Abraza la manada

5

El patriarca

Chicago

Instalaciones de Andley & CO

La reunión se había prolongado. El informe semestral había sido simplemente aprobado, sin ninguna felicitación ni objeción, aunque sí con varias miradas desconfiadas y velados comentarios mordaces. William Albert Andley ignoró los gestos y prosiguió con el orden del día: futuras inversiones.

Un asistente repartió carpetas a todos los miembros de la junta directiva. Algunos las abrieron y echaron una rápida e indiferente mirada sobre la información; otros, los menos, ni siquiera las movieron de la mesa.

El presidente de la compañía dio un sorbo de agua a su vaso y tomó la carpeta que tenía frente a sí. Se levantó nuevamente y empezó a hablar.

—Han visto el balance y notaron que, a pesar de la actual situación bélica, Andley & CO no ha sufrido grandes pérdidas, a diferencia de otras empresas, socias y conocidas. Nos hemos mantenido a flote y planeo que eso se mantenga—. Algunos miembros se inclinaron hacia el frente, prestando total atención. —Es por eso que en la carpeta que acaban de recibir está la propuesta de proyecto para hacer inversiones en América Latina—. Las voces de sorpresa y negación llenaron la sala.

—¡Eso es ridículo!, ¿qué podemos sacar de provecho? — interrumpió uno de los socios mientras miraba a toda la junta y buscaba su apoyo. Todavía no sabían de qué se trataba la propuesta y ya la estaban rechazando.

—William, se trata de invertir, no de dar limosna; para eso ya tenemos las generosas donaciones que nos obligaste a hacer a esos orfanatos— dijo otro, y algunos rieron. —¿Pretendes "invertir" con salvajes y revolucionarios? — Las risas mordaces llenaron la sala.

—Donaciones que, le recuerdo señor Barnes, redujeron doce por ciento el pago de impuestos desde el primer bimestre— respondió Albert elevando la voz, que se impuso en toda la sala. —Y creo que no debo recordarle que México no es el único país en el sur —dio otro sorbo de agua, dando tiempo a que la burla se esfumara de la sala. —Como decía, el proyecto de invertir en el sur representa un seguro ante la actual guerra en Europa. A partir de la página tres leerán una lista de empresas latinas con potencial de inversión—. Todos fueron a la página señalada. —Noten que se trata de industrias totalmente conocidas por todos— algunos asintieron reconociendo uno o dos rubros. —Me he comunicado con algunas de esas empresas y están dispuestos a escuchar ofertas.

—¿Ya has iniciado las negociaciones? — preguntó uno de los hombres, molesto.

—No, solo he hablado con algunos y me he informado de su desarrollo comercial, su estatus en la sociedad y su relación con el gobierno de su país— respondió Albert con serenidad. —Se trata de hombres decentes, como todos nosotros, dispuestos a entrar en el mercado estadounidense. Las siguientes páginas especifican la situación de cada una de las compañías de la lista. No planeo defender todas y cada una de las opciones, pero quiero que escuchen un ejemplo. Vean la página doce, se trata de una compañía minera chilena—. Albert dejó la carpeta sobre la mesa y extendió un mapa de dicho país sobre la pared. Explicó la industria minera y su desarrollo en las últimas décadas. De acuerdo con sus investigaciones, se trataba de una economía lo suficientemente fuerte para dar resultados en menos de dos años, con un mínimo margen de pérdida.

Los miembros de la junta hicieron pregunta tras pregunta, todas buscando un error en el proyecto, pues se negaban a aceptarlo. Albert respondía con datos, cifras y predicciones económicas bien sustentadas, había trabajado en su proyecto durante meses y no aceptaría un no por respuesta, no hasta que escucharan todo lo que tenía que decir. Sin embargo, él sabía que, por muy interesante y redituable que fuera su propuesta, la junta no lo aceptaría por unanimidad, pero si convencía a la mayoría, entonces los demás no tendrían opción.

—No les pido que decidan de una vez— dijo al terminar su exposición— analicen la propuesta, son varias empresas y ustedes conocen los riesgos de cada industria, pero también sus beneficios. Analícenlas, piénsenlo y voten en la próxima junta.

La sala de reuniones se vació poco a poco hasta que sólo quedó Albert en ella. No había salido primero para evitar que los otros miembros conspiraran en su contra en ese momento. Si querían hacerlo, entonces que se reunieran en otro lugar.

Sentado aún a la cabecera de la larga mesa, Albert echó el cuerpo hacia atrás y cerró los ojos. En momentos como ese deseaba no ser el patriarca de los Andley.

Patriarca, hasta el título sonaba ridículo en él. Un patriarca, por definición, era un hombre que por su edad y sabiduría era respetado por una familia, por un grupo, pero Albert sabía muy bien que nadie lo veía de esa manera, nadie lo respetaba por convicción, sólo por conveniencia, porque su familia era accionista mayoritaria en la empresa y por esa misma razón tenían el derecho de nombrarlo director general.

Albert notaba el desprecio de los directivos, el falso respeto y los cuchicheos a sus espaldas. Sabía de la decepción y desconfianza que todos habían sentido al conocerlo. Durante los años en los que sólo la sombra del señor William Andley había manejado los hilos, la gente creía que se trataba de un hombre viejo, creían que sus decisiones eran las excentricidades de un anciano, no las de un hombre que aún no llegaba a los treinta años.

Sólo por un minuto deseaba que la responsabilidad cayera en otro.

La puerta se abrió y dio paso a George, su guía de toda la vida y, ahora, su mano derecha y mejor aliado.

—¿Pudo salir peor? — preguntó George sentándose a la diestra de Albert.

—Supongo que siempre puede salir peor— respondió Albert con la voz cansada.

—Lograste exaltarlos— añadió George— me encontré a unos cuantos en los pasillos, callaron en cuanto me vieron, pero se notaban agitados.

—Al menos hoy les di trabajo a sus médicos— dijo sarcástico bebiendo un trago de agua — o a sus amantes— añadió.

George soltó una risita y asintió. —Cuéntame— pidió, y Albert le narró la junta que acababa de presidir. —El cinismo de Barnes es algo que siempre ha fastidiado esta empresa. ¿Quejarse de las donaciones cuando, justo por eso, su hija está por casarse con el hijo del recién electo presidente de la Cámara de Comercio? No sé si es para reírse o indignarse.

—Para ignorarlo— dijo Albert negando con la cabeza y siguió con su relato.

—Ten por seguro que analizarán la propuesta, ellos saben que es buena, solo que son muy orgullosos para aceptarla tan pronto— lo tranquilizó George— en la siguiente junta votarán a favor, nos encargaremos de ello. Ya les presentaste la propuesta, ahora es momento de pasar a la fase dos para que acepten.

—Sí, haré que acepten, tengo que lograrlo— dijo Albert por lo bajo, más para darse ánimos que para ser oído por George. —Si tan solo hubiera alguien más dispuesto y capaz de aceptar mi puesto…

—No hay nadie más capaz que tú— dijo George tajante —eres el único heredero de la familia Andley y el único con derecho a manejar esta compañía.

—En eso te equivocas, George— replicó Albert —hay otro, Víctor podría hacerlo, a él lo respetarían.

—Sabes que no se puede, Albert, su lugar está en otro sitio y él nunca se ha involucrado de lleno en los negocios de la familia.

—Lo sé— dijo Albert, pensativo — su único defecto es que su lugar está con los malditos— esto último lo dijo en un susurro, justo cuando George se levantaba de su asiento.

Pocas horas después. Albert y George salieron de las oficinas Andley directo a casa. Una mansión vacía que solo utilizaban para dormir, pues la mayor parte del tiempo se la pasaban fuera, en reuniones, en la oficina o en viajes de trabajo a lo largo del país. Si Albert hubiera sido capaz de odiar, odiaría esa casa vacía.

Cenó en la cocina, como ya era su costumbre, y bebió una copa de coñac en la sala de estar: después fue a su despacho y le escribió una larga carta a Candy contándole los problemas que tenía en la compañía. Ella y George eran las únicas personas con quien podía quejarse sin tener que escuchar frases como "es tu deber como jefe de familia" o "encontrarás la solución porque eso hace un patriarca". Cerró la carta y la dejó en una bandeja afuera del despacho. El personal sabría que tendría que enviar esa correspondencia a la mañana siguiente.

Fue a su habitación y se durmió esperando que el día siguiente fuera mejor.

Los aliados de Albert eran pocos, pero seguros. Al día siguiente de la junta recibió la visita del señor Pike en su oficina. El hombre se caracterizaba por llevar a todos lados un portafolio de piel tan viejo que la fábrica que lo había hecho llevaba cerrada diez años, pero el maletín estaba bien conservado y seguramente había viajado más que muchas personas en el edificio.

Albert saludó a Pike con afecto y le sirvió una copa.

—Albert— era de los pocos que así lo llamaban —revisé tu propuesta y me gusta— dijo sin rodeos —te aseguro que no soy el único, pero, Albert, sabes que lo que a la junta le interesa es entrar al mercado canadiense.

Albert se tensó en su asiento. Sabía a la perfección lo que sus socios querían, lo había estudiado e intentado, pero no había logrado acercarse ni un poco a la economía canadiense. El conglomerado Bennett era el mayor socio comercial en Canadá y en el panorama actual, no necesitaban de otro.

—Lo sé, pero todos saben que, por el momento, no es posible. En estos dos últimos años lo he intentado, no pueden negármelo, y antes también se ha hecho el intento, pero mientras Bennett tenga la mejor oferta para ellos, nosotros no podemos entrar, no nos quieren.

A Pike no le gustó esa respuesta, la habían escuchado por años y, aunque sabían que no era culpa de Albert, ahora en él recaía la responsabilidad.

—Debemos intentarlo, Albert— dijo Pike— tú eres joven y no sabes todas las veces que los canadienses nos han cerrado la puerta en la cara. Debo confesarte que ya no se trata solo de negocios, sino de orgullo. La mayoría de los miembros de la junta somos viejos, lo hemos intentado por años no solo bajo la sociedad Andley, sino como compañías autónomas y no logramos nada, pero no se niegan porque seamos una mala opción, hay algo más que no logramos comprender. Tú eres joven, tienes ideas nuevas, ideas que nos asustan a los viejos, pero tal vez tú puedas lograrlo —Pike estaba exaltado —me he ido de la lengua y tal vez te aburro, pero…

—Entiendo, te juro que entiendo, no por no haber estado al frente significa que no sé lo que pasó en los últimos años. Pero no podemos encapricharnos, no cuando tenemos una excelente oportunidad en otra dirección— respondió Albert señalando los documentos de su proyecto.

Pike asintió, sabía que Albert tenía razón, pero también entendía la postura de los otros socios: Canadá era un capricho y América Latina un terreno nuevo.

—Cuentas con mi apoyo, Albert— dijo Pike para concluir el tema —dile a George que cuando quiera, puede incluirme en el proyecto. De joven era bueno en el trabajo de campo y no me importaría pasar una temporada en alguna playa latina— bromeó sobre lo último, pero lo anterior lo había dicho muy en serio.

Albert apreciaba a Pike y agradecía su respaldo. Si todos fueran como él o, al menos, la mayoría, su trabajo sería más llevadero.

El resto de la semana transcurrió de la misma forma que el día de la visita de Pike. Albert se sumergía en su trabajo y tenía citas con socios y empleados a cada hora. Era gracioso, o al menos él ya lo veía de esa manera, que cuando se reunía con un solo socio, este se mostraba abierto al diálogo y podían entenderse, pero cuando se reunían eran peor que una manada de… bestias, salvajes y listos para atacar. Por separado había logrado seducir con su propuesta a más accionistas de los que había pronosticado, el problema era que todos ponían la misma condición para entrar de lleno al proyecto: la industria canadiense.

Albert estaba aburrido del tema con el que sus socios estaban encaprichados, si fuera por él, si fuera otro tipo de presidente, si fuera obtuso y autoritario como Richard Bennett, entonces los habría obligado, desde el inicio, a ceñirse a sus planes, pero él no era así. No se dejaba manipular por ellos, eso era seguro, las decisiones que eran necesarias las había tomado con toda la firmeza y autoridad con que contaba, pero no podía ignorarlos en sus peticiones ni necesidades.

Terminó la reunión con Contaduría pasadas las siete de la noche. El presupuesto pactado para el último semestre del año no tenía problema alguno y el contador se fue tranquilo a dormir aquella noche. Albert, por su parte, no durmió bien, no era una novedad, pero esa noche el insomnio fue peor porque lo asaltaron los recuerdos de su infancia. Recuerdos que debían ser felices eran sombríos por lo que significaban para su futuro: la maldita soledad en la que estaba hundido.

Con los años había aprendido a enterrar sus recuerdos y mucho tiempo fue feliz, sobre todo cuando era libre para moverse por el mundo sin el peso de la responsabilidad que, desde niño supo que recaería en él. Al principio, cuando sus padres y su hermana le hablaban de su futuro como cabeza de una enorme y vieja familia, se emocionaba, idealizaba su lugar en el mundo, sobre todo porque siempre se le prometió el apoyo de su hermana, la guía de su padre y los consejos de su madre. Era un príncipe amado, al que se le prometió el mundo y cuando este se sacudió no le quedó nada más que a sí mismo para habitarlo.

La muerte de sus padres fue temprana, primero ella y no muchos años después la de él, Clinton Andley murió y sólo quedaron Rosemary y Albert. Él era un niño y recibió toda la protección de su hermana y la misma promesa, de que ellos juntos se harían cargo de la familia, cada uno desde un frente diferente. Él, con los negocios humanos y su hermana, desde la manada dándole todo el apoyo, el poder y la influencia que conllevaba su posición como líder de una de las manadas de lobos cambiantes más grande del país.

Juntos, la orfandad no era algo tan trágico como había pensado en los primeros meses tras la muerte de su padre. Albert llevaría una vida tranquila hasta que tuviera que ir a la universidad, mientras tanto, la junta directiva se haría cargo de los negocios bajo la supervisión de la nueva matriarca de la familia, la señora Elroy Andley. Rosemary, como líder de la manada, sería autosuficiente y la fortalecería. Estaban juntos y todo era posible…


—Albert— había dicho Rosemary una semana antes de que la tía Elroy llegara a vivir con ellos —recuerda lo que hablamos— lo tomó de las manos, atrayéndolo a su regazo para abrazarlo —ni la tía ni nadie puede saber nuestro secreto.

Albert jugó con las manos de su hermana, sus dedos eran largos, finos y fuertes. —ya sé, Rose— respondió serio, demasiado serio para un niño de su edad.

—Prométemelo— dijo Rose con voz autoritaria que no era necesario usar con su hermano, pero debía asegurar el secreto de su manada.

—Te lo prometo— Albert se enderezó y adoptó una pose solemne, la misma que le había visto hacer a su padre cuando trataba un tema serio, solo que en un niño despertaba más ternura que autoridad —te prometo que nunca le hablaré a nadie de la manada.

—Gracias, Albert— Rose le besó la mejilla y lo abrazó con fuerza. Sus palabras aún no tenían la autoridad de un líder, pero la promesa de un Andley no se echaba nunca en saco roto.


Los años que vinieron no fueron malos, Albert contó con el cuidado y la educación que le dio la tía Elroy y, sobre todo, con el amor y el apoyo de su hermana. A las dos las quería, pero siempre prefirió a Rose, quien le hablaba de la manada, del bosque, de sus proyectos y sus logros. Había pactado la paz con una manada vecina y empezó un negocio completamente independiente de la familia Andley para mantener a la manada. Los demás asuntos que se conectaban con la familia, Rosemary los asumió bajo el argumento de que, como hermana mayor de Albert, debía estar enterada de todo para guiar a su hermano. La junta directiva no objetó demasiado, pues la joven tenía el apoyo de la señora Elroy. Sin embargo, nunca tuvo gran participación en la toma de decisiones, solo se aseguraba de mantener la secrecía y el bienestar de su manada. La tarea no era la más fácil, pero su padre lo había logrado por sí solo, y ella solamente debía hacerlo unos años hasta que su hermano pudiera unírsele.

Cuando Rosemary se enamoró, Albert no evitó sentirse inseguro. Temió que su hermana, al iniciar una nueva familia, lo abandonara; pero el miedo pronto se disipó cuando Vincent, el esposo de Rose, en lugar de alejarla de la familia Andley se unió a ella.

Entonces, Rose dividió su tiempo entre la manada, los negocios familiares y su matrimonio.


—Tengo mucha suerte de tenerlos— dijo una vez Rose durante la cena. —sin ustedes no podría con todo.

El joven Vincent besó la mano de su esposa y esa misma noche le dio un regalo maravilloso. Una vez que terminaron la cena, Vincent llevó a Rose y Albert a un cuarto vacío de la mansión. Los dos hermanos intercambiaron una mirada interrogativa, tenían ese don para comunicarse con los gestos, y siguieron a Vincent que estaba emocionado por su regalo.

Hizo entrar a Rose y pidió a Albert que le cubriera los ojos con las manos. Ella rio divertida y esperó. Vincent encendió las luces de la habitación e hizo una seña a Albert para que le descubriera los ojos a su hermana. Rose parpadeó hasta acostumbrarse a la luz y fijó su mirada en lo único que había en la habitación: un alto cuadro de una mujer en el bosque, acompañada de un par de lobos blancos. Albert y Rose entendieron inmediatamente quién estaba reflejada en ese hermoso cuadro.

—¡Vincent, es hermoso! — exclamó emocionada, y dando palmaditas de felicidad se acercó a su esposo para besarlo.

—¿Te gusta? — preguntó Vincent colocándose frente al cuadro; le tendió la mano a Albert y este se acercó. Rosemary estaba en medio de los dos, abrazándolos. Ellos eran las personas más importantes de su vida. —Víctor y Amelia me ayudaron con los bocetos. Lo llevaremos a tu despacho cuando quieras.

—Me encanta, amor— respondió Rose a media voz, era extraño que ella llorara, pero esta vez un par de lágrimas de felicidad rodaron por sus mejillas. Amaba a Vincent, amaba que hubiera aceptado su naturaleza, amaba el apoyo que recibía de él, así como la relación que se había formado entre él, su manada y su hermano. Se sentía la mujer más feliz de la Tierra. —Es una verdadera obra de arte, ¡no puedo esperar a que todos en casa la vean! — volvió a besarlo— ¿Vendrás conmigo, Albert?

—¡oh, sí! — respondió Albert —aprovechemos la ausencia de la tía Elroy— el joven matrimonio rio de buena gana. Ellos tres eran la única familia que necesitaban.


El embarazo de Rosemary fue toda una aventura. La noticia la aplaudieron los humanos, pero quienes realmente festejaron fueron los miembros de la manada, hubo toda clase de regalos tanto para los padres como para el bebé. Las mujeres de la manada vaciaron todo su conocimiento sobre embarazos en Rose. La aconsejaron y la cuidaron desde que recibieron la noticia, hasta que el pequeño Anthony estuvo en brazos de su madre.

Decir que Rosemary había sido una embarazada obediente y paciente sería la mentira más grande del siglo. Tuvieron que darle muchos argumentos para convencerla de que, tras el primer mes de embarazo, no debía provocar la transformación. Las lobas embarazadas son las únicas que pueden detenerla sin riesgo de locura, su cuerpo se adapta para proteger al cachorro, pero su carácter sí que se ve afectado y en Rosemary, con un corazón inquieto y una vida llena de responsabilidades, no había sido la excepción.

Vincent y Albert fueron las víctimas directas de sus cambios de humor, lágrimas, risas, insomnios, largas siestas, comidas interminables y prácticas de tiro al blanco con cojines que, no por ser mullidos dolían menos, pues su fuerza de loba nunca mermó. Lo único que parecía entretenerla, por ratos, era la jardinería.


—¿Quién iba a decir que este cachorro sacudiría mi mundo? — dijo Rose una vez después de haber hecho dormir al pequeño Anthony.

—¿Él también será como tú, Rose? — preguntó Albert mirando atentamente al bebé. Estaba agradecido de que estuviera dormido porque había llorado por tanto tiempo que ya le zumbaban los oídos.

—No lo sé, Bert— respondió ella —creo que es muy pronto para averiguarlo, pero…—frunció el ceño y se sumergió en sus propias conjeturas.

—¿Pero? — Albert la incitó a hablar.

—Pero si lo es, será un gran líder— Rose sonrió y miró con ternura a su hijo. Con las yemas de los dedos acarició su frente y tarareó una canción de cuna.

Albert se recargó en los barrotes de la cuna y escuchó cantar a su hermana. Él también amaba a ese bebé que no había hecho otra cosa que devolverle la seguridad de que nunca estaría solo.


Al aprender a caminar, el pequeño Anthony tenía la mansión Andley hecha un desastre. Corría por las habitaciones y pasillos, la mayoría de las veces con su tío Albert detrás, y dejaba un rastro, ya fuera uno de sus zapatos, el lazo de su camisa de marinero, el lobo de madera tallado que le había quitado a su madre o el biberón que vaciaba en pocos minutos. Cuando Albert no podía cuidarlo por atender sus clases particulares, su madre era la que corría detrás de él por la planta baja y el jardín de la mansión; estaba deseosa de llevarlo a casa de la manada, pero la presencia de la tía Elroy, que también adoraba a Anthony, lo hacía casi imposible, hasta que un domingo de primavera, cuando la tía estaba en Nueva York por un compromiso familiar, Rosemary tomó a su hijo y a su hermano y los llevó hasta el bosque.

La alegría que causó la presencia de Anthony en la manada era indescriptible. El pequeño, siempre tomado de la mano de su madre o de su tío, no se mostró reacio a convivir con otros niños y a dejarse consentir por todos esos adultos. La manada organizó un abundante almuerzo en el exterior en el que todos disfrutaron la presencia del pequeño Anthony y Albert. Este último se sentía bastante cómodo entre aquellas personas que, si bien eran bastante educadas, no rayaban en la exageración de los modales, las normas y las etiquetas sociales. Disfrutaba sobre todo de la compañía de su primo Víctor que, aunque era más cercano a la edad de su hermana, lo trataba con respeto por su futura posición de patriarca y, al mismo tiempo, con cariño fraternal.

—Ven a mí cuando te enamores— le dijo por lo bajo mientras él bebía whisky y Albert, limonada —te ayudaré a conquistar a la dama que elijas.

—¡Ay, por favor! — gritó Rose que se acercaba a ellos por detrás, con Anthony en brazos. —¿qué sabrás tú de conquistas? — el tono burlón iba acompañado de una enorme sonrisa. —Bert, cuando te enamores, dímelo a mí, yo te diré lo que una mujer necesita y quiere de un caballero.

—No digas rosas, por favor— suplicó Víctor haciendo pucheros de fingido sufrimiento —es lo más cursi que hacen los humanos.

—Es romántico— replicó Rosemary con altanería —a las mujeres nos gustan esos detalles.

—¿Ves a lo que me refiero? — se dirigió nuevamente a Albert —no dejaré que seas un hombre cursi gracias a la mala influencia de esta mujer, cuando conozcas a la indicada, yo te ayudaré.

—Yo te ayudaré, tío— intervino Anthony tendiéndole los brazos. La verdad era que no sabía de lo que su madre y Víctor hablaban, pero sintió que era buena idea ofrecerle también su ayuda. Rose y su primo rieron mientras Albert cargaba a Anthony.

—Serás al primero que pida ayuda— le dijo con cariño —confío más en ti— bromeó y Víctor y Rose hicieron un exagerado gesto de indignación.

Un trío de niños se acercó a ellos y pidió jugar con Anthony. Rose les dio permiso con un asentimiento de cabeza y la niña de más edad, casi tan alta como Albert, le tendió los brazos y lo llevó consigo para unirse a los otros cachorros que jugaban muy cerca. Albert los siguió con la mirada y se cruzó de brazos.

—¿Quieres que te consiga un yelmo y un escudo? —le preguntó burlona al oído y Albert la miró extrañado —pareces su guardaespaldas— señaló a Anthony con la mirada —creo que te preocupas más por él que yo, pero calma, está a salvo.

—Los niños podrían ser bruscos con él— contestó Albert —deben tener más fuerza y podrían lastimarlo.

—¿Aun no hay señales? — intervino Víctor.

Rosemary negó con la cabeza. —No, pero hay tiempo— se encogió de hombros, estaba bastante tranquila.

—¿Qué pasa si nunca se convierte? — preguntó Albert. Rose frunció la boca, era el gesto que siempre hacía cuando sus pensamientos sobrepasaban su autocontrol.

—En ese caso, los hijos de Víctor se encargarán de la manada— respondió después de varios segundos; su enorme sonrisa volvió a su rostro —y todo quedará en familia.

Víctor palideció, no por la posible responsabilidad de sus hijos, sino por la existencia de estos. Rose lo miró divertida y no perdió la oportunidad para molestarlo. —Así que, ¿cuándo tendremos sobrinos? — preguntó enarcando las cejas e invitando a Albert, con la mirada, a que molestaran a su primo. Albert sonrió y lo miró fijamente, incomodándolo.

—Sobre eso…— tragó saliva y balanceó su cuerpo, inquieto, —seguimos trabajando.

—¿En qué estamos trabajando? — preguntó una hermosa mujer de cabello largo, castaño, tez blanca y ojos color miel que, bajo la luz del sol eran casi ámbar, como si su forma lobuna estuviera a punto de salir.

—En nuestros sobrinos— contestó Rose —Albert y yo queremos saber cuándo seremos tíos. Anthony es el más pequeño de la manada y quiero que crezca con primos de su edad.

—¡Oh! — exclamó la joven, sujetándose del brazo de Víctor —no te preocupes, nos estamos ocupando de eso, al paso que vamos, en cualquier momento podemos darles la noticia, ¿cierto? — la sonrisa de la joven loba era hermosa, angelical, pensaba Víctor cada vez que la miraba.

—Cariño, no deberías dar tantos detalles— dijo Víctor rodeando la cintura de la joven con su fuerte brazo.

—¿Por qué? — preguntó con inocencia —¿te da pena decir que me amas? — la recién llegada estaba dispuesta a molestar a Víctor, tal como Rose y Albert estaban haciendo.

—No, pero…— Víctor miró a Albert que, con la cabeza baja, contenía la risa —hay niños presentes— señaló a Albert.

—Por mí no se preocupen— respondió Albert levantando las manos a la altura de sus hombros —finjan que no estoy.

—No te avergüences, Vic— intervino Rose, pasando su mano por los hombros de su hermano, aún era más alta que él. —Albert entiende de esto— el aludido asintió, aunque incómodo —además, ¿cómo esperas enseñarle a conquistar si no hablamos de esto?

—¿Víctor le enseñará a conquistar? — intervino la joven castaña y estalló en risas.

—Como lo oyes, Amelia— dijo Rose —tu compañero le enseñará a mi hermanito todo sobre romance.

Amelia, que así se llamaba la compañera de Víctor, tomó la mano de Albert y sonriendo le dijo —Albert, cuando te enamores— miró a Víctor con infinita ternura —no dudes en acudir a Víctor, es el hombre con el corazón más noble, sensible, cariñoso y comprensivo sobre el planeta. Tengo mucha suerte de ser su compañera.

Víctor no tardó en atraerla hacia su cuerpo y reclamar sus labios con un beso que Amelia correspondió con la misma fuerza y pasión que él mostraba.

—Definitivamente tendremos sobrinos muy pronto— dijo Rose, sonriendo, ya no con burla, sino con ternura hacia la pareja. —Ven, vamos por algo más de comer— tiró de Albert hacia la gran mesa de comida que había al aire libre.


—Albert— dijo Rose horas más tarde —vigila a Anthony, quiero correr un poco con los recién transformados.

—Yo lo cuido, ve— respondió Albert fijando su mirada en Anthony que ahora estaba en brazos de una mujer que lo alimentaba con tarta de manzana. —Ese niño no dormirá hoy.

—No te preocupes— sonrió Rose —en unas horas Vincent estará aquí y él se encargará de Anthony toda la noche.

Rosemary desapareció del jardín donde se llevaba a cabo el almuerzo, que pronto sería comida, y se reunió con un grupo de jóvenes para correr. Los recién transformados eran dos, pero otros cinco se unieron a la carrera por el bosque y tardaron un buen rato en volver a casa. Mientras tanto, Albert vigilaba a un Anthony lleno de energía. El pequeño, al ver a su tío, lo llamó con la mano y este fue a sentarse con él sobre la hierba. Su desarrollo verbal era bastante bueno, pero no perfecto, así que, como su cuerpo lo permitía, Anthony le contó a su tío Albert con quiénes había jugado y a qué.

—Odette me salvó— dijo Anthony sentado en las piernas de Albert.

—¿De qué te salvó? — preguntó Albert, frunciendo el ceño. Era el tío más sobreprotector del condado.

—De un monstruo— contestó Anthony, aunque no pudo pronunciar bien la palabra monstruo —se subió a mi pierna y dejó baba— la cara de asco del pequeño era una bala de ternura.

—Era un caracol— dijo la misma niña que había pedido jugar con él horas antes. Al escuchar a Anthony pronunciar su nombre se acercó a los rubios y se sentó con ellos en la hierba.

Albert asintió, comprendiendo qué clase de monstruo había atacado a su sobrino y sonrió. —Gracias, ¿Odette? — preguntó y la niña asintió. —¿le diste las gracias por salvarte, Anthony? — preguntó al niño que aún se revisaba la pierna, libre de baba.

—Incluso me dio un beso— dijo Odette, orgullosa —antes de que sea nuestro líder le recordaré este momento.

—Si llega a serlo— murmuró Albert, pero Odette lo escuchó con claridad.

—¿Qué quieres decir?

—Lo siento, no debí hablar.

—¿Hay algún problema con Anthony? — preguntó la niña.

—No, ninguno— contestó Albert con rapidez.

—¿Entonces? — volvió a cuestionar y Albert entendió que la niña no se daría por vencida.

—Todavía no hay señales de cambio— respondió Albert y sintió como si se quitara un peso de encima al decirlo, no sabía por qué le preocupaba tanto que Anthony no fuera como Rose o tal vez, sí. No quería que su sobrino, al entender la condición de Rose, se sintiera ajeno a la familia, como él lo había sentido cuando era pequeño.

—¡Ah, es eso! — exclamó Odette, aliviada —creí que era algo grave— el rostro de Albert le decía que sí era algo grave —no deberías preocuparte por eso, las señales no tienen un tiempo específico. — Sacó del bolsillo de su vestido una pelota pequeña y se la dio a Anthony, que empezaba a aburrirse de arrancar la hierba. —Mi mamá me explicó que las señales de si tenemos o no el gen cambiante no aparecen en todos a la misma edad. Algunos las muestras casi recién nacidos como mi primo Aaron —la niña puso los ojos en blanco —otros nos tardamos un poco más, yo no di señales hasta los tres años, así que estoy segura de que seré una loba tarde o temprano— dijo orgullosa y confiada de su futuro. —Además, Anthony es hijo de nuestra líder, tiene muchas posibilidades de ser un cambiante.

—Yo soy hijo de un líder y no soy como ustedes— replicó Albert y Odette se quedó callada, meditando lo que diría.

—Bueno, Rómulo tampoco era un cambiante y fundó Roma— respondió la niña.

—¿Rómulo? — cuestionó Albert.

—Sí, debes saberlo— asintió Odette— los humanos también conocen la historia de la fundación de Roma, ¿no?, los hermanos Rómulo y Remo.

—Conozco el mito— interrumpió Albert —pero ¿qué tiene que ver con ustedes?

—¡Ah, te va a encantar la historia! — exclamó emocionada y, acercándose más a él se dispuso a explicarle. —Nuestras tradiciones dicen que nuestra capacidad cambiante viene de la misma loba que crio a Rómulo y Remo; al alimentarlos les transfirió su "esencia" y ellos, al ser tan pequeños fueron más sensibles para recibirla, así fue como Remo cuando tenía unos doce años se transformó por primera vez y junto con Rómulo, que nunca se transformó, crearon el ejército que venció a sus enemigos.

—¿Sí sabes que Rómulo mató a Remo cuando discutían sobre la fundación de la ciudad, verdad? — preguntó Albert, no muy tranquilo con la similitud que Odette veía en ellos.

—Sí— la niña arrugó la nariz —apenas me enteré de esa parte en clase, pero eso explica también la relación que ha habido siempre en las manadas, tan grandes como la nuestra, que necesitan de humanos para guardar nuestro secreto y, al mismo tiempo, cómo los humanos nos necesitan para tener poder. ¿De dónde crees que salieron reyes y reinas tan poderosos en la Historia?, de las manadas—. Odette se frotó la barbilla, pensando con detenimiento cómo seguir su explicación —El error de Rómulo y Remo es lo que las manadas, con ese acuerdo de apoyo para la supervivencia, han intentado corregir—. Albert la miraba con detenimiento. —El hecho de que tú no seas un cambiante, no significa que seas ajeno a esta familia y que no tengas el poder de proteger a tu hermana y a nosotros. Al contrario, con una hermana cambiante y el otro no, el círculo está completo. Nosotros te protegemos y tú nos proteges—. Odette sonrió, orgullosa al terminar de exponer los hechos.

—¿Cómo es que sabes tanto? — preguntó Albert después de varios segundos de pensar lo que la niña había dicho.

—Mi mamá es la encargada de la biblioteca y los diarios de los líderes— contestó señalando a una de las mujeres que charlaba en un grupo no muy lejano a ellos —me gusta estar con ella y leer a su lado.

—Tienes suerte de tenerla— murmuró Albert.


Albert estaba acostumbrado a dormir mal y al insomnio, pero el de aquella noche lo había afectado sobremanera. Muchos recuerdos lo asaltaron durante esas horas y, aunque recordar a su hermana sana lo hacía feliz, no podía evitar pensar en sus últimos días, en cómo había sufrido por el dolor físico y la angustia por su manada, por Anthony, por Vincent y por él mismo.

Los días de agonía se había sentido completamente impotente, ignorante y estúpido por no saber qué hacer, a quién recurrir por ayuda y por no saber qué decirle a su hermana para darle algo de tranquilidad. Su familia humana no tenía idea de que Rosemary Andley se moría por las heridas infringidas por una bestia salvaje y, por lo tanto, no podían ayudarla con medicina. Su manada, por su parte, tampoco había hecho nada por ayudarla, Albert sabía que ellos se curaban con más rapidez y no entendía por qué su hermana no lo hacía ni tampoco por qué Víctor, Amelia y los otros no hacían nada para ayudarla.

En realidad, la habían abandonado, Amelia no volvió a la mansión Andley después de la lucha que su hermana había tenido con ese lobo salvaje. Víctor la visitaba a puerta cerrada, pero no hacía nada más que traerle problemas e intranquilizarla. De los otros miembros no había vuelto a saber nada, la habían abandonado en su agonía y todavía habían tenido el descaro de presentarse en su funeral. Ellos no eran bienvenidos en su casa, si habían abandonado a su hermana para que muriera sola, entonces no tenían derecho a entrar a su hogar y despedirse de ella. A Anthony tampoco le harían lo mismo, no lo usarían y después le darían la espalda, no. A Anthony, lo protegería Albert, lo alejaría de esas bestias pues ninguna relación tenía con ellos; su sobrino nunca había mostrado señales de cambiante y eso lo tranquilizaba, sería humano como él y, por lo tanto, sería más fácil alejarlo de ellos.


Queridas lectoras, gracias por seguir en esta historia. En este capítulo no apareció nuestra pareja protagonista, pero conocimos un poco más del pasado de Albert, su relación con su hermana (que es algo que creo que se nos debe en la historia original) y la manada; así que espero que haya sido de su agrado.

Gracias a todas las personas que leen este fic de manera anónima, a quienes lo han agregado a su lista de favoritos o alertas. Un agradecimiento en particular a: Mia Brower Graham de Andrew, Cla1969, Mayely León & GeoMtzR por dejar comentarios. Todos son bienvenidos.

Nos leemos el 25 de noviembre.

Saludos

Luna Andry

P.D

Si tienen tiempo, las invito a leer un minific que escribí recientemente sobre Stear y que pueden encontrar en mi perfil.