Capítulo 55
Un nuevo heredero al trono
Aquel era un día triste. El pequeño Louis Joseph Xavier François, primer hijo varón de los reyes de Francia, había muerto la madrugada del 4 de Junio de 1789 con tan solo siete años de edad.
Los nobles presentes ya habían abandonado la habitación del pequeño en el Castillo de Meudon; únicamente sus padres permanecían al lado del cuerpo de su hijo, aún desconsolados.
El Conde Victor Clement Floriane de Gerodelle - junto a los guardias reales de mayor rango - se encontraba en la puerta de la habitación, protegiendo el duelo de los monarcas de su nación. Lucía devastado; al igual que su ex comandante, él había estado cerca de los príncipes desde que estos llegaron al mundo. No obstante, sabía que al menos Luis Joseph ya estaba descansando en paz.
De pronto, unos pasos irrumpieron el silencio del amplio pasillo donde Victor se encontraba, y su mirada se dirigió hacia la dirección de donde provenían.
Era Oscar François de Jarjayes - aquella mujer a la que había renunciado, pero a la que aún amaba - la que se acercaba raudamente vestida con su uniforme de la guardia nacional francesa.
Había llegado al Castillo de Meudon en plena madrugada, aunque verla ahí no le sorprendió. La heredera de la familia Jarjayes había sido muy cercana a la reina de Francia, y era de esperar que llegara a darle el pésame.
- Buenas noches, caballeros. - les dijo a sus ex subordinados.
- Buenas noches, comandante. - respondió Victor.
Y tras ello, todos hicieron un formal saludo militar.
- Gerodelle, ¿tienes un minuto? - le dijo Oscar.
- Sí, claro. - le respondió él, y se alejó unos pasos de los guardias para hablar con ella en privado.
- ¿Cómo está la reina? - le preguntó Oscar, visiblemente preocupada.
- Ya se imaginará, comandante... No ha querido despegarse del cuerpo del príncipe. Está desconsolada. - le dijo Victor con tristeza. - El rey está con ella, pero está igualmente desolado. - agregó.
- Es mejor que desahoguen todo su dolor... - le dijo Oscar. - Lo que ha pasado es devastador para ellos. - agregó.
- Así es... Sin embargo..
- ¿Qué pasa? - le preguntó la heredera de los Jarjayes a Gerodelle, con la familiaridad de tiempos pasados.
- Estoy preocupado por el príncipe Luis Carlos. Ahora él se ha convertido en el nuevo heredero al trono de Francia, y temo que algún impertinente haga que se entere de la muerte de su hermano de la peor manera con el afán de felicitarlo por su nuevo rango. - le dijo, y Oscar lo miró alarmada.
- ¿Quién se quedó a cargo de su seguridad? - le preguntó ella a su ex subordinado.
- El teniente Dubois y una parte del regimiento. - le respondió Victor. - Confío en él, pero no le voy a mentir; preferiría liderar yo mismo al grupo que lo protege.
- ¿Está en el Palacio de Versalles? - volvió a preguntar Oscar.
- No, no se encuentra en el Palacio de Versalles. La princesa María Teresa y el príncipe Luis Carlos se encuentran en el Petit Trianon. - agregó.
- Gerodelle, el General Boullie está aquí. Hablaré con él para hacerme cargo de la seguridad de este castillo en tu lugar. Tú ve al Petit Trianon. - le dijo Óscar.
- Pero, comandante, ¿cree que el general lo acepte? - le preguntó Gerodelle.
- No creo que se oponga. - le respondió ella. - Sé que lo que le voy a proponer es inusual, pero son circunstancias muy particulares. El príncipe Luis Carlos acaba de convertirse en el heredero al trono de Francia; nadie mejor que tú para vigilar que esté a salvo, y nadie mejor que yo para quedarme en tu lugar. - le dijo.
Y tras una breve pausa, continuó.
- Yo me encargaré de convencerlo. - le dijo con una amable sonrisa.
- Muchas gracias, comandante. - le respondió Gerodelle.
Y tras ello, Oscar salió de la habitación en dirección al salón en el que se encontraba la máxima autoridad del ejército francés.
- "Mademoiselle, no ha cambiado nada... Sigue siendo la persona valiente y generosa que recordaba..." - pensaba Victor Clement. - "¿Alguna vez podré dejar de amarte, Oscar François de Jarjayes? - se preguntaba a sí mismo.
...
A la mañana siguiente, el país entero amaneció con la terrible noticia. La muerte del príncipe heredero se había regado por todos los rincones de Francia, y por su puesto, Provenza no fue la excepción.
- ¿Quién llamó a la puerta? - le preguntó Camille a su esposo, quien regresaba a su lado con el rostro desencajado.
Ella estaba sentada en uno de los finos sofás que decoraban el salón de su casa, y sostenía en brazos a su bebé de tan sólo cuatro meses, mientras Marcel, su esposo, se despedía de alguien que hasta hacía pocos minutos había llamado a su puerta.
- Era Fermín... - le respondió él, haciendo referencia a uno de los mensajeros que servían en la villa que había pertenecido a los abuelos de Camille.
- ¿Fermín?... Pero, ¿por qué no pasó un momento?... Me hubiese gustado saludarlo. - le dijo la prima de André.
Sin embargo, él estaba absorto. Aún no terminaba de asimilar lo que había pasado.
- Cami, el delfín de Francia ha fallecido. - le dijo de pronto, y la prima de André lo miró sorprendida.
- ¿Qué? - exclamó ella.
- Fermín acaba de contármelo. Fue esta madrugada. - le dijo.
Y ambos se quedaron en silencio, sin saber que decir.
- Pero... era sólo un niño... Un poco menor que nuestro Philippe. ¿Cómo pudo pasar algo así? - le preguntó ella, visiblemente afectada.
- Fue la tuberculosis... - le respondió él. - Un tipo de tuberculosis que ataca a la espina dorsal, no a los pulmones...
Y tras una pausa, Marcel, que tenía la mirada perdida, dirigió la vista hacia su esposa.
- No tenía idea de que el príncipe estuviera tan enfermo... Al parecer estuvo atendido por el staff de médicos de la familia real, los cuales son muy herméticos. - mencionó. - Si tan sólo hubiesen pedido más opiniones, quizás...
- Es tarde... - interrumpió Camille, abatida.
Tras escuchar aquella triste noticia no pudo evitar pensar en sus propios hijos. ¡Que afortunada se sentía sabiendo que sus pequeños gozaban de una excelente salud!
Y por un momento, sintió una profunda tristeza al pensar en María Antonieta. En ese instante, dejó de verla como la cuestionable reina de Francia para sólo verla como una madre que acababa de perder a su hijo, una madre que, seguramente, tendría el corazón desgarrado por un incalculable dolor.
...
Mientras tanto, en el Petit Trianon, Victor Clement Floriane de Gerodelle y un contingente de seis guardias reales vigilaban la habitación del príncipe Luis Carlos, quien desde hacía algunas horas se había convertido en el nuevo delfín de Francia.
Eran aproximadamente las siete de la mañana. El conde no había dormido en toda la noche y estaba cansado, pero eso no le importaba; la responsabilidad que sentía le hacía sacar fuerzas de donde sea. No obstante, pensó en Oscar, la mujer a la que no había dejado de amar en todo ese tiempo. Ella había tomado su lugar en el Castillo de Meudon quedándose a cargo del contingente de la Guardia Real que ahí se encontraba, y seguramente se sentiría tan cansada como él.
- "Mi amada Oscar François..." - pensó.
Pero en el instante en que la recordaba, un intenso sonido distrajo su atención. Eran pasos, varios pasos acercándose aceleradamente a él, y cuando dirigió su vista hacia el fondo del pasillo, pudo notar de quienes se trataba.
Era un grupo de nobles que vivía en el Petit Trianon. Lo que Victor temía ahora era una realidad; aquellos hombres y mujeres se acercaban a la habitación del príncipe con el único objetivo de felicitarlo por su nuevo rango, sin considerar siquiera que el niño apenas tenía cuatro años y que aún ignoraba la muerte de su hermano.
- Queremos saludar al delfín de Francia. - le dijo uno de ellos a Victor, pero él no se inmutó.
- El príncipe está dormido. Además, no estoy autorizado para aceptar que reciba visitas - le respondió al conde que se había dirigido a él.
- Pero qué dice, comandante. - le dijo otro. - Sabe perfectamente que esas formalidades no van con el Petit Trianon.
- Vamos, sólo déjenos pasar. - agregó uno más.
No obstante, el conde no estaba dispuesto a ceder ante sus caprichos. Y con aquella actitud que para muchos era soberbia, simplemente no les respondió, ni se movió para cederles el paso; se mantuvo firme, al igual que sus subordinados.
Entonces, en el momento en el que los nobles empezaban a enojarse, el sonido de la puerta de la habitación abriéndose los alertó.
Era el pequeño Luis Carlos, el cual se había despertado por el alboroto, y aún en pijama - y también algo dormido - se dirigió a Victor Clement.
- Conde Gerodelle... - le dijo, y tras ello, se acercó a él.
Entonces, lleno de compasión por aquel niño que aún no sabía que acababa de perder a su adorado hermano mayor, Victor lo levantó en sus brazos, y con cuidado, apoyó su pequeño rostro sobre su pecho para que no tuviera contacto visual con los impertinentes miembros de la nobleza que se habían acercado hasta ahí para saludarlo.
No obstante, uno de ellos se atrevió a dirigirse a él.
- ¡Príncipe! ¡Hemos venido aquí para felicitarlo - exclamó.
Pero apenas terminó la frase, Victor Clement se dirigió a sus subordinados.
- ¡En guardia! - les ordenó. Y los seis guardias imperiales desenvainaron sus espadas frente a ellos rodeando al nuevo delfín de Francia, mientras Gerodelle los miraba desafiante; resultaba claro para aquellos aristócratas que el Comandante de la Guardia Real estaba dispuesto a todo para evitar que alguno se dirija al príncipe en ese momento.
Entonces, impactados y ofendidos, empezaron a alejarse del lugar. ¡Que atrevimiento! - decían algunos. ¡Tratarnos así a nosotros, que formamos parte del círculo más intimo de la reina! - murmuraban.
No obstante, a pesar de ser consciente de que sus acciones podrían traer graves consecuencias, Victor no se arrepentía de haber hecho lo que hizo. Su obligación como comandante de la Guardia Real Francesa era la de proteger la integridad física del príncipe, pero había una obligación superior, una obligación que no nacía de su rango como militar sino de su propia humanidad: la de proteger el corazón inocente de un niño de cuatro años, un niño a quien conocía desde que abrió los ojos al mundo y por el cual sentía un profundo afecto... Un niño que, a partir de ese día, tendría que aprender a vivir sin el ser a quien más amaba y admiraba en el mundo.
...
Mientras tanto, en el Castillo de Meudon, Oscar miraba hacia los jardines a través de una de las grandes ventanas del pasillo donde se encontraba.
El cuerpo del pequeño Luis Joseph ya había sido llevado para prepararlo para las ceremonias de su funeral, y Oscar ya había tenido la oportunidad de darle el pésame a los reyes de Francia; había sido muy duro para ella ver a María Antonieta tan devastada, sin embargo, confiaba en su fortaleza y sabía que se sobrepondría a esa terrible pérdida, así solo fuera para honrar la memoria de su hijo.
- Teniente Flaubert... - le dijo a uno de los miembros de la Guardia Real, que temporalmente comandaba. - ¿Alguna novedad en los exteriores? - le preguntó a su ex subordinado.
- Nada inusual, comandante. - le respondió a Oscar.
- Entonces puede regresar a su puesto. - le dijo con firmeza.
- Enseguida, comandante. - respondió el guardia, y tras ello, llevó su mano a su frente haciendo una formal despedida militar.
No obstante, cuando ya estaba por marcharse, se detuvo y volvió a dirigir su mirada hacia ella.
- Comandante... - le dijo.
- ¿Sí, teniente? - preguntó ella.
Y tras una breve pausa, el gallardo teniente de la Guardia Real Francesa volvió a dirigirse a ella.
- Ha sido un honor volver a estar bajo su mando, así sea en estas terribles circunstancias. - le dijo, y ella lo miró con agradecimiento.
- El honor ha sido mío, teniente Flaubert... - le respondió la hija de Regnier.
Y tras ello, el militar se marchó.
...
Habían pasado unos minutos desde que los nobles que habían irrumpido en la puerta de la habitación del príncipe se habían marchado, pero Gerodelle aún sostenía en brazos al pequeño Luis Carlos.
El segundo hijo de Luis XVI y María Antonieta había permanecido en silencio durante todo ese tiempo; al parecer, no había terminado aún de despertarse cuando salió de su habitación. No obstante, empezaba a hacerlo, y al recuperar por completo la conciencia, volvió a dirigirse a Victor Clement.
- Conde... ¿Ya está bien mi hermano? ¿Ya puedo ir a verlo? - le preguntó de inmediato. Entonces Gerodelle y los guardias reales se miraron entre sí, con una gran tristeza.
El príncipe no era ajeno a las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que su madre había pasado la noche lejos del Petit Trianon porque su hermano estaba muy enfermo, y no había dejado de pensar en él en todo momento.
Entonces, aún sosteniendo en brazos al heredero al trono de Francia, Victor Clement se alejó unos metros de sus subordinados hacia una de las ventanas que daba a los hermosos jardines que Maria Antonieta tanto amaba.
- Su majestad... Hace mucho tiempo, una bella dama me dijo que cuando uno ama a alguien se debe desear su felicidad... ¿qué piensa sobre eso? - le preguntó.
Y tras una breve pausa, Luis Carlos volvió a dirigirse a él.
- Pienso que es verdad... - le respondió lleno de inocencia.
Entonces Gerodelle continuó.
- Yo sé que usted ama mucho a su hermano... Y por eso desea que sea feliz... - le dijo. - Pues ahora lo es... Dios lo alivió del dolor que sentía, y lo convirtió en un bello angel para que lo acompañe en el cielo... - agregó Victor.
Y en ese instante, los ojos de Luis Carlos empezaron a llenarse de lágrimas.
- Pero, Conde Gerodelle, ¿eso quiere decir que nunca más volveré a ver a mi hermano? - le preguntó conteniendo sus sollozos.
Entonces Victor llevó las manos a su rostro y secó sus lágrimas.
- Quizás no lo pueda ver, pero lo podrá sentir... Podrá hablar con él sin necesidad de tener que ir al Castillo de Meudon y podrá contarle todo lo que ha hecho durante el día. Estará ahí para consolarlo si alguna de sus cuidadoras lo castiga por haber hecho alguna travesura, y lo felicitará cada vez que obtenga algún premio por haberse portado bien... Sólo tiene que sentirlo ahí, dentro de su corazón. - le dijo con una sonrisa.
Y tras una pausa, continuó.
- Majestad, a partir de ahora su hermano será muy feliz, porque ya nunca más sentirá dolor, ni tendrá que permanecer largas horas en cama. Con las alas de ángel que Dios le ha regalado podrá ir a donde quiera, y ya no habrá nada que impida que pueda estar cerca de usted. - le dijo.
Y tras escucharlo, Luis Carlos apoyó el rostro sobre el pecho del comandante de la Guardia Real, y él lo acunó en sus brazos.
- Conde Gerodelle, yo amo mucho a mi hermano... y cuando se ama a alguien se desea su felicidad... - le dijo, sin poder evitar derramar algunas lágrimas.
No obstante, las palabras de Victor Clement lo habían tranquilizado. Luis Carlos sabía que su hermano nunca más volvería a sentir dolor ni volvería a estar triste, y tener esa certeza llenaba a su inocente corazón de una infinita paz.
...
Fin del capítulo
