Koutarou descubrió el verdadero amor a los, apenas cumplidos, siete años. Pompones, corazones y papel picado volaron por los cielos.
El clima comienza a ser frío gradualmente y los días más cortos. Una cobertura media de nubes fluctúa sobre el cielo. Tras un encapotamiento denso y de color gris, una lluvia esporádica golpetea las ventanas. Las gotas caen una sobre otra hasta trenzar entre sí numerosos caminos patituertos.
Koutarou está enterrado en mantas. Odia el frío y la lluvia, no puede salir a jugar. Y si no sale a jugar, no puede correr por la casa. Y si no corre por la casa, no puede moverse. Y si no puede moverse, su temperatura desciende a centígrados inimaginables y su cuerpo se congela hasta ser huesos fosilizados de un mamut en la plena Edad de Hielo.
Lo mejor que puede hacer es invernar. Coge las cajas de cereales de la despensa con ayuda de una silla y toma el control remoto. Desaloja la mesa central de la sala, construye su cueva de mantas sobre la alfombra despejada y enciende la tele.
Pasa canal tras canal en busca de una caricatura interesante, pero no está conforme con ningún programa. Hace un mohín. La emisión de esa tarde es aburrida, solo hay novelas o noticieros. Una línea transparente de moco comienza a chorrear, Koutarou se la limpia con la manga.
"Ugh. Kou, no seas asqueroso y tráete papel del baño" Burakku lo regaña. Está echada en el sillón más largo con las piernas estiradas y una manta envolviéndolas. Lee parsimoniosamente El Hombre que Confundió a su Mujer con un Sombrero. Burakku una vez le dijo que es una recopilación de casos clínicos neurológicos narrados de una forma bella y enriquecedora. Koutarou no lo entiende, no le cabe cómo un hombre puede confundir a una mujer con un sombrero. A de haber tenido los sesos licuados, pero trató de ser empático con el pobre hombre. Cada que salió a la calle y pasaba una mujer, achicó y achinó los ojos juntando los labios como un pez hasta que su concentración le hirvió las orejas y le sobrecargó los fusibles. No lo volvió a intentar y olvidó el tema.
"¡Te tomarás el control!" Koutarou niega moverse. Es un cachorro en peligro de extinción, no atentará contra su propia vida exponiéndose a la sin piedad del invierno. "¡Me niego, me niego, me niego!" Ladea la cabeza de un lado al otro con energía. Nuevamente moco translúcido chorrea de su otro orificio. Koutarou se limpia con la manga limpia sobrante.
"Ugh. Pues bien, no me hagas caso. Tu nariz se llenará de interminable moco que no podrás respirar y te morirás asfixiado, temblando y sufriendo como una araña raquítica moribunda, pidiendo auxilio, pero nadie podrá socorrerte porque será demasiado tarde".
"…" Koutarou lo piensa. Burakku lo ha conseguido, ha asustado a Koutarou.
Tras levantarse e ir corriendo hasta el baño mientras trapea las mantas junto a él, lleva consigo todos los rollos posibles de papel que encajan en sus brazos. Algunos rollos caen sobre el pasillo y mueren en batalla.
"¡Buko, traidora!" Al volver, como lo predijo, Burakku ha tomado posesión del control remoto y ahora es la nueva reina que impone el matriarcado sobre la casa Bokuto.
Burakku, a diferencia de Koutarou, es decisiva y no ahonda en vueltas. El canal que elige es sobre deportes, están retransmitiendo los Juegos Olímpicos de Sídney del año pasado que se realizó en la misma fecha. Rusia versus la RF de Yugoslavia. Están en el quinto set, Yugoslavia llevando la delantera por tres sets ganados. El último set puede definir al próximo ganador de los Juegos Olímpicos en la categoría vóleibol masculino y ser un nuevo hito en la historia. El hito ya es conocido por el mundo, pero Burakku y Koutarou nunca tomaron verdadera importancia a los Jugos Olímpicos hasta ese momento. Si tienen que ser los últimos en enterarse, así será.
Koutarou refunfuña de pie con los mocos tendidos. Abraza con fuerza los rollos de papel mientras las frazadas se deslizan por sus hombros hasta caer.
La cámara hace un zoom repentinamente raudo, el camarógrafo ni nadie del público en vivo y televisivo se lo esperaba de tal forma. La cancha de Yugoslavia hace aparición. Un saque sobrepasa la red, el líbero eleva el balón sin problemas, el setter arma, alguien remata, el líbero de Rusia recibe, nuevamente un setter arma, alguien remata, el balón es elevado por Yugoslavia. Es un ir y venir. Los ojos de Koutarou también van y vienen, de izquierda a derecha, aunque no entienda nada. La gente se come las uñas y, si ya no las tienen, se comen las de la persona al lado. Las palomitas se caen de la boca. La soda se desliza por las comisuras. Las espaldas se inclinan. Los traseros se deslizan hasta el borde del asiento. '13 – 14', los segundos avanzan. Los fans alzan las manos, listos para el final. El locutor entreabre los labios y los pega al micrófono, listo para gritar. El armador de Yugoslavia lanza el balón, su compañero corre y remata, pero es bloqueado. Todos los jugadores mueven las piernas de un lado al otro, el balón rueda por los aires descendiendo en cámara lenta al pecaminoso piso. El público se muerde los labios, maldice y transpira. El líbero chasquea la lengua, sus piernas refuerzan los músculos y se alzan hasta lo lejos, salva el balón y cae de espaldas contra la mesa del jurado. La multitud está tensa, pero suspira aliviada. El setter retrocede unos pasos con la vista fija en el balón, sus yemas la rozan y la eleva a lo alto en el punto perfecto. El as del equipo inicia su carrera, inclina el cuerpo con una flexibilidad mágica y remata el balón como un cañón imparable que franquea bloqueos.
"¡AAAAAAAAAAAAAH!" El público se alza. Pancartas, polos, calzones, calzoncillos, confeti, y todo a la mano es lanzado. Los gritos traspasan la pantalla y taladran el cerebro aturdido de Koutarou. "¡YUGOSLAVIA, LA REPÚBLICA FEDERAL DE YUGOSLAVIA ES EL GANADOR Y VENCE A RUSIA! ¡TRAS QUEDAR EN TERCER LUGAR EN MIL NOVECIENTOS NOVENTA Y SEIS, AHORA SE PROCLAMA EL VENCEDOR Y RECIBE CON HONOR SU PRIMERA MEDALLA DE ORO!".
El vitoreo y los aplausos de la gente ovacionando aglomeran la audición de Koutarou mientras sus áureos ojos reflejan al equipo uniéndose en un abrazo y alzando al as sobre sí. En la pantalla resplandece la celebración del grupo que salta entre confeti dorado cayendo sobre ellos como polvo mágico.
Pompones, corazones y papel picado vuelan por los cielos. Los rollos del baño caen sobre la alfombra.
Koutarou no sabe si etiquetarlo como amor a primera vista, pero desde ahora está seguro de lo que desea, vivir ese embriagante momento. Quiere celebrar, ser alzado por su equipo y recibir los ensordecedores vítores de la gente mientras confeti cae sobre su rostro y se cuela dentro de su boca haciendo que la tenga que escupir con la lengua.
Sus lánguidos brazos caen a los costados. Todo su sistema arde, la adrenalina recorre sus venas. Está encendido, imparable. Sus sueños son estrellas fugaces superando la velocidad de la luz y perdiéndose en el horizonte del universo.
"¡QUIERO JUGAR VÓLEIBOL!" Corre y rodea toda la sala, riendo junto al público y alzando los brazos al aire como si fueran banderas ondeantes proclamando la victoria. Es el súper Corredor Escarlata de su historieta. Puede correr, moverse, pensar extremadamente rápido, atravesar materia sólida, usar reflejos sobrehumanos, violar las leyes de la física y superar la velocidad de la luz. ¡Es un superhéroe! ¡Quien siempre gana y vence el mal! "¡Ay!" Choca con el cuerpo inmutable de su hermana. Pero al parecer, no puede ser invencible contra Burakku.
"Ni siquiera sabes de qué va. Ya deja de correr como maniático y quédate quieto" Burakku se arrodilla frente a Koutarou. Tiene una bola de papel en manos que aprieta contra su nariz. "Ugh. Expulsa, fuerte. Usa toda tu energía para eliminar a esos engendros mocos, ¿o quieres morir asfixiado?" Koutarou niega rápidamente y da todo de sí.
Luego de ordenar y devolver todos los rollos de papel al baño, su hermana le prepara una taza caliente de hierbas, de dudosa procedencia para Koutarou, con limón y miel. Lo obliga a invernar sobre el sofá junto a ella mientras los dos se acurrucan entre montañas de frazadas. Burakku siempre trata de mostrar disgusto hacia todo, como una reina de Inglaterra ofendida por la sin cultura de los pelantrines a su alrededor, pero Koutarou sabe bien que sus encantos de hermano menor la hacen caer fácilmente, y al final del día siempre lo termina mimando, aunque su comportamiento sea el más cateto de la casa.
Mueve los pies de adelante a atrás en el aire. Las caricaturas chillan por la sala, pero Koutarou no está realmente interesado. Ya no hay canales que transmitan partidos de vóleibol, así que se ha vuelto a quedar sin nada que hacer.
"Tu cabello es tan suave y sedoso… Me duele que no lo cuides como se debe" Burakku peina su cabello con los dedos mientras las hebras bicolores se deslizan y vuelven a caer sobre su frente hasta picar sus ojos. "Deberíamos cortarlo un poco y dejarlo así. La exagerada de Shiro no debió enseñarte a utilizar gel".
"Pero a mí me gusta" Replica Koutarou. Ya va un año desde que Shiro lo instruyó. La primera vez los dos estaban jugando en la bañera, desperdiciando a borbotones el shampoo y haciendo la mayor cantidad de espuma mientras sus risas desquiciadas inundaban las losas.
"¡Kou, mira! ¡Soy la cara de póker Buko!" Con el shampoo Shiro se peinó el cabello y fácilmente construyó un cerquillo sobre su frente mientras juntaba sus cejas y gesticulaba 'odio la vida de estos labriegos'.
Koutarou rio y no se quedó atrás. Wolverine en esos momentos le flipaba, con sus poderes regenerativos, sus garras retráctiles y su peinado respingado. "¡Onee-chan!, ¿qué tal?" A Shiro le pareció cool. A su madre le pareció gracioso. A Koutarou le fascinó.
A su familia le pareció extraño su nueva afición, pero Koutarou luchó por su amor y le suplicó a Shiro cómo mantener su nuevo look.
"En algún momento ese ahínco tendrá que desaparecer…" Burakku aún tiene fe. La inclinación e interés de una persona no es duradera, menos la de un crío. Los caprichos de la gente son una balanza, bajando y subiendo de un lado a otro constantemente.
Una manija de llaves resuena como cascabeles. La tonada de los pasos advierte a Koutarou, sabe perfectamente de quién se trata. Golpes secos y calmos como una marea a media tarde. Es su padre.
"¡Papá, papá!" No espera a que la perilla gire y la puerta se extienda. Koutarou se desprende de los brazos de Burakku rápidamente y corre hasta el canto antes de bajar al genkan. Flexiona las rodillas y desliza los brazos hacia atrás. Salta. "¡Quiero jugar vóleibol!" Su padre suelta su portafolio y lo recibe en brazos, acostumbrado. Su rostro es serio, con un par de arrugas a la vista, pero una pequeña línea se extiende entre sus labios hasta curvarse levemente.
"Koutarou, tu rostro está lleno de mocos. ¿Has vuelto a enfermar?".
"¡Quiero jugar vóleibol!".
Su padre frunce el ceño, percatándose de las palabras de su hijo. "Te distraerá de tus quehaceres en la escuela".
"Quiero jugar vóleibol" Una mueca aparece en el rostro de Koutarou, desafiando la negación. Su padre es serio, estricto y amante del conocimiento. Un catedrático por excelencia que no perdona a sus alumnos el desorden ni los ceros a consecuencia de actividades extracurriculares.
"¿Tus notas en matemática han mejorado? ¿Qué tal con los Kanjis?" El hombre mayor se agacha y deja a Koutarou nuevamente en el canto para poder recoger su portafolio e intercambiar su calzado.
"Más o menos…" Koutarou murmura balanceando su cuerpo junto a la puntilla de los dedos de sus pies. Puchea. Su padre y él son como el agua y el aceite. Su padre ama los libros, él los odia. Su padre odia el desorden, él entiende su propio orden. Su padre ama la espinaca, él la odia. Su padre ama el pescado, él ama el yakiniku. Su padre ama la ducha fría, él la ducha caliente. Su padre prefiere estar horas sentado en su escritorio, Koutarou no puede estarse quieto. Su padre odia el deporte, Koutarou ama salir a jugar. Su padre ama los números, él los odia. Su padre ama el invierno, él el verano. Su padre prefiere tomar primero su refresco y luego comer, Koutarou prefiere combinar de los dos al mismo tiempo. Su padre prefiere las montañas, Koutarou la playa. Su padre prefiere la vainilla, él el chocolate. Su padre ama la salsa soja, él la salsa teriyaki. Su padre prefiere dormir del lado derecho, Koutarou del izquierdo. "¡Pero te prometo mejorar!" Sin embargo, Koutarou está orgulloso de su padre y su tenacidad. Es el mejor maestro y, aunque padece de glosofobia, nunca se rindió ante lo que ama. Koutarou tampoco desea rendirse.
Su padre cuelga el saco en el perchero y lo observa. Los ojos mate y áureos se emulan unos contra otros.
"Muéstrame un reporte de tus notas de esta semana y veremos" Koutarou asiente una y otra vez. No celebra, pero está satisfecho. Está seguro que podrá.
"Buenas tardes, padre. Hoy llegaste más temprano de lo esperado" Burakku se acerca a saludar mientras dirige al mayor hacia la sala.
"Parciales. Me quedaré toda la noche calificando. ¿Tu mamá y Shiro?".
Koutarou se queda quieto en el canto, rascándose la barbilla mientras el líquido mucoso vuelve a deslizarse. Desea armar un plan de estudios, pero su imaginación acarrea su mente hacia un futuro inédito, lleno de fama, gloria y aclamaciones por sus perfectos remates; llevado sobre una litera mientras el público vitorea a su alrededor y lanza confeti que se impregna en el flabelo que lleva en mano.
"Mamá aún estará de turno hasta mañana en la mañana, y Shiro tiene una pijamada".
Koutarou sacude la cabeza, obligado a detener sus visiones e imaginaciones esporádicas. Debe concentrarse. Debe mejorar en matemáticas.
"Nuevamente, Koutarou" Su padre le pasa otra hoja aglomerada de ejercicios matemáticos que no dejan ni un espacio en blanco a la vista. Los números y gráficos marean la mente de Koutarou, siente su cerebro girar y sus pupilas desfallecer. Lanza su frente contra el escritorio en un seco golpe con los brazos extendidos que empujan algunos lapiceros hasta rodar fuera del tablón de madera y caer al suelo. "Falta poco. Cada vez tienes menos errores" Anima su padre mientras vuelve la vista a su propia columna de exámenes por corregir.
Koutarou se cuestiona si su padre es indulgente con él. Sus hermanas pasaron por el mismo proceso una vez iniciaron la primaria, estudiar con su padre cada tarde hasta volverse dignas descendientes del padre de las matemáticas Pitágoras de Samos. Sus hermanas siguen vivas, pero él siente su alma trascender y su futuro inédito ser volatilizado a una edad tan temprana. "Me muero…" Masculla reposando la cabeza sobre un brazo y extendiendo el sobrante como si fuera un moribundo en medio del desierto. Para su malestar, la hoja de ejercicios es su oasis. La palma de su mano se posa sobre la hoja y la arrastra hacia él, lo más lento posible. Desea que los segundos sean largos y eternos.
"¿Tan fácil te rendirás? Pensé que querías jugar vóleibol" Su padre no lo observa, su concentración supera toda expectativa. Sus ojos mate están ocultos tras sus gafas de lectura. Y su mano maquina sin descanso entre rayones y circunferencias, uno tras otro mientras sube y baja, sube y baja.
Las vértebras de Koutarou se estremecen. No lo observa, pero la sola presencia de sus palabras abruma sus raudas desesperanzas.
"Cuando uno ama algo, hace todo lo posible por conseguirlo. No hay excusas".
Koutarou aprieta los labios. No se siente regañado, aunque preferiría que fuera mejor de esa forma. Quizás sería más fácil de sobrellevarlo. Hacer unas pataletas y culpar las exigencias que un crío como él aún no puede sostener sobre la espalda.
"Si solo fue un capricho del momento, puedes ir a dormir".
Pero no está siendo regañado. La voz de su padre es igual de calma y apacigua. No hay exigencias, Koutarou es libre de decidir.
"No…" Murmura levantando la cabeza y enderezando la espalda para volver a tomar un lapicero. "Realmente quiero jugar vóleibol" Sus cejas se estrechan con concentración. Está listo para maquinar su mente y rejonear soluciones.
Su padre no adiciona más. Los rayones son la única musicalización en la sala de estudios durante largos minutos que se convierten en horas hasta un rápido anochecer. Koutarou no está seguro en qué momento sus párpados comienzan a cerrarse y abrirse con más constancia hasta dejarlo completamente levitando entre fantasiosas quimeras, escalando montañas de números mientras una ventisca de invierno lo asecha y lo sepulta lentamente entre el cúmulo de copos de nieve.
"Padre" En silencio, Burakku ingresa a la habitación con dos tazas calientes. Una con café y otra de leche con chocolate. Reposa las dos vasijas sobre el escritorio, apartadas de las columnas de libros y papeles. "Realmente se ha esforzado" Se acerca a Koutarou y aparta con lentitud sus cabellos bicolores que ocultan su dormido rostro.
"¿Crees que estoy siendo muy duro con él?" El mayor detiene el quehacer de su mano, suspira y recuesta toda su espalda sobre la silla. A veces desearía que hubiera material con guía sobre la paternidad.
"No lo subestimes. Él es más fuerte de lo que crees" Con una manta, que reposaba sobre el espaldar del asiento, Burakku cubre los hombros de su hermano. "Es igual de testarudo que tú. No se dejará echar para atrás tan fácilmente".
"Al parecer realmente quiere al vóleibol tanto como su peinado" Su padre ríe levemente. Ante la acción sus hombros tiemblan por un segundo, suben y bajan. Se pone de pie y toma a Koutarou entre sus brazos para dejarlo descansar en su habitación.
"Cuando algo se mete en la cabeza de Kou, no hay quién lo pare" Burakku lo sigue desde atrás, decidiendo tomar la taza de leche con chocolate que Koutarou no pudo ingerir ante las circunstancias de su cansancio. "Realmente son como dos gotas de agua" Murmura caminando a tientas por el pasillo, apenas alumbrado por la sala de estudio.
La habitación de Koutarou tiende a proyectar un cuestionable orden. Burakku y su madre dicen que obvia y objetivamente, se vea por donde se vea, es desorden. Koutarou sigue refutando que hay orden, pero que solo él tiene el poder de entender el código secreto de su Baticueva; solo él sabe dónde está y deben estar sus cachivaches. Shiro lo apoya, y Burakku no se sorprende porque esos dos siempre han compartido la misma neurona.
Burakku y su padre tienen que cruzar el desafiante desorden, sin romper nada, hasta su cama deshecha cubierta de montañas de ropa y mantas enredadas. La común construcción arquitectónica occidentalista, que comparten las casas de la urbanización, es arrasada contra la marea caótica y estrafalaria personalidad de Koutarou. Más que una habitación, es un llamado a la aventura y viviente experiencia hacia lo profundo de una mística cueva. Sin embargo, las erosiones, precipicios, estalactitas y espeleotemas que cubren el techo y el suelo del túnel rocoso, no son más que inocuas trampas para Indiana Jones.
Miles de cachivaches están desperdigados por el suelo. Cubos rubik jamás armados con los colores entremezclados y algunas piezas extirpadas; pelotas de fútbol, baloncesto, tenis, rugby y cricket, todos balones de diversos colores y formas característicos de los deportes que alguna vez Koutarou deseó practicar antes de los siete años, pero dejó a la deriva pasada la semana; un bate de béisbol que ahora es usado para empujar las cosas inalcanzables; pilas de cómics e historietas heroicas con las hojas rayadas, algunas arrancadas y los dobleces arrugados más que la piel de un vejete; lápices y plumones de colores con mordeduras similares a las de una rata famélica; DVDs con contenido de películas sobre súper héroes probablemente rayadas e inutilizables; naipes esparcidos por debajo de la cama, pokebolas, canicas, un trompo, un yo-yo con la cuerda rota, una matraca con el plástico partido, yaxes con las cabecitas descuartizadas; dos salta sogas con rayas oblicuas de un amarillo fosforescente, amarradas cada una a las cortinas percudidas con estampillados de buhitos caricaturescos con diversas expresiones desde la alegría y asombro a la tristeza y enojo; y, por último, una rayuela pintarrajeada con indeleble sobre el suelo, desgastada y casi invisible por los años y el caos cuántico de chucherías sobre ella.
Burakku no es ingenua, y preferiría ser alfarera antes que arqueóloga vistiendo el mismo harapo por semanas o meses mientras se pudre en mugre y tierra. No es Indiana Jones y no tiene son de aventura, así que no le encuentra la gracia y refunfuña contra la hora de aventura que le ofrece el cuarto de su hermano.
"¡Mierda!" Masculla a lo bajo levantando el pie derecho al segundo y empezando a cojear tras una gran punzada que sufrió su dedo gordo. Aprieta los labios y visualiza en silencio unas gotas de chocolate absorberse contra la tela de su blanca y larga falda. El pequeño remolino se tranquiliza dentro de la taza; y la tachuela amarilla, que da un corto giro en su mismo ángulo, se vuelve a desvanecer en la oscuridad. Burakku, por el salvaguardo de su seguridad, decide retroceder los dos pasos avanzados desde la entrada y espera a su padre en silencio.
El de ojos mate logra disociar la casi mezcla homogénea de telas. Cubre a Koutarou con la felposa y suave colcha hasta el ras de su quijada. Koutarou se remueve para acomodarse a gusto y suelta ininteligibles murmullos que surcan sus labios en una sonrisa. Su padre libera su frente de los bicolores cabellos dejando la palma de su mano reposando cálidamente unos segundos, la retira y se despide con un beso sobre la piel tibia. "Te amo".
Los pensamientos frustrantes de Burakku, acerca de su falda profanada y su pureza blanca mancillada, se detienen y evaporan junto al humeante líquido de su bebida hasta desaparecer en lo alto de una colina y solo dejar templadez. Y no importa cuán enojada o frustrada esté, siempre amará a la pequeña pelusa bicolor con faros dorados que tiene el poder de trocar en un segundo tu vida ordinaria y rutinaria por una caótica y digna de una aventura para Indiana Jones.
En silencio, Burakku y su padre abandonan la habitación y cierran la puerta que libera un imperceptible quejido hasta perderse en la nada.
Burakku termina su bebida y lava la vasija con movimientos fluidos y silenciosos indiscernibles para la concentración de su padre que raya un examen tras otro como el sin detener ansioso del tiempo. El agua expedida por el caño acompaña los secos ecos del mutismo habitual a esas altas horas de la noche. Pasos lentos sobre el tatami, rayones contra el escritorio y roces de vasijas escandalosas.
"¿Te falta mucho?" Burakku vuelve a la oficina de su padre. Analiza si acompañarlo, los dos en silencio mientras ella lee un libro con el fondo de los rayones del lapicero relajando su mente como el chasquido de una llovizna. Tener la compañía de su padre al lado es como transitar frente a la calma amena de una marea en tanto los dedos de tus pies cosquillean contra la tibia arena con la sílice reflejando el crepúsculo al final del día.
"No, pero tampoco quiero que madrugues por mi culpa. Ve a descansar, mañana hay clases".
Burakku es una chica fuerte y determinada; el simple hecho de escuchar sus escuetas respuestas y presenciar su carácter, lo afirma. Rendirse es una palabra tachada de su vocabulario, pero a veces se cuestiona si ella es o llegará a tener la misma tenacidad que su padre. Piensa en la similitud que él y Koutarou comparten. Ver a Koutarou le hace recordar las velas infinitas que compraron para el pastel de su séptimo cumpleaños hace casi diez días, brillando con intensidad y negadas a apagar su luz solo porque otros iban en contra de ellas. Se pregunta si su carácter determinante es suficiente para llegar a ser como su padre, o tan afanoso como lo es Koutarou a una minúscula edad.
"Está bien. Que tengas buenas noches. No te acuestes muy tarde por favor" Burakku se acerca y acaricia la frente de su padre, así como él lo hizo con Koutarou, retirando algunos cabellos caídos y reposando la palma hasta trasmitir su calor y dejar la piel tibia. Deja un pequeño beso y se retira manteniendo en sus recuerdos aquellas pequeñas y discretas sonrisas que su padre ofrece constantemente.
Burakku siente que la tenacidad escapa de sus manos como la arena si se aleja de la marea y su sonido ameno se convierte en estruendosas olas que golpean contra su ansiedad. Cuanto más corre, más lejos se encuentra. Así que Burakku camina, aunque desee un ritmo apurado, aguarda y se silencia para seguir escuchando la sosiega marea y no perder el control. Apaciguadamente, como su padre.
Si le preguntaran si tiene una debilidad, Burakku negaría con el ceño fruncido, ofendida. Pero si le preguntasen quién es su debilidad, Burakku tranquilizaría su rostro y relajaría los hombros con una pizca de cohibición embargándola, pero echando el orgullo atrás y gesticulando la determinación que la caracteriza. "Mi padre" Diría, sin dudas ni revueltas.
Si Burakku tiene una debilidad, esa es su padre. Su única y especial debilidad.
La noche es un transeúnte más en la tierra, avanza sin detenerse en un eterno bucle, una espiral giratoria como la vía láctea. Las estrellas siguen a la luna y la luna a la ciudadanía nocturna, quienes dan un súbito vistazo al satélite antes de continuar su trabajo o irse a dormir.
La vida es como una estación de tren, piensa Koutarou. Tan rutinaria, presurosa y asfixiante. La diligencia del sol a frustrado sus sueños. Frunce el ceño y da la espalda a su ventana, ofendido. Las luces insistentes de los rayos aún picotean la vista de sus ojos cerrados. Él jura que la noche aún caminaba por su ventana hace unos segundos, pero no ha sido más que una ilusión; la noche se despidió tan rápido como un tren, chasqueando los carriles y sobrecargando sus motores a la velocidad de la luz para dar pase a la siguiente línea, el día, tan eternamente inalcanzable para ella. Koutarou se pregunta si algún día la luna logrará alcanzar el sol, si quizás podrá dormir un poco más.
Pero su estado despabilado llega más temprano que tarde. El humeante olor a chocolate caliente con leche y unos gofres recién salidos, acrecientan los orificios de su nariz y elevan su espíritu continuamente de su cuerpo. El tarareo de su madre acciona su oreja como la de un perro en guardia. Es un nuevo día y sabe que debe comenzar a accionar con energías renovadas.
Una cepillada de dientes, chapoteo sobre el rostro y gel sobre el cabello.
No se hace esperar, baja al primer piso pisoteando los tablones de la escalera y recibiendo el regaño común de su madre mientras toma café seguido del suspiro de Burakku entregándole su ración de gofres junto a su taza de chocolate y leche. "¡Papá, mi peinado!" Su padre revuelve sus cabellos bicolores y toma asiento a su lado, despliega el periódico del día que recogió del buzón y comienza a resolver el crucigrama junto a Koutarou interviniendo de vez en cuando con respuestas transfiguradas por la boca llena.
La familia Bokuto desayuna amenamente, en una singular armonía que sucumbe en la pasividad y se sumerge en el bullicio raudo que Shiro y Koutarou no demoran en establecer con extravagancia. Risas, gofres en los orificios de la nariz, regaños y bigotes de chocolate; una característica indiscutible en la familia Bokuto cada mañana.
Recogen los platos, cada uno lava su servicio y transita su respectivo camino.
Koutarou se sube en el asiento copiloto junto a su padre, Burakku en los asientos traseros y Shiro va en el carro de su madre porque queda de camino a su secundaria. Todos los hijos Bokuto en diferentes centros educativos; nunca cruzaron caminos en el mismo establecimiento, pues la meta de sus padres es que construyan su propia autonomía, o al menos eso les explicaron. Cuando estaba en el kínder, Koutarou era el último en bajarse, pues estudiaba en un youchien en Chuo, específicamente en Ginza, cerca de la universidad en la que trabaja su padre. Pero ahora, con el sabor del chocolate aún entre los dientes y el picor en su lengua por quemarse impaciente, refunfuña en sus adentros porque ya no tiene un momento de descanso para retomar su sueño unos minutos. Su primaria queda en el mismo barrio de Hachioji mientras la escuela de Shiro queda en el barrio contiguo en dirección contraria.
"Sacaré las mejores notas, ya verás" Baja primero y se despide, con la confianza tan alta como el genio narcisista ultra millonario Iron Man de su historieta. Su padre asiente y Burakku apuesta una semana de tazas de chocolate con leche solo para ella.
Estudia en una escuela pública del municipio, es moderadamente grande llegando a poder abarcar muchos bukatsu que ofrecen solo a los alumnos de secundaria; ahora que lo piensa, recuerda que hay un club de vóley al cual no había prestado su interés particular ni pegado sus faros dorados hasta ese momento. Sonríe seguro de sí mismo y se acomoda la correa de la mochila. Se adentra en el recinto mientras el auto se despide a sus espaladas camino a la preparatoria de Burakku.
Koutarou genuinamente acepta no ser habilidoso en ninguna área. Ni en letras, ni en números, ni artes, ni deportes. Pero por más malo que sea, si algo lo llama y él cruza sus ojos de lechuza contra el objetivo, difícilmente su encaprichada curiosidad se apagará. Tiene que probarlo y saber si le gustará o lo odiará, o morirá por culpa de la tiránica duda.
Ha corrido sin parar por todas las áreas, y ninguna ha sido de su agrado. Ha corrido contra la corriente, pero aún no puede incrustar los pies en el terreno y volverse inamovible. Desea encontrar su oasis, y espera que el vóley sea su respuesta. Sin embargo, si no llega a serlo, no dejará de correr. Su tenacidad seguirá navegando contra corriente, aferrándose a lo primero que crucen sus ojos hasta que sus pies logren acrecentar sus raíces y plantarse en el terreno.
Las matemáticas son su guía, montañas de números a escalar. La nieve la constante, una apacigua constante que te puede llamar a la calma ante su belleza o te puede hacer sucumbir a la desesperación hasta enterrarte bajo ella ante su interminable interrogación. Para Koutarou su padre es como las matemáticas y la nieve, es su guía y su constante. Tras sus cristales resplandecientes puede escalar más fácilmente los números y encontrar el camino; es frío al tacto, elegante y esplendoroso; cálido cuando te sumerges en su profundidad, como un oso polar listo para invernar dentro de su tibieza; su belleza es cautivante y eterna, pero también curiosa, una interrogante difícil de descifrar. Para Koutarou su padre es una interrogante, la equis en la ecuación, pero descifrarlo es una porfía perdida. Así que Koutarou solo se dedica a embelesar la belleza de la nieve, porque luego de ella vendrá la primavera. Y como una constante de la vida, con innumerables interrogantes tras su majestuosa magia, verá nacer pétalos de rosas que colorearán su sonrisa. Koutarou no lo ve sonreír mucho. Oh, su padre es tan constantemente serio. Pero cuando lo hace es como presenciar la llegada de la primavera. Y aunque no tengan parecido alguno, ni pueda resolver la interrogante más difícil que es él, Koutarou sabe que lo ama. Koutarou también ama a su padre, lo admira.
Así que agarra su lápiz masticado por sus dientes, posiblemente heredados del ratón Pérez, y tacha soluciones tras soluciones, alternativas tras alternativas, gráficos tras gráficos, y respuestas tras respuestas. No piensa dar paso atrás ni decepcionar las expectativas que tiene sobre sí mismo.
"Venga ya" Pero Koutarou es pésimo. Sacar el sesenta por ciento ha sido su mayor logro, con la dignidad tambaleando sobre la picada de un abismo, medio salvo, medio muerto. Ha conseguido la nota mínima para aprobar cuando esté en cuarto grado.
"No es mala. Pasaste" Anima un compañero suyo, quien ve la lista de resultados igual de ansioso que él y la demás clase que murmura comentarios y decepciones hasta desaparecer y dirigirse al recreo. "Yo estoy fregado. Más quemado que los huevos que mi papá fríe en el desayuno".
"No seas exagerado. ¡Yo tengo una apuesta contra Buko por la semana! Adiós al chocolate con leche…" Sus hombros se desinflan, las puntas de sus cabellos se rinden ante la gravedad y se encorvan hasta darle un aspecto de gallo achicopalado. Una única cosa tenía que compartir con Burakku, y esa era su amor por la leche con chocolate caliente. Koutarou se pregunta si solo es una actuación para fastidiarlo, Burakku le da más vibras de súper estrella estudiante parte del consejo estudiantil bajo la sobrevivencia de dosis cuestionables de café. "Y también he empezado con las clases particulares de papá. Si no muestro frutos no me dejarán unirme tan fácilmente a un equipo deportivo como antes".
"Tampoco exageres. No es el último examen. Tienes suerte, tenemos uno cada día". Vaya tragedia. Y aunque nadie desaprueba realmente, se trata de honor y orgullo de los padres. Sus notas no son más que cartas astrales prediciendo la futura excelencia que conseguirán desde la secundaria hasta el final de sus días.
"Bueno, tengo cuatro días más" La contracorriente de sus bajos puntajes no lo detendrán. Dejaría de llamarse Bokuto Koutarou si su persistencia y curiosidad dejaran de brillar.
"Bien, ¡olvidémonos de los exámenes! ¡Es hora de comer!" Su compañero rodea sus hombros colgando de un brazo, riendo con sus incompletos dientes permanentes a medio crecer y achicando los ojos hasta volverlos finas líneas negras de cortas pestañas.
"¡Sí!".
Las elásticas mejillas de Koutarou tienen la capacidad de atrapar diez porciones de su arroz en un solo bocado. Como los abazones repletos de una ardilla, Koutarou alienta a su compañero a devorar también su almuerzo con el mismo ímpetu.
Rápidamente, con los bentos ya vacíos y diez minutos de recreo restantes, Koutarou jala del brazo a su acompañante hacia el enrejado que divide la primaria de la secundaria.
"¿Estás seguro? ¡Nos atraparán!".
"¡Será divertido!" Koutarou ríe a lo bajo igual que sus bisbiseos. Su amigo está paranoico, observando a todos lados seguro de que los pillarán. Eso le hace más gracia. "Venga ya. ¡Sube!" Acomoda sus pies y comienza a escalar como un mono, sosteniéndose de los delgados cuerpos metálicos y balanceándose como una pluma de peso ligero. "No es tan difícil" La punta de su lengua se deja visualizar en una esquina de su comisura. Apunta su mirada hacia arriba, concentrado, con sus faroles iluminando el lejano gimnasio al otro lado del enrejado. Puede oír a lo lejos los golpeteos contra el pavimento. Bam, bum, bam, bum. Es música para sus oídos, como el constante golpeteo de un bombo que marca el ritmo de una canción. "¿Lo miras? ¡Ese es el club de vóleibol!" Su cuerpo tiembla de ansias, de emoción.
"¿D-dónde? No veo nada. ¡Bokuto, me voy a caer!" Su amigo llega a su lado, temblando más de miedo que de emoción. Se aferra al enrejado como si su vida dependiera de ello, como un gato con los pelos erizados y las garras enredadas contra las cortinas negado a tomar un baño.
"Solo no mires abajo" Comenta sin verdadera atención. Sus pupilas están clavadas en el gimnasio, sus oídos se acrecientan en reacción a los sonidos de los balones y los festejos súbitos. Desea que su vista se alce como la de un halcón, con una destreza y agudeza visual que supere a sus propios deseos o al mismísimo Superman. "¡Mira ahí! Un alumno ha salido a recoger el balón que se le ha escapado" Los pequeños vellos de su cuerpo se alzan y traspasan una corriente eléctrica entre su fineza. ¿Cómo se sentirá estar en el lugar de aquel chico? ¿Poder dar todo de sí y volar sin precedentes?
"¡Ustedes dos!".
"¡Bok-! ¡Me caigo!".
Siente el jaloneo de las garras temblorosas de su compañero impregnarse en su chamarra hasta descenderlo sobre la tierra y estrellarlo junto a él bajo el firmamento.
"Agh" Está de cabeza. El mundo gira y es contradictorio a su vista. Polvo y hojas serenan lentamente su caída al igual que su consciencia.
"Bokuto Koutarou. Con esta, ¿cuántas llamadas de atención coleccionas?" Frente a él se alzan un par de zapatos negros y con lustre. Un pie tamborilea contra la tierra, esperando una respuesta. Al subir la mirada no es necesario sorprenderse de los brazos cruzados y el rostro arrugado de la vicedirectora, es una costumbre que ha tomado como rutina sin realmente desearlo. "Y ahora has concitado a alguien más contigo".
"Es la señora Tronchatoro" Piensa tragando de vuelta los órganos que se le revolvieron hasta la boca. Realmente la vicedirectora no se llama como la maquiavélica directora de una cinta cinematográfica, ni Koutarou se ha imaginado como Matilda esperando conocer a su dulce profesora Miel para luego comenzar a mover objetos con su mente como los superhéroes de sus cómics y mandar a volar a la vicedirectora lejos y salvar a la escuela y decir adiós a los exámenes y carpetas aplanadoras de traseros para dar pase a colores y carruseles. Claro que no. Pero tampoco es su culpa que su mente no tenga intención de memorizar su apellido. Simplemente no le puede dar play a grabar. El apodo Tronchatoro ha colonizado su memoria y él tiene suficientes exámenes de los que ocuparse como para tomar el papel de pueblo alzándose en revolución. Si le preguntan, él está de acuerdo con la colonización del apodo y toda la escuela también. Ha sido inevitable que se haga famoso entre todos los estudiantes desde que él ingresó a comienzos de abril. Quizás por eso la vicedirectora picotea más sus ojos contra él. "Buenas tardes" Cierra los ojos y sonríe, aunque esté de cabeza, doblado en dos y con los pies rozando sus manos. Compite contra el sol y ríe de su propia metida de pata, porque aún hay forma de dar marcha hacia adelante. Siempre la hay.
Koutarou puede decir que la marcha es tranquila. La vicedirectora los regaña sin faltar la enumeración del enlistado de reglas esenciales e importantes del centro educativo y el deber como hombrecitos de comportarse como pequeños caballeros. Es la misma cháchara que le lanza desde que ingresó a aquel recinto, siempre metiéndose en problemas porque no puede mantener los pies quietos ante tanto picoteo ni controlar su curiosidad. Pero, más temprano que tarde, finalmente los mandan al salón porque no pueden seguir perdiendo más minutos de clase. Y Koutarou piensa que nuevamente a podido salirse con la suya, nada ha pasado a mayores. Solo es un niño viviendo su infancia.
"¿Solo es un niño viviendo su infancia?" La vicedirectora levanta la mano para evitar que el padre de Koutarou siga tomando la palabra antes de dejarse explicar, acostumbrada a la rápida negativa y sorteo de muchos padres a los que ha llamado. "Lo sé, pero todo tiene un límite. Hoy ha tratado de escalar el enrejado para colarse a la secundaria. Se salta los turnos de limpieza o se pone a jugar en medio de ellos, cada semana tiende a romper una nueva ventana y golpear a sus compañeros con la pelota. Y sé que ha repuesto los gastos, pero eso no mejorará las notas de su hijo. Su mayor puntaje no es más que la nota mínima. Esta institución se caracteriza por la alta preparación a la que sometemos a nuestros estudiantes. Que nuestros niños ingresen a la primaria es un paso importante y obligatorio para el Estado tanto como para la vida, por lo que es indispensable que los formemos para que estén listos para los exámenes y requisitos que imponen las mejores secundarias. Nuestros alumnos siempre han sido egresados con satisfactorias notas que les ha permitido seguir cursando con nosotros en nuestra secundaria o lograr ser aceptados en instituciones prestigiosas de Tokio u Osaka".
"Y estoy al tanto de ello. Por la misma razón he inscrito a mi hijo en este centro. Quiero que lo preparen y lo formen adecuadamente en su educación porque esa es la única manera en que podrá abrirse grandes puertas. Yo mismo le imparto clases siendo un profesor universitario. Verá que su nivel mejorará. Y si hay algo que corregir esta es la edad adecuada" Kazuo reverencia. Al subir la mirada la vicedirectora lo observa en silencio. Por un segundo siente una cogorza olear el suelo bajo su asiento ante el sobre análisis que recae en él y sus acciones como padre.
"No dudo de sus métodos y nivel de preparación siendo usted un ilustre y prestigioso maestro. Pero con mis más de treinta y cinco años de experiencia impartiendo orden y educación en este recinto, puedo afirmarle con seguridad que, si esta actitud sigue siendo cosechada por Bokuto, traerá graves consecuencias a su futuro desde habilidad, valores y hábitos".
Kazuo retiene un suspiro, se pone de pie alisando su saco y asiente. "Le aseguro que no se volverá a repetir este incidente ni ningún otro" Terminando de abandonar el despacho de la subdirectora, Kazuo rememora los relatos y descripciones que Koutarou le narra en cada oportunidad en el auto camino a casa. Quizás la mujer sí es tan 'Tronchatoro' como le decía; pero de aquel tipo de persona que consume destilado escocés y mantienen una oficina parafernalia.
"¿Qué tal ha ido?" Su esposa lo llama. Y aunque está en su momento de descanso, no deja de ir de un lado a otro junto a su almuerzo como si pudiera tener la capacidad de clonarse para socorrer a sus compañeros o practicantes en pleno aprendizaje. Kazuo tiene que duplicar su concentración para ser capaz de escuchar entre todo el bullicio en tanto espera que sea la hora de salida de Koutarou.
"¿Crees que soy muy estricto?" No presta verdadera atención a las palabras de su esposa. Desde hace días se siente ahogándose por esa pregunta y necesita poder liberarla constantemente de sus labios, porque al parecer haber criado a dos hijas no ha sido el suficiente aprendizaje para salir titulado como máster en educación parental.
"¿A qué viene eso? ¿Tan mal ha salido?" Escucha la suave risilla de su esposa que se ha quedado un momento en silencio para procesar sus palabras dejando de hacer lo que sea que estuviera haciendo con un bisturí, agujas filosas o tripas revueltas.
"Siento que he terminado siendo yo el villano en todo esto. Eh sido yo quien insistió mucho con este colegio".
"Vale, ha salido mal. Pero, eh, no eres ningún villano. ¿Qué se supone que te dijo la vicedirectora Tronchatoro?".
"¡Papá!" La voz de su hijo se hace notar fuerte y clara entre la multitud. Al segundo puede visualizar el pequeño cuerpo de su hijo corriendo hacia él con los brazos extendidos y la mochila revotando tras su espalda. Las puntas de su cabello están completamente caídas, su ropa está manchada de tierra y tiene rasmillones en las rodillas, brazos y por todo el rostro.
"Te llamo más tarde" Kazuo se despide rápidamente y corta la llamada para recibir en brazos a Koutarou que se lanza con fuerza mientras ríe y tiene en la cabeza innumerables historias por contar de su día camino a casa.
"Papá, has llegado más temprano de lo normal" Koutarou balancea su cuerpo y piernas hasta que es dejado en el asiento copiloto. Kazuo abrocha su cinturón en silencio y rodea el auto para poder subir al timón.
Al cerrar la puerta las risas de los niños y voces de los padres quedan en segundo plano, el sonido de los coches y cláxones disminuyen su volumen y el espacio parece extenderse solo para ellos dos. Koutarou observa a Kazuo esperando una respuesta, expectante. Sus ojos dorados y redondos dan la sensación de exigir una rápida contestación.
Para Kazuo sus hijos son como la terracota, arcilla moldeable que, gracias al trabajo constante y entregado del artesano, se puede tener como resultado la más bella obra de arte. "Dime Koutarou, ¿te gusta venir a este colegio?".
"¿Uh? ¡Claro que sí! ¡Amo este lugar, me divierto mucho con mis amigos, hay muchos juegos a los que subir, hay enormes patios por los que correr, pasadizos largos por los que patinar, muchos lugares en donde poder jugar a las escondidas, puedes armar castillos de tierra en la parte trasera con los chicos de secundaria, la cafetería tiene todos mis postres favoritos y puedo armar conciertos con mis amigos cada que nos toca hacer la limpieza! ¡Parece un laberinto místico con parque de diversiones incluido!" Explica con euforia y los brazos sacudiéndose de un lado al otro, hasta notar que no mencionó lo más importante de un colegio "Oh, y claro, también aprendo mucho" Suelta una risilla esperando que la cuestión no hubiera sido una pregunta capciosa o de esas pruebas psicoanalíticas. "Las mates son divertidas, realmente divertidas" No se siente mal de mentir a medias, pues en la clase el profesor les enseñó origami de figuras geométricas y a él le moló demasiado que ahora lleva muchas de ellas en la mochila, aunque seguramente chafadas y macacas.
"Me alegra oír eso" El carro arranca y Koutarou observa en silencio a su padre hacer cambios de marchas. Tras unos minutos comienza sus relatos dentro del místico laberinto con parque de diversiones incluido, saltando sobre su asiento y alzando los brazos hasta la tela polipiel que tapiza el techo. Kazuo asiente en cada tanto sin desviar sus ojos mate de la luz del semáforo o las direcciones de los carriles. Escuchar a su hijo es como una melodía musical, de aquellas para meditar, hacer Taichí, yoga o simplemente estudiar, aunque luego te sumerja en un profundo sueño del cual no deseas despertar en mucho tiempo.
"¡Y whoa! ¡Luego hizo swash! ¡Kbum!" Aunque el ruido y la inquietud nunca fueron de la mano con él, ha aprendido a amarla y conectar con ello. Su más cercana descripción hacia estos momentos que le generan verdadera paz y tranquilidad, sería comparar las sensaciones que en un hipotético caso generaría escuchar heavy metal tocado por Mozart o Beethoven.
Para Kazuo, Koutarou es como una vorágine visceral, un huracán de energía y palabras; sueños y metas apilándose por doquier sin tener el rumbo aún definido. Es un oleaje hambriento de conocimiento, éxito y victorias; pero tomar la costa a sus anchas puede ser peligroso. Kazuo, como padre, sabe que su deber es equiparar y guiar aquel oleaje; pero se siente lejos de lograr aquello, percibe la relación con su hijo como una metáfora a medio acabar que nunca tuvo mucho sentido desde un principio.
Pero Koutarou también puede ser silencio, un susurro de primavera, el cotilleo de las aves una mañana de verano; los instantes en los que su expresión vigorosa toma calma y se deja llevar por el sueño, con la cabeza apoyada sobre el hombro de Kazuo e instintivamente acurrucándose más contra sus brazos. Esos momentos traen al mayor el recuerdo de la primera vez que cargó a su pequeña pelusa bicolor, tan amena y sin una pizca de lloriqueo que preocupó en un principio; tan frágil como la memoria de un sueño.
También es silencioso en esos instantes de derrota, de frustración por no haber podido alcanzar las expectativas que él mismo se impuso. Recuerda esos momentos en los que su hijo se escondió innumerables veces bajo su escritorio, con las rodillas contra el pecho y la cabeza gacha entre ellas. Sus manos se volvían puños y su boca se marchitaba, odiando no haber podido conseguir ser bueno en el octavo deporte que había elegido aprender.
Y ahí viene la sorpresa, porque Koutarou también puede ser magia, purpurina y brillantina decorando la vida. Dándose el tiempo que necesita, su hijo recupera las fuerzas por sí mismo y trata una vez más con ese huracán de energía que siempre lo caracteriza. Por sí mismo, Koutarou es capaz de abrirse puertas al mundo y volar deseando batallar contra la altitud de las nubes.
"Es tarde Koutarou, puedes seguir mañana" Kazuo interpone una mano entre el lápiz y el papel. Koutarou lleva cabeceando hace más de una hora, batallando contra la extenuación para seguir practicando los ejercicios de matemática.
"No, mañana seguro vendrá este tema en el examen. Ya lo acabo" Kazuo frunce el ceño. Aunque haya sido estricto consigo mismo para no tocar el horario de sueño de su hijo, puede notar lo ansioso y mortecino que se ve este. Siente que enorgullecerse del esfuerzo de su hijo, a este punto, es un pecado. La pasión de Koutarou por el deporte parece alzarlo tan alto, traspasando las nubes, que Kazuo teme por la caída.
"Un papel y lápiz sobre la carpeta no serán las herramientas suficientes para la excelencia si no se goza de buena salud mental y física. Anda a dormir".
Y ahí están nuevamente esos ojos áureos, emulándolo y retándolo con tenacidad. "Seguiré practicando. Venceré nuestro trato" Puede leer el brillo en sus ojos, el sin decoro de una invitación a una lucha y rivalidad sin bases.
"Es hora de dormir" El volumen aumenta y cada sílaba es vocalizada claramente sin ningún desliz. "Y yo soy tu padre" La mirada de Kazuo no queda atrás, él también puede ser un vórtice, una marea en constante oleaje puliendo las piedrecillas hasta tragárselas enteras, un tifón en la costa disfrazado de un anticiclón.
"S-Sí" El brillo vuelve a su tono habitual, y su lado voraz e instinto depredador parecen apagarse finalmente ante el cansancio. Asiente y sin acotar más se retira de la sala de estudio, consciente de que estuvo a una pequeña brecha de cruzar el límite establecido entre un padre e hijo.
Koutarou es una sinergia de sí mismo, un todo esperando por evolucionar y eclosionar su brillo. Sin embargo, una espada de doble filo puede llamar también a una borrasca, una tempestad para la cual Kazuo no se siente preparado. Es fácilmente perceptual para él notar la impaciencia de su hijo, reacio a las peripecias, vulnerable a las frustraciones y deseoso de tomar vuelo a toda costa.
El acto de aquella noche no se vuelve a repetir. Koutarou, como el ruido de una pluma, deja el escritorio a hora puntual y se retira a dormir. Por el contrario, los viajes en auto se vuelven silenciosos; Kazuo puede ver desde el espejo retrovisor a su hijo contar con los dedos reiteradamente entre murmullos reticentes que finalizan en soplidos. La mente de Koutarou parece trabajar las veinticuatro horas del día durante los cuatro días restantes de la semana, con números y signos circundando su mente como selenitas; se convierte en la personificación de un mantra a la espera de reforzar su pensamiento e ideal.
La señora Tronchatoro deja de golpetear sus zapatos negros y lustres contra el suelo, su piel se escarapela de la sorpresa y las arrugas de su ceño dudan si sosegarse. Las travesuras quedan en el ayer, el silencio reina en la institución y el rey de la fiesta parece pernoctar en el mundo de los estudios. Mas sus ojos no dejan de despegarse de Koutarou durante los cuatro días, dudosa ante la idea de que el ruido nunca más vuelva a pisar el terreno escolar.
"¡El cien por ciento! ¡Saqué el cien por ciento!" El último día de clases de la semana llega como un soplido, como un parpadeo o como los cortos segundos en los que Koutarou puede mantenerse quieto en un solo punto. "¿Pueden ver lo mismo que yo? ¡Es un cien por ciento!" Los pasadizos parecen cobrar vida y los colores reemplazan al gris; finalmente vuelven a dejarse oír las estruendosas risas del famoso niño sin un tornillo en la cabeza del primer grado. Grados superiores no pueden evitar esquivar los ojos de sus respectivas clases para colar las cabezas hacia las ventanas que dan a los corredores, como si hubieran estado expectantes por la aparición de ese pequeño hace días. "¡Saqué cien por ciento! ¡Hey, hey, hey!" Y como la purpurina, Koutarou deja rastro de su brillo, extendiendo los brazos, flexionando las piernas hacia los cielos y regalando su mejor sonrisa al mundo; quien lo recibe con barras, soplidos y aplausos.
"No corra por los pasillos, Bokuto Koutarou" Desde su oficina, la subdirectora recita la frase que ganó en popularidad al himno de la institución. Las palabras escapan de sus labios con diferente sabor tras cuatro días, con una extraña pizca de nostalgia que descoloca a la mayor.
"Saqué cien, señora subdirectora" Koutarou para su andar, sin borrar su sonrisa, eufórico. Con la misma emoción del inicio, muestra el papel impreso que lleva registro de todas las notas obtenidas durante esa semana. Efectivamente, un cien por ciento resalta entre los primeros sesenta por ciento, secundados por un ochenta por ciento.
"Felicidades" Es escueto, sin tantas parafernalias como en su oficina. Koutarou le responde agrandando su sonrisa, haciendo cuestionarse a la mayor qué tanta capacidad tiene sus comisuras para extenderse. Camina con lentitud lo que resta del pasillo, hasta girar el recodo y volver a saltonear emprendiendo carrera hacia otros salones para promocionar su nota como un megáfono humanoide.
"No co-." La señora Tronchatoro suelta en un suspiro las palabras faltantes, desistiendo y sosegando su ceño fruncido mientras curva desapercibidamente la línea llana de sus labios.
La espera por la llegada de Kazuo es torturante para Koutarou. Carro tras carro se estaciona en el parking, pero ninguno es el viejo Honda rojo primogénito de su padre desde inicio de los ochenta.
Escuchar la rola de Dream On a lo lejos alerta sus sentidos. El brillo de sus ojos se acrecienta sobre su tono habitual, su lado voraz e instinto depredador parecen volver a encenderse.
Oh, canta conmigo, canta por los años
Canta por las risas y canta por las lágrimas
Canta conmigo, aunque sea solo por hoy
Quizás mañana el buen Dios te lleve…
¡Ah, Sigue soñando!
¡Sigue soñando!
¡Sigue soñando! Sueña hasta que tus sueños se hagan realidaaaaad
"¡Todo aprobado! ¡Saqué cien!" Es lo primero que alega al abrir la manija de la puerta del copiloto, impaciente a esperar que su padre rodee el auto hasta él. "¡Ahora puedo unirme a un equipo de vóleibol!".
"Buenas tardes también" Tratando de alcanzar el correr de las palabras de su hijo, Kazuo apenas logra saludar sin verdadera comprensión total. Una hoja con una larga lista de notas impresa, obstaculiza su visión. La toma en manos y la aleja de sus ojos para poder leer tras sus gafas.
"Cien por ciento. ¡Aprobado!" Koutarou toma asiento, saltoneando aún sobre el mueble. Está expectante, con sus faroles dorados extendiéndose, sus ojos saltones volando de las órbitas y su cabello erizado electrocutándose de emoción.
Kazuo lee. Sesenta por ciento. Sesenta por ciento. Sesenta por ciento. Ochenta por ciento. Cien por ciento. Aprobado. Definitivamente es un aprobado, definitivamente Kazuo debe cumplir su palabra.
"¿Y? ¿Me inscribirás en un club?".
"Felicidades" Los cabellos erizados, gomosos como una gominola, son aplastados y presionados contra la mano de Kazuo, quien sonríe. Y, oh, Koutarou puede presenciar la llegada de la primavera; aunque estén en octubre, un mes fresco pre congelante, oscuro y húmedo. La cobertura de nubes se dispersa y es como ver nacer pétalos de rosas que colorean la sonrisa de su padre. "Busquemos uno cerca del vecindario".
Kazuo se percibe seco, tan recto como el tronco grueso de un árbol, con las ramas desnudas y el suelo árido. El fluir de la humedad no recorre sus venas, es un robot en medio de una pista de baile. Quizás hubiera estudiado robótica o alguna carrera similar si habría habido más oportunidades en su tiempo. Es un violín sin brea, o quizás con mucha, sobre extrapolando las cosas como las cuerdas empolvadas con micro partículas de resina. Quizás sus pensamientos tenían razón, o quizás no; solo sabe que barajear aquellos parámetros es una porfía que trascenderá los tiempos parentales. Lo mejor no es más que mantenerse en el presente, aunque sus metálicos huesos oxidados no comprendan y acepten la tormentosa disciplina del deporte que tanto atesora su hijo.
"¡Bokuto! ¡Bokuto! ¡Bokuto!" Si su manía continua es sobre extrapolar sus pensamientos y decisiones, aprovechará el rompe muelle y empolvará de brea sus cuerdas vocales para conseguir registrar gritos satisfactorios que llenen el gimnasio. Dejará que su competitividad se aloque un poco y que el fluir de la humedad envuelva sus tierras áridas para ganar sin duda a la barra del equipo contrario. Porque, de si comprenderse con el deporte se trata, Kazuo también está pletórico de rivalidad. Programará su robótico cuerpo para que este baile como los fideos de su ramen al son del festejo de una victoria. Y acompañará sin falta cada partido de su hijo.
…
Noviembre significa otoño en Tokio, poder contemplar en todos los parques la belleza del momiji. El rojo intenso se extiende por todas las calles y parcelas; por las hojas caídas que dejaron desplumados a los árboles como pollos de mercadillo.
Algunos pajarillos se paran en cables y acurrucan sus patas. No hay muchos, pero algunos lentamente vuelven a poblar las disecas ramas luego de un exhausto viaje de miles de kilómetros en el que migraron en busca del cálido sol, pero regresando a su tierra madre huyendo de las bajísimas temperaturas que están comenzando a asolar el norte de Japón, como Hokkaido.
Como un día habitual de otoño en ese mes, Koutarou camina por la vereda, con gigantescos pasos que le impidan pisar sobre las rayas del concreto. Es difícil para él ver las divisiones, pues están llenas de hojas secas que truenan bajo sus zapatillas. Una corriente de viento pasa al momento, arrastrando toda la hojarasca junto a ella. El barrido es tan impecable que la ráfaga desea tomar también posesión de su bufanda maltrecha que se desenrolla de su cuello como la cuerda de un yoyo.
Koutarou corre tras ella unos dos pasos, no es mucho porque la ventada no se esperaba que él fuese un deportista futuramente de nivel olímpico.
Al mirar al cielo, tratando de volver a enrollarse la bufanda sin ahorcarse a sí mismo, observa una bandada de decenas de aves que surcan el cielo inmenso y claro gorjeando en formación. Alrededor puede oír a niños de camino a la escuela gritar: "¡Gansos en fila!" o "¡Gorjeos de gansos!".
Koutarou no lo recuerda bien, pero una vez de niño su padre le explicó que se trataban de ánsares regresando de sus veranearles vacaciones en la región occidental de Hokkaido; aves no muy vistas desde la era Meji por la descensión de sus ejemplares a causa de la caza excesiva. Desde esa fecha el pequeño Koutarou odió la caza con todo su ser y nunca quiso saber nada del kyudo, era tema prohibido en la mesa; hasta que el olvido de su odio le trajo sin cuidado por años hasta esa fecha.
Ver la silueta de la bandada de ánsares rozando la vegetación seca, volando verticalmente en fila india, dibujando una gigantesca uve y acercándose a su destino como una ola, hace desear a Koutarou también ser un ave, extender las alas y viajar en busca del verano, si es posible a las islas de Okinawa.
Un pajarillo pasa volando sobre su cabeza y su instinto de supervivencia no le hace agacharse. Si no fuera por las maniobras maestras del piloto pajarillo, Koutarou hubiera tenido una anécdota más que contar sobre su primer pico con un cuervo. Bueno, Koutarou realmente no sabe si es un cuervo o mini cuervito, pero está enterado que son las aves favoritas de su padre, de esas que siempre veían en el parque saltoneando de un lado a otro como pulgas.
Tras la torpeza, el ave logra estabilizar su vuelo y se aleja hasta desaparecer de la vista de Koutarou. La calle parece volver a estar silenciosa, ya no hay brisas enfurecidas y los niños se han ido corriendo con temor a llegar tarde.
Koutarou en lo único que puede volver a pensar es en ralentizar sus pasos, esquivando las líneas de las veredas. No tiene bien entendido su desánimo, Fukurodani quedó clasificado para los cuartetos de final. Si ganan hoy, su futuro estará asegurado para la Spring High.
Sería el mejor día, aquel marcado con plumón rojo en el calendario de la cocina. Seguramente, como es costumbre, se cruzaría con Akinori en la estación y harían una maratón hasta la preparatoria esperando alcanzar el bus que los llevaría al gimnasio de la ciudad, acompañados todo el viaje por los regaños del entrenador.
Sería un buen día, pero Koutarou no puede levantar sus ánimos, aunque haya conseguido llegar a la preparatoria por cuenta propia a la lentitud de Aquiles como Zenón de Elea lo demanda. Tampoco siente su pecho hincharse cuando es recibido con eufóricos abrazos, palmas y lapos sobre su espalda inmortal. Sus compañeros saltan y ríen celebrando que ha llegado a tiempo. Todos van subiendo al bus como una rebelión de chimpancés, y Koutarou se siente un borrego en medio de ellos; todos nerviosos e impacientes por los partidos, y él soltando balidos sobre el octavo círculo del mismísimo infierno.
Su profesor de Literatura y Dante Alighieri comparten la misma neurona cascarrabias, los dos tienen el humor muerto y negro. Se supone que la Divina Comedia lo haría atragantarse a carcajadas, pero no hizo más que dormirlo como un potencial rival de los cuentos de cuna, una divina tragedia. Tanto las clases monótonas de Literatura, como la Divina Comedia, lo han hecho perderse de día entre ensoñaciones a consecuencia de perderse de noche entre insomnio y pensamientos, de esos en los que sientes empatía por los personajes y cuestionas al autor porqué su sufrir hasta terminar irremediablemente reflejándote en ellos.
"Ey, no me digas que exactamente tú estás nervioso" Akinori pasa la fila de asientos hasta la última al lado de la ventana izquierda donde el bicolor se sentó encarrujado. Suspira, porque Koutarou no es exactamente la definición de discreción. Si describirlo como un libro abierto no alcanza, Akinori podría jurar que, si lo intenta, podría saber exactamente qué color de calzoncillos lleva Koutarou ese día con solo observar sus ojos deprimentes y caídos, más derretidos que un helado. "Harás que mi estómago se revuelva como una licuadora" Pero el enojo sobrevuela el limbo. Si el mismísimo Koutarou está nervioso y duda sobre todo lo que lo rodea incluida sus habilidades, Akinori realmente no sabe qué hacer con sí mismo. Toma asiento a su lado y piensa sobre la identidad; son unos críos de primer año con el rabo entre las patas.
"Konoha, despiértame cuando lleguemos" Como el puchero de un bebé recién nacido, Koutarou es sordo al mundo, y le deprime más no poder compartir el entusiasmo del equipo. Tira su cabeza sobre el hombro de Akinori y espera poder cerrar los ojos y la mente, volver todo blanco y renacer como una nueva alma sin volatilidad desenfrenada; quizás así podrá concentrase un poco mejor en el partido.
Cuando Koutarou era una semilla germinante, porque así se reflejaba desde que su maestra de preescolar felicitó su proyecto de ciencias, nunca pensó en el futuro, en qué le depararía el destino; realmente ningún niño a esa edad lo piensa, y si lo hace es porque el tema central es la comida y diversión. Koutarou solo podía pensar en el amor, a su familia, a sus amigos, a su Baticueva, a sus cachivaches, a la comida, al yakiniku, al parque de diversiones, e incluso a su vieja vicedirectora Tronchatoro.
Lo único que Koutarou odió en vida, de lo que no lleva ni la mitad vivida, fue la cebolla, las espinacas, las estaciones gigantes, la caza de aves, el Kyudo y las vacaciones incesantes al Monte Takao. Siempre pensó que se quedaría con seis. Seis era un buen número, el número del equilibrio. Koutarou no tiene ni pizca de idea sobre numerología, pero que dos cosas más se agregaran a su lista estable, le trajo mala pinta.
El Alzhéimer y las matemáticas fueran tan complejas, que ni Newton, Einstein o Hawking hubieran podido con esas ecuaciones cuadráticas. Vinieron, no saludaron y se quedaron; como el sancudo que zumba tu oído a media noche y nunca puedes saber de dónde cojones ha salido, aunque hayas cerrado todas las ventanas y perfumado de insecticida el cuarto hasta sentirte a ti mismo desfallecer.
Actualmente para Koutarou su padre es tantas cosas a la vez, y al mismo tiempo una conversión de nada; un lejano punto difícil de leer y a la vez un simple punto rápido de contar. Pero supone que entender y contar son términos muy diferentes. Solo tiene claro que el punto cada vez es más lejano y llegará un momento en el que no podrá ni contarlo; todo quedará en blanco, la mente de su padre quedará en blanco y se habrá ido.
Si tiene que describir a la versión pasada de su padre, sería como lo contrario a él; o como su primera mascota tortuga. Era demasiado pulcro para hacer las cosas, tenía una paciencia tormentosa que él no había heredado y su voz era tan melódica, pasiva y agradable como un vinilo reproducido por un tocadiscos.
Pero realmente nunca lo conoció del todo, el enigma siempre siguió ahí. Su padre mostraba lo que quería que la gente viera de él, lo demás era un secreto guardado bajo llaves al cuidado de un cancerbero. Estar al lado de su padre siempre era convertirse en una máquina reproductora de preguntas sin cesar, no solo porque nunca comprendió sus gustos e ideales contradictorios a los suyos, sino porque los pensamientos del mayor siempre eran un misterio misteriosísimo bajo la máscara póker que siempre llevaba consigo.
Si los síntomas del Alzheimer estuvieron ahí desde años antes del oficial diagnóstico, nadie nunca se dio cuenta más que su padre mismo.
Pero las mentiras tienen patas cortas; porque pensar esconder por siempre a tu familia síntomas inquietantes e inmortales, es una desfachatez, una barbarie de primitivos, una barbacoa sin yakiniku.
Una mañana Koutarou se levantó gracias a los gritos en el primer piso. Su papá se veía alterado, tirando las cosas desesperadamente en busca de algo. Aquel acto tan desprolijo y desligado de su padre, lo había dejado pasmado; colado entre las barandillas de la escalera en busca de explicaciones coherentes.
"¿Estás seguro que no dejaste el material en tu oficina, Kazuo?" Su madre lo seguía con cautela desde atrás, con la voz parsimoniosa, aunque pareciera que una bomba nuclear hubiera estallado dentro de la casa.
"¡Que no! ¡Llegaré tarde a la conferencia por tu culpa!" Su padre le había levantado la voz a su madre. Y Koutarou lo entendió cuando el rostro del mayor entró en el cuadro de su visión. No era una pelea matrimonial o los constantes desacuerdos entre adultos, eran verdaderos gritos, de esos que te calan los huesos y solo uno es la voz protagónica. "Ese material es importante. Debiste haberlo movido de su lugar. Sabes que no me gusta que toquen mis cosas" Bajó la voz, pero su mirada seguía ahí, furiosa, salvaje y viva como nunca.
"Conozco muy bien lo que te gusta y odias. No me interesa meterme en lo que no me llaman. Por eso mismo te recalco que no he sido yo" El ambiente comenzó a enajenarse, y una chispa invisible parecía que pronto estallaría entre los mayores.
Su padre aleteaba los brazos en el aire, colérico, frustrado y sin saber cómo controlar sus impulsos. "¡Maldición!" Tomó su maleta y gabardina del perchero. Salió de casa y no volvió hasta entrada la noche.
Tras unas horas, en medio del taciturno ocaso, Koutarou encontraría el USB con todo el material dentro de la refrigeradora, al lado de los caprichosos flanes que le pide a su madre comprar, a la vista de todos los hambrientos a caza y siniestra de un refrigerio; quizás el último lugar en el que su padre debió haber buscado, solo por las dudas. Y aunque Koutarou trataba de suministrarse coherencias, realmente no sabía cómo darle cabida a la situación.
Si es que alguna discusión se daba durante el año, generalmente no duraba más de un día. Si su mamá y papá se peleaban, ninguno de los dos lograba ser tan orgulloso como aparentaban. Papá le alcanzaba las cosas de la alacena, a altos metros sobre el nivel del mar, sin dirigirle la palabra y mamá le arreglaba la corbata y cuello del saco sin mirarlo a los ojos; los dos resentidos y apenados, pero siempre preocupados por el otro hasta terminar chocando labios resecos que susurraban perdones. No obstante, eso pasó a ser vieja historia.
Las peleas se volvieron constantes. Su padre vociferaba contra su madre, y ella, sin la paciencia para aguantar que alguien le salpique saliva en la cara con sabor a condimentos del almuerzo, también comenzó a responder al mismo nivel de voz.
Todos en casa perdieron la razón o los sentidos, especialmente a causa de un sentimiento intenso; Koutarou no estaba seguro, quizás miedo, enfado o dolor, o tal vez una venenosa entremezcla. Solo sabía que él sentía miedo, miedo a lo nunca antes visto y a la soledad. Burakku comenzó a encerrarse en su cuarto con los cascos reproduciendo Mozart y Frank Sinatra a alto volumen, leyendo enciclopedias y quién sabe que barbaries que el estudio penitenciario te puede ofrecer. Y Shiro, ella solo comenzó a desaparecer y no daba pistas de estar en casa hasta entrada las horas, como si hubiera obtenido un nuevo súper poder de invisibilidad o tele transportación que no osó contar a su hermano. Cada uno trató de ir a lo suyo y esconderse en su propia baticueva, deseando pensar en sus propios asuntos y no ahondar en lo obvio. Porque sí, los Bokuto siempre se caracterizan por tener sangre caliente e impulsiva, pero Koutarou y sus hermanas eran conscientes de que su papá nunca había alzado la voz de esa forma. Siempre fue serio, racional y con una envidiosa paciencia contrincante de su mascota tortuga. Sin embargo, la enfermedad lo convirtió en alguien extraño, en alguien completamente irreconocible.
Si antes Koutarou no conocía del todo a su padre, empezó a sentir que vivía con un ermitaño, con un pequeño extraño que comenzaba a colocarse el saco antes que la camisa, un foráneo que dejaba el teléfono guardado en el refrigerador, microondas, horno o entre los cajones del mueblecillo del baño, un desconocido que no sabía el nombre de sus hijos, un ser inexistente que empezó a olvidar su propio nombre.
Los sucesos iban de mal a peor, de esos que te aceleran el pulso por el miedo y de los que te apretujan el corazón por la tristeza y frustración. Las malas experiencias se convirtieron en rutinas mañaneras antes del colegio, en noticias pesimistas al llegar a casa en la tarde, y en pesadillas entrada la noche.
Pero no todo tenía que ser una mala experiencia. Existían los días calmos, de esos en los que los ojos mate de su padre volvían a observar un punto determinado en el espacio tras sus gafas, decorando con una curvatura diminuta sus labios mientras pedía la lectura de uno de los tantos libros polvorientos del librero en la sala de estudios, porque él ya había perdido la capacidad de leer entre líneas, temeroso al contacto visual con las innumerables palabras impresas que le hacían perder el hilo. Si no eran sus hermanas o su madre, Koutarou disfrutaba sentarse junto a él en el escritorio, como los viejos tiempos en los que tomaba clases de matemática. Nunca creyó disfrutar tanto del silencio, de una vocalización plana y meticulosa, sintiendo la presencia de su padre como una marea danzante de vals después de una sacudida turbulenta.
Su madre se convirtió en la única columna principal de la casa. Dedicó mayor parte de su vida al hospital, a sus pacientes y a luchar por alejar a la muerte de la vida. Y aunque también tiene un carácter fogoso, no quita al hecho de que la paciencia y amor son su máxima virtud engrandecidas por su vocación. Y por su amor, no le importó aceptar que los siguientes años restantes de su vida estarían dedicados a su esposo.
Cada uno en la casa había aprendido a actuar firmemente y luchar contra el resquebrajamiento como su madre, a su manera, pero batallando también contra el impulso de dar marcha atrás y volverse a esconder entre los espeleotemas de su cueva. Tranquilidad, dulzura, calma y paciencia eran los adjetivos necesarios a disponer cuando la marea volvía a desnivelarse, danzando en lo alto tras su retornada pérdida que lo zambullía en ansiedad. Y aunque diera miedo, aunque doliera, ahí estaba su madre, un pilar que sostenía a todos, que prometía sostenerlos y aguantar.
Pero hasta un buen pilar es sacudido por el sismo.
Esa mañana de otoño, hace pocas horas, mientras él dormitaba, su papá amaneció asaltando la alacena, los cajones y muebles. Sacó latas, cajas y botellas, vasos, platos y tazas, ollas y sartenes. Apiló todo sobre la encimera, y cuando se quedó sin espacio, siguió apilando todo en el suelo. Sin esperados resultados de lo que sea que estuviera buscando, Kazuo se dirigió a la sala principal. Saqueó el armario, rebuscó bolsillos y tiró los inservibles abrigos. Encontró dinero, billetes para los transportes públicos, pañuelos de papel… y nada. Todas las prendas quedaron en el suelo, seguidas por los cojines de los sofás y sillones que se dejaron caer. Vació los cajones de su mesa del despacho y del archivador. Vació sus maletas, portafolios y la funda de su ordenador portátil, objeto ajeno a él que lanzó al entender su inutilidad.
"¿Kazuo?" La voz de una mujer mayor se dejó oír tras Kazuo, descolocada. "¿Qué haces?" Cuando volteó sus ojos mate perdidos entre los objetos, dilucidó que aquella mujer de amable sonrisa, envuelta en una bata felpuda, podría saber dónde se encontraba lo que tanto se empeñaba en buscar. Parecía confiable.
"Busco".
"¿Qué?".
No sabía el nombre, pero Kazuo confiaba que estaba en algún lugar de su cabeza. En el momento adecuado lo recordaría.
"… No sé" Sus palabras le ardieron hasta el cuello del estómago, porque tampoco era capaz de explicar su situación. Quería decir todo lo que pensaba, pero no lograba que todos esos deseos y pensamientos de tantas palabras, frases y párrafos, atravesaran la barra de cristales opacos y difusos y se convirtieran en sonidos audibles.
"Esto es un desastre. Parece que nos hayan robado" Un pequeño foco se encendió en la mente desperdigada de Kazuo. No había pensado en eso. Eso explicaba que todavía no lo hubiera encontrado.
"Robado" Asustado, Kazuo emprendió carrera nuevamente. Dio patadas a las cajas, papeles, prendas y cojines ya desperdigados mientras se dirigía a la mesa más pequeña hecha especialmente para una pequeña bebé a su parecer. La mesa se ubicaba al centro de la sala y sillones, cubierta de revistas y papelillos de tinte amarillento y celeste con muchos números garabateados. Desparramó todo por el suelo, las recorrió con la mirada y se alejó hacia otro objetivo.
"No nos han robado nada, Kazuo" La mujer pareció comprender su actitud ansiosa. "Tú eres quien puso la casa al revés" Su ceño fruncido le disgustó, ya no le parecía una amable señora samaritana. Era chinchosa, porque le miraba con esa mirada… esa mirada de madre regañona cuando no lo era. ¿Sería la nueva niñera traída por su madre?
Le importaba menos, así que Kazuo siguió buscando. Saqueó la cesta de la ropa sucia, los cajones de las mesitas de noche y las cómodas.
"Kazuo, vamos a desayunar, ¿sí?" La señora iba tras él, aumentando sus ansias. Había vuelto a adquirir un tono suave y dulzón sustituyendo su ceño por una sonrisa tan estática y dura que Kazuo temía que se la quedara por siempre de esa forma tan tenebrosa. "No sabemos lo que buscas. Quizás si te sientas y relajas un rato, recuerdes".
¿Qué forma tendría? ¿Para qué serviría? ¿Por qué deseaba encontrarlo con tanto ímpetu? Lo había olvidado, pero sentía que tenía un gran deber, una enorme responsabilidad que recaía en él. Debía de encontrarlo o sentiría que moriría, pues, a los minutos, seguramente olvidaría nuevamente que estaba buscando algo. Era de vida o muerte.
Siguió ignorando a la señora y volvió a la cocina, lugar donde había iniciado, encontrándose con una jovencita agarrando un teléfono, o quizás un control remoto, no estaba seguro, tratando de colocar todos los utensilios devuelta a su respectivo lugar. "¿Papá?" Había susurrado observando a la mujer mayor en busca de explicaciones. "Mamá, ¿qué pasó? La casa parece un basurero".
"Basura".
Agarró el cubo, y sin entender cómo sacar la bolsa de plástico pegajosa y mosqueada, decidió volcar todo su contenido en el suelo.
"¡Papá!".
"¡Kazuo!".
Pasó los dedos entre pieles de palta, huesos de pollo, servilletas, cartones vacíos, latas de atún y basura diversa remojada en el almíbar de las cáscaras de fruta oxidada. Vio un manojo de llaves abrazada por la cáscara de un plátano como si de tentáculos de un pulpo se tratasen. Sostuvo el grupo de metal húmedo entre las manos y lo estudió. Las personas en esa casa siempre llevaban 'esa cosa' consigo a todas partes, no cree que realmente quisieran tirar eso.
"Ahí está, seguro que era eso. Lo has encontrado. Desde ayer en la noche lo he estado buscando" La mujer se acuclilló a su lado y extendió la mano. Su sonrisa tenebrosa volvió a verse aceptablemente amable, casi agradecida por algo.
"Lo tiré yo" Kazuo analizó la cosa, fría y pegajosa. Una vaga percepción asumía que fue él, pero no tenía claro aún el por qué.
"No hay problema. ¿Tienes hambre?" La mujer lo ayudó a ponerse de pie. Sentía los músculos gelatinosos y tan débiles como sus galletas al romperse y hacerse polvillo ante el más diminuto esfuerzo. "Shiro, deja mis llaves de la casa en mi cartera, por favor. Debe estar colgada en el perchero… o quizás tirada cerca de la puerta" La jovencita asintió y salió sin quitar la mirada de su teléfono, esperando que algo saliera de este tal vez. Para Kazuo se veía muy triste para ser una jovencita linda.
"Casa", "Puerta".
Kazuo comenzó a hacer malabares mentales con esas dos simples palabras; las demás indicaciones dentro de la oración, volaron como escurridizos gorriones.
"¿Kazuo, cariño? Te pregunté si deseas que le ponga azúcar a tu bebida".
"¿Qué hora es?" Kazuo observó el desorden que lo rodeaba hasta que escaló la mirada al reloj de pared. Desconcertado, sus ojos trataron de detallar la imagen de las manecillas y números. Eran mucho más difíciles de descifrar que los que solo tenían números.
"La seis" Respondió la mujer mirando el mismo reloj que él. "Ya es un poco tarde. Me apuraré con el desayuno".
"Creo que ya debo volver a casa". "Casa, puerta" … Kazuo volvió a buscar a su alrededor sin dejar de repetir mentalmente las dos palabras.
"Estás en casa. Esta es tu casa, aquí en Tokio" La mujer había dejado de cortar vegetales. Ahora la jovencita no parecía ser la única persona triste en esa casa, casa que Kazuo definitivamente no sentía suya.
Miró los cachivaches en el suelo, las paredes blancas, los muebles empotrados salpicados con alguna salsa que se adhirió y fusionó con la madera ante los años. Había algunas fotos de personas sonrientes desperdigadas cerca del reloj. La congeladora gigantesca estaba completamente envuelta en post-its, garabatos, calendarios y recordatorios olvidados. Nada del todo a su alrededor se sentía suyo. El ambiente era pequeño, se sentía sofocado.
"No, esta no es mi casa. Yo no vivo aquí. Quiero irme a casa".
"Tú y yo hemos vivido aquí durante más de veinte años. Está bien, esta es tu casa" La mujer no borra su amable sonrisa y coloca algunos vasos y platos sobre una bandeja. "Vamos a desayunar. Preparé tu comida favorita".
Kazuo la siguió, cohibido por los pasillos angostos. La sala se extendió y más muebles cruzaron su vista, más fotos pegadas en la pared eran protagonistas y mostraban sin pudor su alegría y disfrute en familia. Los ventanales y algunas macetas que decoraban el ambiente junto a mesas, sillas, armarios, manteles y jarrones, no le eran familiares. Y los sonidos que percibía tampoco. El cantillo de los pájaros era sobrepasado por la voz de la jovencilla que hablaba por teléfono, esta vez más molesta que triste. Los cubiertos chocaban entre sí, el agua girando, arremolinándose y sal picoteando contra los vasos, la respiración de la gente en ese lugar mientras andaban a sus anchas y el tic tac del reloj resonaba en sus oídos desde la cocina.
"Creo que ya he estado aquí mucho tiempo. Me gustaría irme a casa" Sus manos comenzaron a sudar y sus dedos picotearon las mangas de su chompa.
"Buenos días" Las escaleras rugieron y Koutarou bajó de ellas de dos en dos, cargando algo tan pesado como un costal de papas, pero parecía no importarle porque sonreía radiante.
"¿Otra vez la técnica de la alarma no funcionó?" La mujer suspiró y luego miró a Kazuo, esperando que tomara asiento.
"Quiero ir a casa".
La mujer volvió a suspirar, esta vez mirando a Koutarou con preocupación, pues había parado su andar precipitadamente al oír a Kazuo. "Está… Está un poco insistente con ir a casa" La mujer no sabía cómo explicarse. Trataba de emanar tranquilidad y dulzura, como una calma entre la tormenta, aunque diera miedo, aunque Kazuo pareciera un extraño, aunque doliera, aunque el papá de su hijo exclamara a cada segundo querer ir a casa como si ya no reconociera la de ellos como su hogar.
"Pero esta es su casa. Esta es tu casa, papá" Para Kazuo, parecía que todos en esa casa, a pesar de tener sonrisas grabadas, eran miserables y tristes, porque aquel joven también apagó la curvatura de sus labios.
"Tiene razón Kazuo. Ven, sentémonos. Descansemos y relajémonos un rato".
Aquel lugar no parecía su casa, aquel lugar no sonaba como su casa y él no se sentía descansado y relajado. Esas personas grandes y cómodas no sabían de lo que hablaban. Ellos debían ser los equivocados, los delirantes, los tal vez ebrios.
"¿Dónde está mamá? Quiero que me lleve a casa".
"¡Ya no me llames!" Shiro se acercó a la mesa enfurecida, gritando al teléfono y tirándolo hacia los sillones, sin mediar las consecuencias de aquel acto. Kazuo respingó. Esa casa era de locos. El miedo recorrió su cuerpo y sintió coherente temer por su vida. No eran personas amables y confiables, no eran de fiar.
"¡¿Puedes creerlo mamá?! ¡Después de abandonarnos se le ocurre llamar así de la nada y yo-!" Koutarou y su madre vieron preocupados como Shiro se ahogó en lágrimas sin terminar la oración, controlada como un títere por sus hormonas revoltosas y esa sandía en la panza que llevaba por bebé.
La marea empezó a subir y golpear la ladera. Koutarou supo que ese día no sería de los radiantes. Las cosas empezaron a salirse de control. La sala era un caos. Shiro había vuelto a entrar en su fase depresiva-obsesiva de madre soltera y su padre finalmente parecía ser el punto alejándose hasta quedar en un abismo blanco. Koutarou no sabía si le encogía más el hecho de que su padre se encontrara atrapado en las memorias de su infancia o que quisiera escapar de ellos. A los ojos de su padre, todos eran seres malvados, aberrantes monstruos que solo pensaban en hacerle daño.
Para Kazuo, esa gente mala no dejaba que se fuera, querían aprisionarlo. Atemorizado, buscó una salida con los ojos desorbitados.
"Shiro, Kazuo" La mujer miraba a ambos lados, sin saber dónde centrar su atención. Shiro estaba falta de información y se había metido en su propio mundo sin ahondar en la posibilidad de que la existencia de su padre en ese momento era cada vez más difusa. Abrazaba su panza con dolor y los moquillos la asfixiaban.
"¡Quiero ir a casa!" Kazuo trató de romper sus cuerdas vocales. Deseaba ser escuchado, que le oyeran de una vez y no ignorasen su petición. De lo contrario, lo haría a la fuerza, lucharía por escapar y volver con su madre. Jaló los manteles y los objetos ordenados volvieron al suelo. Ya sabía lo que buscaba, ya lo recordaba. Esa cosa, esa cosa para poder abrir la puerta y salir de esa cárcel.
"¡YA BASTA KAZUO!".
El sonido de vidrio roto terminó de estrellarse junto al griterío de la mujer y el silencio de todos los demás. "¡Esta casa es tuya! ¡Tuya!" Los pliegues en su piel se arrugaron y se contrajeron hasta que lágrimas desbordaron de sus caramelos ojos y empaparon sus pestañas junto algunos pelos bicolores que se pegaron contra su piel temblorosa. Sus dientes chirriaron y su cuerpo cayó de rodillas al piso.
"¡Mamá!" Shiro se acercó y la vio taparse el rostro hasta hacerse un ovillo diminuto y tembloroso.
"Y-Ya no puedo más…".
Finalmente, su madre se resquebrajó esa mañana. Y Koutarou está asustado, porque sus pesadillas se sienten más cercanas y reales, ideas impiadosas que le susurran que la paciencia tiene un límite. Koutarou se pregunta si su mamá encontrará ese punto de impaciencia y será más susceptible a volver su amor ciego y perdido, y sus pensamientos difusos sobre un mar con neblina, incapaz de tomar una decisión con raciocinio o lógica.
No puede volver sus sueños en una nada, no ha renacido y su concentración solo puede girar en torno a su padre, en aquel hombre que esa mañana seguía parado en medio de todos, asustado, pero como una pizarra blanca indiferente a todo, sin reaccionar al llanto de su madre, metido en su propio mundo en el que su instinto le grita escapar de lo desconocido.
Shiro había acallado sus inentendibles palabrerías e insultos, anonadada cuando vio a su madre con las piernas tan débiles que no pudieron sostenerla. Ni siquiera podía arrodillarse por su enorme panza, incapaz de consolarla. Y Koutarou estuvo en blanco en el momento menos deseado, malas jugadas de la vida que a veces agradece, porque nunca sabe cómo realmente enfrentar las cosas. Tomó su mochila y se marchó en silencio por la parte trasera de la cocina que daba al garaje, aprovechando el drama familiar que converge en un círculo vicioso del cual nadie puede apartar vista; fuera de ese círculo, el mundo parece inexistente.
Koutarou recuerda esos días en los que su familia asistía a todos sus partidos, tan gritones como la vecina de al lado o el frutero del mercadillo. Nunca creyó que su padre sería tan competitivo como en las matemáticas. Su pecho se inflaba con solo verle festejar su punto, y eso era suficiente para estar seguro que tenía el partido ganado.
Llegar al gimnasio con olor a Air Salonpas le trae esas memorias, comparaciones que no harán bien a su desempeño ni al estómago de Akinori. Las butacas están llenas de estudiantes de otras preparatorias, familias y gente aficionada al vóleibol. Su mirada se cruza con unos asientos vacíos, asientos que no tienen nada que ver con él, pero que ahí están, traspasándolo como rayos láser y atormentando su subconsciente.
"Mi estómago también se revolvió como una licuadora" Hace un mohín al rubio, escarapelando su piel y el de sus compañeros.
Koutarou desea que los pajarillos y ánsares vuelvan, que le den su bendición y le entreguen alas para ser capaz de volar hasta lo alto, olvidar el enigma del pesimismo y nostalgia, y alzar su amor por todo lo que aprecia.
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Ya no me dio tiempo a dejar las notas al final, pero espero hayan disfrutado.
