CAPÍTULO 3: Una taza de té
- Liii, lirili liriliiiii.
Cada mañana, agitando el plumero como si de una varita mágica se tratara, Muriel llevaba a cabo el ritual de quitar el polvo a los libros de la tienda. Se trataba de los best sellers de moda, ediciones de bolsillo de los clásicos con los que los estudiantes realizaban sus trabajos de clase, títulos de autoayuda y demás chucherías que Azirafel tenía a la venta para seguir fingiendo que aquello era un negocio. En la parte de atrás, en la trastienda, era donde estaba lo bueno: los preciosos y numerosísimos ejemplares con los que año tras año, siglo tras siglo, el ángel había ido alimentando su colección particular.
A decir verdad, Muriel aún no tenía del todo clara la diferencia entre aquellos libros y los que sí tenía permiso para vender. Que los objetos materiales fueran aumentando su valor a medida que pasaban unas pocas décadas era algo que le costaba comprender dada su falta de perspectiva temporal, y poder ojear una primera edición de "Cuento de Navidad" no le impresionaba más que otra impresa dos años antes. Al fin y al cabo, la historia era la misma.
Sí que había llegado a captar vagamente el concepto de "coleccionismo". Le constaba que Azirafel atesoraba ciertas piezas que ya resultaba imposible encontrar en ningún otro sitio. Eso resultaba emocionante, pero también lo era la ilusión con la que algunos clientes recibían en sus manos un recopilatorio de los casos de Sherlock Holmes, una segunda novela del autor sueco que acababan de descubrir y que les había robado el corazón, o lo último de Neil Gaiman.
Sin embargo, había algo innegable. El tierno amor con el que Azirafel había impregnado todos y cada uno de los tomos de la colección recorría como un cálido abrazo el alma de su sustituta cada vez que ésta los tenía entre sus angelicales manos. Había ejemplares realmente hermosos. Algunos tenían las tapas forradas de terciopelo o estaban decorados con una capa dorada en el borde de las hojas. Los había con preciosas ilustraciones y grabados realizados con un talento y una sensibilidad que Muriel no había visto hasta entonces, ni siquiera en el Cielo. Los había, incluso, con pequeñas anotaciones dedicadas al "señor Fell", y ella podía sentir a través del papel la satisfacción con la que los autores habían escrito aquellas amables palabras y estampado su firma, así como la alegría con la que las había recibido su predecesor.
Sí, Muriel estaba disfrutando intensamente cada uno de los días que pasaba en la librería y, si le hubieran dicho que esa iba a ser su tarea indefinidamente, por los siglos de los siglos, no le hubiera importado en absoluto.
Hay que decir que, al principio, todo lo referido al comercio le desconcertó bastante. En su ignorancia y bendita ingenuidad, Muriel despachaba los libros que le pedían sin tener en cuenta que debía cobrarlos. Debido a esto, los primeros meses fueron un caos: se corrió la voz y todos los días se formaba una cola que daba la vuelta a la manzana de lectores ávidos de llevarse mercancía gratis. El candoroso angelito creyó que aquello se debía a que estaba haciendo un buen trabajo y, con toda su ilusión, seguía regalando ejemplares a manos llenas, feliz por el buen resultado que estaba teniendo su gestión. Las estanterías se vaciaban a una velocidad de vértigo, nadie hacía pedidos para reponer las existencias del almacén, la caja registradora estaba en los huesos y llegaron sendas cartas amenazando con cortar el agua y la luz. Hasta que un día, Maggie se plantó en la puerta de la librería, echó a todos los que estaban esperando turno diciendo que cerraban por inventario y procedió a explicarle lo que era el DINERO.
Una vez superados los primeros obstáculos, la verdad era que Muriel había resultado ser bastante eficiente. Su experiencia como oficinista y su memoria sobrenatural le permitieron aprenderse con extraordinaria facilidad los nombres de autores, obras, géneros… Diseñó un nuevo sistema de inventario que le permitió tener la librería más ordenada de lo que había estado nunca y consiguió hacer cuadrar la caja. Ahora todo funcionaba perfectamente y, para ser sinceros, quien más le había ayudado había sido Crowley.
Deprimido y herido en lo más hondo de su ser tras la marcha de Azirafel, el demonio se juró a sí mismo no volver por allí jamás de los jamases. Pero, tras enterarse del desastre inicial que provocó Muriel, un día entró en la tienda con tal ímpetu que casi hizo saltar las puertas de sus goznes, se quitó las gafas de un zarpazo y bramó que, si el ángel tontorrón no se centraba y sacaba la librería adelante, él mismo le prendería fuego con ella dentro.
Maggie y Nina, que se encontraban allí en ese momento, intentaron hacer que se calmara. Le dijeron que ellas se encargarían personalmente de instruir a Muriel, que estarían siempre pendientes de ella para que no volviera a liarla y que, por favor, no la hiciera llorar, pero Crowley las ignoró.
A partir de ese momento, se presentaba todos los días en la librería, a cualquier hora y sin previo aviso, y exigía a Muriel que le contara lo que había estado haciendo como si fuera un examen. El pobre angelito temblaba de pies a cabeza cuando le veía entrar, siempre descontento e iracundo pero, incluso desde su entrada furiosa del primer día, pudo captar las ondas de bondad, empañadas por la tristeza y el despecho, que emanaban del cuerpo de Crowley.
Solo por eso, decidió soportar con estoicismo sus comentarios hirientes y su sarcasmo mientras él le explicaba lo que eran las facturas, los albaranes y las reseñas en internet. Escuchaba atentamente y tomaba notas mientras el demonio le contaba a grandes rasgos, con la voz ronca a causa de la amargura, la evolución de la literatura a lo largo de la historia de la humanidad. Se afanaba por que encontrara todo a su gusto cuando llegaba y le exponía diligentemente todo lo que había hecho y aprendido.
Poco a poco, se fue atreviendo a preguntarle algunas dudas. Al principio pensaba que Crowley la volatilizaría a causa de su ignorancia pero, en lugar de eso, siempre con actitud distante y fingida frialdad, el demonio contestó sin hacer reproches a todas sus preguntas. Con el paso del tiempo, Muriel se animó a comentarle lo que ella misma estaba leyendo o alguna anécdota del día con los clientes, y Crowley la escuchaba mirando hacia otro lado y contestando con algún "hn" de vez en cuando.
Solo una vez tuvo el demonio un nuevo acceso de ira. Fue el día en el que a Muriel se le ocurrió cambiar de sitio una de las mesas de exposición.
Cuando Crowley lo vio, montó en cólera. Volcó la mesa con un terrible rugido de rabia y se puso a gritarle que qué significaba aquello y que qué se había creído. Muriel, asustadísima y sin entender a qué venía aquella bronca absolutamente desproporcionada, se excusó diciendo que allí, cerca de la puerta, los libros tenían más visibilidad. Crowley, todavía con la respiración agitada y los dientes apretados, avanzó a grandes pasos y de forma amenazadora hacia donde se encontraba el tembloroso angelito. Cuando estuvo casi encima de ella, le puso una mano que parecía una garra sobre el hombro y le habló, muy cerca de su cara, siseando las palabras.
- Eso, angelucho bobalicón, no lo decides tú. No tienes permiso para mover nada, NA-DA, de lo que hay aquí. ¿Entiendes? Lo quiero todo como estaba. Y si alguna vez te atreves a volver a hacer algo así, te mandaré de vuelta al Cielo de una patada en tu celestial trasero. ¿Está claro?
Muriel podía entender que no le gustara la nueva ubicación de la mesa, pero seguía sin comprender que se enfadara tantísimo por algo tan trivial y fácil de resolver. Sin embargo, decidió que lo mejor sería no añadir nada más a la discusión y hacer lo que el demonio ordenaba. Como un cachorrito al que acaban de reñir por mordisquear la pata de un mueble, se zafó de la zarpa de Crowley, corrió hasta donde estaba la mesa volcada y, esforzándose por contener las lágrimas, empezó a recoger los libros que habían quedado desparramados por el suelo. Crowley se marchó de allí sin añadir una palabra más.
Un día, el demonio llegó cuando era ya de noche. La tienda estaba cerrada y Muriel se había quedado revisando los emails. Le recibió con un saludo jovial y, como la alumna aplicada que era, le dijo que habían llegado tres pedidos, que los había colocado en el almacén y que había llevado la recaudación de la semana al banco.
Sorprendido ante aquella demostración de competencia, Crowley paseó la mirada por toda la tienda para ver si podía quejarse por algo, pero todo estaba perfecto, limpio, ordenado… y exactamente igual que lo había dejado Azirafel.
Como no tenía nada más que hablar con el ángel tontorrón, giró sobre sus talones e hizo ademán de dirigirse a la puerta.
- Bien. Entonces… Me voy.
- ¡Señor Crowley!
No es que Muriel esperara precisamente una felicitación por parte de su "jefe no oficial", pero estaba algo desencantada ante su indiferencia y, además, por alguna extraña razón que no conseguía identificar, deseaba que se quedara un poco más.
- Te he dicho que no me llames "señor". - Había dado resultado. Crowley frenó en seco y giró medio cuerpo para lanzarle con enfado aquella recriminación.
- Lo siento, señor.
- De verdad… (resopló) Mira que eres tonta.
- Em… me temo que sí, señ… Digo… No… O sea… Verá, es que… Es que… ¡He hecho té! - Dijo por fin, exultante, como quien anuncia que acaba de graduarse en Oxford. Crowley la miró con desdén.
- ¿Y qué quieres? ¿Una medalla?
- No, no hace falta. - Respondió ella en su candor - Pero me gustaría… Me gustaría mucho… Que se tomara una taza de té conmigo, señor.
Crowley se alegró de no haberse quitado las gafas al entrar porque eso sí que le había pillado por sorpresa y estaba seguro de que se le notaba. Parpadeó unas cuantas veces, confuso. No entendía que el patético angelillo tuviera ganas de pasar con él ni un minuto más de lo necesario. Estaba a punto de rechazar la invitación, pero entonces fue consciente, ante los ojitos brillantes de Muriel, de que de todas formas, tampoco había nadie esperándole en ninguna parte.
Pensándolo bien, hacía bastante tiempo que no se tomaba una taza de té con nadie. Carraspeó.
- Bueno… Por qué no.
Muriel soltó un gritito de alegría y dio palmas. Crowley la ignoró mientras atravesaba la tienda. Se dejó caer en uno de los sillones que encaraban el gramófono que Azirafel se resistía a jubilar y dejó que Muriel hiciera los honores. La oyó trastear con la vajilla mientras él paseaba distraídamente la mirada por la estantería donde descansaba la colección de discos de su... amigo. Muriel volvió con una bandeja que dejó sobre la mesita.
- ¿Leche, limón, o salsa de soja? - Preguntó, jovialmente.
Muriel había empezado a experimentar con la comida y, si bien su afición por ella no llegaba al punto de la de Azirafel, la verdad era que la disfrutaba mucho. Lo que ocurría era que, con un paladar nulamente educado, Muriel realizaba unas combinaciones atroces con los sabores y las texturas que dejaban perplejos a todos los de su entorno. Disfrutaba como una niña mojando los croissants en salsa de tomate, pedía a Nina que le sirviera el café con leche de coco y pimienta y se preparaba, siempre que tenía ocasión, su sándwich favorito: pepinillos con chocolate (1).
Crowley resopló con exasperación.
- Al té no se le pone salsa de soja.
- Oh… Vaya. - El desconcierto se dibujó en el rostro del ángel - Pues… Es que… a mí me gusta así.
- A veces creo que tienes el paladar embaldosado.
- Lo siento, señor.
- Solo. Sin azúcar. - Le cortó. No tenía ganas de hacerle una disertación sobre el arte de consumir agua caliente con hierbas.
- Sí, señor.
Solícita y encantada con lo que estaba haciendo, Muriel procedió a servir el té. Le tendió su taza a Crowley, que la recibió sin dar las gracias. Luego se sirvió la suya, regándola con un abundante chorro de salsa de soja y añadiéndole una rodaja de limón. La tomó entre sus manos y se sentó satisfecha en el borde del otro sillón. Removió aquel mejunje con una cucharilla, dio un sorbito y se giró hacia Crowley, sonriente y expectante.
El demonio entendió que estaba esperando su veredicto así que, con desgana, dio un sorbo de su taza. Era como si Muriel hubiera rellenado una almohada con Earl Grey y la hubiera hervido.
- ¿Qué tal me ha quedado?
- No está mal. - Respondió secamente. Removió el té con el dedo índice y éste se transformó en whisky.
Satisfecha con la respuesta, Muriel soltó una risita y se dio permiso para arrellanarse en el sillón.
Se quedaron así un rato, sorbiendo de vez en cuando sus bebidas y sin hablar. Muriel sopesó la posibilidad de iniciar una conversación con Crowley. Tenía ganas de preguntarle muchas cosas sobre lo que suponía ser un demonio, cómo era el Infierno, si de verdad allí hacía tanto calor… pero estaba bastante claro que él no tenía ganas de charla. Se limitó a observarle.
Ella nunca había tenido a un demonio tan cerca. Ni tan cerca ni a ninguna distancia, a decir verdad. Y, aunque le constaba que el señor Crowley no era un demonio al uso, su curiosidad insaciable hizo que le repasara con la mirada de arriba a abajo. No era normal que él se estuviera quieto durante tanto tiempo, así que aprovechó para fijarse en todos los detalles de su persona: su traje oscuro, su pelo brillante, la postura dejada con la que ocupaba el sillón, la expresión de soledad en su rostro…
Muriel hacía muy poco que sabía lo que era la soledad. Hasta su llegada a la Tierra, no había sido consciente de lo solitario que resultaba su trabajo en el Fichero Celestial. Ahora veía a un montón de gente distinta todos los días y Nina y Maggie cuidaban de ella como si la hubieran adoptado, explicándole cariñosamente los misterios de la vida en la Tierra. Además, los dueños del resto de los comercios de la calle habían redirigido hacia ella la simpatía que sentían por el bonachón señor Fell y todos los días la saludaban afablemente y le preguntaban qué tal le iba.
Suspiró. Sería muy duro volver a estar sola en la rutina infinita de su despacho, sin ver ni hablar con nadie, cuando Azirafel… Bueno, si es que éste alguna vez volvía.
Un extraño escalofrío le recorrió el cuerpo, sacándola de sus pensamientos. Miró a su alrededor intentando localizar el origen de aquella peculiar sensación hasta que descubrió, para su sorpresa, que aquellas desconcertantes vibraciones procedían de Crowley.
El demonio permanecía en su sillón, prácticamente inmóvil. Solo se movía para llevarse de vez en cuando la taza a los labios. Era como si cargase sobre sus hombros con un enorme peso intangible. Se notaba que su mente estaba muy lejos de allí y Muriel percibía, ahora con perfecta claridad, las oleadas de inmenso amor que el cuerpo de Crowley emanaba hacia todo lo que le rodeaba.
Aquella enorme cantidad de amor, tierno, desesperanzado, estaba mezclado con otra sensación que ella desconocía pero que percibía cargada de tristeza: la añoranza. El señor Crowley era verdaderamente desconcertante. ¿Cómo podía un demonio sentir un amor tan profundo? ¿Y cómo podía algo como el amor venir acompañado de tanto pesar?
En medio de su confusión, Muriel advirtió que la presencia de Azirafel, pese a que el ángel no se encontrara verdaderamente en aquella sala, era cada vez más intensa. Crowley, que evidentemente había olvidado que ella seguía a su lado, intentaba atraer hacia sí hasta el más mínimo vestigio de la esencia de Azirafel impregnada en todas aquellas cosas bonitas que les rodeaban, y la necesidad y desazón con la que lo recibía enternecieron al pequeño ángel asistente.
Solo entonces, Muriel fue capaz de ver más allá de la ropa negra y su apariencia amenazadora, y se dio cuenta de que Crowley, en realidad, era un ser que sufría infinitamente. Entendió que la hostilidad y la rabia que el demonio disparaba en todas direcciones desde que se empeñó en dirigir su gestión de la librería provenían, en realidad, de un profundo dolor. Un dolor que taladraba y torturaba su espíritu pero al que él, por extraño que resultara, parecía aferrarse con todas sus fuerzas, como si fuera lo único que le quedara por guardar dentro de sí. Además, aquella aflicción estaba exenta de toda ira, amargura o deseo de hacer el mal. Era como una pesada manta en la que Crowley se envolvía por voluntad propia, pese a que le inmovilizara y le escociera sobre la piel y el alma, o lo que sea que tengan los demonios.
Muriel no entendía nada, pero fue consciente de que estaba sintiendo una compasión inmensa por aquel ser gruñón y antipático. Sintió que deseaba con urgencia rodear a Crowley con todo el amor que, en ese momento, sentía por él, aunque su amor no tuviera nada que ver con el que Crowley emanaba hacia los recuerdos que le inspiraba aquella sala. Hubiera querido abrazarle y envolverle en su misericordia, librarle de aquella desazón, hacerle saber que no estaba solo, cualquier cosa para mitigar su dolor. No tenía ni idea de lo que podía haber hecho o dejado de hacer Crowley para recibir semejante castigo, pero estaba segura de que nadie se merecía sufrir así.
- Señor Crowley…
Perdido como estaba en sus pensamientos, Crowley dio un pequeño respingo al oír la voz del ángel.
- Te he dicho que no me llam… - Pero no consiguió acabar la frase. La expresión anhelante y la bondad purísima que encontró en los ojos de Muriel le pillaron por sorpresa e hicieron que se le pasaran las ganas de reñirle - ¿Qué...? Ejem, ¿qué quieres?
- Señor Crowley, yo… - No sabía muy bien qué decir, pero sí sabía, sin ningún género de duda, que lo que más deseaba en ese momento era ayudarle, fuera como fuera - ¿Hay…? ¿Hay algo que pueda hacer por usted?
Crowley enarcó las cejas sin poder disimular su asombro. Aquello no se lo esperaba en absoluto. Se sentó derecho y se quedó otra vez inmóvil, observando al ángel como si lo viera por primera vez. Muriel, lejos de asustarse como hubiera sido habitual, sostuvo su mirada cargada de generosidad hacia el demonio. Él estaba segurísimo de que aquel angelillo, inocente e ignorante de todos los avatares que conlleva la vida fuera del Cielo, era incapaz de comprender por lo que estaba pasando, pero entendió que, de alguna manera candorosa y confusa, se había dado cuenta de que estaba sufriendo y se apiadaba de su dolor, aún sin conocer la causa ni la profundidad de éste.
Despacio, dejó la taza de té sobre la mesita, se quitó las gafas y se giró para volver a mirar a Muriel con sus ojos de serpiente. Sin amedrentarse, el ángel continuó ofreciéndole, en silencio, su compasión y su intento de ayuda. Hacía muchísimo tiempo que nadie, a parte de Azirafel, era tan generoso con él.
- No. - Dijo por fin, y aquella palabra se quedó flotando entre los dos.
La desilusión apareció en el rostro de Muriel. Se notaba que continuaba deseosa de ayudarle pero que ante aquella negativa simple, llana y perfectamente clara, había entendido que eso no era posible. Tampoco se atrevía a apartar los ojos del demonio porque éste, por algún motivo, continuaba observándola con interés.
Finalmente, Crowley volvió a ponerse las gafas, se puso de pie y se alisó el traje.
- Pero, gracias. - Dijo, sin ningún tipo de inflexión en su voz. Y se marchó.
¡Por fin ha aparecido Crowley! ¿Cómo os parece que está llevando las cosas?
Un saludo a todos los que estáis siguiendo el fic, en especial a Nat Bumblebee. Recordad que cualquier comentario será bien recibido ^_^
(1) Pepinillos con chocolate es una novela de la autora Stéphanie publicada en 1983.
