El peso de Jean sobre ella se había sentido bien en otras ocasiones, otros contextos, pero ahora sentía que iba a asfixiarse. Después de cubrirle de besos el abdomen, el pecho y el cuello (cosa que en su momento no le desagradó por completo) comenzó a moverse dentro de ella a un ritmo suave y constante, con la suficiente delicadeza como para que esta vez no le doliera, pero aún así ella no se sentía a gusto. El pelo se le pegaba a la frente al hombre con el sudor, y a pesar de que antes lo consideró tan atractivo, justo ahora se le revolvía el estómago al tenerlo tan cerca, su cuerpo desnudo sobre el de ella dejando húmedo ahí donde sus pieles se tocaban y su olor penetrante invadiendo sus sentidos.
La mujer volteó la cabeza para ocultar los ojos llenos de lágrimas.
—¿Pieck? ¿Estás bien, amor? —El gesto de preocupación de Jean la enterneció y sintió sus ojos llenarse de lágrimas—. ¿Quieres que me detenga?
Ella no respondió nada, pero al no recibir respuesta, el joven paró. Jean le dio un beso en la frente y se le quitó de encima, dejándola sola. Pieck pudo respirar por fin, sintiéndose libre. Ni siquiera se le había ocurrido pedirle que parara, pero probablemente Jean vio su incomodidad. No creía que fuera normal sentirse tan incómoda, o dejar de desearlo como había creído que lo deseaba antes. Jean era una lindura, tan atractivo e inteligente, pero en el momento en el que se quitaba la ropa algo la repelía como los lados iguales de un imán.
La joven se hizo un ovillo, acostándose de lado y sintiendo los fantasmas de las sensaciones en todos los sitios en donde Jean la había tocado. Se estremeció una vez más, ojalá pudiera olvidarlo pronto.
—Tranquila, no tenemos que seguir—dijo él con voz cariñosa y poniéndole una mano en el hombro. Tenía los dedos tan largos que Pieck sintió que le cubrió la mayoría del omóplato—. Podemos continuar después. En dos días o seis meses, no hay prisa. No tengo problema con esperarte una vida entera.
Ella no dijo nada. Alcanzó la sábana hecha bolas a sus pies y se cubrió con ella, luego miró al hombre a su lado. No se mostraba tan avergonzado como ella ante su propia desnudez, pero estaba más cohibido que cuando estaba vestido con sus elegantes trajes. Era la segunda vez que lo intentaban, la segunda en que fallaban miserablemente por culpa de ella.
—No creo que quiera volver a intentarlo —dijo ella con voz baja, casi como la de una cría, al tiempo que escondió el rostro entre el colchón y la cobija.
Jean no dijo nada, y Pieck no sintió la valentía para levantar la cabeza y ver cómo había tomado el comentario, ¿estaría herido? ¿Incrédulo? ¿Ofendido?
La mujer se estremeció cuando sintió una mano tocarle la piel de la espalda, y él fue lo bastante sensato cómo para retirarla al instante.
—¿Hay algo que pueda hacer para que te sientas mejor?
Pieck negó con la cabeza. Le costaba reconciliar los sentimientos de cariño y de rechazo que tenía para con él. Lo amaba muchísimo, y al mismo tiempo no quería que la volviera a tocar. El enamoramiento ya no estaba ahí. Había creído que la falta de emoción que sentía en su noviazgo era debido a su capacidad lógica, pero tal vez solo se debía a que ella no estaba hecha para esa relación.
Tenía toda la vida fantaseando con personas tan diferentes a Jean. Cuando lo encontró a él pensó que tal vez no sería difícil contentarse con un hombre (como esperaba su padre de ella en su infancia y luego desde que perdió su titán, como esperaban lo sucios tipos que tenían la idea de lograr algo con una de las guerreras de Marley), siendo él tan perfecto como le había parecido. Pero se seguía sorprendiendo pensando en curvas, manos suaves y cosas tan distintas a las que Jean podría darle alguna vez.
Por fin levantó el rostro, todavía cubriéndose con la manta, las manos empuñadas para no dejar ir su única prenda.
—No quiero seguir haciendo esto. —balbuceó ella con rapidez. El rostro de Jean se mostraba preocupado. Tenía las cejas muy juntas y los labios apretados—. Te amo muchísimo, pero…
Pero, pero, pero. La palabra se le atascó en la garganta. La sintió como un tapón, que al obligarlo a salir derramaría las lágrimas que tanto se había esforzado en contener.
—¿Pero? —preguntó el hombre con gesto herido, pero sin perder el tono dulce. Él también la amaba, pero quizá demasiado, definitivamente de una manera en la que ella no podía amarlo.
—Pero no me gustas, no me atraes. —Jean arrugó la nariz y un movimiento en las cejas dejó ver lo que le dolió el comentario. Pieck suspiró—. Me gustabas tal vez la mitad de lo que me has gustado todo este año después de que intentamos tener sexo la primera vez, y ahora siento que no me gustas para nada. Me da miedo volver a intentarlo y terminar odiándote.
—¿Tan mal estuve? —preguntó él con amargura e ironía.
La broma le sacó una sonrisa a Pieck. A su vez, Jean se acomodó de una forma en la que se cubría mejor de los esquivos ojos de Pieck, pegando las piernas al pecho.
—No eres tú ni lo que haces, es tu cuerpo.
Pieck se lamentó ante lo ridículo de eso, como si su cuerpo no fuera él. Como si le hubiera dicho, no eres tú, es tu personalidad. Claro que era él el problema, aunque cualquier otra mujer estaría ansiosa de tenerlo como lo había tenido ella.
Jean no pareció ofendido. No demasiado, por lo menos. Se le veía más preocupado por ella y curioso por la respuesta que había recibido que otra cosa.
—¿Qué tiene mi cuerpo de malo?
—Nada, eres perfecto. Solo creo que me gustan las personas con cuerpos… diferentes al tuyo.
—¡Pieck! —Gritó la voz de Jean al otro lado de la puerta mientras tocaba con apremio—. ¡Pieck, abre! Es urgente.
Cuando decidió que no iba a irse pronto, la mujer se levantó y buscó su cabestrillo.
—¡Pieck!
—¡Ya voy, ya voy! Dame un segundo.
Ni siquiera se molestó en ver cómo se ponía su bata encima de la floja camisa con la que había estado durmiendo. Decidió que no valía la pena lastimarse el brazo metiéndolo en una manga solo para ver qué quería Jean.
Se escuchó que tocaban la puerta otra vez, así que ni siquiera se echó un chal encima, solo abrió la puerta con un impulso tal que se golpeó el yeso contra el pecho y la hizo hacer un gesto de dolor.
—¿Qué quieres?
Lo primero que la hizo desear haberse tomado la molestia de cubrirse fue el aire helado que entró como una ola en su habitación, mordiéndole la piel descubierta como cristales de escarcha. El brazo resintió el repentino cambio de temperatura. Luego vio que Jean venía acompañado de Mikasa y se sintió demasiado descubierta de repente.
—¿Podemos pasar, por favor?
El frío no dejó a Pieck negarse a pesar de la molestia de la visita. Una vez dentro y con la puerta cerrada, Jean jaló la silla del escritorio para ofrecérsela a Mikasa, quien tomó asiento. Por su parte, Pieck se sentó en la cama y batalló para cubrirse con una de sus mantas. Se maldijo por haber abierto la puerta tan poco abrigada y tiritó al sentir los dedos, las piernas y los pies helados.
Jean se acercó y le acomodó el cobertor con la delicadeza de alguien que cuida de un herido. Eso estaba haciendo, claro, pero era raro ser tratada así por primera vez desde que era niña. El calor que había dejado al levantarse de la cama la envolvió y Pieck suspiró al sentirse cómoda de nuevo. De repente, el frío se sentía refrescante en el brazo roto, en vez de opresivo. Deseó echarse a dormir, pero reparó en sus repentinos huéspedes.
—¿Tienen idea de la hora? —Jean tenía una sonrisita incómoda y Mikasa solo se encogió de hombros. Pieck suspiró—. Es más de medianoche.
—No pensé que estuvieras dormida, siempre estás leyendo hasta tarde —respondió Jean.
—Pero no siempre tengo roto un brazo, ni tengo que ir al día siguiente al anuncio de la muerte de un hombre que me salvó la vida. —Sus dos invitados bajaron la mirada, como apenados—. ¿En qué los puedo ayudar?
—Mikasa quiere que me case con ella.
—¡Oh!
Wow. Eso explicaba la sonrisita de idiota que llevaba. Claro que lo esperaba, pero no había pensado que sería ahora. Últimamente no había estado pensando demasiado en Mikasa, a decir verdad, ni mucho menos en Jean. Estaba demasiado ocupada acostumbrándose al dolor de más duración que había tenido, tal vez, en toda la vida.
Pieck miró a Mikasa y ésta última asintió con timidez.
—No la mires así —la reprendió Jean.
—¡No la estoy mirando de ninguna forma!
—Sí, como ¿por qué harías algo así? —Pieck frunció el ceño y Mikasa le dio un codazo a Jean, sorprendiéndola una vez más por la intimidad fuera de lo común entre esos dos—. Bueno, Mikasa quiere saber qué te hice y ya le dije que nada. Que ni siquiera estás enojada conmigo de verdad.
—Pero no le creo.
Pieck sintió como si la hubieran golpeado en el pecho. Tenía sentido que Mikasa quisiera saber, claro. El cómo habían manejado las cosas podía dar a entender que Jean de verdad le hubiera hecho algo terrible. De hecho Connie le había preguntado en varias ocasiones qué había hecho mal Jean. Puede ser que de haber sido más amable con su amigo no estuvieran pidiéndole aclaraciones.
—Tengo derecho a tener una distancia sana con él, ¿o no? Quizá… —la respuesta socarrona que se le había ocurrido se le murió en los labios cuando Jean habló.
—Pieck, te lo pido como tu amigo. Me prometiste que esto no afectaría mis relaciones en el futuro.
Eso era cierto, la mujer arrugó la nariz cuando recordó que le había jurado a Jean que su secreto no se interpondría en los planes de él. Pero no quería que Mikasa pensara mal de ella.
Pieck tuvo que ponerse en los zapatos de Mikasa, ¿hubiera aceptado ella una respuesta sarcástica? Estar obligada a casarse, aunque fuera con un hombre al que conocía de antemano pero del que no había sabido por años. Pensó en Reiner, había sido su amigo desde que comenzaron las pruebas para seleccionarlos como guerreros; pero no se hubiera atrevido a lo que Mikasa planeaba con Jean cuando Reiner recién volvió de Paradis, de la isla de los demonios.
Y aquí estaba Jean, desaparecido por tres años, lo suficiente como para ya no ser el chico con el que Mikasa creció.
—Dejó de gustarme —se escuchó decir al fin—. Descubrí que no me gustan los hombres. Creo lo lo acepté, más bien.
Pieck se ordenó a sí misma bajar la mirada, pero sus ojos la traicionaron, buscando en Mikasa una expresión envenenada. Pero no había nada. Solo un rostro serio que asintió.
—¿Entonces de verdad no fue algo que él hizo?
—Bueno, él me contó una vez que temía hacer que a más mujeres les gustaran las mujeres. —Ante ese comentario bochornoso a Jean se le pusieron las orejas y las mejillas coloradas—. Pero no. Fingimos que terminamos mal, que él me hizo algo, para protegerme de lo que otros pudieran decir sobre mí. Me siento especialmente vulnerable estando en la política, pero supongo que eventualmente tendré que elegir si hacerlo público u ocultarme para siempre.
»¿Crees que puedas guardar el secreto, Mikasa? Igual que Jean.
Mikasa asintió y luego miró a Jean con los labios apretados y Pieck se removió sin saber qué decir. La angustia de enfrentarse al rechazo de Mikasa se esfumó. Estaba más tranquila y ahora el frío le hacía doler el brazo otra vez, estaba cansada. Sentía ganas de estirarse, meterse en la cama y dormir.
—Gracias Pieck —le dijo Jean—. Perdón por levantarte a esta hora y perdón por presionarte. —Ella solo lo miró de reojo. No intentaba ser grosera, pero no veía la hora de que la visita terminara—. Vamos Mikasa. Te acompaño a tu habitación.
Jean estuvo a punto de tomarle el brazo a Mikasa cuando se levantó, pero se detuvo, apenas rozando su espalda con los dedos. Ella tardó un poco y se puso de pie también.
—Chicos, ¿cuánto tiempo tiene este acuerdo?
—Como hora y media —respondió Jean con orgullo.
—Dios. No vayan a decir nada. Nosotros estamos bien, supongo, Armin, Reiner, Annie. La reina si confían en ella, pero no se lo mencionen a nadie, ni a Lady Kiyomi, ni a nadie más. —Se dirigió a Mikasa—. Estaban pensando en casarte en pocos meses, así que si esperas algo de tiempo para estar segura de tu decisión…
—No creo que tenga mucho tiempo en general —la interrumpió Mikasa de buen humor—. Pero gracias por el consejo, sí quiero extenderlo y disfrutarlo lo más posible.
Pieck asintió y sintió pesados los párpados, como si tuviera los ojos llenos de arena. Se sobresaltó al darse cuenta de que se quedaba dormida y el súbito movimiento le provocó una punzada en el hueso roto.
—Vamos, Mikasa —repitió Jean, quien apagó la vela del escritorio y cerró la puerta, dejando a Pieck sola para recostarse y descansar.
