se había levantado en torno a ella estaba a punto de confluir

—Armin…—su voz sonó extraña.

—¿Dónde está Jean?—cuestionó al percatarse de la ausencia de su amigo.

—No lo sé—espetó—. No lo he visto en todo el día. Salió desde temprano y no he tenido noticias de él. Dijo que tenía una reunión importante—masculló.

Los detenidos se contaban por docenas en los calabozos de la policía por toda Mientras. Mikasa se preguntaba si los torturarían a todos. Se preguntaba cuanto tiempo eludiría ella aquel sino.

Pesaroso, Armin pasó una mano por su cabello desordenado y comenzó a caminar de un lado a otro por la cocina, como un león enjaulado.

—Esto no es bueno—decretó al cabo de unos segundos en silencio—. Debemos ir a buscarlo—espetó.

Mikasa se mostró de acuerdo con él.

Caminaron a gran velocidad en dirección al cuartel general. Las calles estaban oscuras y completamente vacías.

—¿Mencionó Jean con quíen se vería?—profirió Armin sin apartar la vista del camino.

—No.

—Probablemente quedo inmerso en la envuelta—dijo él, tratando de infundirle cierto optimismo.

La lluvia les azotaba la cara, las ráfagas de viento sacudían los letreros y el aire estaba lleno de golpeteos metálicos. Con el cuello del abrigo subido, se desplazaban por las calles con el mayor sigilo posible.

El cuartel estaba abarrotado de personas angustiadas, todas buscando respuestas y noticias sobre sus seres queridos. Ambos se abrieron camino con determinación, empujando a través de la multitud inquieta a la par que recitaban disculpas quedas. Cada paso los acercaba un poco más a su objetivo, pero las filas de soldados Jaegeristas que custodiaba el acceso al área restringida componían una barrera infranqueable.

Sin temor alguno, Armin se plantó frente a uno de los soldados, dispuesto a pasar. No obstante, como era de esperarse, le bloqueó el paso.

—Nadie tiene permitido ingresar—dijo con voz autoritaria.

Armin frunció el ceño.

—Soy el Canciller Armin Arlert. No puede negarme el paso—rebatió.

—¡Cállese, traidor de mierda! ¡Mientras yo no le autorice, no tiene derecho a abrir la boca!—replicó el otro con autoridad.

Ajena a la rabia de su amigo y a la violencia que esos hombres podrían ejercer contra ella, se deslizó entre los soldados, moviéndose con la agilidad y sigilo de un depredador.

Su corazón latía con fuerza a medida que subía los peldaños del cuartel en dirección a la entrada principal, pero su determinación era inquebrantable.

Escuchó los gritos y los pasos apresurados a su espalda. Empujó la puerta con el hombro e ingresó en el vestíbulo del cuartel.

Con un gesto de hastío, el hombre detrás del escritorio dejó de teclear a la par que levantaba la vista del documento que redactaba para reparar en Mikasa.

—Quiero hablar con el General Dreher—dijo en tono apurado, demandante.

—¿Y quién no lo necesita en estos momentos?—respondió el soldado al colmo de la originalidad.

Dos guardias ingresaron en la sala. El recepcionista señaló a Mikasa y dijo:

—Gracias al cielo—suspiró exageradamente—. Llévenla afuera, no tenemos tiempo para tratar con las putas del general Dreher.

Ambos hombres la tomaron bruscamente de los brazos. Mikasa chilló y forcejeo, pero no consiguió zafarse de las manos de los soldados.

—¡Dile que Mikasa Ackerman quiere hablar con él!—exclamó.

La afonía reinó en la sala, y todos los presentes parecieron detenerse por un instante. Incluso, los hombres que la sujetaban la soltaron inseguros de cómo proceder.

El soldado se apresuró a recoger el conmutador y hacer la llamada. Mientras esperaba, Mikasa no apartó la mirada de él.

Luego de lo que parecido una eternidad, el hombre finalmente colgó el teléfono y se puso de pie.

—Acompáñeme.

Más que una sugerencia, por el tono de voz implementado, Mikasa se percató que era una orden. Sin más preámbulos, lo siguió por el pasillo hacia una oficina al final del mismo.

Ambos se detuvieron frente a la puerta. El soldado levantó la mano y golpeo con firmeza. Desde el interior escuchó al General murmurar «pase».

Mikasa vio a Dreher sentado al otro lado de un escritorio tapizado en cuero. Sobre él había una tabaquera y un expositor con pipas de diferentes medidas.

Sentía que iba a gritar.

El General debió haberlo notado porque la miró sorprendido y frunció un poco el ceño. Mikasa aguardó con los nervios a flor de piel, a la par que el hombre hablaba por el teléfono.

Cuando finalmente colgó, dio una calada a su puro antes de iniciar la conversación. Dreher la observó significativamente, provocando que Mikasa se tensara a la defensiva por un acto reflejo de supervivencia.

—Vaya, vaya—ronroneó con deleite—. ¿Pero que tenemos aquí? Nada más y nada menos que a la increíble Mikasa Ackerman. La chica que vale cien soldados—sonrió—. O valía, me temo que ese título quedo en el pasado ¿no es así?

Mikasa frunció el ceño.

—¡Corte esa mierda de una vez! ¡Usted sabe porque estoy aquí!

Él arqueó las cejas.

—No puedes culparme, jovencita, solo estoy cumpliendo con mi deber—le dio otra calada al puro y soltó el humo con parsimonia—. ¿Por qué no tomas asiento?—sugirió.

Mikasa vislumbró la silla de cuero y accedió. No estaba segura de tener otra alternativa.

Con el puro aprisionado entre sus labios, Dreher rodeó el escritorio y de uno de los cajones extrajo dos pasaportes, los cuales situó frente a Mikasa.

—Es un trabajo increíble de falsificación—admitió—. ¿Adónde planeaban ir? ¿Tal vez a Hizuru o probablemente a Marley?—preguntó.

El tiempo se detuvo.

El olor a tabaco saturaba el aire.

Mikasa no se movió. No respiró. De sus labios no salió ni una sola palabra. Su rostro era de hielo, desprecio y tempestad.

Observó los documentos frente a ella: ambos llevaban fotografías de los dos, salvo que los datos personales eran diferentes.

Dreher elevó la quijada, disfrutando el momento en que Mikasa se desbordaba ante sus ojos.

—Tu querido Jean se encuentra bajo investigación al ser sospechoso de orquestar el asesinato del príncipe heredero—anunció antes de tomar de nuevo asiento en su silla de cuero.

Los ojos de Mikasa se desorbitaron un instante.

—Jean… él…el nunca—balbuceo.

—¡Callate!—ordenó con brusquedad—. Ya llegara el momento en que intercedas por él. Sin embargo, me temo que no puedo hacer nada para ayudarlo, todo este embrollo es bastante delicado.

Mikasa tragó grueso, con el corazón latiéndole de nuevo, demasiado deprisa.

—Aun así, tratándose de una heroína de guerra como tú y siendo la puta de Eren Jaeger, creo que puedo hacer una excepción—una sonrisa petulante alargó las comisuras del general.

—¿Qué es lo que quiere?—susurró con voz nivelada, desprovista de cualquier respeto.

—Planteare dos escenarios hipotéticos—espetó—. En el primero, Jean será juzgado, declarado culpable y ejecutado por asesinar al príncipe heredero. Hizuru quiere un responsable y nuestro querido teniente Kirstein es el chivo expiatorio perfecto—respondió Dreher cínicamente—. Pero, en la segunda opción, el panorama pinta mejor para él, para todos ustedes en realidad.

—¿En qué forma?

—Ya te lo había dicho—suspiró—. No quiero tu muerte, Mikasa Ackerman. Solamente deseo que pagues por lo que hiciste.

Mikasa trató de comprimir la ira que surcaba sus venas.

—El tiempo corre—la apremió Dreher.

—¡Lo hare!—dijo de golpe.

Dreher arqueó una ceja, intrigado.

—Bajo una condición.

—¿Cuál es?—quiso saber el general.

—Mi exilio a costa de que todos vivan tranquilos y en paz—se las apañó para responder con firmeza, sin titubeos—. Eso era lo que Eren quería… esa es la razón por la que él murió.

—¿Así que estas dispuesta a renunciar a todo con tal de protegerlos a ellos?

—Sí.

El hombre dejo escapar una carcajada inquietante.

—Bueno, eso fue más sencillo de lo que esperaba—dijo con cierta satisfacción.

Se inclinó hacia su escritorio y comenzó a rebuscar entre los documentos dispersos.

Finalmente, encontró lo que buscaba y arrojó un pasaporte y un pase de abordar sobre el escritorio hacia Mikasa.

—Aquí tienes—anunció en tono casual—. Es un pase para el barco que zarpara al amanecer. También incluí los documentos que necesitas para tu viaje.

Mikasa sintió la garganta repentinamente seca.

—Eres una mujer sensata—dijo Dreher, y se puso de en pie—. ¡Cabo Willrich!—llamó a su secretario desde el interior de la oficina. Pronto, el mismo soldado que se encontraba detrás del mostrador, abrió la puerta—. Por favor, levanta los cargos en contra de Jean Kirstein y dirige a la señorita Ackerman a la sala de espera.

El hombre asintió.

Mikasa tomó los documentos con las manos temblorosas. Sus piernas habían adquirido la firmeza de un algodón de azúcar. No obstante, consiguió desplazarse hacia la salida.


Mikasa llevaba esperando en esa diminuta oficina cerca de cuarenta minutos. Se trataba de una habitación simple, compuesta por cuatro paredes y una verja metálica que separaba la oficina de las celdas, custodiada por dos hombres.

Nerviosa, apretó con los dedos el gastado tapizado de la silla y mordió su labio inferior.

¿Qué les estaba tomando tanto tiempo?

Mikasa levantó la vista y se perdió en la lampara fluorescente del techo, trasladándose sigilosamente a la conversación que había mantenido con Dreher minutos atrás.

La sonata compuesta por las botas de los soldados, el tintineo de las llaves y la puerta al abrirse, fue suficiente para sacarla de su ensoñación.

En lo primero que reparó, con horror, fue el deplorable aspecto en el que se encontraba Jean, estaba tan mal herido que apenas resultaba reconocible. Tenía un ojo cerrado; el labio reventado; el pelo, cubierto de sangre coagulada; la solapa de su camisa tenía una gran mancha carmín.

A simple vista era imposible determinar la gravedad de sus heridas, sin embargo, cualquiera con un poco de sentido común diría que Jean necesitaba atención medica de inmediato.

Como era de esperarse, uno de los hombres al otro lado de la reja le entregó su gabardina, así como el resto de sus pertenencias. Tan pronto como cruzó el umbral de la puerta, Mikasa se acercó a él, temerosa.

—Jean…—masculló—. ¿Qué fue lo que te hicieron?—preguntó examinándolo rápidamente, esperando que no tuviera una lesión de gravedad.

—No importa—respondió con voz grave; renqueaba al caminar, probablemente tenía una pierna lastimada—.Estos hijos de puta aprendieron una o dos cosas de la policía militar.

Su rostro se deformó en una mueca de genuino dolor.

—Apoyate en mi—dijo Mikasa.

Jean dudó.

—Vamos, no voy a romperme—lo apremió—.¿Recuerdas las lanzas relámpago? Solía llevar diez de ellas con un solo brazo.

Él sonrió. Ir en contra de los deseos de Mikasa suponía una batalla, y, en ese preciso momento, no contaba con las fuerzas suficientes para librarla.

Con cuidado, reposó el brazo sobre sus hombros, a la par que ella pasaba un brazo por su cintura. E

Era muy tarde cuando ambos salieron del cuartel en plena noche. Lo único que sentían era el frio adormecedor de noviembre y el sueño de la hipotermia.

—Lo lamento—se disculpó Jean.

Mikasa frunció el ceño, confundida.

—¿Por qué?

—Por el susto que pasaste. No quería involucrarte en toda esta mierda—escupió.

—No es nada—dijo ella tratando de restarle importancia—. Al menos estas vivo—suspiró.

La risa se convirtió en un ataque de tos y, después en una serie de gemidos adoloridos.

—Debemos ir con un doctor.

—Estoy bien—dijo Jean—. No es la primera vez que me dan una paliza.

—Jean—lo llamó ella. Ahora mismo no estaba de humor para tratar con su actitud tozuda.

—¡Gracias a Ymir están bien!—exclamó Armin mientras se dirigía a su encuentro—. Estaba preocupado—admitió.

El antiguo comandante intercaló la mirada entre Mikasa y Jean, evaluando la situación.

—Armin—interrumpió Mikasa con cierta autoridad—. Jean necesita ver a un doctor. Esta herido y requiere atención medica de inmediato.

Jean intentó erguirse, pero el dolor era demasiado, así que desistió.

—Estoy bien—insistió.

Armin apretó los labios y se encogió de hombros.

—Me temo que no podremos contactar a ninguno hasta el amanecer—suspiró—. ¿Podrás resistir hasta entonces?—le preguntó directamente a Jean.

—Si, lo que sea. Solamente quiero salir de este maldito lugar—siseó.

Con ayuda de Armin, descendieron los peldaños restantes y se precipitaron hasta la calle. El tumulto de personas había desaparecido y solo quedaba un grupo de seis haciendo guardia a los pies del edificio, esperando recibir noticias.

Como si lo hubieran pedido, un taxi se materializo ante ellos y, sin pensarlo dos veces, los tres se precipitaron al interior.

—Cuarta avenida con la principal, por favor.

El conductor, si es que había uno, apenas miró alrededor.

El transcurso fue lento, o al menos esta impresión tenia Mikasa. Ninguno hizo el intento por avivar la conversación. Todos estaban lo suficientemente cansados para interrumpir el silencio, por lo que el resto del camino lo realizaron en absoluta afonía, absortos en sus pensamientos.

Cuando llegaron al apartamento, Armin ayudó a Jean a llegar al sofá mientras Mikasa colgaba los abrigos en el perchero.

—¿Estarán bien?—preguntó el antiguo comandante, que parecía preocupado.

—Supongo que lo averiguaremos—respondió Mikasa con aire abatido—. Deberías regresar con Annie. Estaba muy preocupada.

Armin se mostró de acuerdo.

Sin más preámbulos, Mikasa lo acompañó hasta la puerta, como si necesitara recordarle el camino. Los dos se quedaron de pie bajo el umbral, pensativos.

—Sabes que puedes llamarme ¿verdad?

Mikasa asintió.

Armin la miró directamente con una intensidad que ella le había visto pocas veces.

Quizás comenzaba a sospechar que algo andaba mal. Su mejor amigo era un hombre aterradoramente inteligente y no le sorprendería que consiguiera descubrir el trato que había hecho con Dreher esa misma noche.

Haciendo oídos sordos a sus preocupaciones, Mikasa se apresuró a abrazarlo con fuerza. Mientras enterraba el rostro en el espacio que formaba la conexión entre su hombro y cuello, se dio cuenta de que intentaba no llorar.

—Estaremos bien. Tu ten mucho cuidado—dijo contra su piel.

Tenía la certeza de que si lo miraba en ese preciso instante, rompería en llanto.

—Lo tendré—le aseguró Armin.

Tras aquella despedida, Mikasa cerró la puerta. Desde la ventana húmeda del departamento, lo vio precipitarse en dirección a uno de los callejones sin mirar atrás, desapareciendo en la espesura de la noche tormentosa; tan oscuras como su propia alma.

Solo cuando él estuvo lejos, se permitió expulsar, en una sola expiración, todo el aire que había retenido desde que él salió de la residencia.

Sin más tiempo para lamentos, se dispuso a recolectar el botiquín que Jean resguardaba en el baño: preparo paños de agua caliente y dispuso el material sobre la mesita de madera, cerca del sofá.

La cálida luz de la lampara de noche bañaba la habitación, pero los ojos de su amado permanecían cerrados, su rostro pálido y contorsionado por el dolor. Al acercarse al sofá, golpeó levemente su mejilla.

—Jean—murmuró con voz firme—. No puedes dormir con una contusión en la cabeza.

La faz del muchacho se retorció de nuevo, esta vez en una mezcla de molestia y conciencia, y gruñó en respuesta. Con un esfuerzo, se incorporó lentamente, apoyándose en un codo mientras sus ojos se entrecerraban al enfocarse en Mikasa.

Ella tomó asiento a su lado y comenzó a trabajar con delicadeza, sus manos expertas y seguras. Sumergió una de las compresas en el agua y pasó el pasó por su frente con suavidad, retirando cuidadosamente las costras de sangre seca. Cada movimiento estaba impregnado de preocupación y afecto.

Jean soltó una risa forzada, tratando de aliviar la tensión acumulada en la habitación.

—Soy un hombre afortunado—comentó, mirando a Mikasa con absoluta gratitud.

Sin apartar la atención de su labor, levantó una ceja.

—¿Afortunado por recibir una paliza?—pregunto con voz suave pero firme.

Jean rió de nuevo, esta vez con una sonrisa ladeada.

—No precisamente por eso, Mikasa. Soy un bastardo con suerte porque tengo a una hermosa doctora cuidándome.

Un rubor encendió sus mejillas.

—No digas tonterías, Kirstein—lo reprimió.

Él no se inmutó, sus ojos centellearon con una chispa traviesa.

—¿Tonterías? Si esa es la recompensa que obtendré después de cada golpiza, estoy dispuesto a aceptarlas con gusto.

—Eres un insensato.

A propósito, limpió con fuerza una herida en particular. No era demasiado profunda y tampoco de gravedad, pero si lo demasiado molesta para causarle cierta incomodidad.

—Maldita sea, Ackerman, ¿tienes que ser tan ruda?—espetó.

—¿Ackerman? Hace unos segundos era Mikasa—dijo con malicia—. Además, no podemos permitir que las heridas se infecten. Aguanta un poco más.

Una vez más, sumergió la tela en el cuenco con agua, la cual se había tornado rosa al mezclarse con los remanentes de sangre. El silencio a su alrededor se volvió palpable, solo interrumpido por el sonido de sus respiraciones acompasadas.

Al cabo de unos segundos, ella finalmente optó por abordar el tema que había rondado su mente desde que llegaron a casa.

—Jean—comenzó con precaución—. ¿Por qué no me hablaste de los pasaportes falsos?

Él tragó grueso.

Guardó silencio por un momento, como si estuviera sopesando sus palabras.

—No fue por desconfianza—murmuró sin atreverse a mirarla—. Solo… no quería asustarte.

Mikasa se detuvo un instante.

—Pudiste habérmelo mencionado. Nunca habría permitido que te marcharas solo—reclamó.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire.

Tal vez era hipócrita de su parte reprocharle el secreto de los documentos cuando ella se había reunido con el Príncipe Heredero a sus espaldas.

—Lo sé—suspiró.

Sus miradas se mantuvieron fijas entre sí. El silencio no les era incomodo, sino perfecto. Las palabras nunca habían sido demasiado necesarias para decir lo que sentían, en especial para Mikasa. El simple hecho de estar juntos, uno al lado del otro, bastaba para saber que querían confesar algo.

—Temo que lo arruine todo—murmuró. Las palabras salieron de él en un soplo incierto. Sus ojos vibraron un instante y con inseguridad contempló el techo.

Los labios de Mikasa se fruncieron.

—Por supuesto que no. No había manera de que supieras que algo así podría suceder en cualquier momento.

—¡Maldita sea!, el príncipe heredero—maldijo, luchando una guerra en su interior que ella desconocía y al mismo tiempo detestaba.—. Todo ocurrió tan rápido, ni siquiera tuve tiempo de reaccionar.

—No fue tu culpa—dijo ella en tono conciliador.

Los parpados de Jean se cerraron, un puño se formó en su mano y comenzó a temblar.

Dubitativa y atenta a todas sus posibles reacciones, comenzó a abrir su camisa para examinar su pecho.

—Definitivamente debemos buscar a un doctor—dijo ella al notar la hendidura en un costado de su cuerpo.

—Está bien—concedió Jean, su expresión afligida.

La furia creció en Mikasa.

—¡Nada de esto está bien, Jean! Nada está bien…

El ceño del teniente se frunció al instante.

No obstante, para su sorpresa, acunó su rostro con ternura: los pulgares rozando sus mejillas. La miró profundamente a los ojos y, sin decir una palabra, la besó. Ella se quedó tan sorprendida que estuvo a punto de no reaccionar. Durante un segundo permaneció paralizada mientras él la besaba apasionadamente y ella degustaba sus labios.

Pero entonces recobró la compostura. Lo rodeó con sus brazos y atrajo su cuerpo hacia sí. Ese pequeño acto la hizo estremecer involuntariamente, de tal manera que advirtió a Jean y se separó lentamente de ella, buscando sus ojos.

—¿Tu estas bien?—su aliento chocó contra el rosto de Mikasa.

Ella sonrió y, en un acto de absoluta devoción, tomó su mano y depositó un par de besos en sus nudillos.

—Sí, lo estoy.

—Lamento haberte preocupado—murmuró.

Mikasa negó con la cabeza.

Ahora fue el turno de Jean para mostrarse consternado.

—¿Qué fue lo que hiciste para que nos dejaran marchar fácilmente?—indagó con voz firme.

Ella estaba llena de miedo y tristeza.

—Hable con el General Dreher—susurró.

Lo notó tensarse bajo la yema de sus dedos. Como si fuera capaz de leerle el pensamiento, continuo:

—No me hizo nada. Llegamos a un acuerdo… amigable.

—¿Estás segura? Él… él…

Mikasa dejo escapar un suspiro cansino.

—Si tu pregunta es si me obligó a hacer algo, no—replicó—. Ahora, dejame ver esa herida en tu ceja.

—Acercate más—sugirió.

Sin sospechar de las intenciones de Jean, se situó sobre su regazo, prestando especial cuidado a no dejar caer todo su peso para lastimarlo.

Jean la tomó de la muñeca y la miró con un brillo travieso en los ojos.

—Jean, habló en serio—replicó.

—Mikasa…—dijo él, acercando su rostro.

Ella cerró los ojos automáticamente, inclinó la cabeza hacia un lado mientras los labios de Jean rozaban los suyos, una, dos veces, a la par que sus lenguas se encontraban en un dulce y delicioso baile. Todo el combustible en su interior se encendió de nuevo; la necesidad de tocar su piel desnuda resurgió. Muy en el fondo, Mikasa sabía que aquella era la última noche que estarían juntos.

—Estas herido—le recordó.

—A la mierda mis heridas—gruñó Jean—. Necesito sentirte, Mikasa.

Estaba bromeando. Tenía que estarlo. Salvo que empezó a besarla de un modo que indicaba que iba en serio. Aunque tentador al principio, aquel contacto pronto se transformó en una exploración lenta y ardiente. Cerró los ojos y frunció levemente el ceño mientras la inundaban demasiadas emociones que parecían abrumarla desde todas partes. La calidez de la mano que le sujetaba la mejilla y la barbilla, guiándola con tiento para que colocara la cabeza en el ángulo adecuado y así besarla con más pasión.

Le rodeó los hombros con los brazos, pero la postura era incomoda. Al darse cuenta de esto, Jean cambio de posición y le subió la falda a tirones.

—Jean…—protestó mientras lo miraba con inquietud.

—Por favor—insistió.

Le dio un ligero mordisco en el lóbulo de la oreja.

—Jean…—se retorció—. No es el momento… No, de verdad.

—Es el momento perfecto—replicó él mientras le acariciaba la garganta con la nariz—. Bésame.

Cedió a la tentación, pegó los labios a los suyos, y Jean respondió con generoso entusiasmo. Bajo la falda, sus manos estaban muy ocupadas filtrándose bajo sus pantaletas.

Mikasa echó la cabeza hacia atrás para mirarlo, con una protesta en los labios. Pero los ojos de Jean tenían un brillo travieso, y era demasiado tentado como para resistirse.

—Estaré bien—dijo él.— Me asegurare de ir al médico por la mañana.—Le metió una mano entre los muslos y la acarició con delicadeza—. Lo prometo.

Las leves caricias le provocaron un ramalazo de deseo e hicieron que se le cortase el habla.

—Voy a matarte, Kirstein.

Él rió por lo bajo.

La acaricio íntimamente, rozando los delicados y suaves pliegues. La exquisita sensación hizo que el deseo la embargara por completo y que la expectación le corriera por las venas. La penetró con un dedo, poco a poco, moviéndose con cada breve pausa como si estuviera enfundándose un guante. Ella se cerró en torno a la invasión, una y otra vez, y él la penetraba más hondo cada vez que se relajaba, hasta que tuvo la palma pegada al triangulo de rizos oscuros. La masajeó mientras movía el dedo de un lado a otro con caricas lánguidas en su interior.

La vista se le nubló.

—Puede que tengas una costilla rota—gimió ella mientras se retorcía sobre su regazo—. No quiero lastimarte más de la cuenta.

Jean retiró el dedo despacio.

—Esta noche tu marcas el ritmo—repuso el con voz ronca—. Estoy a tu merced.

—Deberíamos esperar a después.

—He esperado varias vidas por ti—dijo, acariciándole una mejilla con la nariz—. Y eso solo desde esta mañana.

Mikasa titubeó.

Jean sonrió.

—No tengas miedo, Mikasa—la engatusó con deje guasón—. Se que lo deseas tanto como yo. Solo tienes que bajar la mano y…

Se quedó sin aliento cuando ella, con una habilitad impresionante, se deshizo del cinturón y desabotonó su pantalón, liberando su dura y palpitante erección.

—Continua—su voz era áspera por la excitación—, tocala, princesa.

Lo tomó por la base, moviendo tentativamente las palmas de arriba hacia abajo. Él siseó, echando la cabeza hacia atrás, aunque era difícil determinar si aquella reacción se debía al dolor o al placer, o quizás una mezcla de ambos. Sin poder contenerse, desperdigó besos a lo largo de su cuello, al mismo tiempo que continuaba bombeándolo.

—Joder—maldijo Jean al verla acariciar su ansioso coño. Sus ojos repararon en aquella exhibición lasciva y se estremeció—. Por Ymir, eres bellísima—su voz profunda envió escalofríos por toda su columna vertebral.

Un pequeño chillido escapó de su garganta cuando se hundió en su longitud; una tentadora pulgada a la vez.

Cuando lo tuvo tan dentro como pudo, se detuvo entre temblores, con la cara a la altura de Jean. Sintió una serie de estremecimientos, de sensaciones y de ecos, y todo se centraba en ese lugar desnudo y oculto donde se unían sus cuerpos. Jean le colocó una mano en el trasero para inmovilizarla y la miro con esos peculiares ojos, de una combinación de verde y dorado tan brillante que parecía lanzar chispas.

Mikasa le toco la cara con una caricia tan liviana como un susurro mientras recorría sus marcados pómulos, las elegantes líneas y el mentón fuerte. Se inclino para besar la preciosa y firme curva de su boca, con el labio inferior más curvado que el superior. Él cambio de ángulo, le provocó un ramalazo de placer, pero también le arrancó un quedo gemido, como si le hubiera hecho daño.

—Lo siento—se disculpó, mortificada, pero él meneó la cabeza y suspiro con sorna.

—No, preciosa…, no me has hecho daño…—Bajó la frente para apoyarla en su hombro con un jadeo—. Es que has estado a punto de ponerme en evidencia.

Ella hizo un ademan de apartarse, pero Jean la agarró de las caderas y se lo impidió.

—Mika, por lo más sagrado—le suplicó con un deje risueño en la voz—, no te muevas.

Mikasa enterró la cara contra su maravilloso pelo y se mantuvo quieta, obediente. Fue difícil, ya que el cuerpo le exigía que se moviera y se frotara contra él. Intento permanecer relajada, pero de vez en cuando sus músculos internos se tensaban alrededor de su dura erección, arrancándole un débil gemido a Jean. Qué raro y qué maravilloso era estar allí sentada, unida a él, sintiéndolo en su interior.

Al cabo de un rato, Jean levanto la cabeza y la miró con los ojos muy brillantes y la cara sonrojada.

—Adelante—murmuró.

Mikasa levantó las caderas para bajarlas nuevamente sobre su miembro, arrancándole otro gemido.

Jean estaba a merced de su toque, a la forma en que sus caderas iban de arriba hacia abajo. Habían pasado setenta y dos horas desde la última vez que hicieron el amor, en aquel cuarto de hotel.

—Mierda—maldijo ella en voz baja, su respiración estaba acelerada.

Todo lo hacía por instinto. En medio de sus movimientos, Jean le desabotonó la camisa y la ropa interior, exponiendo sus pechos desnudos a la cálida luz amarillenta de la habitación. Mientras lo montaba, tomó uno de sus pezones con la boca y lo chupó mientras estimulaba al otro. Mikasa no se detuvo, pero sus embestidas se volvieron más erráticas, más salvajes, mucho más deliciosas.

—Jean—gimió—. Yo…

—¿Qué pasa?—le preguntó él contra el cuello.

—Te amo—dijo besándolo de nuevo.

—Y yo a ti, como no tienes una idea—respondió Jean, empujando las caderas hacia arriba, encontrándose con ella.

La tensión comenzaba a aumentar, llevándola hacia una intensa culminación que no se parecía en nada a lo que había sentido hasta el momento. Aunque no se mecía lo bastante sobre su duro miembro, su cuerpo aceptaba cada centímetro y se aferraba a él cada vez que se retiraba, como si quisiera retenerlo en su interior. Lo único que le importaba eran las rítmicas embestidas que le provocaban más y más placer.

Jean respiraba entre dientes, ya que percibía su electrizante respuesta y la tensión en sus músculos internos. La aferró del trasero, pegándola a él una vez, y otra, hasta que el continuo y constante movimiento la catapulto a un clímax que fue como perder la consciencia, nublándole la vista con una lluvia de chispas blancas y erradicando cualquier pensamiento racional.

No demoró demasiado en presionarse contra su cuerpo y derramar toda su semilla dentro de su coño.

Con una mano, Jean le acariciaba las caderas y el trasero, arrancándole despacio los últimos vestigios de los estremecimientos que la sacudían. La beso en el cuello, rozándole la piel con los dientes, con el calor de su lengua.

Mikasa gimió, demasiado débil y temblorosa para moverse. Se dejo caer sobre su cuerpo, desmadejada y jadeando.

El pecho de Jean vibraba por las risas jadeantes que le sacudían a ella la cabeza.

—¿Te has hecho daño en las costillas?—le preguntó.

—Si—contestó él sin dejar de reír.

—Te lo mereces—replicó con descaro.

Él levantó la cabeza para mirarla con una sonrisa.

—Mikasa, mi preciosa, maravillosa y encantadora Mikasa. Te amo, y no dejare de hacerlo hasta mi último aliento.

—Jean…—sintió que el corazón se le quebraba en mil pedazos.

—No hay palabras para expresar todo lo que siento por ti.


El sol del alba la despertó. Se sentó erguida, impaciente como siempre por empezar el nuevo día; pero entonces recordó que su antigua vida había terminado, que estaba destrozada, y que se encontraba en medio de una tragedia. Casi volvió a sucumbir al dolor, pero lucho contra él. No podía permitirse el lujo de derramar unas lágrimas. Tenía que empezar una nueva vida.

Luego de tomar una ducha, se vistió y se apresuró a resguardar todas sus pertenencias en su vieja valija, la misma que había llevado consigo aquel día que decidió abandonar su casa en Shinganshina para emprender aquel viaje con Jean.

Mientras se colocaba el abrigo sobre los hombros, se dio cuenta de que al final no quería irse de Paradis. Le daba demasiado miedo estar sola. Quería quedarse con su familia.

Al salir a la sala, observó a Jean por última vez. Su corazón estaba atestado de emociones encontradas. Con cuidado, colocó la hoja perfectamente doblada dentro de su diario de dibujos, asegurándose que todo quedara oculto a la vista.

El anillo que le había regalado descansó en la mesa junto al sofá, un testimonio silencioso de aquello que pudo ser. Mikasa se inclinó y deposito un beso suave en la frente de su amado, deseándole una vida feliz, apacible y segura.

Con paso silencioso, se alejó del sofá y camino hacia la entrada del apartamento. Tomó la maleta que había preparado con lo esencial y salió hacia el pasillo, asegurándose de cerrar la puerta con delicadeza para no alertarlo.

Tenía el corazón destrozado, completamente hecho pedazos. Estaba actuando cobardemente y, con toda seguridad, Jean nunca la perdonaría por eso.

Subió al antiguo ascensor y bajo en silencio hasta el primer piso. Cruzó el vestíbulo y se precipitó al exterior, al frio del amanecer, todavía agotada pero totalmente despierta, una combinación tremendamente incomoda. El aire helado le dolía en los pulmones, pero seguramente resultaría tan terapéutico como otras sensaciones horribles. Las calles estaban prácticamente desiertas.

Recorrió las empinadas callejuelas hacia el centro. Mikasa no apartaba la mirada del suelo. Cuando llego a la estación de taxis, se apeó a uno de los coches.

—Al puerto, por favor—solicitó con cortesía.

El hombre asintió y puso en marcha el vehículo. Mientras el taxi alcanzaba, Mikasa contempló el panorama por la ventana, reflexionando sobre las decisiones que la habían llevado a ese punto.

No había pensado más allá de «escapar». No pensó en lo que pasaría al día siguiente, ni dentro de una semana. Esas cosas terribles le parecían demasiado abstractas para emplear lo que le quedaba de cordura. Su mundo se había hecho pequeño, despoblado. Se extendía hasta donde llegaba el aliento.

Cuando finalmente llegaron a su destino, el conductor indicó la cantidad del viaje. Mikasa sacudió ligeramente la cabeza para despejar sus pensamientos y se dio cuenta que había estado llorando en silencio durante el trayecto. Con un suspiro, se apresuró a secar sus lágrimas y, tratando de parecer compuesta, le entregó al hombre el dinero solicitado. Antes de que pudiera responde, le pidió que se quedara con el cambio, tal vez como un gesto de gratitud por su silencio y comprensión durante el viaje.

Una vez fuera del coche, Mikasa tomó su maleta y caminó por el puerto. La gélida brisa marina le acariciaba el rostro, y el sonido de las gaviotas llenaba el aire. Su barco, la Esperanza de Eldia, era un buque pequeño y herrumbroso que transportaba mercancías y pasajeros. En ese preciso instante estaban cargando unos cajones de madera remachados con clavos y que llevaban el nombre del mayor peletero de la ciudad. Mientras observaba la escena, los estibadores metieron la última caja en la bodega y la tripulación cerró la escotilla.

Una familia mostraba sus billetes al encargado de la plancha. Sonó la sirena del barco para avisar a los pasajeros de que subieran a bordo.

—¡Boleto y pasaporte en mano!—solicitó el encargado.

Mikasa se incorporó a la larga fila. Al llegar a la parte alta de la plataforma, entregó los documentos que Dreher le había obsequiado la noche anterior.

El hombre se aseguró que los datos en el boleto y el pasaporte coincidieran.

—Bienvenida a bordo, señorita Ackerman—dijo con una sonrisa.

Ella asintió y, sin más, caminó hasta la borda, donde los pasajeros comenzaban a congregarse.

Se acercó al borde, colocó la maleta en el suelo y recargó sus brazos en el barandal, con la mirada fija en el contorno de la ciudad.

Estaba a punto de dejar atrás todo lo que había conocido, la seguridad de su hogar, la comodidad de su vida anterior, y se embarcaba en un viaje hacia un futuro incierto. Había tomado una decisión imprudente.

Se sorprendió de lo fácil que había sido desmontar su vida. Una vida tan estable y continuada que, salvo breves interrupciones, había conservado la misma dirección desde el día en que nació.

Cuando el barco lanzó su primer adiós, cuando se levantó la pasarela y los remolcadores empezaron a arrastrarlo, a alejarlo del puerto, lloró. Lo hizo sin dejar ver sus lágrimas. Sin demostrar a nadie a su alrededor que se sentía apenada, sin demostrar nada.

Al cabo de unos minutos, dejó de ver la ciudad. El puerto se desdibujo y, después, la tierra.


Cuando se despertó a la mañana siguiente tenía todo el cuerpo magullado. Le dolía tanto el pecho que creía que se había roto una costilla. Tenía cardenales en la cara y un dolor de cabeza atroz. Quería una aspirina, una taza de té y una almohada. Tenía la sensación de que habrían de pasar unas horas hasta que pudiera satisfacer alguno de esos deseos.

Pasó una mano por su rostro, tratando de despejar la bruma de confusión que envolvía su mente. Le tomó un momento darse cuenta que se encontraba en la sala de su apartamento, pero la galimatía volvió a él tan rápido como se dio cuenta que algo importante faltaba: Mikasa.

Con cierta dificultad, consiguió reincorporarse en el sofá. La cabeza le daba vueltas y los efectos de los analgésicos aun nublaban su percepción. Miró a su alrededor, buscando señales de cierta pelinegra que, si mal no recordaba, había dormido en su pecho después de aquella apasionante sesión de sexo. La sala estaba vacía, y una sensación de pánico y desconcierto lo invadió.

Ocultó la cara entre ambas manos y dejó escapar un gruñido de frustración. Aquellos bastardos se las habían apañado para causarle daño. De haber sido solamente un contrincante, lo habría enfrentado sin problema alguno. Pero todos lo superaban en número y, cuando quiso responder, se encontró tendido en el suelo de celda siendo molido a golpes.

—¿Mikasa?—preguntó, mareado y preocupado.

La inquietud que le estrujaba el pecho creció en su interior. Con sumo cuidado se puso de pie, luchando contra el mareo que amenazaba con delegarlo al suelo. Comenzó a recorrer el apartamento, buscando señales de ella. Abrió la puerta del baño, pero estaba vacío. Su corazón latía con fuerza mientras exploraba las habitaciones, temiendo lo peor.

Finalmente, regresó a la sala y se detuvo, mirando a su alrededor con una creciente desesperación.

Demasiado débil y dolorido para mantenerse de pie, regresó al sofá. Intentó convencerse a sí mismo de que todo estaba bien. Probablemente había salido a buscar al médico, porque eso es lo que le dijo que haría al amanecer.

Sin embargo, en lo más profundo de su ser, Jean sabía que algo realmente malo había ocurrido.

Accidentalmente, sus ojos se posaron en el anillo que le había obsequiado hace tres noches. Lo tomó en sus dedos y lo observó con tristeza. Aquella alianza, que simbolizaba su compromiso y amor compartido, ahora parecía un recordatorio amargo de lo que había perdido.

Presa de un ataque de pánico y, pese al dolor instalado en el costado de su cuerpo, estiró el brazo para alcanzar el diario que reposaba en la mesa de centro. No demoró mucho tiempo en encontrar la hoja perfectamente doblada entre las páginas.

«Jean, mi amado, Jean», escribía Mikasa. El viento hacia ondear las cortinas. Con la carta de en la mano, se sumió en una seria de pensamientos deshilvanados. Al leer las primeras líneas, sintió como el mundo circundante perdía sus colores. Cerró los ojos y tardó un tiempo largo en ordenar sus ideas. Respiró hondo y reanudó la lectura.

«Hace casi 24 semanas que estamos juntos. En estos seis meses he pensado mucho en nosotros, nuestra relación y todo lo que conlleva. Y he llegado a la conclusión que te he tratado injustamente. Debería haber sido mejor persona contigo, haberte tratado con justicia. En consecuencia, te he arrastrado de aquí para allá y te he herido muy hondo. Al hacerlo, también me he arrastrado y me he herido a mí misma. No es una excusa, no creas que trato de justificarme. Si he dejado una herida en tu interior, esta herida no sólo es tuya, también es mía. Así que no me odies por ello. Si me odiaras, me partiría el alma en mil pedazos.

»A pesar de todo, no quiero ser una carga para ti, ni para nadie. Es lo último. Por esa razón, te libero. Soy un ser mucho más imperfecto de lo que puedas imaginarte. Por eso quiero que, si puedes, sigas con tu vida. No me esperes. No te reprimas por mi causa. Haz todo lo que quieres. Me niego a interferir en tu felicidad y en la de nadie más.

»Siempre te amare. Vive, ama y se feliz.

Algo se hundió en su interior y, sin nada que pudiera rellenar ese vacío, quedo un gran huevo en su corazón.

Leyó la carta tres veces. Una tristeza insondable lo arropó. La misma que sentía cuando Mikasa lo miraba fijamente a los ojos. Era incapaz de soportar aquel desconsuelo, pero no podía encerrarlo en ninguna parte. No tenía contornos, ni peso, igual que un fuerte viento soplando en su interior. Ni siquiera podía investirse en él. La escena discurría despacio ante sus ojos. Pero las palabras que se pronunciaban no llegaron a sus oídos.

Aquella carta dejaba en claro que Mikasa no había tomado una decisión a la ligera, sino que era una elección dolorosa y necesaria.

Las lágrimas fluían mientras procesaba la dura realidad.

Estrujó la hoja entre sus manos, como si pudiera deshacer las palabras que le habían dejado el corazón roto.

Mikasa se había ido.

Y él se quedaba, destruido.

Continuara


¡Y con este capítulo entramos a la cuenta regresiva hacia el final! Veía muy lejano este momento, pero ahora me doy cuenta que estamos más cerca de lo que imaginábamos.

Hoy no hare comentarios sobre el capítulo, simplemente agradeceré todo su apoyo, en serio, ustedes forman parte fundamental de este proyecto. Les estimo mucho 3

Sin nada más que agregar, cruzo los dedos para que sea de su agrado. Espero regresar pronto. Los próximos capítulos serán más extensos, así que prepárense para todo el drama.

Les mando un fuerte abrazo donde quiera que se encuentren. ¡Cuídense mucho! ¡Nos leemos pronto!

¡Bye, bye!