Disclaimer: South Park es propiedad de Matt Stone y Trey Parker. Los Mitos de Cthulhu son propiedad de H. P. Lovecraft y los miembros del Círculo Lovecraft.


Universo Lovecraft-Park

Karen, en las Tierras del Sueño


II. Viaje a Leng


A Karen le gustaba visitar las Tierras del Sueño porque era como ir a Narnia o a la Tierra Media: un mundo increíble en donde la realidad y la fantasía parecían fundirse en una sola. A veces el sol salía por el oeste y se ocultaba por el sur, o amanecía por el norte y se ponía por este; era impredecible como sucedería. El tiempo también parecía tener un curso que desafiaba toda la lógica del mundo vigil. Se podían vivir mil años en la magnífica ciudad de Celephaïs, solamente durante la siesta de la tarde.

Pero, al igual que la Tierra Media tenía sus terribles orcos y trasgos, en las Tierras del Sueño había seres monstruosos y lugares peligrosos. La meseta de Leng era uno de estos.

En Leng alguna vez, mucho tiempo atrás, había habitado una población de seres casi humanos. Eran algo parecido a los sátiros de la mitología griega: con cuernos de cabra en sus cabezas que ocultaban bajo grandes turbantes; y pezuñas al final de sus piernas peludas que ocultaban con un calzado diminuto, como zapatos de bebé, y pantalones holgados de colores chillones.

Y, como los sátiros, estos hombres de Leng no eran del todo buenos, puesto que habían adorado a los Dioses Otros del Exterior que vivían más allá de las puertas de la meseta de Leng, a dónde nadie se atrevía a entrar. No obstante, esto no evitó que las temibles bestias lunares –criaturas desagradables con cuerpos gelatinosos que recordaban a los sapos– descendieran desde su hogar en la luna onírica usando sus barcos voladores de velas blancas.

Los hombres de Leng confundieron a estos invasores con enviados de los dioses, por lo que no se defendieron cuando les metieron en jaulas para llevarlos a la luna, esclavizándoles. Los más débiles se volvieron servidumbre; los más fuertes pasaron a trabajar en las minas de piedras preciosas; los más gordos corrieron una suerte peor, pues fueron devorados por aquellas odiosas bestias lunares.

Todo esto muy a pesar de que, como ellos, las bestias lunares también adoraban a Nyarlathotep. Por supuesto, es algo entendido que les haya pasado eso, habiendo depositado su fe en el traicionero Caos Reptante.

Ahora, esos mismos hombres de Leng, solían bajar en las mismas naves que tiempo atrás se habían llevado a sus antepasados para buscar nuevos esclavos que llevar a trabajar a las minas lunares, o para servir de alimento a esos monstruosos entes con forma de sapos.

Las pocas veces que Karen fue incapaz de controlar el camino de sus sueños y que, sin quererlo, se vio atrapada en Leng, había visto como cargamentos de hombres de todas razas y de todos tamaños eran trasladados como animales en los barcos que salían con dirección a la civilización –si es que se puede llamar así– de la luna del país de los sueños terrestres.

En aquellas ocasiones se ocultaba en las viejas ruinas de las que fueran las ciudades que rodeaban la meseta de Leng y esperaba, acurrucada contra un suelo y un viejo muro, a que el sueño terminara para poder escapar de vuelta a la seguridad de su pobre casa de South Park.

Otras veces las ruinas estaban vacías. No había barcos en el muelle, ni campamentos de paso para cargar a los esclavos. En esos momentos, en los que todo era una inmensa ciudad fantasma con los ecos de otras eras, Karen solía explorar las ruinas.

En algunos muros, cerca de los templos erigidos miles de años atrás para adorar los Dioses Exteriores, se podían ver viejos murales en los cuales los antiguos hombres de Leng habían dejado registro de sus danzas a la luz de la Luna y de sus blasfemos rituales; que de nada les sirvieron cuando el mismo mensajero de sus dioses los entregó a las bestias lunares como si solo fueran un juguete roto.

Karen había escuchado de ese lugar por parte del profesor Randolph Carter, el viejo catedrático de la universidad de Miskatonic que era amigo y mentor de su hermano Kenny. El profesor le había contado como, mucho tiempo atrás, había recorrido las Tierras del Sueño en su búsqueda de la desconocida Kadath: la ciudad donde los Dioses del Sueño hacían sus banquetes y vivían en la opulencia, más allá de la meseta de Leng y de las tierras Yermas y frías que separaban el Mundo Onírico alcanzable por los humanos y del que solo los dioses habían contemplado.

Carter le había advertido que jamás debía subir a la meseta pues, allá arriba, el viejo sacerdote de túnica amarilla que ocultaba su rostro detrás de un velo, llevaba a cabo los rituales para mantener contentos a los Dioses Otros del Exterior. El sacerdote, al que pocos habían conseguido ver y salir con vida, era una figura atrayente pero peligrosa.

Sin embargo, Karen, como toda niña curiosa, había decidido desestimar las palabras de Randolph Carter; a pesar de que él era en todo sentido uno de los soñadores más poderosos y experimentados de todos los tiempos. Se decía de él, en las grandes ciudades de las Tierras del Sueño, que una vez había soñado una ciudad tan maravillosa que los mismos Dioses del Sueño habían preferido abandonar la Desconocida Kadath para habitar aquella metrópoli cuya belleza rivalizaba con el mismo sol poniente.

También, contaba su amigo Menes, era amigo del mismísimo Rey Kuranes, gran soberano de la ciudad de Celephaïs, la cual el mismo rey había soñado en otra vida, cuando vivía en el mundo vigil.

Karen jamás había creado algo con sus sueños. Conocía, sin embargo, que muchas de las cosas que había hoy en las Tierras del Sueño habían salido de las más fantasiosas experiencias oníricas de la humanidad, y de otros seres pensantes que soñaban en la Tierra desde tiempos inmemoriales.

A pesar de eso, habiendo tantas cosas increíbles, fantásticas y más seguras que ver, la meseta de Leng seguía siendo demasiado atrayente para su excitable curiosidad infantil.

Así pues, una tarde en la que los hombres de Leng, sus barcos y sus campamentos de esclavos no estaban a la vista, decidió satisfacer tal curiosidad y con paso firme, aunque lento, se encaminó por la calle principal de lo que en otro tiempo había sido la capital de Leng, hacia aquella magnífica meseta en el centro del país.

La extraña manera en la que toda lógica parecía desaparecer en las Tierras del Sueño jugó a su favor, o quizá en su contra, y antes del mediodía ya se encontraba al pie de la razón de su viaje. La ladera de la meseta no era muy baja, aunque se podía ver que el camino cortaba abruptamente antes de comenzar a subirla. Los hombres de Leng habitaban alrededor de ella, pero ninguno se había atrevido a subir ni antes, ni mucho menos ahora, que no eran más que simples esclavos de las bestias lunares.

¿Cómo, entonces, podía ser que la gente supiera que allá arriba estaba aquel sacerdote? Luego de tanto tiempo, seguramente se había marchado ya.

La hierba alta y el viento no desanimaron a Karen mientras subía por la ladera de la meseta de Leng.

Y cuando finalmente sus ojos contemplaron los viejos templos con sus pagodas hexagonales que se conectaban uno con otro mediante caminos de piedra, formando algo parecido a un copo de nieve, no pudo evitar pensar que el viaje había valido la pena. Ese templo no había sido pisado por humanos en siglos, tal vez milenios. Y ahora era completamente suyo para explorar.

Como esperaba, no había señal alguna de la presencia de aquel temible sacerdote de túnica amarilla.

Recorrió el templo, mientras el soplido del viento llenaba sus oídos. Vio los viejos tatamis donde alguna vez los monjes se habían sentado, las camas donde ya nadie dormía y las mesas en las que ya nadie comía. El lugar era desolador aunque relajante. Al menos fue así hasta que la noche cayó.

Conforme el sol desaparecía, la meseta se enfriaba. Acostumbrada al frío, Karen no tomó importancia de este hecho. Hasta que, al volver por la esquina entre una pagoda y una de las calles que llevaban al centro del complejo, vio una procesión de monjes de túnicas amarillas. Pero había algo extraño en ellos. Se transparentaban como si solamente fueran imágenes proyectadas con algún aparato que no debía existir en ese mundo. O tal vez, y para un sitio yermo como ese tenía más sentido, se trataban de los fantasmas de los monjes que alguna vez habían habitado el templo.

Oculta de la vista de aquellos seres, trató de acercarse lo más posible al sitio a donde la procesión se dirigía. Se escondió en una pagoda y observó por la ventana como los monjes se colocaban en un círculo alrededor de un área dónde, a juzgar por las marcas, alguna vez había ardido una gran fogata.

Los fantasmas comenzaron a danzar alrededor de la fogata inexistente. Alzando sus manos y girando mientras llamaban con un rezo que Karen misma reconocía, solo que dirigido a otro dios. Tiempo atrás, el Hombre de Negro que había atormentado sus sueños, hasta que su ángel guardián le derrotara, le había obligado a repetir aquel mismo rezo.

¡Iä! ¡Iä! ¡Hastur!

Mientras la noche caía, de aquellas marcas dejadas por el fuego comenzó a salir humo. Con lentitud extraña y macabra, las llamas de un fuego que no debería arder sin combustible, comenzaron a danzar al son de los rezos de aquellos fantasmas del pasado.

¡Iä! ¡Iä! ¡Hastur!

El fuego creció, como una columna, envolvió a los fantasmas y finalmente volvió a ser una simple fogata. Pero los rezos no cesaban:

¡Iä! ¡Iä! ¡Hastur!

Fue cuando vio al sacerdote, de pie, en medio de la fogata. La túnica amarilla cubría todo su cuerpo, la capucha no dejaba ver su cabeza y un velo ocultaba su rostro. Además de eso, sobre su cabeza se podía ver una corona de reluciente oro.

Los fantasmas terminaron su danza y uno a uno comenzaron a hacer reverencias hacia aquel Rey de Amarillo al que, tal vez erróneamente, muchos se habían referido como sacerdote.

Karen sintió miedo, ahogó un grito con sus manos, mientras frenéticamente pensaba cómo escapar de allí para ocultarse hasta que despertara en la seguridad de su cama.

El verdadero terror la inundó cuando dos ojos que no podía ver parecieron fijarse en ella. La figura salió del fuego avanzando con la lentitud atemorizante de un monstruo de película de horror.

Sin importarle llamar la atención, Karen salió corriendo fuera de la pagoda en la que se había ocultado. Cruzó las calles desoladas que unían los edificios del complejo en la cima de la meseta de Leng. Bajó por la ladera de la misma, y se refugió en las ruinas de la vieja capital donde alguna vez habían vivido los hombres de Leng…

Cuando despertó, respiraba agitadamente y el sudor frío que bañaba su cuerpo.

Había escapado de las garras de Hastur… Pero el dios ya conocía su rostro.

Años después, eso sería importante.