TRÉBOLES
PLANES MALVADOS
A media mañana, Naruto se removió inquieto en el sillón, alzando la vista del libro de cuentas. Hincó los codos en el escritorio y, al entrecruzar los dedos bajo la barbilla, dejó caer el lápiz que rodó sobre el tablero de roble. Le era imposible concentrarse. En su cabeza solo había lugar para una imagen: la visión de Hinata con la melena suelta cayendo a su espalda.
Pronto se cumpliría un mes de su llegada al rancho y las noches se habían sucedido desde entonces con idéntica rutina. Se evitaban el uno al otro con una habilidad que parecía ensayada. Por tácito acuerdo, jamás coincidían ni en el momento de irse a dormir ni a la hora de levantarse.
Los días que él tenía más trabajo, al llegar a la cama la encontraba dormida. Por el contrario, las tareas atrasadas parecían abrumar a Hinata cuando veía que él se acostaba más temprano de lo habitual. Él solía levantarse al alba, cuando ella aún dormía; pero si la adivinaba despierta, se dedicaba a remolonear hasta que la oía salir del dormitorio.
No quería, no podía flaquear. Se había jurado no tocarla, pero no deseaba otra cosa. Desde que su quemadura sanara, habían cesado las curas. Ya no había existido más contacto físico entre ellos. Cerró los ojos recordando el tacto de sus dedos. ¡Cómo lo echaba de menos!
Aunque ese día Naruto se había levantado muy temprano, ella se le había adelantado. Al salir al porche, comprobó que no estaba solo. Sentada en los escalones, Hinata aferraba con ambas manos una taza de café.
Él la contempló envuelto en una asombrosa turbación, recorriendo con la mirada desde el perfil de su cara hasta sus brazos desnudos. Se fijó en el camisón blanco que apenas alcanzaba a cubrirle las rodillas. Se obligó a contener el deseo de acariciarle la melena que, libre de toda atadura, se desparramaba sobre sus hombros en ondas de color oscuro.
Ella debió de presentir su presencia porque alzó el rostro y buscó su mirada. Naruto se estremeció por unos instantes. ¡La deseaba tanto! Su cuerpo le pedía sentirla agitarse sometida bajo el suyo. Al mismo tiempo, le inspiraba una necesidad irrefrenable de protegerla como a un objeto delicado. Era hermosa, increíblemente hermosa.
Atormentado por aquella imagen, maldijo en silencio. La puerta del estudio se abrió, haciéndole salir del trance.
—¿Se puede saber qué quieres? —preguntó airado.
Se incorporó con brusquedad para colocarse frente a la ventana, de espaldas a Hinata que, con la escoba en la mano, dudaba si entrar o no, tan sorprendida como él.
—Pensé que ya estarías en los rediles —se excusó bajando la vista.
De reojo, intentó averiguar qué trataba de esconder de manera tan apresurada. Parecía un niño pillado en falta por la maestra.
—Tengo anotaciones que hacer —farfulló.
—Entonces, no te molesto más. Más tarde iré al pueblo, quedé en llevarle una tarta a Ayame. Me comentó que le harían falta algunas docenas de huevos, ¿te molesta que le lleve algunos? —preguntó indecisa.
Naruto accedió de mala gana. Aunque el intercambio de bienes era algo habitual entre rancheros y granjeros, ver a su esposa ocupada en elaborar repostería para el hotel suponía en cierto modo un golpe para su orgullo.
Hinata salió del porche y volvió a sus tareas. Cuando acabó de esparcir unos puñados de maíz en el corral de las gallinas, se dirigió al huerto. Necesitaba tres manzanas para la tarta.
A la sombra del enorme manzano, pensó que no tenía derecho a quejarse de su suerte. Peor debieron de pasarlo los pioneros que habían poblado aquellas tierras cincuenta años atrás.
Biwako le había contado que los primeros árboles frutales llegaron a Colorado plantados en enormes cubas. Varias carretas recorrieron miles de millas por el camino de Oregón cargadas con aquellos plantones, aunque no todas llegaron a su destino. Imaginó las penalidades que debieron de padecer las aventureras familias que se adentraron con aquellas caravanas rumbo a lo desconocido.
Tal vez sus verdaderos padres, sus padres blancos, fueron pioneros. Pero por mucho que lo intentara, le resultaba imposible recordar nada de ellos; ni sus caras, ni sus voces... nada, ni un solo recuerdo.
Cogió una manzana y se puso de puntillas para alcanzar unas cuantas más.
—¿Demasiado altas para ti? —la sorprendió la voz de Konohamaru tras ella—. Deja, yo te ayudo.
Hinata se hizo a un lado y el muchacho, en un par de saltos, alcanzó dos enormes manzanas que colgaban a una altura inaccesible para ella.
—Una más y es suficiente —sonrió ella agradecida—. Menos mal que has venido.
—¿Y mi tío? —preguntó entregándole la última.
—Con sus cuentas.
—Entonces, no me entretengo más. A ver si entre los dos conseguimos que ese quarter —dijo refiriéndose a uno de los caballos— aprenda de una vez su trabajo.
Estuvo tentada a seguir al muchacho. Ella había presenciado la doma de broncos salvajes en infinidad de ocasiones, pero sentía gran curiosidad por conocer cómo una montura cualquiera se convertía en un apreciado caballo de rancho. Aun así, entró en la cocina. Tenía una tarta que cocinar y supuso que Naruto no se alegraría de tener la como espectadora.
Una hora después, con la cesta colgada del brazo, se adentró en el establo y chasqueo la lengua con fastidio. No le quedaba más remedio que pedir ayuda porque nadie se había preocupado de enseñarle a ensillar un caballo.
Dejó la cesta en el suelo con cuidado de no golpear los huevos y la tarta. Fue en busca de Hiruzen, pero no lo encontró por los alrededores de la casa.
Como a diez yardas de la cerca, contempló cómo Naruto y Konohamaru trajinaban con el caballo. Maravillada, se acercó para ver de qué modo hacían que el animal respondiera a las órdenes. En ese momento lo entrenaban para que, en cuanto notase el tirón de la soga anudada al cuerno de la silla, comenzara a arrastrar.
Un cascabeleo inconfundible la hizo palidecer. Ellos, demasiado concentrados en su tarea, no se habían percatado. Hinata no lo dudó. Extrajo el cuchillo de su bota y con un movimiento de muñeca rápido y certero lo lanzó junto al pie izquierdo de Konohamaru. El muchacho dio un brinco, miró al suelo y luego, con la boca abierta, se volvió hacia Hinata. Naruto tiró la soga al suelo y corrió hacia él.
—¡San Patricio! —exclamó.
Al igual que su sobrino, se giró hacia ella sobrecogido.
—¡Dios Hinata! —murmuró Konohamaru con voz ahogada.
Tomó el cuchillo y limpió el filo en la pernera del pantalón sin dejar de mirar aturdido a la serpiente de cascabel que aún coleaba a sus pies partida en dos. Hinata se aproximó hasta ellos con un brillo de orgullo en la mirada.
—¿San Patricio? —preguntó alzando la vista hacia el muchacho.
—Cosa de irlandeses. Creen que los protege de las serpientes —aclaró escéptico.
Hinata le tendió la mano y él le entregó el cuchillo con un gesto tan solemne que la hizo ruborizar.
—Estoy en deuda contigo —comentó anonadado—. ¡Menuda puntería! Esta vez tu san Patricio no ha estado muy despierto —miró a su tío—, si no llega a ser por ella...
Cerró la boca porque Naruto lo fulminó con una mirada centelleante.
—No exageres. Además, llevas botas, no corrías tanto peligro —lo acalló ella restando importancia a lo sucedido, mientras devolvía el cuchillo al interior de su bota.
Naruto, quieto como un roble, contemplaba la escena todavía impresionado por lo que acababa de ver. Aún no se había repuesto del profundo impacto que le había causado Hinata aquella mañana y descubría una faceta desconocida en ella. Su esposa era un continuo enigma. Le molestó comprobar una vez más la falta de confianza que mostraba hacia él.
—Basta por hoy, Konohamaru. Vuelve a casa —anunció en un tono tan pausado como autoritario.
—¿No quieres que lo lleve al establo? —preguntó señalando al caballo con la cabeza.
—En realidad, yo venía a pediros ayuda para ensillar un caballo —interrumpió Hinata—. Podría llevarme este, si no te importa —inquirió a Naruto con la mirada.
Él asintió. Se cruzó de brazos y con la cabeza indicó a Konohamaru el camino de su casa.
Durante un par de minutos, Naruto y Hinata permanecieron frente a frente en absoluto silencio. El chico pasó entre ellos y se en caminó de vuelta a casa tras reiterar su agradecimiento a su tía.
—¿Dónde aprendiste a lanzar el cuchillo? No me lo digas: los indios.
Hinata ya estaba preparada para una reacción semejante. Bajó la mirada, lo que irritó más a su esposo, que la tomó por el brazo de una manera tosca.
—Solo eres una salvaje que pretende esconderse tras ese ridículo disfraz de damita de ciudad —añadió con cinismo.
—Yo no finjo. —Hinata alzó el rostro orgullosa.
—Ah, ¿no? Una dama que duerme cada noche junto a un hombre desnudo sin escandalizarse... ¿O es que eres tan fría que no te afecta?
—¿Preferirías que durmiéramos en habitaciones separadas? —preguntó ella con mucha calma—. En ese caso, tendrías que soportar muchos comentarios burlones a tu alrededor. Y eso supondría un golpe demasiado duro para tu orgullo, ¿no crees?
—Nadie tendría por qué enterarse, a menos que tú fueses contándolo por ahí —la provocó—. Tal vez a ti no te parezca una humillación que se sepa que no eres capaz de comportarte como una verdadera mujer.
—¿A mí? —Lo miró con tanto desprecio que a Naruto se le encendió la sangre—. Yo no tengo nada que perder. Tú y tu amiga ya se encargan de humillarme lo suficiente para que nada de lo que los demás digan de mí pueda dolerme.
Naruto sintió cómo la rabia se apoderaba de él al escuchar ese comentario que lo relacionaba con Shion Mōryō.
—Buena puntería y una lengua afilada, esas son tus únicas cualidades —replicó resentido—. Pero no tienes ni idea de cómo desenvolverte entre gente civilizada.
Hinata supo que esa gente civilizada a la que se refería no era otra que Shion. Se había superado a sí mismo, ningún comentario podía dolerle más.
—Tienes razón. Tan solo sé leer, escribir y lo justo de aritmética. No sé nada de ese mundo tuyo, y lo poco que conozco no me gusta. Se muy bien la crueldad que puede llegar a demostrar el hombre blanco. En cualquier caso, no te creas mejor que yo —replicó con dureza.
—No me juzgues —advirtió en tono amenazante—. Y deja de disimular, el disfraz de huerfanita desvalida ya no engaña a nadie.
Aquello acabó con la paciencia de Hinata. Rígida y con los brazos pegados al cuerpo, apretó los puños hasta clavarse las uñas. Intentó controlarse, pero no fue capaz. Se abalanzó con violencia sobre Naruto y lo golpeó sobre el pecho con las palmas abiertas. El inesperado ataque no consiguió moverlo del sitio, aunque lo dejó boquiabierto.
—¡¿Quién juzga a quién?! —gritó furiosa.
Sin darle tiempo a reaccionar la tomó por los brazos y la atrajo hacia él. Hinata jadeaba roja de ira mientras Naruto la mantenía inmovilizada y la contemplaba apretando la mandíbula.
—No soy un ser desvalido —acertó a mascullar junto a su cara—, soy una mujer.
«Una mujer». Una hermosa mujer de larga melena oscura y ojos perlas que se atrevía a luchar entre sus brazos como una pantera. Hinata ni siquiera pudo girar la cara cuando se abalanzó sobre sus labios. El primer contacto fue duro, ella exhaló un gemido y él se apoderó de su boca con decisión. Estaba furiosa, pero cada beso era una explosión nueva y extraordinaria que despertaba todos sus sentidos. Naruto notó que aflojaba la tensión y continuó besándola con sensualidad.
Lejos de acobardarse, a ella le resultó algo tan excitante que respondió del mismo modo. Su atrevimiento cogió a Naruto por sorpresa. Cada vez la deseaba más. La estrechó contra su pecho y alargó el beso hasta que Hinata, en un arranque de cordura, le obligó a soltarla. No podía permitir que jugase a su antojo con ella, después de cómo la había tratado.
—Suéltame, no puedes...
—Sí puedo.
El matiz arrogante de su voz aún la enfureció más; cada vez que la tocaba, cedía entre sus brazos como una estúpida.
—Aprendes rápido —jadeó él lamiéndole el labio inferior.
Cuando por fin aflojó la presión, Hinata se apartó sin contemplaciones. Muy seria, tomó el caballo de las riendas para alejarse sin mirar atrás. Estaba muy enfadada y motivos no le faltaban.
Naruto no la perdió de vista. Sabía que se había ensañado con ella de una manera injusta, pero al menos había conseguido destapar su carácter. Se sentía demasiado confuso con todo lo ocurrido. Por un lado, estaba resentido y, por otro, anhelaba tenerla. Necesitaba hacerla suya. Disfrutó del recuerdo de su boca. Sus labios sabían a ella. Y noto cómo se endurecía su sexo con una intensidad casi insoportable. Aquella mujer enigmática lograba encenderlo como ninguna lo había hecho.
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Hidan Mitarashi todavía no podía creer la manera tan oportuna en que la suerte se había decidido a acompañarlo en las últimas semanas. Su paso por Castle Rock había sido todo un éxito. Con el descubrimiento de los filones de riolita, aquel pueblo se había convertido en un hormiguero, y los mineros eran hombres solitarios con mucho alcohol en el cuerpo y demasiado dinero en los bolsillos.
El aburrimiento les llevaba a entretenerse malgastando sus ganancias en interminables partidas de poker a las que se entregaban con una insensatez que jamás mostrarían los jugadores de oficio. Gracias a ellos había salido de allí con los bolsillos bien llenos. Y, además, con la esperanza de un negocio mucho más apetecible.
Ese era el único motivo que le había llevado hasta Konohan Creek. De no haber sido por la información conseguida en Denver, jamás hubiese puesto los pies en aquel lugar. Por nada del mundo hubiese asumido el riesgo de un encuentro fortuito con Namikaze. Solo de pensarlo le entraban sudores.
Empujó las puertas batientes del saloon y se estiró el chaleco entrecerrando los ojos para adaptarse a la claridad del día. Recorrió la calle principal mirando a ambos lados. Diversos edificios dedicados a actividades comerciales y artesanales flanqueaban la ancha calzada de tierra rojiza. Casi todos ellos contaban con la habitual fachada falsa y, entre unos y otros, se intercalaban las viviendas.
Un bonito lugar. Pequeño, y como había supuesto, dado a rumores y chismes. ¡Qué mejor sitio que el saloon para conocer los entresijos de la vida del tal Namikaze! Por fortuna, este no frecuentaba el establecimiento; un detalle más de que la suerte estaba a su favor. Y no le costó nada averiguar quién sería la persona idónea para ayudarle en sus propósitos.
A esas horas, el almacén general rebosaba de clientela femenina. En época de celebraciones, todas las mujeres del pueblo se esmeraban para estrenar vestido. Y la que conmemoraba la fundación de Konohan Creek era la época idónea.
Nada más entrar en la tienda, Mitarashi supuso que la rubia que se afanaba en contentar a la nutrida corte de mujeres era la persona que buscaba. Esperó a que se vaciara la tienda curioseando entre las mercancías.
Se hizo a un lado cuando la joven se acercó junto a una clienta y las saludó tocándose el sombrero hongo con un ademán elegante. Shion lo estudió de arriba abajo, al tiempo que mostraba a la señora unos novedosos pantalones de minero recién llegados desde San Francisco. La clienta tomó en el aire un par de ellos para calcular el tamaño adecuado.
—Son invención de un alemán —significo Shion.
Sonó tan reverente como si todos los descendientes de alemanes desperdigados por el mundo, incluidos ella misma y el señor Levi Strauss, fuesen primos carnales del káiser Guillermo.
—Observe que llevan unos remaches en los bolsillos para impedir que se desgarren —continuó con las alabanzas.
—Me quedo con estos —decidió la mujer calculando los remiendos que le evitarían aquellos remaches.
Una vez atendidas, las mujeres abandonaron la tienda dejando tras ellas un plácido silencio. Shion reparó en la presencia del desconocido. Tenía el aspecto de un hombre de ciudad.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó solícita.
—La señorita Mōryō imagino. Permita que me presente: Hidan Mitarashi —dijo tendiéndole la mano—. Me encuentro de paso. Tal vez haya oído hablar de mi sobrina, Hinata Namikaze.
—La conozco, pero no suele venir mucho por el pueblo —Shion le estrechó la mano estudiando sus ojos diminutos—. Si desea verla, es probable que la encuentre en su rancho.
—Solo quería saber si se había adaptado a su nueva vida en el campo.
Shion se entretuvo en ordenar el mostrador sin hacerle demasiado caso.
—Tengo entendido que usted estuvo prometida al señor Namikaze.
—Cierto es que me propuso matrimonio —dijo con una mirada altanera—. Aún no entiendo cómo tuvo la descabellada idea de pensar que yo aceptaría.
—Salta a la vista que usted es una auténtica dama —comentó con tono cómplice.
—Resulta muy halagador tener a un hombre siempre detrás. Pero, como podrá comprender, le respondí que no entraba en mis planes casarme con un vaquero.
—Conociéndolo, imagino que su negativa no fue muy bien recibida. Es usted muy hermosa.
—Y usted un perfecto adulador, señor Mitarashi —añadió con una lenta y estudiada caída de pestañas—. No, no aceptó bien la negativa. Es un hombre poco acostumbrado a que le lleven la contraria.
—Me han dicho...
—La gente habla demasiado —advirtió con ojos entornados.
—Dicen que usted le planteó que se deshiciese de sus tierras.
—Lo hice —confesó—. Pero se negó a venderlas. Allá él.
—Por suerte para el señor Namikaze, ha encontrado una mujer dispuesta a pasar su vida rodeada de ganado.
Shion apretó la mandíbula pensativa. Tan solo hubiese sido necesario esperar un poco más de tiempo. Solo y despechado, Naruto habría acabado claudicando y vendiendo el rancho. Y ahora aparecía esa estúpida mujer dispuesta a echar al traste todos sus planes.
—Piense una cosa, señorita Mōryō. Si mi sobrina lo abandonara, supondría un nuevo golpe para su orgullo. Seguro que acabaría vendiendo las tierras. Puede que entonces decidiera regresar ante usted con los bolsillos llenos de dinero.
—Olvida que es un hombre casado.
—Con sus encantos, no creo que le costara nada seducirlo y convencerlo para que anulara el matrimonio.
Shion no se ofendió por el comentario; al contrario, lo consideró un elogio.
—¿Qué le hace suponer que yo estaría dispuesta a seducir a un hombre casado? ¿Y qué hay de su sobrina? Déjese de rodeos, señor Mitarashi. Hable claro.
—Si ese matrimonio se deshiciese, usted ganaría un marido rico. Ese rancho es uno de los más grandes del Estado, vale una fortuna. Y mi sobrina se vería obligada a volver a casa.
—¿Qué gana usted con todo esto?
—Parece ser que Hinata no está tan desamparada. Una vez se haga cargo de sus bienes, sería el momento de reclamar mi papel como tutor legal. Yo la ayudaría a administrar su patrimonio.
—Ya veo —dijo con intención de acabar la conversación—. Señor Mitarashi, lo que me propone es un disparate y no tengo ganas de perder el tiempo. Buenos días.
—Piénselo, señorita —concluyó despidiéndose con una inclinación de cabeza—. Hay mucho dinero en juego. Pregunte por mí en Kiowa Crossing si cambia de parecer.
Shion, una vez a solas, recapacitó sobre la situación. Así que la señora Namikaze se acababa de convertir en heredera. ¡Al diablo con ella! Lo importante era conseguir que Naruto Namikaze vendiese el rancho. Sería una auténtica delicia lucirse colgada de su brazo. ¡Era tan atractivo! Con un traje elegante y fortuna en el banco, sería el sueño de cualquier mujer. Y se la llevaría de allí, tal vez al Este. Cuanto más lejos, mejor.
Quizá debió ser menos puritana y dejarse vencer en el juego del tira y afloja. Tampoco habría sido la solución con un hombre como él, mujeres de ese tipo le sobraban. Pero no ahora. Era el tipo de hombre tan estúpidamente honesto como para mantenerse fiel a su esposa.
Mejor olvidar el asunto. No sería tarea fácil conquistar a Naruto Namikaze y mucho menos después de haberlo humillado. En cuanto a su querida esposa, si había elegido convertirse en una esclava, no sería Shion Mōryō quien le impidiese disfrutar de ello.
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El tiempo estaba resultando muy caluroso. Después de cenar, cuando la temperatura bajaba, apetecía sentarse en el porche a disfrutar de la noche. Cuando Hinata regresó del granero con una enorme canasta entre los brazos, encontró a Naruto reclinado en la mecedora con los brazos detrás de la cabeza y los pies apoyados en la barandilla. Al verla subir los escalones, se enderezó de golpe.
Hinata no había olvidado el incidente del cuchillo. Desde entonces, hablaba solo lo justo y evitaba encontrarse con él. Pero la soledad le resultaba insoportable y necesitaba compañía, aunque fuera la suya. Se sentó a su lado y comenzó a deshojar una mazorca de maíz.
—¿Piensas desgranarlas todas? No son horas —comentó Naruto al ver el canasto rebosante.
—Me mantiene entretenida.
Naruto, incapaz de limitarse a mirarla de brazos cruzados, cogió una mazorca de mala gana y le entregó a ella el desgranador de madera. Hinata introdujo la primera mazorca pelada en el hueco dentado del desgranador, y con un movimiento rotatorio fue soltando los granos de maíz.
—He visto varios libros en el cuarto de las cuentas —comentó ella sin dejar de desgranar.
—¿Los has ojeado? —Hinata asintió sin mirarlo—. Tu libro de hadas ya debes de sabértelo de memoria.
—Casi de memoria. No he tenido otro, salvo la Biblia, claro.
—Claro, cómo no.
Hinata empezaba a ser inmune a su sarcasmo.
—Me gusta mucho ese de Swift, el que narra la historia de un hombre que llegó solo a una isla.
—No me extraña, Swift es irlandés —aseguró con orgullo—. Veo que has hecho algo más que ojearlos.
—No he descuidado el trabajo —se apresuró a excusarse.
—Ni yo lo he sugerido —sentenció lanzando la mazorca al canasto—. Mi preferido es Moby Dick. Siempre soñé con surcar los mares como el capitán Ahab.
Naruto, pensativo, guardó silencio.
—Parece que te sientes encadenado a estas tierras. Es curioso, yo que siempre viví de un lado para otro, lo único que deseo es atarme a este lugar.
—Nunca te habías mostrado tan locuaz. —La observó con curiosidad. Hinata se encogió de hombros—. Y sí, me habría gustado viajar.
—No creas que no te entiendo, yo también me sentí prisionera en casa de Anko.
—En cambio aquí te sientes libre —añadió sin dejar de contemplarla—. ¿Por qué?
—Porque es lo que quiero. Por primera vez en mi vida, he podido decidir por mí misma.
Naruto la observó durante largo rato. Aquella no era la joven huidiza que tanto lo irritaba con sus prolongados silencios. Hinata trató de no mostrarse inquieta, aunque lo cierto era que sentir su intensa mirada sobre ella la agitaba por dentro.
—Me has entendido mal. No me siento prisionero en mi propia casa. —Respiró hondo—. Fueron sueños de muchacho.
—¿Soñaste también con volar por los aires?
—¿Bromeas? Y mucho menos en una cesta —negó con escepticismo—. Eso son locuras del tal Verne, aunque las cuenta de una manera apasionante. He leído esos libros cientos de veces.
—Jamás lo hubiese imaginado.
—Lo suponía —añadió con cinismo—. Imaginaste que un hombre que se gana la vida engordando ganado no conocería siquiera la existencia de la letra impresa. El placer de la lectura no es algo reservado a las gentes de ciudad.
—No te considero un ignorante —repuso enseguida—. Seguro que sabes mucho más que yo.
—En verano, el trabajo ocupa todo mi tiempo —le explicó en tono conciliador, arrepentido de haberle hablado con excesiva acidez—. Pero durante el invierno, los días son fríos y las noches, demasiado largas. Habrás observado que no bebo, por tanto no frecuento el saloon ni las tabernas. La soledad se lleva mejor en compañía de un libro.
—¿Por qué no bebes?
—¿Preferirías que lo hiciera? —preguntó burlón.
Hinata se sonrojó, bajó la cabeza y contrajo el rostro al recordar el fétido aliento y las manos temblorosas de Hidan Mitarashi.
—Mi abuelo era demasiado aficionado a la bebida —continuó Naruto— y mi padre creció entre gritos y peleas, por ello jamás probó una gota de alcohol. Nos educó para que no corriésemos el peligro de caer en ese tipo de debilidades.
—¿Ya no lees?
—Haces demasiadas preguntas. —La miró a los ojos—. Ahora te toca a ti, nunca hablas de tu vida. ¿Por qué la viuda no te compró más libros? Ese que tanto te gusta está bien para una niña como Mika, no para una mujer de tu edad.
Hinata se removió incómoda. Naruto alzó las cejas para indicarle que esperaba una respuesta.
—Aprendí a leer con quince años —confesó con la vista fija en el desgranador—. Y Anko consideró que otro tipo de lecturas podrían ser dañinas.
Empezó a entender su extraña conducta. Su esposa se había dado de bruces con las costumbres de los blancos a la edad de quince años y se vio obligada a aprender a vivir en una sociedad desconocida de la mano de la viuda Nii. Ahora parecían encajar las piezas del complicado rompecabezas que tenía ante sí.
Aquella mujer amargada se esmeró en convertirla en una joven insegura incapaz de apartarse de su lado, de ese modo se aseguró criada y dama de compañía hasta el día de su muerte. Comprendió que Hinata se aferraba a aquel libro infantil como un tesoro porque debió de encontrar en sus páginas la única manera de escapar de aquel ambiente opresivo y carente de afecto.
—Nunca te refieres a ella como tu madre —intentó sonsacarla.
—Porque esa palabra murió con la única madre que he conocido.
Naruto adivinó por la expresión afligida de su rostro y el deje altivo que se refería a la india lakota que la crio. Rara vez hablaba de su vida entre aquellas tribus.
—¿Cuándo me contarás cómo llegaste a vivir entre los sioux?
—Solo sé lo que me han contado. —Cerró los ojos y sacudió la cabeza—. Es una historia sin ningún interés.
—A mí me interesa —aseguró con tono imperativo.
Hinata eludió contestar y durante un momento permaneció pensativa.
—Entonces no me hacían falta libros, mi madre era una gran contadora de historias. Yo no tengo ese don —cabeceó con añoranza—, por eso siempre me imaginé leyendo en voz alta para mis hijos en las noches de invierno.
Naruto sintió un repentino acceso de ira. A la vista de cómo le repugnaba su contacto, los hijos no eran más que una quimera absurda.
—Mejor que deseches esa idea: tener hijos es algo que entre tú y yo queda descartado —zanjó con inusitada crueldad.
Tuvo que tragarse la sucesión de comentarios hirientes que pugnaban por salir de su boca, porque la tristeza que descubrió en los ojos de Hinata le impidió continuar.
—Lo sé —aseguró en voz baja.
—Puede que algún día los eches de menos —la provocó.
—No. Ya no.
Una vez más se instaló entre ellos un silencio espeso y sombrío.
—Renuncias a tus sueños con mucha facilidad —la instigó Naruto de nuevo.
—Los niños deben nacer en un hogar en el que reine el amor. —Lo miró muy seria—. Jamás tendría un hijo para obligarlo a crecer sin el afecto que se merece.
—Confundes el respeto y la compañía con un sentimiento que solo existe en tu imaginación.
Hinata sintió que el corazón se le encogía. A ratos tenía la vana esperanza de conseguir de él algo más que un rato de conversación amable. Pero albergaba tanto rencor hacia ella que tendría que conformarse con vivir junto a un extraño durante el resto de su vida.
Se levantó, y al hacerlo su rostro se contrajo en una mueca de dolor.
Naruto se inquietó, pero no hizo ademán de ayudarla. Intuyó que se trataba de dolores musculares. Desde hacía varias noches, despedía un intenso olor a linimento al acostarse.
—Si tú quieres, podría leer en voz alta para ti —comentó Hinata apartando a un lado el cesto de las mazorcas.
—Tal vez, ya hablaremos de ello más adelante.
—Buenas noches.
La observó entrar en la casa. Parecía muy cansada, no era propio de ella dejar sin recoger el montón de hojas de maíz. Agotada, pero incapaz de pedir ayuda. Se notaba que la habían aleccionado durante años para no protestar ni emitir una queja. ¿Qué hacia él ahí sentado? Debería estar dándole friegas que aliviasen su dolor, tendrían que ser sus manos las que recorriesen su cuerpo descubriendo cada rincón.
«Podría leer para ti», recordó. Se imaginó sentado junto al fuego con ella en el regazo; su voz iluminaría las oscuras noches de invierno. Hinata leería en voz alta y él, con los ojos cerrados, viajaría de su mano a países lejanos. Se vio besándola en el cuello, y a Hinata protestando entre risas al tomarla en brazos antes de perderse en ella, para noche tras noche retornar juntos a un mismo libro que no conseguirían terminar jamás.
Pero todas aquellas imágenes, intangibles como motas de polvo en un haz de luz, desaparecieron al tiempo que se puso en pie y se aferró a la seguridad de las ideas sensatas. Esa mujer no era más que un sueño; su esposa lo rechazaba como a un apestado. Aún era pronto para retirarse, ni siquiera había oscurecido. Podía haberse quedado un rato más conversando con él.
Era inútil intentar engañarse. Cómo iba a hacerlo si cada vez que entablaban conversación se recreaba en herirla sin motivo. Creyó que con sus puyas la haría reaccionar y solo había conseguido entristecerla.
Naruto apoyó las manos en la barandilla del porche con la mirada fija en el horizonte. Con el tiempo, el resentimiento no sería más que un mal recuerdo y aprenderían a darse un trato correcto y respetuoso.
Tal vez fuese mejor así.
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Hinata aún reía cuando rodeó el edificio. Los continuos malentendidos entre Ayame y los empleados chinos de la lavandería daban lugar a situaciones tan cómicas que convertían la cocina del hotel en el lugar más divertido del pueblo.
Frente a la tienda, se quedó contemplando el cartel que rotulaba el negocio. El edificio estaba construido a la manera clásica del Oeste, con la enorme falsa fachada cuadrada que enmascaraba el modesto tamaño del edificio.
Con grandes letras en elegante cursiva, el rótulo de «almacén general» no hacía sino remarcar la falsedad imperante en aquellas tierras. Hinata pensó en lo grande que le quedaba aquel nombre tan rimbombante a una sencilla tienda de pueblo. Pese a los ocho años que llevaba inmersa en aquella sociedad, nunca acabaría de entender tanto afán por aparentar.
Reconoció a Temari Nara, que salía en ese momento de la tienda.
—¡Temari! —exclamó—. ¿Cómo has venido?
—En el carro de Shizune. Anda, deja que me coja de tu brazo.
Cada día que pasaba, Temari se movía con más dificultad. Hinata la acompañó hasta la casa del doctor.
—Podrías regresar con nosotros. El doctor Aburame se ha ofrecido a llevarme de vuelta —comentó Temari.
—He venido a caballo, no te preocupes por mí.
—Hinata, no sabes cuanto me alegro de tenerte cerca —comentó apretándole el brazo—. En casa estoy muy sola. Ya sabes, durante el día Shikamaru está en vuestras tierras y yo casi no puedo moverme. ¡Si al menos pudiese montar!
—Yo también me alegro —aseguró Hinata con una sonrisa—. Trataré de encontrar tiempo para pasar a verte más a menudo.
Temari miró hacia su izquierda y frunció los labios con fastidio al ver que se aproximaban el reverendo Shimura y su esposa. Eran buenas personas, pero resultaba insufrible su empeño en mostrarse ante los demás como ejemplo de virtud.
El reverendo llevaba además las cuentas del aserradero, ya que la generosidad de sus feligreses no era suficiente para mantener a una familia. La madre y la hija trataban de aparentar una vida ociosa como correspondía a su condición, pero era un secreto a voces que se dejaban la vista a la luz del candil confeccionando sombreros para un establecimiento de Denver.
El reverendo Shimura era muy alto y flaco. No resultaba extraño que más de un forastero lo confundiera con el enterrador, equívoco que a él le causaba gran enojo. Le faltaban la mitad de los dientes; a su esposa, en cambio, parecían sobrarle de tan apiñados y dispares como los tenía. Al llegar a su altura, se detuvieron a saludarlas.
—Señora Namikaze —dijo la mujer—, qué alegría verla por aquí. Debe saber que la hemos echado de menos en nuestra congregación muchos domingos. Suponíamos que, una vez casado, veríamos más a Naruto por la iglesia. Lo que nunca imaginé es que asistiría sin usted.
—He estado muy ocupada —aclaró muy serena—. Pero descuide, a partir de ahora, mi esposo y yo haremos lo posible por asistir juntos al sermón.
—Dios sabe que con oraciones no se saca un rancho adelante. Seguro que sabrá disculparla —intervino Temari con una sonrisa desafiante—. ¿No cree, reverendo?
El hombre asintió incómodo. Tras una breve despedida, se alejaron calle adelante cogidos del brazo.
—No has debido decir eso —le reprochó Hinata.
—¿Quién se cree que es para hablarte así? Me tienen harta con ese aire de superioridad. Trabajar con las manos no es ninguna vergüenza. Aquí la mayoría lo hacemos.
Hinata la tomó del brazo de nuevo, admirada por su valentía.
Encontraron al doctor Aburame cerrando con llave la puerta de su consulta.
—Temari, cuando quieras nos vamos.
—Es usted tan amable, doctor.
—De momento no tengo nada que hacer, así que déjate de agradecimientos —la acalló—. Parece que nadie se pone enfermo últimamente en este pueblo.
—Eso está bien —dijo Hinata.
—Si sigue la cosa así, me moriré de hambre.
—No, si yo puedo evitarlo.
Levantó un poco la tapa de la cesta y tanto el doctor como Temari curiosearon en su interior. Él cerró los ojos para disfrutar del delicioso aroma a tarta de manzana.
—Hinata, tú serás mi perdición —aseguró con un gesto solemne.
Y los tres se echaron a reír.
Naruto se caló el sombrero a salir del banco. Mientras guardaba en la alforja el sobre con el dinero de los salarios, observó a Shion y Matilda, la hija del predicador. Paseaban del brazo muy entretenidas en sus chismorreos, mirando con descaro hacia la consulta del doctor.
Naruto advirtió con pesar un remiendo en la falda de Hinata, e intuyó hacia quién iban dirigidas las burlas. No eran tan pobres. Podía permitirse el lujo de hacerse no una, sino varias faldas nuevas. Pero su cabezonería era desesperante.
De todos modos, no pensaba tolerar que su esposa fuese objeto de la crueldad de la señorita Mōryō. Tomó la montura de las riendas y, al cruzarse con ellas, las fulminó con una mirada de advertencia. Las risas cesaron de golpe.
Shion giró la cabeza chasqueando la lengua; levantó la vista hacia las ventanas del piso superior del saloon y se quedó sin habla. Un par de mujeres apenas cubiertas por un corsé, le lanzaron una mirada descarada y se besaron en la boca. El hombre que apareció tras ellas, las rodeo con ambos brazos y dedicó a Shion una sonrisa provocativa mientras con la lengua se recorría lascivamente los labios.
«¿Dos mujeres hacen esas cosas? ¡Oh, Dios! Y Deidara... ¡con dos mujeres!», pensó temblorosa. Se trataba de él, seguro. Días atrás se había presentado en la tienda y ya entonces la había impresionado. Ese sí que era un hombre con agallas: se atrevía a desafiar a todo Konohan Creek exhibiéndose con aquel par de furcias a plena luz del día.
Durante el resto del paseo no escuchó ni una palabra del incesante parloteo de Matilda.
Entre tanto, Naruto llegó hasta la consulta del médico y observó que a Hinata se la veía alegre. Tal vez echaba de menos el ambiente bullicioso de Kiowa, mucho más entretenido que la monotonía de un rancho. Reconoció a regañadientes que tampoco él se esforzaba por ser una compañía agradable.
Al ver a Temari se le ocurrió la idea.
—¿Qué tal doctor? —saludó con la cabeza—. Señoras.
—De haber sabido que venías, te hubiese encargado las compras —comentó Hinata.
—Y yo me habría quedado sin mi regalo —protestó el doctor. Hinata disimuló una sonrisa, ante la divertida mirada de Temari. A Naruto le intrigaba saber qué se traían entre manos los tres, pero no preguntó.
—He venido al banco, pero ya iba de regreso...
—Yo también. Tengo el caballo en la puerta del almacén, ¿vienes? —preguntó dubitativa.
—Enseguida te alcanzo. Quiero hablar un momento con Temari, pero espérame y volveremos a casa juntos.
Hinata, de camino al almacén, supuso que tanta amabilidad se debía a la presencia de extraños.
—Señor Namikaze, ¿quería hablar conmigo? —preguntó Temari cuando Hinata ya no podía oírlos.
—Si. Verás, mi esposa pasa demasiados ratos sola en el rancho. —Ella asintió con un suspiro de resignación—. Si contase con algún libro de su gusto, se encontraría más entretenida, y los que hay en casa son todos de viajes.
—¡Oh! No se preocupe. Esta misma tarde buscaré un par de novelas.
—No me refería a eso. Quisiera encargar un libro para ella, pero no sé qué puede gustarle. Tú eres una mujer instruida y tal vez se te ocurra alguno, algo propio de mujeres —explicó con evidente incomodidad.
—Déjelo en mis manos, sé de uno que entusiasmará a Hinata. A la señora Namikaze, quiero decir —rectificó.
Naruto la estudió divertido, otra damita de ciudad que se empeñaba en guardar las normas de cortesía.
—Yo tengo pensado viajar a Denver la próxima semana para pasar unos días —intervino el médico—. Conozco una librería bastante importante.
—Se lo agradecería.
—No se hable más. Temari, cuando te lleve a casa me anotas el título de ese libro.
—Gracias a los dos —dijo Naruto tocándose el sombrero—. Una cosa más: me gustaría que esto quedase entre nosotros.
—Descuida —confirmó el doctor.
Cuando Naruto se alejaba, Temari lo vio saludar con la cabeza al predicador y a su esposa.
—Doctor, ¿usted cree que mi pequeñín será guapo? —preguntó con la vista fija en el matrimonio Shimura.
—Estoy seguro, a la vista de los padres que tiene.
—Créame, a ratos me asaltan las dudas. No puedo entender cómo de esa pareja tan horrorosa pudo salir una hija como Matilda.
—Dime una cosa Temari —preguntó el doctor sofocando la risa—. Tú eras el terror de ese internado de señoritas donde te educaste, ¿verdad?
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Kizashi Hyūga estudió la carta pensativo. Volvió a abrirla y la releyó. Tras dudar un momento, la arrugó y la lanzó a la papelera. No estaba dispuesto a pasar una vez más por una situación como aquella. Con decisión se levantó del escritorio y tomó la chaqueta y el sombrero. Se despidió de sus empleados sin dejar de pensar en el contenido de aquella misiva y supo que había hecho lo correcto.
Cuando llegó a la altura del Fillmore Block, contempló su tosca fachada de ladrillo. «Bloque», qué nombre más acertado para una construcción tan ramplona. Los edificios de negocios proliferaban en Denver y, salvo los más grandes y ostentosos, las mayoría eran de factura sólida y sin ornamentos.
Pensó en su propia casa, un edificio bello a la par que sobrio, con planta alta y buhardilla. No desentonaría en ningún barrio elegante de Nueva Inglaterra. Aunque poco valor tendría aquella espléndida edificación si no tuviera a las dos personas que eran el alma de su hogar.
En el cruce de la calle Welton con la Diecisiete, se detuvo a las puertas del hotel Albany, donde había reservado mesa. Optó por variar el semblante antes de entrar. Su esposa Mebuki era demasiado perspicaz para pasar por alto cualquier preocupación, pero la carta que había recibido esa misma mañana lo había obligado a volver al único pensamiento que lo entristecía desde hacía quince años.
Juró a Hiashi en el lecho de muerte que seguiría buscándola, pero la tarea cada vez resultaba más descorazonadora. Años y años recibiendo pistas falsas, siguiendo rastros que no conducían a ninguna parte, o teniendo que soportar las vilezas de más de un desalmado que vela en la desgracia de la familia una oportunidad para lucrarse. Como la carta que acababa de recibir.
Decidió no pensar más en ello. Ya en el hall, enseguida localizó a su esposa Mebuki.
—Llegas un poco tarde —le reprochó.
Se acomodó a su lado en el sofá y ella le ofreció la mejilla para recibir un beso.
—Me entretuve caminando más despacio de lo normal, supongo. ¿Y Sakura?
—En el hospital, no creo que tarde.
—Y esta niña, ¿por qué se empeña en esa labor en el hospital? —protestó—. Podría asistir contigo a las reuniones de la Sociedad de Socorro de Señoras, como hacen otras chicas.
—Parece que no conozcas a tu propia hija. Ella es mucho más feliz con esos niños que asistiendo a ese tipo de reuniones.
Kizashi optó por no insistir.
—¿Qué te preocupa? ¿Algún problema en las minas? A su esposa no conseguía engañarla.
—En el Rocky Mountain News se recibió una respuesta al anuncio y, desde la redacción, me la han hecho llegar esta misma mañana.
—¿Qué dice? ¿Son buenas noticias? Vamos, cuéntamelo todo —lo apremió ilusionada.
—Querida, mejor no te hagas ilusiones. En cuanto la he leído, la he tirado a la papelera. Querían dinero.
Ella le acarició la mano tratando de consolarlo. Para ambos suponía una nueva decepción. Se sentó de lado para quedar frente a él.
—Cuéntamelo —le rogó con cariño.
—Se trataba de un anónimo. Decía tener información que solo me daría a cambio de una buena suma. Solo eso. Me sugería que lo fue se pensando, que más adelante volvería a contactar conmigo.
—¿Nada más, ni una firma? —Él negó con la cabeza—. ¿De dónde venía la carta?
La sagacidad de su esposa no había disminuido ni un ápice con el paso de los años. Con media sonrisa, pensó que, en el caso de que algún día el filón de las minas se agotara, no tendrían problemas para sobrevivir si ella ofrecía sus servicios a la Agencia de detectives.
—Desde Castle Rock —respondió recordando el dato.
—Pues eso es una noticia extraordinaria. Significa que por lo menos alguien la ha visto cerca de aquí.
—Si no se trata de un estafador sin escrúpulos —matizó él.
—¿Tú crees que alguien perdería su tiempo si al menos no hubiese visto a una muchacha que pueda parecerse a ella? —argumentó—. Sea quien sea, debe haber visto u oído algo referente a una joven de sus características. De lo contrario, no te escribiría, porque debe de suponer que sin pruebas concluyentes no conseguirá ni un centavo.
—Siempre tan optimista, querida. ¿Qué haría yo sin ti? —le agradeció con cierta tristeza.
—Te aseguro que si la misma carta hubiese procedido de otro Estado lejano no tendría tantas esperanzas. Algo me dice que la situación ha mejorado bastante.
Kizashi meditó sobre las conclusiones de Mebuki. Puede que tuviera razón y aún les quedase una pequeña esperanza. Pero no podían hacer otra cosa que esperar nuevas noticias de aquel informan te anónimo.
A varias manzanas de allí, Sakura cruzó la calzada esquivando los carruajes, carros y los ómnibus de pasajeros que circulaban en ambos sentidos. Desde la construcción de la estación de ferrocarril de la Union Pacific, la calle Diecisiete se había convertido en una de las más transitadas de Denver.
Caminaba ajena al bullicio de la calle, sin dejar de pensar en el hombre que acababa de conocer. En realidad, estaba molesta consigo misma. Seguro que el señor Uchiha había notado la impresión que le había causado. Y no quería ni recordar su semblante divertido cuando la hermana Margaret los presentó. Todavía se moría de vergüenza, porque él debió de reconocerla. Hacía días de aquello, pero cómo iba a olvidar el momento en que levantó la vista del libro y, a través del ventanal, lo vio trabajando en el tejado.
Era la primera vez que veía la espalda desnuda de un hombre y no pudo evitar quedarse ensimismada con la cabeza ladeada y la boca abierta. Cuando él la miró por encima del hombro y le sonrió, ella casi enterró el rostro en el libro, pero ya era tarde para fingir que no lo había visto. Creyó que se trataba de un albañil ocupado en la reparación del tejado. Su madre tenía mucha razón cuando insistía en que no hay que fiarse nunca de las apariencias.
En cuanto entró en el Albany, se encontró con sus padres.
Tras saludar a su hija, Mebuki se levantó para preguntar al jefe de sala si su mesa ya estaba lista.
Sakura se sentó a esperar. Bullía por preguntar a su padre y no veía la manera de hacerlo. Al fin, se decidió por la más sencilla.
—Papá, esta tarde he conocido en el hospital a Sasuke Uchiha —lo miró de reojo—, dice que te conoce.
—Uchiha... claro. Un buen muchacho. ¿Y cómo es que estaba en el hospital? ¿Le pasa algo?
—Nada de eso, ayudaba en una reparación. Según me ha contado la hermana Margaret, su padre construyó una parte del hospital. Y ahora, siempre que los necesitan, acuden a cualquiera de los dos hijos. Se ocupan de los arreglos y se empeñan en hacerlo de manera gratuita. ¿No te parece un gesto noble?
Sakura deseaba a toda costa conocer la opinión de su padre sobre aquel joven y de paso averiguar todo cuanto pudiese sobre él.
—Es un detalle por su parte, desde luego. Tiene dinero suficiente y puede permitírselo. Según tengo entendido, desde la muerte de su padre, dirige junto a su hermano la empresa familiar. Se dedican a la construcción de edificios.
Mebuki les apremió desde la puerta del restaurante para que la acompañaran. Kizashi se levantó y le ofreció el brazo a Sakura.
—¿Aquí en Denver? —preguntó jugueteando con una cuenta de su bolsito.
—Y en los alrededores. Se enriquecieron con el auge que tuvo esta zona durante la fiebre del oro.
—No entiendo por qué se ocupa en persona si dices que se trata de una empresa próspera. ¿No cuentan con bastantes empleados?
—Conocí a su padre. Siempre quiso que sus hijos supiesen en qué consistía su negocio y, desde jóvenes, los hizo trabajar no solo en el despacho sino en las propias obras. Por lo visto, los hermanos Uchiha no dudan en arrimar el hombro siempre que es necesario o cuando consideran que algo no se realiza a su gusto.
Sakura recordó su ancha espalda. Aquello explicaba por qué, pese a su imagen de caballero, lucia la constitución propia de un trabajador manual.
—¿A qué viene tanta pregunta? —Se detuvo Kizashi con una expresión suspicaz.
—Bueno, simple curiosidad —respondió con aparente desinterés.
Su padre la miró de reojo. «Seguro, simple curiosidad».
—¿Saldrás esta tarde? —preguntó cuando llegaron a la mesa donde Mebuki los esperaba ojeando la carta.
—Prefiero hacerte compañía —contestó con una mirada cariñosa. ¿Quién pensaba en pasear con otros pretendientes, cuando no podía apartar de su cabeza la sonrisa de Sasuke Uchiha?
Continua
