Los personajes de Saint Seiya no me pertenecen, son propiedad de Masami Kurumada y Toei Animation.
El café estaba caliente, el vapor era muestra obvia de ello, pero la preocupación abarcaba sus pensamientos, tanto que lo ignoró para poder darle un sorbo a su bebida. Cuando se quemó la lengua maldijo por lo bajo y dejó la taza en la pequeña mesita. No podía quedarse en la silla más tiempo, no cuando parecía que su vida familiar estaba en crisis, con aburrimiento, se levantó y comenzó a caminar en círculos. Era la tercera vez que visitaba el lugar, Kardia le había dicho que le diera tiempo, pero se sentía inútil sólo esperando en su departamento, dando vueltas en círculos y recibiendo palabras de apoyo de sus seres queridos. Su madre también le había insistido que no presionara nada, pero era imposible no hacerlo, le preocupaba la situación de su abuelo.
Zaphiri llevaba casi un mes internado en el hospital. De un momento a otro se había puesto mal, con mareos y alucinaciones; los doctores les habían recomendado mantenerlo en el lugar antes de pensar en trasladarlo a una casa de retiro, en especial ante la alerta de otro desmayo o algo peor.
Dió vueltas en la diminuta habitación, ignorando la mirada de algunos de los presentes, hasta que vió a una enfermera que ya ubicaba. Se acercó a ella con algo de desesperación y después de discutir por un par de minutos logró convencerla de dejar que entrara a la habitación de su abuelo. Después de recoger su abrigo casi corrió hacia la habitación que ya conocía de memoria; el cuarto 23 del tercer piso. Zaphiri estaba recargado contra la ventana abierta cuando llegó, con la respiración entrecortada y la vergüenza en su rostro porque ya le habían advertido que no debía correr en el lugar.
—Abuelo… —murmuró, recomponiendose.
El hombre de cabellera blanca se dió la vuelta lentamente y le regaló una suave sonrisa que acentuó las arrugas de su rostro.
—Milo…
El hombre extendió un brazo para que ingresara a la habitación. Milo entró con una suave sonrisa y se apresuró a tomar la mano de su abuelo antes de darle un gran abrazo. La expresión de Zaphiri demostraba reconocimiento, y eso era suficiente para Milo, quien comenzó a lanzar preguntas sobre su estadía en el lugar. Necesitaba saber que él estaba bien, estable, lo necesitaba de vuelta en casa. Según los planes que había hecho con Kardia lo mejor era que Zaphiri se quedara con su hijo por un tiempo, al menos hasta que demostrara ser capaz de cuidarse solo, Milo los visitaría todos los fines de semana y siempre que el trabajo lo permitiera.
—Abuelo, ¿estás bien? ¿no quieres descansar en la cama? ¿necesitas algo? ¿Te están tratando bien?
—Milo, me estás mareando, pregunta por pregunta, ya te lo dije —Zaphiri desdeñó las preguntas con un movimiento de mano y caminó sin problemas a la cama—. Son exagerados, me siento bien, ya se los dije.
Milo se mordió el labio inferior, Zaphiri también tenía lagunas mentales. A veces todo estaba demasiado bien, otras todo estaba mal y él gritaba exigiendo ver a su familia, confundido, siempre cuando estaba presente.
—Tu padre me dijo que no vendrías a verme, creí que ya te estabas olvidando de este viejo saco de huesos.
—Abuelo, no digas esas cosas, eres mi abuelo favorito, no podría deshacerme de ti.
—Eso sólo lo dices porque para visitar a tus otros abuelos debes cruzar todo un océano y conmigo sólo es un viaje en auto.
Milo cerró la ventana abierta, arregló el ramo de flores que su madre había dejado ahí, también acomodó mejor la almohada de Zaphiri y a pesar de que no sabía para qué servían, se aseguró de que todos los claves estuvieran conectados y las máquinas funcionaran. Todo parecía en orden, y la expresión relajada de Zaphiri indicaba que ese era uno de los días buenos. Al principio se había casi arrepentido de ir, pero ahora sabía que fue bueno hacerlo, la preocupación le había asaltado varias veces esa semana, su mente le jugaba pesadas bromas sobre todos los "y si" posibles y sabía que no se sentiría en tranquilidad hasta que viera a su abuelo bien y sonriente.
—Milo… ven aquí, déjame verte...
Dejando de lado los libros que Kardia había dejado para que su padre no se aburriera, se apresuró a pararse al lado de su abuelo y tomarle la mano que estaba en el aire, esperando el contacto entre dos vidas unidas por lazos sanguíneos y de amor. Milo esperó a que el hombre le comentara aquello que lo aquejaba, esperó mientras los ojos azules de su abuelo inspeccionan su rostro, el largo de su cabello, la forma de su nariz, ojos y boca; vio a su abuelo pasear su vista a lo largo y lo ancho de su rostro, con el reconocimiento reflejado en sus ojos, hasta que desapareció. Todo inició de nuevo, Zaphiri alejó su mano, su expresión antes cariñosa se tornó hostil.
—¿Quién eres? ¿Dónde está Milo?
Milo dió un paso atrás, el dolor del rechazo le atravesó el corazón y se lo destrozó. Abrió la boca y se tomó su tiempo para intentar hacer que el hombre razonara.
—Abuelo, soy yo… yo soy Milo —expresó, intentando no quedarse sin palabras.
—¡Mentira! Milo… mi Milo es rubio, ¡rubio! ¡Y es un chico! ¿Quién eres? ¿Dónde está Milo? —Zaphiri comenzó a alzar la voz, extasiado, preocupado, con la mente nublada en un recuerdo falso— ¡Tu no eres Milo! ¡¿Dónde está?! ¡¿Dónde está mi nieto?!
Los enfermeros no tardaron en aparecer para intentar calmar al hombre y pedirle que se retirara. Milo se pegó a la pared, y con la mirada borrosa salió de la habitación en silencio.
Su abuelo llevaba mucho tiempo confundido, cada vez que la veía era lo mismo, comenzaba a gritar que ella no era pariente suyo, que era un él y no una ella. Un chico rubio y de ojos azules. Milo siempre terminaba igual de deprimida, era verdad que su cabello tenía un leve tono rojo y sus ojos también eran de un tono rojizo, y no se parecía mucho a su rubio padre y a su pelinegra madre, pero ellos eran su familia, sanguínea.
Salió del hospital con la mirada baja, derrotada. Necesitaba idear un nuevo plan para asegurarse de que su abuelo estuviera bien, necesitaba acción, no quedarse en la banca. El fenómeno que aquejaba a su abuelo también parecía afectar a sus padres, en menor medida, Calvera una vez le había preguntado cómo entró en su casa una noche que se quedó a dormir; y Kardia le había cuestionado las razones detrás de su cambio de cabello, como si no supiera que ese era su tono natural.
Ellos actuaban extraño y ella misma a veces también lo hacía. Cuando revisaba los planos de su trabajo tenía pequeños momentos donde no reconocía lo que hacía, sus anotaciones a los márgenes o las observaciones que sus compañeros usaban, todo eso eran términos que ella no comprendía. Pensaba que tal vez toda la familia estaba volviéndose loca, como en una especie de mal congénito que también estaba afectando a su madre.
O tal vez estaba viendo demasiadas películas.
Salió del hospital y se dirigió al estacionamiento que estaba al frente. Debía dejar de imaginar y comenzar a pensar en probables soluciones más reales. Camus esperaba en el auto, escuchando su audiolibro mientras leía la sección de finanzas en su celular; a pesar de haber asegurado que no la esperaría, el francés estaba ahí, sin signos de irse pronto. Milo abrió la puerta y se sentó en el asiento del copiloto en silencio.
—Iba a irme pero acaba de aparecer un artículo muy interesante en el New York Times —murmuró el francés—… ¿volvió a ocurrir?
—No entiendo… es sólo que yo… yo… ¿por qué sólo le pasa conmigo? ¿De dónde sacó que soy rubia? Rubio en realidad, ¿por qué soy un chico?
—Sería interesante verte rubia —murmuró Camus, antes de suspirar y voltearse en su lugar para intentar abrazar a su amiga—. Milo, no es nada contra ti, a veces eso pasa con las personas, la mente se deteriora con el tiempo, el padre de mi madre tenía demencia senil, fluctuaciones congnitivas, alucinaciones visuales, un poco de parkinsonismo, a veces me confundía con mi padre y esperaba verme con cinco años cuando ya tenía dieciocho.
Milo cubrió su rostro con las manos y se recargó contra el pecho de Camus, que la abrazó con ambos brazos. Negó con suavidad, no era eso, a pesar de que ese era el diagnóstico de los doctores; Milo podía sentirlo, su abuelo no había perdido la cabeza, sus padres no lo habían hecho y ciertamente ella no podía estar sufriendo demencia senil.
—Estás estresada, lo que necesitas es relajarte.
—Necesito respuestas —Milo se descubrió y se apoyó contra el hombro de su amigo—. Todo esto se siente tan extraño.
—Te entiendo, pero necesitas relajarte, lo repito, no seas necia, no sirves de nada si gracias a tu nerviosismo comienzas a tomar decisiones precipitadas —dijo Camus, por lo bajo, recargando sus labios contra la sien de ella.
La pelirroja frunció el ceño y se separó de él, pidiendo regresar a la ciudad. Dentro de su pequeño círculo de amigos, Aioria era quien la trataba como si fuera un chico más, Camus, por el contrario, era un poco más empático con ella, incluso a veces algo romántico, pero a ella le gustaba pensar que era debido a su origen francés. El pelirrojo la desconcentraba, a veces sentía que no lo conocía tanto como lo hacía, a veces creía que sólo era su amigo y otras casi podía asegurar que estaba enamorada de él, un sentimiento que iba y venía, tanto como los sueños de una vida alterna.
El fenómeno a veces también le pasaba con Aioria.
—¿Qué soñaste anoche?
La voz de Camus interrumpió sus pensamientos; al francés le encantaba escuchar esas historias soñadoras que estaban tan estructuradas para tratarse sólo de sueños. Aioria sólo se reía de ellas, argumentando que nunca lo veían con un arete en el labio.
—Soñé con ese sujeto… el pelinegro…
Nunca daba detalles exactos cuando hablaba del que creía se llamaba Shura. Su príncipe de ensueño, literalmente, como lo había bautizado Lyfia cuando escuchó su mención por primera vez; soñar con él era vergonzoso considerando que su subconsciente se esforzaba por mostrarle imágenes que le indicaban que él era algo más que un simple amigo.
—Oh, tu novio ficticio.
—Yo nunca he dicho eso.
—Lo sé, Lyfia es fácil de sobornar —Camus le dedicó una mirada rápida antes de concentrarse en el camino—, y demasiado romántica.
—Si no me agradara tanto la golpearía —dijo Milo después de suspirar—. Soñé que estaba cerca de un castillo, un bonito castillo, y todo el mundo a mi alrededor hablaba un idioma que no conozco… Aioria estaba ahí…
—¿Con su poco probable piercing?
—Y su odiosa novia pelirroja, Camus, ¿es posible odiar a alguien que sueñas? Quiero decir, se supone que ni siquiera existe, pero cada vez que veo su horrible cabello siento ganas de ahorcarla con mis manos.
—¿Tal vez tu subconsciente está intentando decirte algo? Me atrevería a suponer que es… tal vez trata de decirte que el rojo no te queda, deberías cambiar de tono, ¿rubio, podría ser?
—Ja-ja, que divertido.
Camus rió por lo bajo antes de regresar a su estoica expresión de siempre.
—Yo también soñé algo —anunció, ganando la atención de su acompañante—... soñé que estaba en un lugar blanco, tan blanco que podría calarme los ojos, pero de alguna forma estaba acostumbrado a ese brillo, soñé que usaba una horrible chaqueta café con una banda que tenía números y letras, y que mi cabello era terriblemente natural, rojo en la raíz, de un tono azul o verde en las puntas, no sé.
Milo asintió, eso sonaba extraño, en especial considerando que Camus no soñaba, no desde que era un niño, según él.
—Aioria estaba ahí, con un tipo pelirrojo de chaqueta azul que nunca había visto en la vida, pero que estaba haciendo algo… revisaba mis signos vitales, creo… voy a dejar de ver películas con ustedes tan tarde, me distraen del trabajo.
—Tal vez tu también estás sufriendo demencia senil.
—Es probable, cuando desperté estaba a nada de salir del departamento, incluso estaba vestido.
El mundo estaba enloqueciendo, Milo no podía encontrar otra respuesta; sueños que se sentían reales o como recuerdos vívidos del pasado, confusiones con el color del cabello y crisis de identidad.
¿Qué estaba sucediendo?
Llegaron al departamento de Milo pasando el mediodía, Camus acababa de entregar un artículo para su trabajo, tenía cierto tiempo libre en lo que iniciaba otro y ella estaba esperando a que su jefe le diera el visto bueno a sus planos, o quisiera agregar algo de última hora. Todo mundo sabía que Julián Solo podía aparecer un día en medio de uno de sus negocios y sugerir cosas que iban en contra de los proyectos ya establecidos, ella lo sabía bien, Julián no dejaba de pedir un tipo específico de columnas o fuentes internas en los pisos de su nuevo edificio.
Los pelirrojos aprovecharon su salida para comprar algo para la comida; mientras Camus acomodaba las bolsas en la cocina y le escribía a Aioria para programar una reunión más tarde en algún bar, Milo entró al baño y se lavó la cara. Sola, pudo concentrarse en sus preocupaciones sobre su abuelo un poco más, y sus propias ideas. A veces sentía que el tiempo corría de forma extraña y lo que parecía un recuerdo cercano se sentía lejano, a años de distancia.
Camus tenía razón, estaba demasiado presionada con toda la situación de su abuelo, no dormía bien, tenía sueños que se llevaban toda su energía, a veces se sentía perseguida, por dos hombres rubios que se parecían. Tal vez la demencia era contagiosa.
Pasó las siguientes horas discutiendo con Camus, mirando películas y comiendo algo de botana y pequeños aperitivos. Mientras veían una película programada en uno de los canales favoritos de Camus, se quedó dormida; estuvo cabeceando desde un poco antes de que su amigo eligiera el canal, y para la mitad de la película ya había caído en un profundo sueño.
El pelirrojo no vió nada extraño en ella hasta que se levantó de golpe, sentándose derecha y al borde del sofá, mirando todo con una expresión confundida.
—¿Otro sueño con tu novio ficticio?
Camus esperó un volteo de ojos o un golpe en el hombro, pero Milo reaccionó de forma diferente. Nunca había visto a la pelirroja dirigirle una mirada fría, tan indiferente que daba escalofríos; Camus alzó una ceja, esos ojos no reflejaban la calidez de siempre, tampoco eran amables, eran opacos, con una ligera pizca de maldad. Eso sí, todavía reflejaban determinación y valentía, Milo no se daba la vuelta, no importaba que la situación fuera un juego de vida o muerte, o una simple discusión por el control remoto, ella no se detenía por nada.
—Camus Dubois —dijo Milo, en tono indiferente, mientras se levantaba de su lugar y le daba otro vistazo a la habitación—. ¿Estamos solos?
—Tú dímelo —Camus se enderezó y miró a su amiga confundido—. ¿Estás bien, Milo?
Ella comenzó a caminar alrededor de la habitación, deteniéndose en su pared de fotografías para mirarlas con detalle, sin una expresión particular en su rostro que hizo que el francés se preguntará si a eso se refería sus amigos cuando le decían que parecía no sentir nada.
—Eso es relativo, Camus Dubois, ¿qué es estar bien?
La conversación se interrumpió por un par de golpes en la puerta. Camus abrió la boca, incapaz de pronunciar algo antes el extraño comportamiento de su amiga, su sonrisa algo burlona cuando contestó su pregunta y la aparente espera del desconocido al otro lado de la puerta.
—Llegas tarde —señaló Milo, dejando pasar al chico, también pelirrojo.
—Todo este lugar se siente tan pesado, debería alegrarte que llegara ahora y no más tarde —el pelirrojo cerró la puerta y miró todo el departamento—. Hola Camus —dijo, saludando con una mano antes de regresar su atención a la chica—, creí que no lo lograrías.
—Aún no lo he logrado, se está resistiendo, no duraré mucho.
El chico asintió y sin perder más tiempo sacó una hoja que parecía vieja, muy vieja, Camus incluso apostaría que eso en realidad no era papel, era un rollo delgado, de esos que le recordaban a la utilería de las películas sobre el antiguo Egipto.
—Usaba esto con Pharao para evitar que nos encontraran…
—No me importa, niño.
—Milo, ayúdame a mover esto, tiene que estar en medio de la habitación para que no la encuentren cuando comiencen a buscarla.
Ignorando el tono hostil de la chica, el joven solicitó su ayuda para mover la mesa. Camus se dio la vuelta levemente para mirar como el chico se agachaba para poner en el piso el papel; Milo, frente a él y con los brazos cruzados, sacó de debajo de su ropa uno de esos relojes de bolsillo que Camus no sabía que tenía, y abrió la tapa.
—Voy a irme —anunció.
—Dos minutos más, Milo, es todo lo que pido.
—Es más difícil controlar a un anormal, incluso sin saber nada, de manera inconsciente, está tratando de expulsarme… y algo no está bien.
Milo volvió a mirar todo el departamento y se guardó sus comentarios para sí. Todo estaba superpuesto, una realidad ficticia sobre la real; podía ver cómo los libros de arquitectura estaban sobre los grandes tomos de cómics, y en todas las fotografías una niña pelirroja estaba inserta sobre el rubio de largo cabello. Por eso el ambiente para él y Écarlate era más pesado, el apartamento, la ciudad, todo el mundo, había una realidad sobre otra. Era malo, todavía no sabía que tanto, pero lo era. En un gesto de fastidio, alejó su fleco de su rostro y metió los dedos entre sus cabellos, siguiendo un camino todavía más largo que el corte que tenía en ese momento.
—Está listo.
El dibujo en el suelo brilló antes de desaparecer, junto con la hoja, como si se hubiera quemado ahí mismo y no dejara rastros. Camus miró asombrado y confundido eso, quería decir algo, preguntarle a su amiga por lo que sucedía, pero ella no parecía ella; su mirada, tono de voz, la forma en la que se paraba y caminaba, incluso sus expresiones eran diferentes, como si fuera otra persona, eso lo descolocó.
Milo y el chico volvieron a dejar la mesa en su lugar; ella saltó desde detrás del sofá para poder volver a su asiento original, con las piernas estiradas y los brazos cruzados. Sin decir nada cerró los ojos, de inmediato sus facciones se relajaron y ella incluso soltó un suspiro por lo bajo. Camus miró al otro pelirrojo, que sólo le sonrió.
—Aún no sé si debería involucrarte de forma consciente, sé que tú dirás qué sí, o tal vez no, ya ni siquiera eres el Camus que conocí —el chico bajó la mirada, rápidamente alzó el puño y cuando abrió la mano reveló un polvo rojo que sopló hacia el rostro del francés.
Camus comenzó a toser, movió la mano de un lado al otro, intentando alejar el polvo que flotó en el ambiente. Cuando el ataque de tos desapareció, él miró extrañado a su alrededor, lo que sea que pensara, ya lo había olvidado; excepto, claro, que a las seis debían estar en el bar que habían acordado, con Aioria y Lyfia.
—Milo, muévete, se nos hace tarde.
El bar ya estaba entrado en ambiente; la música sonaba a un tono claro, para disfrutarse por los comensales y dejar que las charlas fueran amenas y a un nivel normal para no molestar las otras mesas. Milo no estaba segura de asistir a un lugar tan alegre considerando su contexto, pero Aioria le empujó un tarro lleno de cerveza y los suaves ánimos de Lyfia para indicarle que no había nada de malo distraerse un momento en medio de su crisis familiar fuero cautivadores. Lo que era aún más importante, necesitaba hacerlo, salir de su rutina casa-dar vueltas en la ciudad esperando poder visitar a su abuelo, la ayudaría a despejarse y no ser tan precipitada.
—Sólo una hora, Milo —le dijo Aioria, con un brazo recargado contra los hombros de Lyfia—. Y mañana mismo te acompaño de nuevo al hospital y no nos moveremos hasta que nos den respuestas.
—No es necesario tanto sacrificio, Aioria, hoy tampoco fue un buen día…
—Milo, conozco a un chico que estudió neurocirugía, podría preguntarle, aunque no sé si pueda ayudar, nada perdemos con preguntar —Lyfia la tomó de las manos y le dió una sonrisa de apoyo—. Incluso si no lo sabe, te prometo que nos pondremos a estudiar.
La pelirroja rió por lo bajo, sabía que lo harían, Lyfia no dudaba en ayudar a sus seres queridos, no importaba que tan difícil fuera el problema, ella estaría ahí para ellos. Era una buena amiga, tanto que la ayudó a relajarse y pasar más tiempo en el bar del que esperaba, comiendo más botana y bebiendo más de un tarro. Pronto se encontraron riendo y tarareando en voz baja, charlando entre sí sobre las cosas nuevas que ocurrían en sus vidas; Milo se sentía bastante bien, algo mareada pero nada que no pudiera manejar.
Cuando la noche ya llevaba tiempo avanzando se alejó de su mesa para ir al baño. Se formó en la larga fila fuera del baño de chicas y esperó pacientemente hasta que fuera su turno; mientras estaba detrás de un grupo de amigas, miró a su alrededor para distraerse, el lugar no estaba tan oscurecido, así que podía distinguir perfectamente a todos los que estaban ahí.
Su mirada no tardó en detenerse en un hombre que le daba la espalda, uno alto cuyo cabello era oscuro, con algunos reflejos verdes a contraluz. Milo palideció, conocía esa espalda, ese particular peinado y al verlo mover la cabeza a un lado pudo verlo de perfil y confirmar que se trataba de él, el príncipe de ensueño.
—Shura… —murmuró, viendo cómo él reía y le daba un trago a su propio vaso de cerveza.
Eso no era posible; ella no sabía por qué, pero sabía que no era posible que él estuviera ahí, no podía estar, no era su lugar. Milo abandonó su lugar en la fila y dió un par de pasos vacilantes hacia el frente, viéndolo charlar con sus acompañantes. Se detuvo por un momento antes de decidir continuar al frente, con paso decidido y esquivando a toda la gente a su alrededor.
De repente vió a Shura y sus acompañantes pagar su cuenta y levantarse de su mesa para comenzar a caminar hacia la puerta, al parecer la reunión ya había terminado y ella no estaba ni a la mitad del camino. Quiso gritar su nombre, llamarlo para que él volteara a verla, pero justo en ese momento él volteó hacia atrás y ya no fue necesario. Shura miró a toda la gente hasta que sus ojos se detuvieron en ella; entonces él sonrió y movió la cabeza hacia un lado, indicándole que debía seguirlos.
—¡Milo! ¡Apresúrate o Aioria te va a dejar!
Ella se detuvo. Del lado derecho, dónde estaban las mesas recargadas, la pared estaba decorada con una línea de treinta centímetros de espejos; desde la lejanía se reflejaba la cintura de las personas que caminaban por el lugar. Milo miró a su derecha, justo a los espejos; su garganta se secó cuando notó que en lugar de reflejar su playera azul y el suéter de Camus que tenía puesto, se podía ver parte de una camisa negra y una chaqueta roja, además de las puntas de un largo cabello rubio. Milo tembló, además del cambio de ropa, esa era la silueta de un hombre, un hombre de cabello rubio.
No podía ser posible, se repitió, Shura ni siquiera debería estar ahí y esa silueta debía de ser de alguien más. Ese recordatorio fue suficiente para sacarla de su trance y mirar de nuevo a la salida, dónde el pelinegro ya no estaba.
Tal vez sí enloqueció.
Al regresar su mirada a los espejos notó que era ella, con su playera azul y suéter gris, sin el largo y rubio cabello. Perpleja, decidió arriesgarse y caminar a la salida, necesitaba asegurarse de que el pelinegro no fuera también una alucinación.
En las calles habían algunas personas paseando, la mayoría saliendo o a punto de entrar al bar. Milo dió un par de pasos al frente, buscando al pelinegro, desesperada.
—Es un hecho… he perdido la cabeza —murmuró, después de alejarse del bar, directo a algunas calles que estaban un poco más vacías.
—¿Tu crees? Yo opino que eres la única que no lo ha hecho, después de todo ves las cosas como en realidad son.
De inmediato se dió la vuelta para mirar al hombre que estaba sobre el techo de un auto, con las piernas en flor de loto, las manos sobre su regazo y los ojos cerrados. Milo se acercó lentamente, sentía que ya había visto a ese hombre rubio, pero no podía recordar de dónde o cuándo.
—¿Te conozco?
—Es posible.
El rubio dejó su postura para bajar las piernas y poner las manos a sus lados. Vestía una camisa blanca que tenía un toque oriental, de hecho, viéndolo bien, él parecía poseer una vestimenta hindú, como las que usaban en las películas cuando hablaban de esa zona.
—Tengo curiosidad —continuó él, sacándola de su análisis—, ambos vemos las cosas de forma diferente; ¿te sientes como Alicia? ¿Sabías que dicen que esa historia está basada en un hecho real?
—¿Alicia? ¿Te refieres al País de las Maravillas? ¿De Lewis Carroll? —Milo alzó una ceja— ¿De qué estás hablando? ¿Quién eres?
—¿Quién soy? ¿Quién eres tú? —el hombre arrojó hacia ella un rectángulo de quince centímetros— … Milo, ¿ya te viste al espejo?
Ella frunció el ceño, aún mirando de reojo al hombre en caso de que intentara hacerle algo, abrió el rectángulo, revelando un espejo. Tal vez había bebido demasiado, Milo no pudo encontrar otra explicación al mirar el espejo y ver a un hombre rubio y de ojos azules, que parecía igual de asustado que ella; al dejar caer el espejo este dejó de reflejar al chico rubio, para mostrarle desde una mirada baja a ella.
—Digamos que soy el conejo blanco, y estoy llegando tarde, ¿vienes conmigo?
—De verdad estoy ebria —susurró Milo, mirando con precaución el espejo, de nuevo, suspirando aliviada cuando su reflejo apareció.
—No, no lo estás, ni siquiera bebiste alcohol, Camus pensó que no debías alcoholizarte, has estado consumiendo cerveza sin alcohol toda la noche.
Por supuesto, Camus haría ese tipo de cosas por ella, él era quien la cuidaba mientras Aioria la trataba como otro más, un chico.
Milo levantó el espejo y volvió a mirarse en él, incluso lo limpió un poco para poder mirar bien su reflejo. Una mirada rápida al rubio le dió de nuevo la sensación de que ya lo había visto, no le inspiraba confianza, pero era familiar, tan familiar.
—¿Sabes…? El hombre —dijo, señalando el espejo—... el hombre rubio… ¿sabes quién es?
—Sé quién es él, y quien eres tú, incluso conozco al tercer lado de su triángulo —el hombre bajó del techo del auto de un salto y con las manos en su espalda caminó hacia ella, con precaución—. Entonces… ¿entras a la madriguera o te quedas al margen?
Milo levantó el rostro, sin palabras. Necesitaba respuestas, quería respuestas, y si esa era la única forma de obtenerlas, entonces lo haría. Por más extraordinario que fuera.
—¿Me dirás que está sucediendo? —ante el leve asentimiento del hombre ella se enderezó— De acuerdo.
—Bien, entonces mírame a los ojos, Milo.
Hasta ese momento él había mantenido los ojos cerrados, algo extraño pero a lo que ella no le tomó importancia hasta que estuvieron frente a frente, y él los abrió para poder mirarla. Se sintió paralizada, ese tono de azul, como el cielo despejado, que poco a poco se oscureció ante la llegada de una tormenta, ya lo había visto; ella en definitiva lo conocía, lo más profundo de su subconsciente se lo gritó mientras todo su cuerpo se paralizaba, sin saber si estaba siendo dominada por el miedo o el confort de al fin ver algo de claridad en medio de toda su locura.
Y entonces lo recordó.
Comentarios:
¡Gracias por leer!
He aquí el inicio de esta continuación. Casi no lo publicaba a tiempo, pero logré acomodar mis tiempos y aquí estamos. Por ahora los tiempos continuarán como antes, cada quice días (hay otra historia en planes con la que se va a alternar los sábados).
Gracias por leer y acompañarme en esta nueva y confusa aventura, espero que sea de su gusto!
