Disclaimer: todo pertenece a Gege Akutami, un ser sin sentimientos que hace sufrir a mis personajes favoritos.
Esta historia participa en el evento multifandom del foro Alas Negras, Palabras Negras con los prompt quizá, mentira y alivio.
Hay spoilers del manga hasta el capítulo 222, donde se ubica la historia. Estoy oxidadísima y como siempre lo he dejado todo para el último minuto.
III
Las cosas imposibles estaban sucediendo
Había sido muy aprensiva de joven, incluso asustadiza. Otros hechiceros se burlaron de ello. Utahime había luchado contra sí misma para poder crecer, contra sus miedos, sus debilidades, sus limitaciones. Todavía peleaba.
Estaba frente a la morgue, en la escuela de hechicería de Tokio. Nadie normal frecuenta una morgue, pero Utahime sí. Cada vez que viajaba a Tokio iba directa allí, al lugar más siniestro y triste que podía existir, y se reunía con su amiga Shoko en su despacho. Utahime la sermoneaba porque fumaba demasiado y Shoko le prometía falsamente que era su último cigarro. Pocas veces había velado a alguien, aunque la muerte fuese algo ordinario en el mundo de la hechicería.
Pero el mundo en ese momento se agitaba de una manera poco ordinaria, sin red de seguridad, sin que nadie supiese que podía pasar.
Estaba contando hasta diez, como hacía a los dieciséis años, apretando las uñas contra las palmas de las manos. Qué estúpida se sentía.
Le aterrorizaba entrar en la morgue y ver a otro de sus alumnos tendido sobre la mesa de metal.
Oyó pasos tras las puertas de madera antes de que se abrieran. Aguantó la respiración un segundo, tal vez dos. Quienquiera que fuese saldría y le diría que algo había salido mal.
―Oh, Iori-san ―Ijichi se detuvo al verla―. ¡Qué alegría verla sana y salva!
Ino, el chico que solía acompañar a Nanami en sus misiones, salía tras él con tanta prisa que solo les dedicó un gesto con la cabeza.
―Lo mismo digo, Ijichi-san.
―Está dentro ―informó el ayudante, observando la expresión grave de ella―. Sano y salvo, también.
―¿Él…? ―Utahime carraspeó. Tenía la boca seca―. ¿Él está…?
―Vivito y coleando. ―Saturo Gojo se agachó instintivamente al cruzar el umbral―. Siempre supe que me echarías de menos, Utahime, pero ya puedes dejar de sufrir.
Utahime lo examinó de arriba abajo con rapidez. Buscaba heridas, marcas, señales. Aparentemente, no había nada alarmante en él; pero por algún motivo, su sistema nervioso la mantenía alerta, preparándola para gritar.
Sus miradas se cruzaron. Era raro verle sin la venda sobre los ojos. Él esbozó una sonrisa pesarosa, inapetente. Ella debía contestar con algo ingenioso o mordaz, era parte de su juego habitual. Pero él parecía cansado, un poco irritado, y a ella no le apetecía jugar.
Ijichi se despidió con la mano, dejándolos solos.
―¿Estás enfadada conmigo?
―¿Yo? No. ―Utahime frunció el ceño―. ¿Por qué iba a estarlo?
―Quizá no lo hayas oído, pero estuve dentro de una prisión diecinueve días ―respondió―. Y todo se fue a la mierda en ese tiempo.
―Lo que pasó no fue culpa tuya ―replicó rápidamente. Se pasó la lengua por los labios―. Además, no creo que te hayas dejado atrapar por diversión.
―No, no tuvo nada de divertido.
En dos largos pasos se detuvo frente a ella.
―Tampoco fue culpa tuya ―dijo con una suavidad que resultaba impropia―. Sé que te estás fustigando interiormente, reconozco esa mirada. La misma que ponías cuando eras mi senpai y hacía algo indebido.
Utahime ahogó un suspiro, desarmada. Estaba convencida de que él no prestaba atención a esa clase de detalles. El desconcierto fue absoluto cuando Gojo colocó las manos sobre sus hombros, atrayéndola hacia sí. Ella correspondió el abrazo por reflejo, aunque Satoru Gojo era demasiado alto y la cara de Utahime Iori se enterró en su pecho. Era un poco incómodo. Pero Utahime se dio cuenta en ese momento, cuando nadie la veía bajo el refugio de Gojo, de cuanto necesitaba echarse a llorar.
Porque, como él dijo, todo se había ido a la mierda en diecinueve días. Como si un gigante invisible les hubiese golpeado y fuesen incapaces de ponerse en pie. Nanami había muerto, igual que dos de sus chicos, y los habían herido, traicionado y vapuleado. Las cosas imposibles habían sucedido.
El aire entraba en sus pulmones a bocanadas, entre quejidos. Él la apretó cuidadosamente, descansando la barbilla sobre su cabeza. Utahime se aferró a su espalda con el temor de que Gojo volviese a desaparecer. Pero cuando Utahime logró serenarse, Gojo seguía allí, y tras el llanto la invadió una profunda sensación de alivio.
Todo estaba patas arriba, pero él seguía allí.
―Sí que te eché de menos ―admitió, enjugándose las lágrimas―. Todos lo hicimos, aunque seas insoportable. Pero te lo advierto: si cuentas algo de esto, diré que es mentira. ¿Me oyes? Lo negaré hasta el final.
