TRÉBOLES
EPÍLOGO
Diez años después
La señora Miroku esperaba con impaciencia el momento de poder entrar a ver a su hija, que desde varios días estaba en el hospital de la prisión, la enfermedad había avanzado bastante desde la ultima vez que se vieron. La viuda lamentaba mucho la situación de su hija, paso bastantes meses huyendo, luego pudo esconderse por un largo tiempo, no supo de ella por varios años, hasta que un día el sheriff de san Luis llego a su puerta a informarle lo sucedido.
A su hija la detuvieron el día de su boda, una boda de la cual no sabia nada, luego supo que Shion conoció a alguien ocultando su verdadera identidad y delante de todos los invitados la descubrieron y arrestaron. La vio en Denver luego de que la llevaron ahí. El juicio no duro mucho, y ahora estaba pagando por sus errores. También supo que Deidara había muerto por una extraña enfermedad, ahora su hija estaba mal.
—Señora puede entrar. —un guardia de la prisión vino a buscarla
Estaba muy nerviosa, la ultima vez que la vio, ya se le veía bastante pálida y según le informaban los médicos, tenia llagas en algunas partes del cuerpo. Cuando llego al cuarto de su hija la impresión fue muy grande. Las lagrimas empezaron a brotar, a donde había llegado a parar su hija, solo por la ambición y por querer una vida llena de lujos, pero en parte había sido culpa suya, lo comprendió después, pero ahora no podía hacerse nada, su hija estaba ahí en una cama esperando su final, esperando que por lo menos la muerte se apiadara de ella.
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Rancho Namikaze,
Konohan Creek, Colorado
Agosto de 1894
Para Naruto, el domingo era el mejor día de la semana. Hinata acababa de preparar el desayuno y avisó a su numerosa familia para que acudiera a la mesa. Había que darse prisa para no llegar tarde al sermón.
Además, era un día muy especial: Iwabee volvía a casa. Por fin, tras dos años ejerciendo en el hospital de Denver, regresaba a hacer se cargó de la consulta del doctor Aburame, que, retirado de la profesión, acababa de mudarse.
Wasabi y él llevaban tres años casados y volvían con su hijito. Echaban de menos la vida sencilla de Konohan Creek y habían decidido establecerse definitivamente allí. Un nieto más para los Umino, el cuarto.
Shizune e Iruka se quejaban porque desde hacía treinta años no se habían visto ni un momento sin un niño a su alrededor, pero eran felices con aquella nueva generación. Porque Konohamaru se casó con una belleza pelirroja de Denver con espíritu de ranchera que había traído al mundo a dos Umino de pelo rojizo que eran el terror del rancho.
Y Azami se había casado con Denki. Empezó yendo al hotel con la excusa de llevar tartas y al final se quedó allí para siempre. Con su pequeño en brazos y otro en camino, dirigía con entusiasmo el establecimiento junto a su esposo, aunque contaban con la ayuda de sus suegros.
En cuanto a Mika, se había convertido en la belleza más perseguida del Estado y su madre, para evitar el acoso de tanto enamorado, la obligaba a acudir al pueblo acompañada de Eren, cosa que ambos aceptaban de muy mala gana.
Hinata entró en la habitación y movió la cabeza, como venía haciendo todos los domingos desde hacía años. En cuanto ella dejaba la cama, empezaban a aparecer los niños que hábilmente se hacían un hueco en el lecho de sus padres. Allí estaba Naruto con los brazos en cruz y a ambos lados, acurrucados y revueltos, sus hijos pequeños.
—Por aquí que no vengan mucho, ¿eh? —le recordó Hinata.
Eso había dicho años atrás, pero los niños sabían que el domingo había vía libre para retozar un rato con papá. Naruto simuló un gesto de impotencia con las manos y Hinata sonrió al verlo tan orgulloso. «El león y sus cachorros» pensó. Habían construido un hogar lleno de amor y de niños, como ella quería.
No se conformaron con cinco. Hinata siempre reía diciendo que no estaba nada mal: seis en diez años. El primero, Boruto. La Segunda, Himawari. La tercera, Naruko, no vino sola; su mellizo Menma fue una sorpresa para todos y, como su hermano, el vivo retrato de su padre. Dos años después nació Kawaki y el último había sido Kurama. Excepto Himawari y Kawaki, que eran morenos como Hinata, los otros cuatro eran auténticos Namikaze.
Sobre todo Boruto, que era el más irlandés. Un virtuoso del fiddle a sus nueve años, para orgullo de Hiruzen, que aseguraba que su discípulo lo superaba con creces. Al fin, tras dos generaciones en silencio, aquel violín que viajó desde la vieja patria volvía a sonar a manos de un Namikaze.
Himawari y Naruko eran la admiración de todos y el principal motivo de preocupación de su padre, asustado al imaginar su belleza cuando creciesen.
El rancho Namikaze había cambiado un poco durante esos diez años. Hicieron construir un ala nueva que se convirtió en un salón, donde pasaban cómodamente las veladas frente al fuego. También ampliaron el número de dormitorios conforme aumentó la familia, aunque, desde hacía tres años, el desván se había convertido en territorio de las niñas.
Sobre todo, en aquellas fechas. Durante el mes de agosto, los Uchiha enviaban a Konohan Creek a sus tres hijas a pasar una semana de vacaciones al rancho. Ellas estaban encantadas de poder disfrutar de aquellos días en el campo y tanto Himawari como Naruko esperaban su llegada con impaciencia.
A cambio, el matrimonio Uchiha invitaba a los niños Namikaze todos los meses de septiembre para que asistieran al Festival de la Montana y la Llanura. Aquellos cuatro días suponían para ellos el acontecimiento más esperado del año. Naruto y Hinata los acompañaban cada año al Festival. Pero ellos dos se alojaban en casa de los Hyūga porque sus tíos les hicieron prometer que todos los años los visitarían, y durante esos días disfrutaban de su compañía.
Kizashi Hyūga bendecía cada mes de septiembre al ver su casa invadida por nueve niños a la hora de comer. Y Mebuki ayudaba dichosa a la señora Mimm en la cocina, que entre dientes maldecía por tener que cocinar a su edad para dieciséis personas.
El negocio de Naruto era más que próspero. Se habían convertido en proveedores de carne para los mataderos del Este. Ahora en el rancho trabajaban veinte peones y Shikamaru Nara era el capataz, aunque Naruto, que se resistía a convertirse en un hombre de despacho, acudía regularmente al trabajo en el campo.
Contaban con un matrimonio que les ayudaba en las tareas de la casa y los animales. Tenían también quien se encargaba de las abundantes coladas, y aún seguían acudiendo a diario Biwako y Hiruzen, que habían adoptado el papel de abuelos de los bulliciosos niños Namikaze. Naruto les había regalado un coche con capota, que Hiruzen se veía obligado a utilizar entre juramentos porque aseguraba que su trasero nunca debió conocer otro asiento que una silla de montar.
Después de dejar a los más pequeños a cargo de la nana y tras luchar con el peinado de cinco niñas, Naruto y Hinata consiguieron acabar de vestirse. Naruto la miraba como un halcón a través del espejo mientras se arreglaba el escote. Hinata le guiñó un ojo.
Un estruendo de carreras sobre su cabeza les hizo alzar la vista hacia el techo. Las cinco niñas corrían por el desván como potrillas.
—¿Las llevaremos nosotros de vuelta a Denver? —preguntó Naruto preocupado por la resistencia del suelo del desván.
—Sakura y Sasuke vendrán a por ellas el sábado que viene. Quieren pasar un par de días con nosotros. Ya sabes cuanto les gusta esto.
Sí, ya imaginaba que les gustaba mucho. Naruto sonrió para sus adentros. Si las suposiciones de Hinata eran correctas, la más pequeña de los Uchiha había sido engendrada en la cascada de arriba.
Miró de reojo el cajón abierto de la cómoda y observó a Hinata rebuscar en su cajita de cintas. Continuaba guardándolas en una vieja caja de cartón que en su día contuvo clavos; y junto a esta, descansaba la vieja caja de madera tallada.
—Algún día averiguaré lo que escondes con tanto secreto en esa caja.
—No me digas después de todos estos años que nunca has intentado abrirla. ¿No te ha podido la curiosidad?
—Sabes que no. Siempre he esperado a que me lo enseñes tú, el día que lo consideres oportuno.
En silencio lo miró a través del espejo mientras se anudaba la corbata y le tendió la llave. Ella tomó con una sonrisa, acababa de entregarle el único rincón de su corazón que todavía no conocía.
Tomó la caja, se sentó en la cama y, tras accionar la pequeña llavecita, levantó con cuidado la tapa.
—No suena la música —dijo levantando la cabeza.
—No le has dado cuerda.
—Más tarde.
Recordaba aquella cajita que su madre no le dejaba tocar. Con treinta y nueve años se sintió como el niño que fue, al abrir la tapa de aquel objeto soñado.
Lo primero que sacó, con mucho cuidado, fue la bolsa en forma de tortuga que perteneció al padre de Hinata. La funda que contuvo tantos años el reloj. Ambos eran los únicos objetos que la mantenían unida a sus dos pasados, el que conoció y el que no. Tras esta, sacó un par de fotografías: una de Anko y su marido, otra de la viuda con Hinata.
El recuerdo de su pasado gris. Naruto pensó en el enorme corazón de su esposa; aunque rememoraba aquellos años con tristeza había un lugar en su recuerdo para la viuda Nii. Sacó también la fotografía de sus padres que le dieron sus tíos, en la que ella aparecía en brazos de su madre. Paso el dedo índice con cuidado por el rostro y el cuerpecito de aquella niña, tan parecida a su hija Himawari con la misma edad.
Debajo de las fotografías encontró un trozo de papel doblado varias veces. La miró sin entender y ella le indicó que lo abriera con un gesto de la mano. Al desdoblarlo, no sin dificultad, leyó perplejo: «Pasaré el día en los pastos. No me esperes a comer. N. N.». Levantó la vista, conmovido al ver que había guardado esa nota como un tesoro durante tantos años.
—Mi única carta de amor —le explicó bastante turbada—, por lo menos para mí lo fue.
Volvió al contenido de la caja. Entre un par de hojas secas y unas piedrecitas a las que no encontró significado, encontró un naipe boca abajo. Cerró los ojos antes de darle la vuelta. Nunca lo habría imaginado: la dama de tréboles.
—La has guardado todos estos años.
Tirando de su brazo, la sentó en sus rodillas y la besó con todo el amor que sentía por ella.
—Dime que te he hecho feliz, que no te arrepientes de haberme dicho que sí aquel día, que no deseas otra cosa que estar a mi lado —rogó mirándola con ternura.
—«No me pidas que me aleje de ti porque donde tú vayas, yo iré; donde tú estés, allí estaré».
Naruto nunca creyó que se alegraría tanto de oír una cita bíblica.
—Te amo, Hinata, más que a nada —murmuró tomando su boca.
—Solo hay una cosa que me falta.
Naruto se apartó de ella con una mirada inquisitiva. No esperaba un comentario semejante.
—Es una fantasía que tengo desde hace años, pero no creo que me la concedas nunca, irlandés testarudo.
—Pide lo que quieras.
—Me gustaría acariciar tu cuerpo...
—Eso lo haces a diario —atajó divertido.
—Pero hay una parte de ti que no me muestras nunca y que me hace arder de deseo.
—No te queda ni una pulgada de mí por explorar.
—Sueño con tu cuerpo desnudo sobre mí...
Lo miraba con tanta intensidad que a él se le aceleró el pulso.
—Hinata, no me hagas esto ahora, que hay nueve niños ahí fuera esperando —murmuró.
—... y verte puesta una única cosa: los lentes.
Naruto sonrió, se inclinó sobre su boca y susurró su respuesta con voz calmada y profunda.
—Ni lo sueñes.
Y siguieron siendo felices
Una historia de Olivia Ardey
