ZELDA
—¿Qué demonios habéis hecho?
Miré a Prunia, que parecía más ansiosa que de costumbre. Habíamos recibido una carta suya hacía unos días, preguntando si era seguro visitarnos. Y allí estaba ahora, sentada en nuestra mesa y con un brillo de sospecha en los ojos.
—Nada malo —respondí yo, intentando tranquilizarla—. Nos hemos encargado de los asuntos con el alcalde. No volverá a molestarnos,
—¿Y lo que le hizo a Linky? ¿No puede recibir ningún castigo por eso?
Link soltó una carcajada, aunque había algo de tristeza en su mirada.
—No sabía que te preocupabas tanto por mí —murmuró él.
—No podemos hacer nada —dije antes de que Prunia se enzarzara en una discusión con él— porque es el alcalde. Estamos por debajo de él en nuestra posición. Intentar hacer justicia sería inútil.
Prunia gruñó, frustrada.
—Los hylianos tenéis cerebro de moblin. Todos vosotros. ¿Es que no hay un grupo de jueces en esta aldea?
—Sí lo hay, pero se pondrán de parte del alcalde. No es tan fácil, Prunia.
—¿No es tan fácil? Si yo fuera tú, convocaría una reunión y le contaría a toda la aldea lo que ha hecho ese bastardo.
Me sorprendió verla tan enfadada, aunque en el fondo la entendía. Nos tenía aprecio. Por supuesto que lo ocurrido la irritaba.
—Si hiciéramos eso, nos arriesgaríamos a perder nuestra posición —dije con calma.
—Mis hijos tienen comida y un techo gracias a la posición que tenemos —añadió Link—. No voy a arriesgarme a perderla tan fácilmente.
Prunia calló, con las mejillas encendidas.
—Si esto fuera un asunto sheikah, él y tú os enfrentaríais en un duelo. El ganador tendría el favor del pueblo.
—Así no funcionan las cosas aquí, Prunia —le recordé por enésima vez, sonriendo a medias.
—Por eso los hylianos vivís en granjas de cerdos —gruñó ella, malhumorada.
Link sacudió la cabeza, divertido. En el fondo entendía su frustración. Sería muy fácil si Link y el alcalde se enfrentaran en un duelo. Estaba segura de que Link ganaría, y el honor y las reglas estrictas de los duelos obligarían al alcalde a dejarnos en paz para siempre.
—¿Qué haréis ahora? —preguntó Prunia.
—Link tiene que marcharse a Akkala pronto. —Decírselo en voz alta a alguien que no fuera Link hizo que la urgencia regresara de nuevo. No quería dejarlo marchar por una luna, o tal vez incluso más. Lo necesitaba a mi lado. Sin embargo, tenía que cumplir con su deber. Eso era más importante—. Yo me quedaré aquí, preparándome para el concilio y...
—¿Vais a huir de nuevo? ¿Es esa vuestra gran idea?
Fruncí el ceño, aunque Link habló antes que yo.
—El viaje a Akkala lleva planeado desde hace lunas —dijo en tono frío—. Lo he estado posponiendo por lo que ha pasado en Hatelia. Sigo sin querer marcharme. Pero recibí una carta de Karud hace unos días. Ya no puedo negarme, Prunia.
Ella puso los ojos en blanco.
—Oh, Karud —gruñó—. No he conocido a un hyliano más insoportable que él. Y eso que tú te acercas, Linky.
Él sonrió a medias.
—Puedo decir lo mismo de ti. Hay pocos sheikah tan insoportables como tú.
Escuché un golpe bajo la mesa, y Link hizo una mueca. Decidí intervenir antes de que la situación empeorara.
—¿Cómo va lo de la muralla de Hatelia? No hemos podido volver desde el... incidente.
Prunia soltó un bufido.
—Va igual de bien que cuando os fuisteis. Han retirado más guardianes, y Rotver sigue allí, aunque sospecho que volverá a Akkala pronto. Ese viejo saco de huesos ya no puede pasar tanto tiempo fuera de casa.
—No lo subestimes —reí yo.
Ella alzó una ceja, aunque la vocecita aguda de Arwyn nos interrumpió.
—¿Tía Punia? —dijo, asomándose a la habitación con timidez. La última vez que había interrumpido una conversación importante había sido en la casa del alcalde, cuando yo la había llevado conmigo y el alcalde le dirigió palabras hirientes. Se me encogió el corazón. Tenía miedo de cometer el mismo error ahora—. ¿Por qué estás aquí?
Ella extendió los brazos, invitándola a acercarse.
—Pensaba que conocías mejor a la tía Prunia para saber que no va a morderte.
Arwyn sonrió y corrió en su dirección. Prunia la recibió y sonrió.
—He echado de menos a mi chica favorita —dijo—. ¿Has encontrado esos grillos de los que hablamos?
Arwyn asintió, entusiasmada.
—Tengo uno.
Se zafó del abrazo de Prunia y corrió de vuelta a la habitación que compartía con Artyb, aunque la atrapó a medio camino. Le resultó imposible escapar de sus brazos.
—¿A dónde vas tan deprisa?
—Tengo que buscar mi grillo. —Se debatió entre risitas—. ¡Papá!
Él la dejó sobre su regazo y consiguió tranquilizarla de alguna forma milagrosa. Sucedía desde que eran bebés; Arwyn no dejó de llorar durante las primeras semanas desde nacer, y me había resultado imposible tranquilizarla. Cuando la cogía en brazos, rompía a llorar y, cuando le daba de comer, berreaba como si estuviera siendo sometida a la peor tortura posible. Solo Link había conseguido calmarla al principio. La cogía en brazos y ella callaba casi al instante.
Aquella había sido una época difícil, no iba a negarlo. Pero había quedado atrás. Y las cosas habían mejorado.
—¿Wynnie? —dijo él, rompiendo el silencio. Ella lo miró con curiosidad—. ¿Tienes poderes curativos o algo así?
—¿Cultivo?
—Curativo. Que sanas las heridas.
Ella parpadeó y luego estalló en carcajadas.
—Papá tonto —rio—. No soy un cultivo ni soy un curero.
—Tu padre se está volviendo loco y empieza a delirar —dijo Prunia. Link le dirigió una mala mirada.
—¿Qué es lirar?
—Delirar —dije, corrigiéndola.
—Delirar es decir tonterías cuando estás loco —contestó Prunia.
—¿Artty puede lirar?
—No, Artty no —reí yo—. Él tiene la cabeza en su sitio.
Prunia le deseó un buen viaje a Link. Uno sin ningún incidente. Yo recé por que fuera así. Habíamos tenido suficientes contratiempos por una temporada. Por lo menos ahora parecía que las cosas se estaban calmando al fin.
Prunia se marchó al laboratorio de Hatelia poco después, y me compadecí del pobre Symon. Nos prometió que nos visitaría de nuevo antes de marcharse a la muralla de Hatelia. Luego puso rumbo colina arriba.
Link pasó el resto de la tarde con los niños. Habíamos decidido que partiría en dos días y que se lo contaría a ellos aquella misma noche. Esperaba que no tuviera que explicarlo yo en su lugar.
Regresé al jardín tras haber vaciado los contenidos de mi estómago y me tendí sobre la hierba porque todo daba vueltas. Las risas de Link y de los niños me dieron algo de paz.
Me moví para observarlos. Sabía que no volvería a verlos jugar en mucho tiempo, así que me permití disfrutarlo por un rato.
No sabía a qué estaban jugando, pero debía de ser algo de un monstruo porque Link gruñía más de lo normal. Ellos le lanzaron palos finos del manzano y él intentó esquivarlos mientras reía. Luego se abalanzó sobre ambos y les hizo cosquillas hasta que estuvieron sin aire. Me acerqué a ellos, sonriendo también.
—¡Mamá, no! ¡Es un mostruo!
No intenté apartarme cuando él me rodeó con sus brazos y me hizo cosquillas. Estaba bien reír de vez en cuando. Tenía la sensación de que no habría muchas oportunidades para reírme en las próximas semanas.
—No tienes vergüenza —dije entre carcajadas cuando él se detuvo.
—En el fondo te gusta, Zelly —dijo él, sonriendo.
Tiré de él para besarlo como era debido. Sentí su sonrisa sobre mis labios y un estremecimiento me sacudió de arriba abajo. Diosas, estaba comportándome como una niña enamorada. Y delante de mis hijos, para empeorar las cosas. Sin embargo, iba a echarlo tanto de menos que no me importaba en absoluto. Ya empezaba a lamentar la distancia.
Artyb nos miraba con el ceño fruncido.
—No le hagas eso a mamá.
—Deja a tu madre en paz —rio él. Le asestó un empujoncito a Artyb, y él perdió el equilibrio aunque su gesto no cambió—. Ella ha empezado.
—Eres como Wynnie.
—Ojalá me pareciera a Wynnie —suspiró él, dejándose caer sobre la hierba. De pronto me pareció más joven de lo que realmente era—. Las cosas me irían mucho mejor.
—No —dijo Artyb—. Wynnie es tonta.
—Mamá dice que más tonto eres tú por decirlo —dijo Arwyn con el rostro enrojecido por la ira.
Yo jamás había dicho eso, pero no pensaba objetar.
—Tienes nariz de pato.
Link lo atrapó entre sus brazos como si fuera un saco de heno.
—Tienes la misma nariz que tu hermana y que tu madre.
Arwyn sonrió con suficiencia. Yo le dirigí una mirada de reproche a Link. Ni tendría que avivar las discusiones entre ambos. Él me aseguró en voz baja que lo tenía todo bajo control. Esperaba verlo resolviendo el problema cuando ambos estuvieran llorando a gritos y acusando al otro.
—Artty tonto —dijo Arwyn.
—Por Hylia —intervine antes de que Artyb pudiera gritar otro insulto—, ¿es que no os cansáis de discutir?
Ellos clavaron la vista en el suelo. Disfruté del corto silencio y también de mi corta victoria. Las quejas no tardarían en regresar.
—Lo siento, Artty —dijo Arwyn en tono solemne de repente, sorprendiéndome—. No eres tonto.
Artyb parpadeó, aunque luego sonrió.
—Tú sí eres un poco tonta.
Nos llevó un rato tranquilizarlos después de aquello. Cuando las cosas se calmaron por fin, preparé algo de té para Link y para mí, aunque tuve que escabullirme al exterior para vomitarlo poco después. Al terminar de limpiarlo, vi que Calabaza me observaba con reproche.
—¿Qué? —murmuré—. Diosas, me parezco a Link.
No sufrí más malestares por el resto de la tarde. Tras la cena, él y yo sentamos a los niños junto a la chimenea, que chisporroteaba con alegría. Le di un apretón en el hombro a Link porque ya habíamos acordado que él tendría que hablar. Miró a sus hijos como miraba a los líderes más estirados a los que solía enfrentarse. Tal vez sentía más aprensión hacia sus hijos porque sus manos temblaban un poco. Carraspeó antes de comenzar.
—Espero que sepáis —dijo, mirándolos a ambos— que papá os quiere y que os querrá siempre, pase lo que pase.
Ellos se miraron, aunque Arwyn sonrió con un brillo en los ojos.
—Eres el más mejor mejor, papá.
Él intentó devolverle la sonrisa, aunque no lo consiguió.
—¿Sabéis dónde está Akkala?
—¿Kakala? —preguntó Artyb, aunque yo sabía que había entendido a la perfección lo que había dicho su padre. Solo quería hacer reír a Arwyn. Y no falló; ella empezó a retorcerse entre risitas.
Link sonrió, y esa vez sí lo consiguió por completo. Sacó un mapa arrugado de Hyrule que habíamos conseguido hacía unos años, cuando la piedra sheikah dejó de funcionar.
—Nosotros estamos aquí. —Señaló el punto que representaba Hatelia—. En casa, en Hatelia. Si seguimos por aquí —Trazó el camino señalizado en el mapa que llevaba al norte— llegaremos a una región llamada Akkala.
—¿Qué hay ahí? —preguntó Artyb con curiosidad, mirando el mapa.
—Hay una aldea en construcción —respondió Link—. En unos años estará como la nuestra. Y yo... —Suspiró—. Sabéis que papá tiene un trabajo muy importante, ¿no?
Ambos asintieron.
—El trabajo de papá —prosiguió Link—hace que tenga que viajar a Akkala dentro de dos días.
Artyb se quedó boquiabierto, aunque a Arwyn se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Te vas? —preguntó con voz temblorosa.
—No me queda más remedio. Os prometo que si pudiera me quedaría, pero me necesitan allí. Solo serán unas semanas, no para siempre.
Artyb tenía los ojos húmedos también. Mi corazón se hundió, y no podía ni imaginar cómo estaría el de Link. Leí desesperación en su mirada.
—Lo siento —murmuró él—. Lo siento mucho. Prometo que cuando vuelva no viajaré otra vez en una temporada larga. Muy larga. Pero no puedo librarme de esto.
Ellos no dijeron nada. Los atraje en mi dirección y los abracé con fuerza.
—No lo hagáis más difícil —susurré—. Vuestro padre no quiere irse.
—¿Por qué no se queda? —preguntó Artyb en voz baja. Le temblaba el labio.
Se me escapó un suspiro. Por mucho que se lo explicáramos, sabía que ellos jamás lo comprenderían. No siendo tan pequeños. Veían el mundo de forma más simple, como debería ser. Pasarían años hasta que pudieran entender con claridad por qué su padre tenía que salir de viaje.
—Hay quienes lo necesitan, igual que vosotros lo necesitáis a él —respondí—. Volverá antes de que os deis cuenta de que se ha ido, lo prometo.
Sobraba decir que aquella fue una noche muy larga.
*
—¿En Akkala hay frambuesas?
Conocía bien la respuesta, aunque esperé por ella de todas formas. Escuché la risa de Link contra mi espalda, e incluso yo me descubrí sonriendo.
—No —dijo—. Pero puedo traerte hojas secas si quieres.
Era la última noche de Link en Hatelia por una temporada. Lo había ayudado a preparar las alforjas, y Viento estaba listo para partir al día siguiente, con las primeras luces del amanecer. Supuse que Viento era el único que se encontraba preparado para el viaje, por desgracia.
—¿Has comido hojas secas?
Él reflexionó por un instante.
—No eran hojas secas —respondió, y yo me erguí de golpe—. Eran hojas normales. Sabían a meados de perro. Cuando salieron otra vez, todo era verde.
Hice una mueca y le di un golpecito en el hombro.
—Pareces un crío —le espeté, conteniendo la risa—. ¿Cómo se te ocurre comer hojas?
—Acababa de despertar. Estaba confundido, Zelly.
Sacudí la cabeza, incrédula, aunque me acomodé junto a él de nuevo. Sus moretones habían sanado por fin. Ya no tenía aquella horrible marca en el rostro que me recordaba los golpes que había recibido a causa de aquel impresentable. De nuevo, me maravillé ante lo rápido que habían mejorado.
Estuvimos en silencio un rato. El frío nocturno se hacía de notar, y me arrebujé más en la capa de Link. Lo sentía cálido junto a mí, y eso ayudaba. Habíamos decidido pasar unos últimos momentos a solas antes de que él tuviera que marcharse. Una parte de mí temía que los niños se despertaran para buscarnos y que no supieran que estábamos en el jardín, aunque me dije que estaba siendo paranoica. Ellos no solían despertarse en mitad de la noche, y no íbamos a pasar tanto tiempo fuera. Link tenía que descansar para partir temprano al día siguiente.
—¿Crees que nevará? —preguntó Link entonces.
Contemplé la sombra del Monte Lanayru, recortada por los rayos plateados de la luna.
—Tal vez.
—Y yo me lo perderé —masculló él.
—Puede que nieve en Akkala —sugerí, aunque supe al instante que eso era imposible. Estaba muy cerca de Eldin para que pudiera nevar.
—No será lo mismo.
Murmuré unas palabras para mostrarme de acuerdo y contemplé las estrellas. Estaban ocultas por las nubes. Ojalá en Necluda hubiera días cálidos todo el tiempo, sin nubes que oscurecieran la luz.
—¿Me perdonarán algún día? —preguntó él en voz baja.
—Un niño no puede odiar a su padre —le recordé por enésima vez—. No cuando su padre no ha hecho nada malo.
—Dejarlos solos y salir de viaje.
—Saben que los quieres, Link. Saben que no viajarías por una buena razón.
Él suspiró. Me di la vuelta y vi que tenía la mirada clavada en las estrellas. O en las pocas que emitían un débil brillo. Parecía preocupado.
—Link, escúchame —le pedí—. Lo entenderán. Te lo prometo.
Él asintió, algo más convencido. Yo me acurruqué un poco más contra él, con la mejilla sobre su pecho. Olía a madera y a hogar, acompañado de un leve rastro de las hierbas del ungüento.
—Pero no quiero hablar de eso ahora —añadí en un murmullo.
Él se mostró de acuerdo. Sabía que estaría preocupado durante todo el viaje. No descansaría hasta que regresara y viera que sus hijos no le guardaban ningún rencor. En el fondo lo entendía. Su padre había pasado mucho tiempo fuera cuando él era un niño, y sabía que aún quedaba algo de resentimiento hacia él. No lo culpaba por ello.
—¿Recuerdas cuando vimos un esqueleto de dragón en Eldin? —preguntó Link de pronto.
Yo sonreí, recordando. Lo había arrastrado conmigo hasta allí, pese a que él había estado harto de dar rodeos. Aún recordaba el brillo en sus ojos cuando nos topamos con el esqueleto. Al igual que recordaba el amor que empezaba a florecer en su mirada. Por aquel entonces éramos más jóvenes y teníamos mucho que aprender el uno del otro.
—Era un esqueleto de ballena voladora —repuse.
—Ocho años y no has cambiado nada —gruñó él—. Las ballenas voladoras no existen.
—¿Y los dragones sí?
—Claro que existen. Los vi de niño.
Alcé una ceja porque no conocía aquella historia. Distinguí su sonrisa en medio de la oscuridad.
—Creía que nunca habías visto dragones.
—Lo recordé hace poco —dijo él—. Viajaba con mi padre. Estábamos cruzando el lago Hylia y, mientras montábamos el campamento, lo vi salir del agua. Te lo juro, Zelda. Mi padre no me creyó y me dijo que lo había soñado, pero yo sé lo que vi.
—Tienes suerte de haber visto un dragón —dije—. Dicen que solo se aparecen a quienes son puros de corazón.
No conocía a nadie más bueno que él, así que supuse que tenía sentido. Me tomó del rostro para que lo mirara. Algo brillaba en sus ojos, y me di cuenta de que estaba librando una batalla en su cabeza. Esperé en silencio. Él abrió la boca, aunque luego vaciló y volvió a cerrarla, antes de que las palabras brotaran. Acabó dándome un beso en los labios, como si esa fuera toda la explicación que necesitaba, y yo le correspondí, enterrando una mano en su pelo.
—Te quiero —susurró él por fin—. Espero que lo sepas.
Acaricié su mejilla con cuidado.
—Claro que lo sé. Lo pones bastante fácil, Linky.
Él cerró los ojos y juntó su frente con la mía. Traté de guardar aquella sensación en mi corazón para siempre. La sensación de seguridad al tenerlo cerca, de sus manos ásperas sobre la piel y de su nariz rozando la mía. Me besó de nuevo, y en esa ocasión me costó separarme de él, aunque sentí su suspiro sobre mis labios.
—Voy a echarte mucho de menos —dijo.
Sonreí, pese a que de pronto tenía lágrimas en los ojos. Así que supuse que no sería una sonrisa muy alegre.
—¿Es muy tarde para pedirte que te quedes?
Me estaba comportando como una niña. Sin embargo, Link era el único con el que me permitía volver a ser joven e ingenua. Sabía que él hacía lo mismo a veces, de modo que estábamos igualados.
—Si le envío una carta a Karud echándome atrás en el último momento, es posible que mande asesinos a matarme.
Se me escapó una risita. Karud le había cogido demasiado afecto a Link para hacer algo así después de tanto tiempo trabajando juntos.
—Cuidaré de tus manzanos y de tus caballos mientras estés fuera. No les pasará nada.
Él asintió.
—Intentaré volver antes del concilio para no dejarte sola.
—No te preocupes por eso —le aseguré. Tenía un leve rastro áspero de barba en las mejillas, aunque apenas sería visible si no te acercabas mucho. Seguía sin dejarse crecer la barba, aunque le salía más deprisa—. Ocúpate de lo de Akkala. Yo lo tendré todo bajo control aquí.
—Si el alcalde te hace algo, o si os hace algo a los niños y a ti...
—Te escribiré —terminé por él. Ya habíamos hablado de todo aquello.
Él me besó de nuevo, con tanto ahínco que apenas había espacio entre mi pecho y el suyo. Pese al frío, sentí que me derretía entre sus brazos.
—Escríbeme —susurró contra mis labios en tono suplicante—. Escríbeme todos los días, Zelda. Aunque creas que no hay nada sobre lo que escribir.
—¿Vas a utilizar al pobre cartero de esa forma?
—No me queda más remedio —suspiró él.
—Vas a acabar espantando a los orni —reí yo—. Y no será fácil convencerlos otra vez.
Link rio también y me dio un último beso antes de que ambos nos quedáramos en silencio. Él sabía que yo pensaba escribirle casi cada día, al igual que yo sabía que Link haría lo mismo. No servía de nada engañarnos. Los orni tendrían que soportarlo por unas semanas. O por unas lunas, incluso, si el destino no se ponía de nuestra parte.
Link partió al día siguiente, muy temprano, tal y como estaba planeado. Se despidió de sus hijos, aunque ellos apenas se inmutaron. Hice una mueca al pensar en lo que ocurriría cuando se despertaran y vieran que su padre no estaba. Si ellos lloraban, yo lloraría también, de eso no me cabía duda alguna. La ausencia de Link ya dolía por sí sola, pero verlos a ellos sufrir también terminaría de romperme el corazón
Me alegraba que hubiera Link hablado con Artyb, sin embargo. Ninguno había vuelto a mencionar el incidente de la espada en los últimos días. Era como si nada hubiera ocurrido, aunque yo sabía que Link lo tenía presente todavía. No lo culpaba, en el fondo. Nadie querría ver a un niño de solo cuatro años esgrimiendo una espada más grande que él. Mucho menos Link.
Lo seguí al jardín, envuelta en mi capa. Sentía las piernas entumecidas y todo daba vueltas de vez en cuando, aunque me dije que era soportable. No solía estar en pie desde tan temprano. Ese debía de ser el problema. Las luces del amanecer apenas asomaban en el horizonte.
Link aseguró las alforjas y luego guio a Viento fuera de los establos. Recorrimos el jardín en silencio y, al llegar frente al puente, me detuve. Él se me quedó mirando, y tuve que esforzarme por encontrar la voz y las palabras adecuadas. Era como si no pudiera dejarlo marchar. Como si permanecer en silencio, en medio del jardín, fuera a conseguir que se quedara en casa, donde debía estar.
Me reprendí a mí misma. Solo estaba retrasándolo aún más, y él tenía un largo camino por recorrer. Me estaba comportando como si fuera a marcharse para siempre. Carraspeé y me obligué a hablar de una vez por todas.
—No bebas en las postas —conseguí farfullar. Las palabras brotaron de forma precipitada, y fue un milagro que él alcanzara a entenderlas. Sonrió a medias.
—No tienes que decirlo dos veces, Zelly.
—Ayúdalos en la construcción —le pedí—. Ellos necesitan tu ayuda, Link. Tu consejo. Aunque no te lo creas, tu opinión es importante para ellos.
—Me he dado cuenta —suspiró él—. Lo haré lo mejor que pueda.
—Harás un buen trabajo —dije. Me acerqué a él y ajusté la capa sobre sus hombros—. No te metas en problemas.
—Tú tampoco. Si ocurre algo, escríbeme.
—Recibirás muchas cartas mías, de eso puedes estar seguro. —Conseguí hacerlo reír por fin. Le di un corto beso y, al separarme, lo miré a los ojos. Seguían siendo del mismo azul que recordaba. Por alguna extraña razón, siempre olvidaba lo mucho que me gustaban. Y, Diosas, siempre me sorprendía alzar la vista y verlo mirándome. Intenté atesorar aquel brillo en mi corazón. No lo vería en una temporada—. Ten mucho cuidado ahí fuera, Link.
Él sonrió, y supe lo que iba a decir antes de que pronunciara la primera palabra.
—Siempre lo tengo.
—No, no siempre lo tienes —dije, intentando sonar severa, aunque era muy difícil cuando él estaba sonriendo y su rostro entero se iluminaba—. ¿Me prometes que no harás ninguna estupidez y que no te harás daño?
—No es culpa mía que las Diosas tengan ganas de golpearme. —Le dirigí una mirada plana y él desistió entonces—. Volveré entero, Zelda. Eso puedo prometértelo.
—Tienes ungüento y vendas limpias en la alforja. También he dejado hierbas para que te hagas el té, por si en Akkala no hay. He leído que no abundan las hierbas medicinales, y sigue siendo una región bastante aislada, así que intenta racionarlas bien. También tienes manzanas. Oh, y comida para el viaje. Y rupias. Deberían durarte todo el viaje. Y también...
—Lo sé —dijo él, interrumpiéndome—. Hicimos las alforjas juntos, ¿recuerdas?
Suspiré, frustrada.
—Lo siento. No eres un niño. Sabes tan bien como yo dónde están tus provisiones.
—A mí me gusta —sonrió él.
Le asesté un golpecito en el hombro. Su única respuesta fue rodear mi cintura y atraer mis labios a los suyos. Me besó con lentitud, aunque mi cuerpo entero temblaba de todas formas. Sabía que estaba explorando mis labios como si fuera la primera vez, quizá para tener un recuerdo mío durante aquellas largas semanas. Yo hice lo mismo.
Empecé a quedarme sin aire al cabo de una eternidad, que aun así pasó muy deprisa. Me separé de él con cierta reticencia y forcé una sonrisa.
—Márchate ya. Cuanto antes empieces, antes acabarás.
Link asintió tras unos instantes en los que pareció dudar. Tomó las riendas de Viento.
—Te escribiré cuando llegue a una aldea.
—Espero que sea pronto. Oh, y ni se te ocurra dormir en el suelo.
—Haré lo que pueda. —Me mostró una última sonrisa triste—. Te quiero.
—Y yo a ti.
Miró la casa y luego me miró a mí. Entonces dio media vuelta y cruzó el puente. Se perdió poco a poco en la lejanía, y el sonido rítmico de los cascos de Viento desapareció también.
Supuse que estaba sola. Sola por al menos una luna. No era un pensamiento agradable.
Inspiré hondo y di media vuelta para regresar a casa.
El día transcurrió más deprisa de lo que había esperado. Los niños no derramaron ninguna lágrima al ver que no estaba, aunque se encontraban más desanimados que de costumbre. Los entretuve como pude, pese a que también tenía que ocuparme de asuntos del trabajo. Dejé que Artyb y Arwyn salieran a jugar por la tarde, y yo permanecí encerrada en casa, sumida en un silencio sepulcral. El sonido de mi propia respiración se oía más alto que de costumbre, pero me dije que solo estaba siendo paranoica. No emití una sola queja, sin embargo. Quejarse al aire era inútil.
Así que intenté concentrarme en mi trabajo. Debía calcular las ganancias y los gastos de Hatelia durante la última luna, aunque aquella tarea no formaba parte de mi posición como portavoz hyliana. Sin embargo, si no lo hacía yo, nadie más lo haría.
Observé que a Hatelia le iba bien. Mejor que de costumbre, de hecho. Recibían más visitantes en forma de viajeros y comerciantes, que luego compraban y vendían, y en Hatelia se obtenían así materiales de valor.
Terminé antes de lo que me habría gustado, así que cogí una cesta y me la llevé al jardín. Estaba haciendo sol durante los últimos días, acompañado de una débil brisa fresca. Dejé que las ropas se secaran al sol. Había vomitado hacía unas horas, pero no me atrevía a preparar té. El té me recordaba a Link, y rompería a llorar si pensaba mucho en él.
Nada de pensar en Link, me recordé por enésima vez. No me haría ningún bien por el momento.
Me centré en el trabajo y en lo que necesitaba hacer en casa durante las siguientes semanas. Viajé a la muralla de Hatelia una última vez, celebré otra reunión en la taberna y seguí encontrándome como si una vaca de Hatelia me hubiera pasado por encima. No había sangrado, aunque tampoco me atrevía a albergar esperanzas. Tal vez solo hubiera contraído una enfermedad extraña e incurable que me hacía vomitar y marearme durante parte del día. Con mi suerte, no me extrañaría que así fuera.
Sabía que tendría que ir a ver al curandero pronto, sin embargo. El malestar empezaba a afectarme cuando intentaba ser útil. No podía comer porque el simple olor me revolvía le estómago, y de pronto podía dormirme en cualquier parte. Mientras trabajaba e incluso mientras leía historias a los niños. Una tarde hasta me había despertado envuelta en sus mantas, desconcertada.
Había recibido dos cartas de Link, por suerte. La primera había sido enviada desde la posta de Picos Gemelos y, la segunda, desde la aldea Adenya, la más cercana a Hatelia. No había llegado a Akkala aún, pero el viaje iba según lo esperado. Se había demorado un poco en la aldea, aunque me había dicho que se pondría en camino en cuanto pudiera.
Estaba segura de que le habían hecho preguntas sobre el alcalde de Hatelia y sobre lo que había ocurrido en la muralla. La gente todavía susurraba cuando me veía por las calles de Hatelia. Incluso me habían hecho preguntas a mí también, y yo había mantenido mi versión de la historia. Link y yo habíamos sido atacados injustamente por el alcalde Rendell debido a un malentendido. Nadie cuestionaba mis palabras.
Seguía sin recibir una respuesta por parte del alcalde. Sospechaba que jamás la recibiría. Los documentos que él debía firmar seguían sobre mi mesa, en casa, y la información que había obtenido durante la última reunión en la taberna —y que se suponía que el alcalde debía supervisar— permanecía junto a todos aquellos documentos. No pensaba acudir a su casa hasta que recibiera una respuesta definitiva. No iba a ceder.
La construcción del pozo iba bien, al menos, en el lugar que se había acordado desde el principio. El alcalde no había aprovechado la oportunidad de ponerme en una posición complicada ahora que Link estaba fuera, pero yo no pensaba bajar la guardia. Link era quien se encargaba de vigilar la mayor parte del tiempo, así que no lo estaba pasando nada bien al ocupar su puesto.
Una tarde, decidí salir para supervisar y ayudar en la construcción del pozo. Los niños salieron a jugar, y yo continué andando hasta las afueras de la aldea. Había un grupo de constructores y voluntarios de Construcciones Karud. No era muy numeroso, aunque todos tenían cuerpos robustos.
—Todo va de maravilla, señora —me aseguró el constructor jefe asignado a aquel proyecto—. Terminaremos antes de lo que pensáis. ¿Habéis recibido alguna queja?
—Quienes viven en los alrededores están satisfechos. Dicen que apenas hacéis ruido.
—Oh, sí lo hacemos. Pero sabemos cuándo hacer ruido —añadió con una diminuta sonrisa.
Le di las gracias de todas formas y, mientras lo escuchaba hablar del proyecto, sentí un violento vuelco en el estómago. Un sudor frío me recorrió de arriba abajo, y supe al instante lo que todo aquello significaba.
Me disculpé como pude y luego me oculté tras un arbusto y vacié el estómago allí, lejos de las miradas. Sin embargo, el ruido debió de alertar a una de las mujeres que se encontraban trabajando en el pozo como constructoras y voluntarias porque corrió en mi dirección mientras yo intentaba controlar la respiración y esperaba la siguiente ronda.
—Niña, ¿te encuentras bien? —dijo. No era una anciana, aunque tampoco era precisamente joven. Debía de ser de la edad de Karud. Se me escapó un gemido involuntario a modo de respuesta—. Oh, pobrecilla. Estás temblando. ¿Cuánto llevas así?
—No lo sé —farfullé entre jadeos.
—No tienes buena cara —dijo, examinándome con ojo crítico. Sentí las miradas de más hylianos sobre mí, aunque no quise alzar la vista. Diosas, ¿tan extraño les resultaba ver cómo alguien ofrecía su bondad a quien lo necesitaba?—. Ven, vamos a llevarte con Nebbs.
—No... —protesté débilmente, aunque ni siquiera tuve tiempo de continuar. Ella tiró de mi brazo y me sostuvo mientras andaba hacia la casa del curandero, con las miradas de todo el mundo sobre mí.
La mujer me llevó a las puertas de la casa y luego llamó por mí. Intenté asegurarle que me encontraba bien, que no tenía que preocuparse y podía regresar al pozo, pero tenía miedo de abrir la boca y volver a vaciar el estómago. Así que me tragué las protestas y acepté la ayuda.
El curandero era un hombre de baja estatura. No era muy viejo, aunque tenía hebras blancas en el pelo. Y siempre me ofrecía una sonrisa amable. Tenía una buena reputación en la aldea.
Me recibió con calidez, como hacía cada vez que lo visitaba. Le aseguré que nada malo me ocurría, pero él debió de percibir que estaba mintiendo porque me obligó a tomar asiento.
—¿Qué tal están vuestros pequeños? —preguntó mientras rebuscaba entre sus armarios.
En aquel lugar olía a hierbas. Como el ungüento que usaba con Link de vez en cuando, pero diez veces peor.
—Fuertes —respondí con un suspiro. La cabeza me daba vueltas—. Crecen muy deprisa.
—Oh, dímelo a mí —rio Nebbs—. Recuerdo cuando ambos eran diminutos. El segundo berreaba con la fuerza del mismísimo Gran Cataclismo.
Me obligué a sonreír aunque tuvo que parecer una mueca. El hombre se acercó y comprobó mi temperatura. Había hecho lo mismo con mis hijos tantas veces que me sentí como una niña de pronto.
—¿Cuánto tiempo llevas enferma? —preguntó.
—No estoy enferma —repuse yo—. Es solo un malestar. Puedo soportarlo.
—¿Cuánto tiempo, Zelda? —insistió en tono más severo.
—Varias semanas —admití en voz pequeña.
Le hablé de los malestares que había sufrido mientras él palpaba y comprobaba que todo siguiera en orden. No utilizó ninguno de sus instrumentos, para mi sorpresa. Yo no apartaba la vista de su expresión, temiendo ver una mueca de preocupación.
—Deberías haber venido antes, niña. Podrías haber salido de dudas.
—¿Qué me pasa?
Pese a lo mucho que había insistido, siempre conseguía librarme de ir a ver al curandero. Aquel hombre me ayudaba cuando acudía a él, pero aun así odiaba estar enferma. Se suponía que debía cuidar de mis hijos, no de mí misma.
Los curanderos me recordaban a cuando éramos más jóvenes y Link había estado gravemente herido. Me recordaba al olor a sangre en nuestra tienda y a sus cicatrices. En especial a la que tenía en un costado, la más nueva y fresca de todas.
Al ver que él no decía nada, sentí un escalofrío y la cabeza me dio vueltas otra vez.
—¿E-es grave? —susurré—. Diosas, es grave, ¿a que sí?
—Depende de cómo se mire. —Me mostró una sonrisa amable y palpó mi vientre. El corazón se me detuvo—. Tienes un niño dentro, Zelda.
*
—¿Mamá?
—¿Hmmm...?
—Me duele.
Soltó un quejido agudo cuando pasé el cepillo por uno de sus rizos indomables. Se suponía que eran más fáciles de cepillar mientras estaban húmedos, pero al parecer nada de eso funcionaba con mi hija.
—Lo siento, Wynnie —murmuré—. Intento ir con cuidado.
—Inténtalo más.
Me tragué la irritación, recordándome que solo tenía seis años y que era incapaz de leerme la mente y descubrir los motivos de mi malestar. Ambos estuvieron en silencio por unos instantes. Arwyn siguió quejándose, aunque yo hice caso omiso. Si iba con más cuidado, no conseguiría cepillarle el pelo. Traté de explicárselo con toda la paciencia del mundo, pero ella puso la misma cara que ponía su padre cuando lo obligaba a hablar primero en las reuniones.
—¿Mamá?
—¿Sí?
—¿Cuándo vuelve papá?
Me di la vuelta para mirar a Artyb, que tenía ojos suplicantes. Diosas, si empezaban a lloriquear desde tan pronto acabaría perdiendo la cabeza.
—Sabes que tiene que hacer un viaje largo, Artyb —respondí en tono severo—. Ni siquiera ha llegado a Akkala todavía.
Él torció el gesto, pero no dijo nada más, y Arwyn tampoco volvió a quejarse por los tirones. Agradecí el silencio. Debía pensar.
El pánico amenazó con brotar de nuevo, aferrándose a mi pecho como si tuviera garras dolorosas, pero me obligué a inspirar hondo. Todo iría bien. Era lo que Link y yo habíamos estado buscando, después de todo. No tenía por qué asustarme, ni mucho menos entrar en pánico.
Entonces ¿por qué tenía la sensación de que algo iba a salir terriblemente mal? Diosas, si algo le ocurría a Link durante el viaje no sabría cómo continuar. Esperaba que fuera solo un producto de mi paranoia. Cuando estaba esperando a Arwyn me ocurrió lo mismo. Veía peligros en todas partes y no soportaba que Link estuviera lejos durante mucho tiempo. Sí, tenía que ser eso. Solo eso.
—Hora de irse a la cama —dije, forzando una sonrisa.
Ellos protestaron, como de costumbre, pero yo hice caso omiso. Acabaron obedeciendo y, mientras subían a la cama, me fijé en la rodilla de Artyb.
—Hay que vendarte eso —le dije en un susurro, examinando los arañazos.
Había vuelto a casa con heridas en una rodilla. Se las había limpiado un instante después de que Arwyn me contara lo sucedido. Habían estado buscando grillos y él había tropezado con una roca. Se había hecho daño y, según Arwyn, mucha sangre, pero no había llorado. Tenía los ojos húmedos mientras yo le limpiaba la herida, sin embargo.
Acerqué un trozo de vendas y lo anudé con cuidado alrededor de su rodilla. Artyb examinó el vendaje con curiosidad.
—Estarás como nuevo en unos días —le aseguré—. Mañana ni siquiera te dolerá.
Él frunció el ceño.
—No me duele.
Se me escapó una carcajada, a pesar de todo. Era igualito a su padre.
—No vayas de tipo duro —le dije.
—Artty tonto —dijo Arwyn, como si así fuera a apoyar mis palabras.
Él la miró, malhumorado, aunque no saltó de la cama para abalanzarse sobre ella, como solía hacer.
—Tienes que curarte —dijo Arwyn—. Así eres como yo. También tengo sangre ahí. Como papá.
Tocó las vendas de Artyb con cuidado. Él abrió mucho los ojos y dio un respingo, como si le hubiera dolido.
—Ten cuidado, Wynnie —dije.
—No hago cosas malas —replicó ella. Me mostró sus manos diminutas—. Así Artty se siente mejor.
Artyb enrojeció de pronto.
—Eres tonta, Wynnie.
Ella se quedó boquiabierta, aunque no dijo nada, para mi sorpresa. Así que decidí reprenderlo.
—No digas esas cosas, Artyb.
Él clavó la vista en su regazo y se disculpó en voz baja.
Aquella noche, ambos se durmieron muy deprisa. Debería haberme sentido satisfecha, pero lo cierto era que me habría gustado que permanecieran despiertos por un rato más. Así no estaría sola ahora. Sola con el silencio y mis pensamientos. ¿Había algo peor que todo eso?
Fui escaleras arriba con una vela. La dejé sobre la mesa y me senté en la cama. Inspiré hondo, sintiendo como las lágrimas se agolpaban sin previo aviso. Tal vez fueran de felicidad, o tal vez no. Tal vez fueran una mezcla extraña. Lo único de lo que estaba segura era de que me sentía mucho mejor tras haberlas dejado escapar.
Palpé mi vientre plano. Ocho semanas. Casi dos lunas. Ese era el tiempo aproximado que llevaba esperando, según el curandero. Se sentía como una eternidad, aunque ahora entendía mi malestar y los cambios de humor bruscos que había sufrido en Kakariko. Diosas, me resultaba difícil creer que entonces mi hijo ya crecía dentro de mí.
Ahogué un sollozo a duras penas. Estaba siendo patética. Link y yo habíamos querido un hijo. Y lo habíamos conseguido. Debería estar gritando de alegría y anunciándolo a los cuatro vientos. Pero supuse que yo siempre había ido en contra de la voz de la razón.
Si Link estuviera conmigo en aquel momento, habríamos sonreído juntos. Habría hecho desaparecer mis peores temores, como siempre hacía.
Me sentía como cuando me había enterado de que estaba esperando por primera vez. Link también había estado fuera entonces, en el Poblado Orni. No había entrado en nuestros planes tener un hijo en aquella época, y yo aún era joven, con mucho que aprender. La noticia me había sentado como un nuevo golpe del destino.
Recordaba la expresión de Link cuando había llegado a casa tras estar casi dos lunas fuera. Me había abalanzado sobre él entre sollozos, y cuando se lo conté por fin, fue como si un peso hubiera desaparecido de mis hombros. El alivio fue abrumador. Él se había quedado tan pálido que por un momento temí que fuera a derrumbarse allí mismo, aunque acabó sonriendo.
Lo echaba de menos. No tendría que haberlo dejado marchar a Akkala, trabajo o no. Tendría que haberle hecho caso. Tendría que haber ido a ver al curandero antes, mucho antes.
No dormí aquella noche. Me entretuve contemplando los rayos de la luna que se colaban por la ventana y acariciándome el vientre distraídamente.
Había amanecido hacía unas horas cuando escuché golpes en la puerta. Al principio pensé en ignorarlos, pero luego se hicieron tan fuertes que tuve la sensación de que la casa entera se estremecía. Me cubrí con la capa y fui escaleras abajo, maldiciendo para mis adentros.
Me detuve en seco cuando abrí la puerta y vi a dos guardias de la aldea. Eran altos y fornidos, y sus caras no me sonaban de nada. Guardé silencio, a la espera.
—Se requiere la presencia de la portavoz hyliana en la casa del alcalde Rendell.
Me crucé de brazos, a la defensiva. Había hecho bien en no bajar la guardia con el alcalde. Había esperado a que Link estuviera bien lejos para hacer un nuevo movimiento en mi contra.
—¿Puedo preguntar por qué?
Los hombres se miraron. El primero que había hablado carraspeó.
—Esta mañana se ha encontrado el cuerpo del alcalde Rendell —respondió—. Sin vida. Su mujer lo encontró cerca de la casa del curandero.
Estuve a punto de reírme porque estaba segura de que aquello era una broma. Tenía que serlo. Una broma cruel del destino.
Pero luego vi sus rostros ensombrecidos y taciturnos, y supe que aquello era todo menos una broma. Vi que estaban armados y retrocedí varios pasos, comprendiendo.
Tenía que prepararme para correr.
El corazón me aporreaba en el pecho. Cuando di otro paso, ellos me siguieron, sin apartar los ojos de los míos. Intenté conservar la cabeza fría. Era lo que Link haría, de estar en mi lugar.
Sin embargo, de pronto oí un chirrido y los tres nos giramos en dirección a la puerta. Artyb miró a los hombres y palideció. Luego me miró a mí con los ojos llenos de terror.
—Mamá, Wynnie dice que tiene frío —susurró en voz pequeña.
