A/N: ¡Hola! Espero que estéis bien :)
Aquí os dejo otro capítulo más. ¡Ojalá os guste! Es un poco más corto de lo normal porque hay mucho texto y poco diálogo, pero me parecía importante sentar las bases de esta "nueva normalidad" que está viviendo Harry después de la Guerra. Pero no os preocupéis, tengo el siguiente capítulo casi acabado y lo subiré de aquí poco, así que no tendréis que esperar demasiado.
En fin, espero que os guste :)
Hacía demasiado calor en la habitación. El sudor corría bajo el cabello oscuro del muchacho, por las sienes y detrás del cuello, y las sábanas se le pegaban al pecho desnudo. Últimamente, Harry se había acostumbrado a dormir sin camiseta; Grimmauld Place no contaba con maravillas muggles como el aire acondicionado o ventiladores, y mantener un encantamiento refrescante durante toda la noche resultaba rápidamente agotador, tal y como había podido comprobar hacía unos días, al despertarse fresco, pero el doble de cansado que cuando se fue a dormir.
Probablemente existía otro hechizo o un artilugio mágico que ayudase a reducir aquel calor infernal, pero Harry no lo conocía, habiendo pasado cada verano con sus tíos muggles, o en la Madriguera, donde los señores Weasley se encargaban de aquellas cosas. Le hubiera gustado preguntarle a Hermione al respecto, su amiga era una especie de enciclopedia andante y seguro que encontraría una solución al problema, pero la chica, al igual que Ron, estaba a medio mundo de distancia en aquel momento. Los dos habían partido hacía casi dos semanas hacia Australia, para buscar a los padres de Hermione y restaurar sus memorias. Le habían preguntado si él quería ir, pero Harry sabía que, como pareja recién formada, necesitaban intimidad, y un viaje como aquel era la excusa perfecta.
Además, el chico tenía sus propias responsabilidades a las que atender; los juicios a los mortífagos (o a los acusados de serlo) iban a comenzar en breve. Por no mencionar el hecho de que, solo pensar en coger un avión e ir hasta la otra punta del planeta, era suficiente para llenar a Harry de cansancio. Era la única opción que sus amigos habían tenido: las relaciones internacionales todavía estaban reparándose después de la subida de Voldemort al poder y de su eventual derrota, y los trasladores, redes flu y otros medios de transporte seguían sin funcionar. Así que Ron y Hermione habían comprado dos billetes de avión y, después de un par de días de viaje, habían llegado sanos y salvos a su destino. Harry había respirado profundamente al recibir el mensaje en su moneda del E.D diciendo que todo había ido bien, pero no se arrepentía de su decisión.
Ya había pasado un mes desde la Batalla; los funerales habían ido y venido, y el mundo mágico había vuelto a una cierta normalidad, pero el muchacho se sentía tan exhausto como aquel primer día, en el que Ron y Hermione habían encontrado a Snape en la Casa de los Gritos. Y las pesadillas que le asaltaban al menos un par de veces por semana no ayudaban. Los escenarios cambiaban, pero lo que ocurría en ellas era siempre parecido: las personas que había perdido estaban ahí, vivas, pero a duras penas. Estaban enfermas o heridas, y Harry tenía que encontrar un modo para poder salvarlas, antes de que se acabase el tiempo. Fred, Remus y Tonks, incluso Sirius o sus padres, le hablaban, le decían que no era su culpa, que no había nada que él pudiera hacer. Sin embargo, el chico lo intentaba, una y otra vez, durante toda la noche, pero al despertar, sabía que no había sido suficiente, y que los había perdido otra vez. Aquello le dejaba toda la mañana de mal humor, melancólico y arisco. Pero era mejor que el otro tipo de pesadillas, en las que sus seres queridos estaban vivos, recuperándose de lo ocurrido. Quizás les faltaba un brazo, o tenían sangre seca en el rostro, o le sonreían desde una camilla en la enfermería, pero estaban ahí. Harry hablaba con ellos y, aunque les veía muy débiles, el corazón del chico latía con fuerza, lleno de alegría, porque estaban vivos, y la horrible realidad que le había perseguido durante el último mes no era cierta. El peso en su vientre que había llevado con él desde la Batalla desaparecía, y Harry sonreía y lloraba al mismo tiempo, mojando su almohada de sueños falsos, que nunca se cumplirían. La pesadilla en sí no era tan mala; lo peor era despertarse. En un momento estaba ahí hablando con ellos, sintiéndose completo, y de pronto los tentáculos de la realidad le arrastraban hacia arriba, separándole de sus seres queridos. Harry luchaba con todas sus fuerzas para permanecer ahí con ellos, pero siempre acababa abriendo los ojos, sudando, en medio de la habitación. Y aquellos a los que había perdido se esfumaban entre sus dedos una vez más, dejándole solo.
Harry sabía que sus pesadillas eran las que causaban aquel calor en la habitación, pero el mes de junio y las paredes gruesas de Grimmauld Place tampoco ayudaban. Una parte de él se preguntaba si podría modernizar la casa; combinar los inventos muggle como la electricidad con la tradición medieval mágica. Aquella era otra cuestión más que tendría que esperar para conocer la respuesta, se resignó el muchacho, haciendo una nota mental para preguntárselo a Hermione en cuando tuviera la ocasión. Aunque, pensándolo bien, seguía sin sentirse lo bastante cómodo como para hacer cambios drásticos en Grimmauld Place. Sirius se la había dejado en la herencia, pero Harry a veces seguía sintiéndose como un intruso, como si no tuviera derecho a sustituir aquellos muebles antiguos, o a remover el papel viejo y polvoriento de las paredes. La limpieza que había llevado a cabo la Orden, sumada a la que él y sus amigos habían hecho el año pasado, había transformado la casa en un lugar más acogedor y habitable, pero, aun así, haría falta tiempo antes de que Harry pudiera considerarla su hogar. Esperaba que, poco a poco, le resultara más fácil. Sobre todo teniendo en cuenta que, en todo el mundo, Grimmauld Place el único lugar que era suyo. Volver a Privet Drive estaba más que descartado; sus parientes habían regresado después de la guerra, después de que Harry les informara de que era seguro hacerlo, pero no tenía la menor intención de volver a vivir con ellos. Antes preferiría dormir en la calle. En cuanto a la Madriguera, era un lugar agradable y hogareño, y estaba lleno de sus seres queridos, pero era una solución provisional. El señor y la señora Weasley le habían asegurado que podía vivir allí todo el tiempo que quisiera y, de hecho, Harry se había quedado algunos días, alternando entre Hogwarts, Grimmauld Place y la propia Madriguera. Pero, al cabo de un tiempo, y sobre todo después de que Ron y Hermione se marcharan a Australia, había quedado más claro que nunca que Harry necesitaba su propio espacio. Quería mucho a los Weasley, pero ellos requerían tiempo y tranquilidad para llorar a Fred y para curar las heridas de la Guerra, y la señora Weasley se preocupaba demasiado de qué cocinar y cómo mantenerles ocupados cuando Harry y Hermione estaban allí. El chico apreciaba el esfuerzo y el cariño, pero no le gustaba estar en medio todo el tiempo, ni sentirse más que un invitado, pero menos que uno de los Weasley, que habían vivido ahí toda su vida y no tenían que preguntar donde estaban los vasos o las toallas, como hacía él.
Además, Harry sentía que también él necesitaba tiempo a solas, en su propio espacio. Debía procesar todo lo que había sucedido y llenar su cerebro de constantes distracciones no era lo más adecuado para ello. Aunque la soledad no le ayudase a sentirse mejor, sabía que tenía que pasar por aquello: por las pesadillas, por los recuerdos que, sin previo aviso, aparecían en su mente, por los momentos en los que un olor o un sonido le transportaban de vuelta a los peores instantes de su vida, por el agotamiento mental y físico después de acurrucarse en el sofá, llorando, pensando en aquellos a los que había perdido…
Por suerte para el muchacho, no todo estaba siendo sufrimiento. Pasaba el tiempo leyendo libros de diferentes materias, Defensa especialmente, y ordenando la casa, poniéndola presentable, después de un año sin que nadie viviera en ella. Además, Ginny había venido a visitarle un par de veces aquella última semana, quedándose incluso a dormir. No había sucedido nada entre ellos, solo unos cuantos besos y el acurrucarse juntos en la cama, apartando con el calor de sus brazos las pesadillas que ambos temían soñar. Pero, aun así, Molly no había estado tranquila.
"Me ha dado 'la charla' antes de venir." Había dicho Ginny, saliendo de la chimenea, sacudiéndose los restos de polvos flu de la ropa, poniendo los ojos en blanco y con el rubor tiñendo sus mejillas. Harry había soltado una carcajada al oírlo, su corazón latiendo con fuerza, pero, más tarde, cuando estaban los dos abrazados en el sofá, no había podido morderse la lengua y había sacado el tema. Después de hablar largo y tendido, las cosas habían quedado claras entre los dos y ambos se habían sentido más tranquilos por ello. Era evidente que sentían cosas el uno por el otro, y que se deseaban, pero tanto Ginny como Harry sabían que era demasiado pronto. Además de ser muy jóvenes, sus corazones seguían rotos, y el dolor en su interior era todavía muy intenso. Ninguno quería lanzarse y arruinar lo bueno que tenían, sólo para no pensar en lo que había ocurrido. De modo que, finalmente, habían decidido esperar y tomarse las cosas con calma, con empatía y comunicación, y sin dejarse llevar por presiones externas o por expectativas absurdas. Y para ambos, en aquel momento, eso era más que suficiente.
Además de las visitas de Ginny, Harry había ocupado su tiempo yendo a ver a Snape en sus estancias de Hogwarts. Desde aquella conversación en el funeral de Remus y Tonks, no habían vuelto a discutir, y en su lugar se había instalado una inusual calma entre los dos. Era raro, después de tantos años de animosidad, pero el último mes había cambiado muchas cosas. Y, aunque ninguno lo dijera en voz alta, tanto Harry como Snape apreciaban aquel giro en su relación. A pesar de ello, al chico seguía haciéndosele extraño el estar sentado en el sofá del Maestro de Pociones, bebiendo una taza de té caliente y charlando sobre cosas sin importancia, o el ayudarle a preparar nuevas pociones para el inventario casi vacío de la enfermería. Harry sonrió al recordar la expresión en el rostro de Snape aquella mañana lluviosa, en la que le había preguntado al respecto. Después de su habitual charla en el sofá, el Maestro de Pociones se había levantado y despedido de él, diciéndole que tenía que preparar varias decenas de pociones y que ya se verían otra vez en un par de días. En aquel momento, Harry había hecho acopio de todo su valor, y había preguntado a Snape si podía ayudarle en lo que fuera, incluso a cortar ingredientes, o a limpiar calderos si así lo creía conveniente.
"Ayer estuve leyendo un libro de Pociones," Se había explicado el muchacho, "Y me he dado cuenta de que hace mucho que no practico."
Snape le había observado con una expresión de sorpresa en el rostro, casi cómica.
"El aula de Pociones está vacía, Potter." Había respondido, después de unos segundos de silencio. "Puedes utilizarla si quieres."
"Lo sé." Le había dicho Harry, antes de poder pensárselo dos veces. "Pero dicen que la mejor manera de aprender es viendo trabajar a los mejores. Y usted lo es."
Los halagos no parecían la mejor estrategia para convencer a Snape, pero Harry no sabía cómo decirle que quería pasar más tiempo con él, y que echaba de menos las enseñanzas del Príncipe. Ver al hombre preparar sus pociones era lo más cerca que iba a estar de volver a leer las instrucciones y comentarios sarcásticos de aquel chico de dieciséis años. Pero, para su sorpresa y alegría, Snape había suspirado y, tras pinzarse el puente de la nariz con dos dedos, había asentido lentamente.
"Si un crío de primer año puede cortar raíces de ajenjo sin meter la pata, supongo que el famoso Harry Potter será capaz de hacer lo mismo." Había dicho finalmente, provocando una amplia sonrisa en el muchacho.
Desde aquel momento, cada mañana que Harry iba a Hogwarts, después la charla en el sofá y de beber su té caliente, el chico acompañaba a Snape a su laboratorio privado, donde mantenía calderos, utensilios y materiales de pociones y, le ayudaba en lo que el profesor le dijese. Con el paso de los días, al ver que Harry no se había amputado un dedo, o peor, arruinado uno de sus preciosos ingredientes, Snape le había dado más responsabilidades, dejándole cortar tallos, frutos, semillas e, incluso, cuernos, garras, pelo y otros materiales de origen animal, que eran más difíciles de conseguir. Y, con cada nueva poción que ayudaba a crear, Harry se daba cuenta de lo relajante que encontraba todo aquello. El olor de los vapores que salían de los calderos, la precisión con que se preparaban los materiales, el sonido del cuchillo contra la tabla de madera, el burbujeo de la poción cuando estaba casi lista, sus colores cambiantes a medida que Snape la mezclaba o añadía nuevos ingredientes, con delicada precisión… Todas aquellas cosas mantenían ocupados sus sentidos, lo suficiente para no estar pensando todo el tiempo en lo que había sucedido, y, de aquel modo, poder procesarlo poco a poco, en pequeñas dosis.
Pero aquel oasis en las estancias de Snape no había estado disponible siempre. O al menos no todas las veces que Harry hubiera querido. El Maestro de Pociones había tenido que ocuparse de otras responsabilidades aquellas últimas semanas. En concreto, de vez en cuando, había tenido que salir de Hogwarts para ir a controlar su propia casa. Harry no había sabido que Snape tuviera una, o en realidad, nunca se lo había planteado, pero tenía sentido. La mayoría de los profesores no se quedaban todo el tiempo en el colegio, tenían una casa a la que ir durante las vacaciones. Aun así, la revelación le había sorprendido y el muchacho había querido saber más sobre aquel lugar.
Durante las largas horas de soledad en Grimmauld Place, su mente había divagado sobre el tema, intentando imaginarse si la casa era grande o pequeña, donde estaba, si era acogedora como las estancias de Snape en las Mazmorras, si la vería alguna vez, si profesor la había heredado o comprado con su propio dinero… Harry no sabía cuánto pagaba la escuela, pero el Maestro de Pociones vestía sencillo, siempre con el mismo estilo de túnicas oscuras, y no llevaba joyas ni otros objetos caros... No le parecía probable que se hubiera comprado una casa con su sueldo. A juzgar por los muebles de sus aposentos en Hogwarts, todo el dinero, tiempo y, ¿por qué no decirlo?, mimo y detallismo, habían ido a parar a aquel hogar en lo más profundo del castillo. Y Snape no parecía la clase de persona que pondría todo aquel esfuerzo en sus estancias y luego compraría una casa para vivir solo, en medio de una ciudad extraña, sin que hubiera un motivo detrás. No, decidió Harry, probablemente aquel lugar era un sitio seguro seguro para la Orden, como lo había sido Grimmauld Place. O, si no, dedujo, recordando los atisbos de una habitación deprimente que había visto en los recuerdos del hombre, debía de ser la casa de su familia. ¿Tendría todavía ese aspecto? ¿Incluso después de tantos años? No tenía modo de saberlo y dudaba que Snape apreciase su interrogatorio. El hombre seguía siendo una persona reservada y algunos temas eran más delicados que otros. Pero Harry quería saber más sobre él. Sobre su vida, su pasado y, sí, incluso sobre esa casa misteriosa que iba a visitar de vez en cuando. Snape era un enigma tan grande que apreciaría cada pedacito de información que le llegase a las manos.
Cuando el Maestro de Pociones había vuelto de aquel lugar, sin embargo, lo único que le había dicho al respecto era que seguía ahí, que la casa no se había derrumbado en el último año. Y, todavía más importante, que no había encontrado ningún maleficio, conjuro o trampa dejada por los mortífagos para vengarse de él. Aquellas palabras habían preocupado a Harry ya que, si los mortífagos conocían de su existencia, aquello solo podía significar dos cosas. Una, no era un lugar seguro de la Orden, sino la propia casa de Snape, cuya ubicación el hombre había compartido con sus antiguos compañeros. Y, dos, si ese era el caso… Si cualquier mortífago sabía dónde estaba y podía aparecerse en su puerta para vengarse de la derrota de Voldemort… ¿dónde se suponía que iba a ir Snape cuando dejase Hogwarts? Harry no sabía si el hombre querría seguir en la escuela, enseñando. Pero, si ya no iba a ser un profesor… ¿Podría quedarse de todos modos en el castillo? El chico no estaba seguro, pero pensar que Snape no tenía un sitio al que ir le ponía triste. Al menos, Harry contaba con Grimmauld Place, un lugar viejo y oscuro a veces, pero seguro y suyo, al fin y al cabo. Observando los muebles antiguos de su habitación, el chico se preguntó cómo sería la reacción de Snape si le ofreciese venir a vivir ahí con él. La casa era grande, y había sitio de sobra para una decena de personas. Pero Harry sabía, sin tener que preguntarlo, que el Maestro de Pociones odiaría aquella propuesta. Grimmauld Place era la casa de Sirius. Y, por mucho que su relación hubiera cambiado, y que Snape aceptase la presencia de Harry en sus estancias de Hogwarts, pasar cada segundo del día bajo el mismo techo era diferente. Eso sin mencionar los propios sentimientos que el chico sentía al respecto. No estaba seguro de querer a Snape viviendo en su casa. Sabía que, en el futuro, le gustaría compartir su hogar con alguien más. Sus amigos, especialmente Ron y Hermione. O Ginny, sobre todo, si ella así lo quería. Pero todavía eran muy jóvenes, casi adolescentes. De momento, Ginny y Ron no querrían dejar la seguridad y comodidad de la Madriguera, estaba seguro de ello, y sobre todo después de la pérdida de Fred. Y Hermione necesitaría pasar tiempo con sus padres, volver a sentirse parte de una familia.
Harry suspiró, incorporándose de la cama. Sabía que el problema era que él no tenía padres, o hermanos, y no podía pedirles a sus amigos renunciar a parte de su juventud por él. Pero, entonces… Si no iba a vivir con ellos… La imagen de Snape en pijama, caminando por el pasillo en zapatillas, con una taza humeante en las manos, apareció en su mente y Harry sacudió la cabeza, apartándola, sintiendo como una parte de él anhelaba aquello, y la otra sentía una profunda incomodidad ante la idea. Snape no era la clase de persona que uno llamaría doméstico u hogareño y, aunque así fuera, había sido su profesor durante años. No su padrino, o un amigo cercano de la familia, como Sirius y Remus. Había ciertas distancias, barreras, que uno mantenía con sus profesores, y compartir un hogar era una de ellas. Harry no se plantearía nunca vivir con la profesora McGonagall, por mucha estima que tuviera hacia ella. Pero, en realidad, pensó de pronto, los sentimientos que Snape había provocado en él siempre habían sido más intensos que la cordialidad, aprecio o indiferencia que uno siente hacia un profesor. Desconfianza, rabia, animadversión, incluso odio, habían sido las emociones predominantes durante siete años. Y también había aquella historia entre ellos que se remontaba a tiempo atrás, a cuando Harry no había ni nacido. Aquella red que les unía de un modo extraño, formada por el pasado que Snape compartía con James y Lily, y el papel que el ex mortífago había jugado en el asesinato de sus padres, la deuda que desde entonces sentía hacia Harry, la cantidad de veces que le había salvado y protegido… Y, finalmente, uniéndose a todo aquello, se encontraba aquella nueva relación que habían formado, aquellos sentimientos positivos que ninguno había esperado, aquel entendimiento entre ambos, esa necesidad de ser parte de la vida del otro, fruto de todo lo vivido, de todo lo perdido… No, reflexionó Harry, Snape nunca podría ser solo su antiguo profesor. Aunque, siendo honesto consigo mismo, vivir en una casa con el hombre quizás eran palabras mayores. Consciente de que no tenía sentido seguir preocupándose por ese tema en aquel momento, Harry sacudió la cabeza una vez más, aparcándolo en el fondo de su mente. Aquel movimiento repentino causó que unas gotas de sudor ya frío le corrieran por la frente. La habitación también se había enfriado respecto a minutos antes, cuando había despertado de su pesadilla y Harry respiró hondo, agradeciendo aquel cambio en la temperatura. Decidiendo que ya no iba a ser capaz de dormir más, y sintiendo la piel pegajosa, el chico se inclinó para salir de la cama. Se colocó las zapatillas que había dejado junto a ella la noche anterior, y luego caminó por la moqueta verde a lo largo del pasillo hasta llegar al baño. Una vez ahí, se duchó, haciendo desaparecer los restos de sudor y, con ellos, los últimos recuerdos de su pesadilla. Después de vestirse con ropa cómoda, el chico bajó hacia la cocina a desayunar.
Kreacher se encontraba ahí, sentado en la encimera. Luego de darle los buenos días, Harry preparó algo ligero que llevarse a la boca y comenzó a masticar distraídamente, mientras el elfo parloteaba sobre las nuevas prendas de ropa que se había cosido él mismo y otras que había comprado. Harry le dejó hablar, escuchando solo a medias, aunque sonrió al oír su entusiasmo. Había decidido liberar a Kreacher después de la Batalla, pero, a diferencia de Dobby, el elfo mostraba un gran interés en la ropa que durante años no había podido usar y, desde entonces, casi cada día llevaba un conjunto nuevo.
Los elfos se habían unido después de la Batalla, y quizás había sido el papel que habían desempeñado en ella, hiriendo e incluso matando a algunos mortífagos, o el trabajo de Hermione con el P.E.D.D.O., o tal vez, todos esos años sufriendo la crueldad de los magos, habían colmado el vaso finalmente, pero cada vez eran más los que querían ser libres, y Harry se alegraba por ello. Además, después de la situación del guardapelo, de que su relación con Kreacher mejorase, el chico no creía que iba a ser una amenaza para él nunca más. Y, honestamente, le asqueaba poseer un esclavo. No lo quería ni lo necesitaba. Así que, sin pensárselo dos veces, le había liberado en cuanto tuvo oportunidad. Sin embargo, consciente de la situación de los elfos en el mundo mágico, había propuesto a Kreacher quedarse en Grimmauld Place si así lo deseaba. Aquel había sido su hogar desde siempre, y no quería dejarle en la calle, en medio de un mundo que todavía no le aceptaba. Además, el elfo se había ofrecido a ayudarle a mantener la casa en orden y limpia, cosa que Harry agradecía y por la que le pagaría justamente. Solo necesitaba ir a buscar el dinero que le esperaba en su cámara de Gringotts. Aunque aquello era más simple decirlo que hacerlo.
Desde la Batalla, Harry había sobrevivido gracias a la comida de Hogwarts y a la generosidad de los Weasley, pero sabía que no podía alimentarse el resto de sus días de los platos preparados por Molly, o de las pocas provisiones que quedaban en su nevera. El chico había usado las últimas monedas en el bolso de cuentas de Hermione para rellenarla, pero, tarde o temprano tendría que dirigirse al banco de los magos y, para su nerviosismo, afrontar las consecuencias de sus actos. Harry llevaba posponiendo aquel viaje varios días. Además de las miradas y los comentarios que la presencia del salvador del mundo mágico generarían, le preocupaba como le recibirían en Gringotts. La última vez que había estado ahí, él y sus amigos habían burlado las medidas de seguridad, infiltrado en una cámara que no era la suya y robado un objeto, además de liberar a un dragón y causar auténticos desperfectos en la estructura cavernosa del banco. Kingsley le había dicho que sus acciones habían sido perdonadas y que se habían retirado los cargos contra él. Pero aquella aventura había desatado la furia de Voldemort, quien acabó matando a decenas de duendes por ello y Harry no creía que lo hubieran olvidado. Sabía que él no era responsable de las acciones del señor Oscuro y que destruir el Horrocrux había sido necesario, pero eso no evitaba que se sintiera culpable. Otra cosa más que añadir a la lista.
Intentando no pensar demasiado en ello, pero haciendo una nota mental para acordarse, o más bien, obligarse, a ir al Callejón Diagon y a Gringotts, Harry se levantó de la mesa de la cocina. Después de despedirse de Kreacher, se lavó los dientes y luego, ya listo para partir, se dirigió hacia el salón. Una vez ahí observó la chimenea, y el recipiente relleno de polvo verde que había junto a ella. Todavía sentía aquella calidez en el pecho al pensar en lo que significaba. El hecho de que Snape hubiera decidido conectar sus estancias con Grimmauld Place, a través de la red flu.
"Es una pérdida de tiempo que tengas que Aparecerte fuera de Hogwarts y luego caminar hasta aquí cada vez que vengas." Le había dicho el profesor, al ver la expresión de sorpresa en el rostro de Harry. "No pongas esa cara. No te estoy dando carta blanca para que me molestes siempre que quieras, Potter. Al contrario. No podrás entrar si yo no te lo permito. Recibiré un aviso y, entonces, solo si yo he accedido a ello, la barrera se alzará. Pero, si vas a pasar tanto tiempo aquí, es más eficiente usar la red flu. ¿Ha quedado claro?"
Harry había asentido, intentando ocultar la estúpida sonrisa que amenazaba con escapar de sus labios y, desde entonces, ir a Hogwarts había sido más sencillo que nunca. Las primeras veces se le había hecho un poco raro viajar a través de las llamas; no era un medio de transporte que solía utilizar. Pero, ahora, el chico ya se había acostumbrado y formaba parte de su rutina. Acercándose a la chimenea, Harry agarró un poco de polvos flu y luego dijo en voz alta y clara:
"Aposentos de Severus Snape, mazmorras de Hogwarts."
A/N: Y hasta aquí el final del capítulo, espero que el mundo y la rutina post-voldemort que he descrito tenga sentido y os haya gustado.
Como he dicho antes, tengo el siguiente capítulo casi acabado así que os prometo que actualizaré de aquí poco. Nos vemos entonces, ¡un abrazo!
