(18 años antes)

9:12 del Dragón. Invernada, primer mes.

Ferelden. Castillo de Pináculo.

La Teyrna

—¡Cuenta la historia! ¡cuenta la historia!

Idun esbozó una sonrisa ante la insistencia de su hija.

—¿Otra vez? —preguntó Agdar—. ¿No quieres escuchar sobre Calenhad el Grande y la unificación de Ferelden?

—¡No! Quiero oír de los engendros teneborsos.

—"Tenebrosos" —corrigió Idun—. Bien, pero después será hora de irse a la cama.

Elissa asintió con vehemencia y recogió el dragón de madera que su tía Alftanna, hermana de Idun, le regaló en su último cumpleaños.

Idun se aclaró la garganta, mientras Agdar sentaba a la niña en su regazo.

—Hace mucho tiempo, cuando el mundo aún era joven, los primeros humanos llegaron a Thedas y aprendieron a usar la magia del Velo gracias a los elfos. Pero también aprendieron magia oscura, prohibida. Hicieron tratos que ningún elfo habría hecho…

—¡Cuenta lo de los dagones! —interrumpió Elissa.

—Estaba llegando a esa parte, cariño. Recuerda que la paciencia es la mayor virtud.

Su hija se encogió avergonzada y asintió en disculpa.

—Con aquel enorme poder, se fundó el que sería el mayor Imperio que el mundo haya conocido: Tevinter. El Imperio adoraba a siete grandes dioses, todos con la forma de fieros dragones celestiales. Pero el más poderoso y temible era la gran bestia negra, Dumat, el Dragón del Silencio. Bajo su tutela, los magísteres de Tevinter aprendieron a usar la magia de sangre, concediéndoles el poder de dominar a cualquier mortal a su voluntad. Y así, el Imperio se extendió por todo Thedas, esclavizando a todos los pueblos, desde barbaros hasta elfos.

—Pero, cuando ya no quedaba nada más que conquistar, los magísteres comenzaron a luchar entre sí. Tevinter se sumergió en guerras civiles que debilitarían su poder. Fue entonces cuando el temible Dumat les susurró en sueños, revelándoles el secreto del Hacedor: la Ciudad Dorada. Y los magísteres, sedientos de poder y ambición, se volvieron hacia el Velo, dispuestos a conquistar el Trono del Cielo.

—Y luego se convirtieron en monstros —añadió Elissa.

—Parece que ya te sabes la historia al derecho y al revés, pequeña niña —dijo Agdar—. No sé por qué insistes en escucharla todas las noches.

—¿Qué les dije a ambos sobre interrumpirme? —les reprendió la Teyrna. Padre e hija se encogieron—. ¿En dónde estaba? Ah sí. En secreto, los magísteres se reunieron para romper la barrera del Velo y llegar hasta la Ciudad Dorada. Una y otra vez, golpearon. Hasta que, al fin, la puerta se abrió. Pero, al pisar el inmenso salón, una voz tronó estremeciendo al cielo y a la tierra: "¡Habéis traído el pecado al cielo, y la Ruina al mundo entero!". Entonces los magísteres que habían llevado el pecado a la casa del Hacedor fueron expulsados y castigados. Regresaron en forma de monstruos: los primeros engendros tenebrosos.

—Se ocultaron en los Caminos de las Profundidades, buscando la prisión de Dumat en la que alguna vez el Hacedor lo hubiese encarcelado, en las entrañas de la tierra. Y, al hallarla, la macula de los monstruos corrompió incluso al Antiguo Dios, quien se levantó como un nuevo ser: el Archidemonio. Esta criatura llena de odio y rencor tenía un único propósito: destruir el mundo y a todos los hijos del Hacedor.

—Los reinos enanos fueron los primeros en caer, y desde el subsuelo los engendros tenebrosos nos atacaron, una y otra vez… hasta casi llevarnos al borde de la aniquilación. El Archidemonio llevaba muerte y desolación allá por donde pisaba, y el mundo se hundió en una época de oscuridad sin precedentes. Ni siquiera todo el poder de Tevinter fue suficiente para frenar su expansión. Las ciudades fueron destruidas, y los campos se redujeron a paramos desiertos. Toda esperanza parecía perdida, el mundo llegaría a su fin y la oscuridad reinaría por siempre en Thedas.

—Y fue entonces cuando los Guardas Grises aparecieron. Hombres y mujeres de todas las razas. Magos y guerreros. Barbaros y reyes. Montados en sus enormes grifos blancos, los Guardas Grises sacrificaron todo para contener la oleada de oscuridad… y prevalecieron.

—Odio interrumpir, pero… falta una hora para la media noche —indicó Agdar—. Ya es hora de ir a dormir.

—¡Pero mamá estaba llegando a la mejor parte! —protestó Elissa con ojos cristalinos—. Otro dratito más, ¿sí?

—Elissa…

Idun observó divertida el intercambio. Ambos podían ser bastante tercos cuando se lo proponían, y sus semejanzas físicas solo acentuaban el hilarante momento. Los dos eran rubios, aunque el cabello de Agdar era más oscuro y bajo el Sol resplandecía como el oro, mientras que los lechosos cabellos de Elissa parecían encandecer bajo la Luna; y sus ojos eran prácticamente los mismos: unos iris azules tan profundos que, si mirabas bien, parecían bloques de hielo traídos de las tierras más allá de Par Vollen.

—Tu padre tiene razón, Eli. Ya es tarde y mañana comienzan tus clases de equitación. Creí que estabas emocionada por montar un poni.

El rostro de la niña volvió a iluminarse, pero su terquedad seguía al frente.

—Pero prométeme que mañana contarás toda la historia.

Idun tomó la pequeña mano de su hija entre las suyas.

—Lo prometo. Es más, te contaré sobre la Cuarta Ruina y sobre cómo el legendario elfo Garahel derrotó al Archidemonio Andoral, Dragón de los Esclavos.

—¡Está bien! Voy a domir ahora, lo prometo. —Elissa saltó del regazo de su padre y se acomodó en la amplia cama con sábanas blancas y azules, decoradas con laureolas sinoples.

Ambos padres arroparon a su hija, dándole un beso de buenas noches antes de apagar todas las velas y antorchas de la recamara.

Idun le dio una última mirada a su pequeña y su corazón se regocijó de amor.

Tres años habían pasado desde el nacimiento de Elissa y hasta ahora todo parecía ir viento en popa. Tras años de guerra y sufrimiento, Ferelden por fin comenzaba a dar señales de una nueva era de paz y prosperidad. El conflicto de un siglo contra Orlais había quedado saldado trece años atrás, y ahora el reino vivía una etapa de prosperidad que no se había visto desde los días de la Reina Fionne, hace casi trescientos años.

Idun conocía bastante bien las consecuencias y tragedias de la guerra contra los orlesianos, y estaba feliz de que todo hubiese quedado atrás. Ahora las única memorias crueles eran las pesadillas que tenía su esposo, y esa mirada sombría cuando hablaba de la guerra. Pero, en especial, cuando se mencionaban los nombres de los difuntos William y Bryce Cousland. Idun nunca insistió en el tema, pero siempre se quedaba a su lado cuando llamaba desesperado entre sueños a su padre y hermano.

Ella misma sufrió las pérdidas de la guerra cuando su padre murió en la batalla de Amaranthine, pero todavía tenía a su hermana mayor. Agdar estaba solo.

Así que ahora, ver a su esposo tan feliz con su pequeña familia de tres, que muy pronto crecería, le llenaba el corazón de regocijo.

Al llegar a sus aposentos, los Teyrns de Pináculo se cambiaron las ropas formales por sus prendas para dormir. Sin embargo, antes de que apagasen las velas, Idun sabía era necesario hablar sobre el incidente. Hasta ahora su esposo había optado por guardar silencio, pero ella ya no podía soportar la angustia.

—Agdar…

—Ahora no, Idun.

—Ignorar el problema no lo elimina. Creí que tú, de entre todas las personas, sabría eso —espetó.

—Mañana tenemos un largo día por delante. Discutir sobre las alucinaciones de una criada solo nos traerá más estrés.

Idun frunció sus delgadas cejas, sin intención de darse por vencida.

—Gerda no es una simple criada. Si lo que dijo es cierto…

—¡ELISSA NO ES UNA MAGA!

Idun se estremeció ante la mirada de su esposo, teniendo que apartar la propia para no ver esos ojos azules que tanto amaba llenos de miedo y cólera.

—Gerda estaba cansada —Agdar tranquilizó su voz—. Y la falta de sueño puede producir que la gente vea cosas irreales, ya lo sabes.

—Pero… —La Teyrna se obligó a tragarse el nudo de la garganta, aunque no pudo hacer lo mismo con el vacío en su estómago—. ¿Y si es verdad?

—Entonces pensaremos en una solución, ¿de acuerdo? —La mirada de su esposo se suavizó mientras entrelazaba sus manos—. Siempre lo hacemos.

Sucedió dos semanas atrás. Era un día nevado y Elissa quería salir a jugar. Dado que Idun y Agdar debían asistir a las audiencias diarias, no podían cuidar de ella por lo que Gerda se había ofrecido a acompañar a la niña. Sin embargo, cuando Idun fue a buscarlas en los jardines, su vieja amiga tenía los ojos inyectados de terror y su cuerpo tembloroso parecía al borde de un ataque de pánico. Todo lo que la mujer pudo articular fueron las palabras "demonio" y "abominación". Idun, temiendo por la vida de su hija, comenzó a buscarla desesperada; pero Elissa estaba sana y salva, jugando con un muñeco de nieve detrás de un árbol.

Una vez que Gerda logró tranquilizarse, le dijo a Idun lo que vio, y sus palabras helaron la sangre de la Teyrna: Elissa había expulsado una corriente de escarcha con sus manos. Solo había algo capaz de explicar aquello: magia. Si su pequeña hija era capaz de usar magia…

Un escalofrío recorría su espalda cada vez que pensaba en las consecuencias.

—Agdar… —Idun se apartó de su toque—. Tampoco quiero perderla. Pero conoces los peligros de la magia, las reglas de la Capilla. No… no podemos simplemente ignorar esto.

—Incluso si Elissa es… una… una maga. —Agdar volvió a juntar sus manos con las de ella y las apretó—. No corre peligro de ser poseída en sus primeros años. Esperaremos por el momento. Si es necesario, haremos lo que debamos hacer. Por ahora, es mejor que descanses. Llevar ese bebé debe agotador.

Idun suspiró y miró su vientre. Hace dos meses los sanadores confirmaron su segundo embarazo. La pequeña Elissa estaría encantada. Aún no le habían dado la noticia, y la pequeña siempre les rogaba por un hermanito. Sería la niña más feliz cuando se lo dijera.

Hizo caso a su esposo y apagaron las velas, dando por terminada la discusión, pero la angustia no desapareció al cerrar los ojos.

X—

(17 años antes)

9:13 del Dragón. Justiniano, sexto mes

Ferelden. Castillo de Pináculo.

El Teyrn

El Teyrn emitió un leve suspiro mientras se levantaba del incomodo trono tallado en abeto y argentita: el asiento ancestral de la familia Cousland. Había sido esculpido seis siglos atrás, en una época en la que los Cousland aún se hacían llamar reyes, antes de que Calenhad Theirin se coronara monarca indiscutible de Ferelden y uniese a todo el territorio en un solo reino. Cuando era niño, Agdar solía mirar con ilusión a su padre sentado allí, la viva imagen de un señor. Sin embargo, el tiempo y la adultez le hicieron llegar a odiar ese maldito asiento, que cada día lo dejaba con un dolor de espalda horrible y el cuello tensado.

—Se levanta la sesión. —Su voz resonó a lo largo y ancho del Gran Salón, una vez que el último de sus vasallos zanjó sus asuntos con el Teyrn—. Podéis retiraros.

Los terratenientes y señores menores que habían asistido hicieron reverencias y comenzaron a retirarse de la sala, así como los campesinos y ciudadanos que no alcanzaron a hacer sus peticiones.

La audiencia de hoy fue extenuante y las horas parecieron eternas, pero por fin había terminado.

Sin duda, la ausencia de su esposa comenzaba a hacerle mella en la administración del teyrnir, pero Agdar debía llevar a cabo su deber. Idun necesitaba cuidar de su segunda hija, que había llegado al mundo apenas cinco días atrás. Pese a todas las insistencias de su esposa por ayudarlo con el trabajo, la voluntad de Agdar prevaleció y ella se mantuvo al cuidado completo de la pequeña Anna. Además, él ya había experimentado lo mismo cuando nació Elissa.

—Ser Kai, escoltad a nuestros invitados —ordenó Agdar.

—Con gusto, mi señor. —El caballero se inclinó y se alejó con pasos uniformes.

Por supuesto, no era necesario. Todos sus hombres conocían el recorrido para salir del castillo, pero Agdar siempre fue partidario de la cortesía y el buen trato a sus vasallos, valores inculcados por el fallecido William Cousland.

Una vez que el Gran salón estuvo vacío y solo quedaron sus guardias y caballeros, Agdar giró a su derecha y salió por una de las puertas laterales. Su jordana de trabajo aún no había terminado, pues todavía quedaba la reunión rutinaria con sus concejales para discutir el estado del teyrnir; además, debía asistir al puerto para reunirse con algunos pescadores y comerciantes.

Tras meditarlo por un momento, lord Cousland decidió que el ir al puerto era una idea más atractiva que reunirse con los viejos concejales en su oficina. Le haría bien algo de aire fresco y la brisa marina siempre lo revigorizaba. Además, podía llevar a Elissa, pues a la niña le encantaba visitar la ciudad y conocer gente nueva.

Una sonrisa cruzó sus labios al pensar en su hija. Elissa era todo lo que podría haber pedido como heredera: era obediente, servicial, atenta y, a sus cortos cuatro años, sabía escuchar y aprender. Idun bromeaba con que era una versión diminuta del propio Agdar y, aunque él nunca le dio la razón, tampoco lo negó. Estaba seguro de que Elissa se convertiría en una gran Teyrna y sabría mantener a Pináculo con gracia y sabiduría.

A él le costó mucho trabajo aprender a ser Teyrn, pues nunca fue educado para ello. No se suponía que se convertiría en el señor de Pináculo, ese papel debía desempeñarlo su hermano mayor. Bryce Cousland nació para ser un lord: tenía el carisma de papá y la inteligencia de mamá. Pero todo cambió tras aquel trágico episodio…

Agdar sacudió la cabeza y enterró los recuerdos dolorosos en el lugar más profundo de su mente.

Se dirigió hacia la habitación de su hija, dispuesto a llevarla consigo a visitar el puerto. Los concejales podían esperar.

Al llegar, entreabrió la puerta y observó a la pequeña Elissa sentada en su cama, intentando leer un libro. Desde que aprendió a palabras y frases cortas, la niña se esmeraba en seguir aprendiendo pues adoraba que le contasen historias y cuentos, así que quería leerlos por ella misma.

—¿En qué historia fantástica estás sumergida hoy?

Elissa levantó la mirada y su rostro se iluminó al ver a su padre.

—¡Papá! Intento leer Aventudras de un miliciano en el mundo conocido. El profesor Kirmal me lo dio.

—Se dice "aventuras" —corrigió Agdar—. Es un buen libro, recuerdo leerlo hace mucho tiempo.

—¿Cuánto tiempo?

—Mucho. —El Teyrn no pudo contener su sonrisa.

—Pero ¿cuánto es mucho?

—¿No te cansas de hacer preguntas, pequeña niña? Te diré algo: cuando lo termines, te contaré. Lo prometo.

Elissa hizo una mueca y gruñó.

—Pero me va tomar muuuuucho tiempo. Es muy difícil de leer. Hay palatras que no entiendo.

—Pues entonces más vale que te apresures, ¿verdad? —Agdar revolvió el cabello rubio de la niña mientras esta reía entre dientes—. Bien, por ahora hay una misión muy importante en la que necesito tu ayuda.

—¿En serio? —Los ojos azules de Elissa brillaron—. Pero tú puedes hacer todo.

—A veces hasta los Teyrns necesitamos ayuda, Elissa. Nadie puede hacer todo solo. ¿Me ayudarás?

—¡Sí! Soy buena ayudando.

—Eso quería oír. Ponte tu abrigo, iremos al puerto y tu madre me matará si te llevo desabrigada.

—Pero el frío no me molesta.

—Yo sé que no. Pero si tu madre se entera…

—Pero de verdad no me molesta —insistió—. Me gusta el frío. ¡Yo soy frío! Mira.

La niña extendió los brazos y el mundo pareció desgarrarse a su alrededor cuando una ráfaga de escarcha brotó de sus manos.

La sangre abandonó el rostro de Agdar y una garra helada envolvió su corazón en una hilera de fauces demoniacas.

Elissa es una maga.

X—

Nota de autor

Para aquellos que leyeron la primera versión, Últimos Guardas Grises, ya habrán comenzado a notar las diferencias, y de aquí no harán más que aumentar. Para mejorar, por su puesto.

Agradezco el apoyo.

Nos leemos la siguiente semana.