Disclaimer: South Park es propiedad de Matt Stone y Trey Parker. Los Mitos de Cthulhu son propiedad de H. P. Lovecraft y los miembros del Círculo Lovecraft. Cualquier similitud de esta parte con la novela Déjame Entrar de John Ajvide Lindqvist puede ser mera coincidencia… o tal vez no.
Universo Lovecraft-Park
Lo que se esconde en las sombras
IV. El peso de los recuerdos
1
Isabel soltó un suspiro. Por más que fuera… lo que era, no podía dejar de temer ese momento en el cual el día daba paso a la noche. Aunque, una vez que la luz natural se había ido por completo, se sentía mejor. Se sentía en casa, de una manera un tanto perturbadora, debía agregar.
Se encontraba sentada en la rama de un árbol, en el patio de juegos del orfanato en el cual residía desde hacía un par de semanas. Su mirada fija en el cielo teñido con los tonos rojizos y dorados del atardecer. Por la calle pasó un hombre en una bicicleta. En algún lugar de la lejanía se podía oír el eco de una canción infantil. Una que Isabel conocía muy bien: ella la solía entonar con sus hermanas en los viejos tiempos.
—¿Qué haces allá arriba? —escuchó la voz de su amiga, Karina.
—Solo pensaba —respondió de manera escueta.
¿De nevo? Últimamente, pasaba mucho tiempo atrapada en su cabeza. Era debido a la época del año, tal vez. Marzo tenía un efecto depresivo en ella. Por esas fechas su abuela había muerto. Y también, fue en ese mes, cuando ella… no quería recordar eso. No valía la pena continuar atormentándose a sí misma con su pasado.
Sus ojos pardos volvieron a centrarse en lo que ocurría afuera, más allá de los muros del orfanato, donde las personas comenzaban a adornar las calles colgando globos y adornos hechos con papel de china.
—Todos parecen muy contentos últimamente —comentó, deseosa de saber qué era lo que ocurría.
Karina no respondió de inmediato, puesto que justo en ese momento sufrió uno de sus constantes ataques de tos. Finalmente, tras casi un minuto, se recuperó lo suficiente como para hablar.
—Se acerca la fiesta parroquial —dijo con gran entusiasmo.
—¿Fiesta?
—¡Oh, sí! ¡Es un gran evento! Toda la ciudad se prepara con entusiasmo para esta fecha. Incluso montan una feria. ¡Es muy divertido! —terminó, mientras otro ataque de tos la hacía llevarse las manos a la boca.
Diversión. Isabel sonrió. Hacía mucho tiempo que no tenía algo de diversión normal.
Sin mucho esfuerzo, saltó de la rama, aterrizando con gracia felina en el suelo. Karina no pudo evitar abrir los ojos con sorpresa ante la acción de su amiga. Aunque no era la primera vez que presenciaba como Isabel llevaba a cabo acciones que podían ser calificadas de anormales en una niña como ella.
Karina se recuperó de su impresión a tiempo para ver a Isabel alejándose rumbo al edificio del orfanato.
—¡Espera! —gritó Karina, y se apresuró a alcanzar a su amiga.
Isabel se detuvo un momento, se volvió hacia la otra niña y sonrió. Aunque, solamente por un segundo, Karina intuyó que había una sombra en ella. Era como si esa sonrisa ocultara algo turbio y siniestro. Sin embargo, dado su edad y su educación más bien deficiente, le era imposible deducir que era. Así que hizo lo mejor que podía hacer en tal situación: desechar fuera de su mente tal idea.
Isabel, por su parte, al darse cuenta de la reacción de su amiga, sintió una conexión especial con ella. Más eso, a su vez, la aterraba. Había una cierta sombra de fatalidad en todo ese asunto.
No sabía entonces que su presentimiento se tornaría realidad en unos días. Karina no viviría para asistir a la fiesta parroquial.
2
Isabel abrió los ojos.
Un recuerdo del pasado se había colado nuevamente en su mente en forma de un sueño. Los últimos meses y, en especial, estos últimos días, había estado pensando mucho en Karina. Era curioso, pasaron décadas en las que la imagen del rostro pálido y enfermizo, pero siempre sonriente, de aquella niña no había estado presente. Como si la hubiera borrado del todo. Pero, de pronto, había conocido a Butters y todo volvió.
Curioso, Butters era en muchos aspectos todo lo contrario a lo que Karina había sido; sin embargo, a la vez eran tan parecidos. Optimistas, aunque el mundo los golpeara con todo. Claro, se daba cuenta de que Butters se estaba rindiendo. No pasaba desapercibido para ella el hecho de que su amigo rubio había estado conteniendo su miedo, frustración y coraje durante mucho tiempo; al grado de que ahora era como una olla de presión lista para estallar.
Se incorporó del lecho de retazos de tela y mantas raídas y viejas en el que había estado durmiendo los últimos días. A su lado, el niño rubio estaba hecho un ovillo mientras tiritaba de vez en cuando. Debía de tener mucho frío.
Isabel reunió la mayor cantidad de mantas que pudo y lo tapo con ellas. Luego, se puso de pie y caminó por la vieja y polvorienta habitación hasta una de las ventanas. Se encontraba en una cabaña abandonada en medio del bosque. Un lugar ideal para ocultarse, no muy lejos de una ciudad en la cual encontrar alimento, y rodeada de un denso follaje que la ocultaba de miradas indiscretas.
El sol estaba casi en su punto más alto. El mediodía. Había estado durmiendo por lo menos diez horas.
La noche anterior, luego de inducir por la fuerza a dormir a un frenético y asustado Butters, había ido a revisar los alrededores; asegurándose de que nadie interviniera, como habían hecho aquellos dos niños. Varias veces había sentido una poderosa presencia psíquica buscándola. Pero su instinto infalible de vampiro le había protegido, evitando ser descubierta.
Con eso le quedaba claro una cosa: debía marcharse lo antes posible. Esos niños eran un peligro para ella, como Butters le había advertido. Al principio ella había desestimado las advertencias de su amigo, pero ahora sabía que eso había sido un gran error.
Se volvió para ver cómo Butters se agitaba entre las mantas y restos de tela. Finalmente, se sentó mientras se tallaba el ojo derecho con el dorso de la mano.
—Buenos días —medio murmuró.
Por un momento, luego de abrir los ojos, se quedó viendo extrañado el lugar en el que estaba –una habitación de madera, llena de polvo y con algunos agujeros en el techo y las paredes– como si no tuviera idea de cómo había llegado allí. Luego, cuando sus sentidos se despertaron más y los recuerdos de la noche anterior volvieron, pareció algo asustado.
Isabel posó sus ojos cafés en él. Interrogante. Esperaba una reacción como la de Karina aquella noche en la que… No debía dirigir sus recuerdos en esa dirección, no a esa noche en concreto, era demasiado doloroso.
—¿Estás bien?
La pregunta de Butters la tomó por sorpresa. Observó detenidamente al niño, que a su vez le devolvía una mirada interrogante y preocupada.
—¿Por qué lo preguntas?
Butters se encogió de hombros.
—Yo… solo. —Tragó algo de saliva y agachó la cabeza—. Me pareció que estabas triste.
Isabel avanzó algunos pasos. Butters había notado la melancolía en su rostro. Para alguien que estaba acostumbrada a ocultar todos sus sentimientos mediante una máscara de perfecta indiferencia, resultaba extraño haber quedado algo expuesta.
—Recordaba algo —respondió—. O más bien dicho, a alguien.
—¡Oh!
Butters volvió a alzar la mirada, cuando sintió que Isabel se sentaba en las mantas junto a él.
—Pronto tendré que irme.
—Lo sé —respondió Butters. Era más que obvio que luego de lo ocurrido la noche anterior, tendría que irse pronto.
«Ahora o nunca», se dijo Butters, y se volvió a ver a Isabel con determinación.
—Yo… —Se detuvo, tratando de encontrar las palabras—. Bueno, el Profesor Caos ha encontrado una manera de… ya sabes… vengarse de todos.
Isabel se quedó viendo a su amigo.
—¿Vengarse?
—Sí, podrías vengarte del mundo que te deja de lado…
Se calló cuando notó que Isabel negaba con la cabeza.
—El mundo no me deja a un lado.
—Pero, vives como desamparada, sin un hogar y…
—No hay lugar para seres como yo, Butters. Los monstruos no tienen cabida en este mundo. —Se puso de pie y volvió a caminar hacia la ventana. Butters la siguió con su mirada, tratando de comprender la verdadera dimensión de las palabras que ella había dicho—. Aunque, si hubiera alguien de quien quisiera vengarme, sería de ella.
La voz de Isabel se había tornado oscura conforme decía las últimas palabras, a tal punto que un escalofrío descendió por la espalda de Butters, erizándole por completo los pelos de la nuca.
—¿Ella?
—Frida —escupió el nombre, como si fuera veneno en su boca—. La mujer… la cosa que me volvió lo que soy.
Isabel posó su mano sobre el vidrio opaco y ennegrecido de la ventana. Esa era la única habitación en toda la cabaña que aún conservaba los vidrios intactos en su mayoría, por eso la había elegido para instalarse.
El recuerdo de Frida surgió en su mente en un remolino de dolor y furia reprimida. Aquella mujer monstruosa, enloquecida por la eternidad, que vagaba por las noches en las calles empedradas de Guanajuato –una ciudad colonial de muchas callejas, túneles y leyendas de fantasmas–, haciendo sus víctimas a las personas incautas que se cruzaban en su camino; y secuestrando niñas como ella para llenar el vacío de la hija mortal perdida mucho tiempo atrás y que jamás iba a recuperar.
Tiempo atrás, se había dado cuenta de que no era la primera ni la última a la cual ella le hacía eso. Oh, estaba segura de que por el mundo vagaban al menos una decena de niñas monstruosas como ella, todas ellas arrastradas a la oscuridad perpetua del vampirismo por la misma criatura. Frida, la lunática Frida, que cortaba los cuellos de sus víctimas con sus afiladas garras; para luego alimentar con la sangre que manaba a las pobres chiquillas que arrebataba de las manos frías de sus padres mortales.
—Puedes vengarte —dijo Butters—. Si me ayudas… Si ayudas a Caos…
—Butters —le cortó ella, volviéndose nuevamente a verlo—, simplemente quiero olvidarla. Olvidar es menos doloroso.
—Pero, olvidar solo encubre las cosas. Cuando olvidas, los recuerdos vuelven, y entonces son más peligrosos, duelen más.
Isabel soltó una pequeña carcajada.
—¿Cómo te las arreglas para decir cosas tan sabias? —preguntó, haciendo que Butters se sonrojara.
Isabel se apartó de la ventana, y caminó hasta un rincón de la habitación, allí había un baúl de apariencia vieja. Lo abrió y sacó varias cosas, entre ellas la muñeca que Butters le había dado en México. Finalmente, sacó un pequeño frasco de vidrio, sujetó a una cadena.
Ante la mirada asombrada de Butters, abrió el pequeño vial; luego, cortando su dedo índice con sus propios colmillos, extrajo varias gotas de sangre con las cuales llenó el recipiente. Volvió a taparlo y devolvió todo a su lugar.
Con el frasco aún en sus manos, caminó hasta Butters y colocó la cadena alrededor del cuello del niño.
—Úsalo siempre, te protegerá —dijo ella.
Butters tomó el pequeño frasco en sus manos, contemplando el líquido en su interior. Sangre de Isabel, sangre de vampiro.
—¿Protegerme? —preguntó finalmente.
Isabel se había retirado nuevamente hacia la ventana.
Butters se levantó y fue a unirse a ella. Al ver por la ventana, se dio cuenta de que a través de ella se podía ver lo que quedaba de un sendero. La hierba estaba tan crecida, que seguramente no había sido utilizada en años. Pero, si su orientación no le fallaba –al ver las montañas cuyas cumbres se veían más allá del bosque–, ese sendero iba en dirección a South Park. Tal vez Isabel estaba vigilando en caso de que alguno de los miembros de Coon y Amigos los encontrara.
—Una vez —dijo ella de pronto—, no pude proteger a una amiga.
Había una tristeza en sus palabras, que hasta ahora solo había sido expresada por su mirada.
—Ella murió. —Pareció dudar un momento, y finalmente agregó—: No, fue asesinada, por mi culpa.
Butters no dijo nada, y ella tampoco. Permanecieron simplemente allí, contemplando el bosque y la nieve a la luz del sol.
3
La abuela Stotch entró a la habitación de su nieto. Toda la mañana su familia había estado buscando al mocoso inútil. La verdad, pensaba ella, si se quedaba perdido o resultaba muerto en algún bosque o callejón, sería mejor para todos. No entendía cómo su hijo había tenido un niño tan cobarde y débil.
Stephen no había servido para continuar el legado familiar, por lo que se le mantuvo ignorante de todo. Así pues, la esperanza se había depositado en su nieto. Vaya decepción fue que conforme iba creciendo resultó ser una mariquita llorona.
Lo peor era que estaba segura, no viviría lo suficiente para encontrar a alguien más digno de seguir con el legado familiar.
Sus pensamientos se detuvieron cuando notó algo extraño bajo el buró de su nieto. El suelo debajo de él estaba lleno con las marcas distintivas de que alguien lo había estado moviendo repetidas veces de lugar, posiblemente para ocultar algo.
La abuela soltó una carcajada ante esto. Ese niño era pésimo ocultando cosas. Lo peor era que seguro se trataba de otra mariconada como el disfraz del Profesor Marica.
Movió el mueble. Cómo pensaba: allí había algo oculto en un hueco en la pared. Un libro.
Cuando lo extrajo, su semblante cambió por completo.
—Un Necronomicón —susurró.
La abuela Stotch sintió una extraña sensación de orgullo mezclada con intriga. Ya vería que el pequeño marica le dijera que diablos hacía con un Necronomicón, y como lo había obtenido.
4
Cuando Isabel se culpaba a sí misma de la muerte de Karina, tenía buenos motivos para creer eso. La realidad era que su actuar imprudente al mezclarse con los humanos la había vuelto descuidada de todo lo que Frida le había enseñado. Lo cual, se daría cuenta después, fue un completo error.
Quizá esa no era una historia que Butters debiera escuchar, pero se la contaría por un motivo: tal vez así entendiera por qué debía de irse, y por qué comenzaba a pensar que acercarse a él había sido un gran error en primer lugar.
Había dos cosas fundamentales que la historia de Karina enseñaba: primero, que para un vampiro estar cerca de los humanos termina en tragedia; segundo, los humanos son seres salvajes capaces de las peores atrocidades cuando la histeria y el terror se apoderaban de ellos.
Karina había sido, como ya se ha dicho antes, una niña enfermiza y huérfana de un pequeño pueblito de México. Una niña que había tendido la mano y su amistad a una niña, sin saberlo, monstruosa, que había terminado en el orfanato por un descuido.
Isabel tenía que alimentarse, y buscar refugio. Cosas que, en un momento de ingenuidad total, había creído obtendría en aquel pueblo. Mientras permaneciera en el orfanato, al menos por un tiempo, tendría un sitio donde refugiarse sin despertar sospecha alguna. Y, por otro lado, con sus poderes no le resultaría difícil salir por las noches en busca de alimento. Si funcionaba, podría repetirlo una y otra vez en cuanto pueblo con un orfanato encontrara en su vagar por el mundo.
Las autoridades en México eran corruptas y descuidada, y hacían caso omiso de las cosas raras que ocurren en los alrededores, como muertes extrañas entre los vagabundos y borrachos locales. Pero la gente, en especial la de los pueblos pobres y pequeños, donde aún impera la superstición y la ignorancia, rápidamente comienza a esparcir rumores cuando algo extraño comienza a suceder en sus comunidades.
Y las muertes repentinas de personas en la vía pública, sumadas a los relatos de algunos vecinos –por más que a algunos se les tachara de locos– que afirmaban haber visto a un niño demonio merodeando por las calles durante las madrugadas, atrajeron la atención. Sobre todo de cierto sacerdote supersticioso y conservador, que aún asustaba a sus feligreses con cuentos de brujas y diablos.
Isabel supo que su estancia allí había terminado cuando los rumores comenzaron a entrar en el orfanato, mediante las amistades que las encargadas tenían con las personas de los alrededores. Era momento de volver a su existencia oculta y solitaria.
La próxima escapada nocturna sería la definitiva. No volvería más allí. Pensó en despedirse de Karina, pero decidió que sería un riesgo. Si alguien la escuchaba, todo podía acabar mal. Lo mejor sería desaparecer sin decir nada.
La noche que Isabel escapó, fue la misma en la que Karina decidió finalmente saciar su curiosidad, para desgracia de ambas. La vampiresa estaba tan confiada de la seguridad de la ruta que usaba para escapar cada noche que no fue cuidadosa. Karina, intrigada por lo que su amiga hacía, la siguió fuera del orfanato.
Isabel necesitaba alimentarse para tener la fuerza necesaria para conseguir salir de la ciudad antes del amanecer. La situación tensa, desatada por los relatos contados por aquellos que la habían visto, hacía que fuera imposible valerse de la manipulación de algún humano incauto para asegurar su escape. Tendría que hacerlo por sí misma. Así pues, fue en busca de un anciano solitario y borracho que sabía vivía en una destartalada cabaña muy cerca de allí y cuya sangre le venía perfecta para lograr su cometido.
No sabía que Karina, con la curiosidad propia de un niño, la seguía. Mucho menos que una turba en miniatura de religiosos andaba en las cercanías.
Como es natural pensar, Karina descubrió a Isabel en el momento justo en que se alimentaba. El shock pareció destruir la cordura de la niña, y tras ser descubierta y enviada de vuelta al orfanato por una angustiada niña vampira, la turba del sacerdote dio con ella.
Karina, confundida como la culpable de todas esas muertes –ya que iba manchada en sangre producto de un zarandeo que le dio Isabel, tratando de que reaccionara, terminó siendo quemada en la hoguera, como tiempo atrás se hacía con las brujas.
Desde entonces, Isabel se había prometido que nunca más entablaría amistad con los humanos, que nunca más se mezclaría con ellos.
Hasta que conoció a Butters.
