Capítulo 8: Más recuentos
Duraron un buen rato hablando.
Luego de que Arnold rechazara amablemente unírseles en la alberca, Adam había salido de esta y había tomado una de las sillas de jardín, se había envuelto la cintura con una toalla, había tomado una de las últimas cervezas, le había dado otra a Arnold y había procedido a explicarle que tenía rato planeando crear una organización sin fines de lucro para ayudar a los países pobres, y comenzaba a preguntarse qué trabajo podía crear para que Arnold se quedara a cargo de todo aquéllo. Arnold, obviamente abrumado, no parecía saber qué responder. Y Helga, que se había metido en la alberca junto a Olga, le sonrió desde el agua un tanto apenada, aunque debía de aceptar que esa podría ser la respuesta a la disyuntiva de Arnold para seguir ayudando a la gente, y no tener qué condenar a su familia a vivir en condiciones tan precarias, de pasada.
Había pasado al rededor de una hora de pláticas que alternaban entre lo profundo y lo banal, cuando Miriam salió a anunciar que acostaría a los niños y que luego procedería a hacer lo propio, y Bob tomó una silla para unirse a la plática.
En cuanto Miriam entró, Bob le propuso a Adam que sacara lo que traía ahí en la maleta, y Helga entendió por qué Miriam había decidido irse a dormir tan temprano.
Un par de botellas de un whisky carísimo se asomaron de la maleta de piel con la que había llegado el yerno favorito, las hermanas se les unieron y luego de un par (o una docena) de tragos, Bob manifestaba ruidosamente lo orgulloso que estaba de sus dos hijas. Abrazó a Helga con un brazo mientras manifestaba roncamente lo mucho que apreciaba el trabajo que hacía su hija con toda esa pobre gente desvalida, aún cuando eso terminaría sumiéndola en la miseria, especialmente desde que el tarado de su esposo la había abandonado y había dejado de pasarle dinero. Porque el tal John podía ser un estúpido, pero tenía buen ojo para agarrar los casos que en verdad iban a dejar dinero, y así, mientras él se había forrado, le había dado la oportunidad a su hija de salvar el mundo aunque no ganara ni para pagar la hipoteca. Mientras habían estado juntos, por supuesto. Ahora él se había ido con sus casos que dejaban dinero, y Helga se había quedado con su moral llena y los bolsillos vacíos.
Helga había rodado los ojos en ese momento.
—John no me dejó, Big Bob. Yo fui la que lo corrió de la casa. Y sí ha intentado darme dinero, pero yo no lo acepto.
—Como sea —la interrumpió bruscamente el gran y ya borracho Bob —. De todas maneras estás más quebrada que ese jarrón chino que se le ocurrió regalarte a tu hermana el año pasado —. Soltó una escandalosa carcajada, mientras apretaba tanto a su hija menor que sentía que le estaba cortando la respiración —. Esa Sophie es un remolino. No se le ocurrió otro uso para ese jarrón que ser un cohete para sus barbies —. Otra risotada —. Es tan graciosa, y además es muy, pero MUY inteligente; Lo trae en la sangre. Está en los genes Pataki, claro que sí. Y Leonard Robert también es un genio, pero ese niño es mucho más centrado, como su madre.
Helga desvió la mirada, fastidiada, y entonces se topó con lo ojos de Arnold, que la miraban acompañados de esa sonrisa orgullosa que solía dirigirle siempre que la atrapaba en medio de una clandestina buena acción.
Helga no entendía del todo de qué era de lo que se enorgullecía en ese momento. No creyó que fuera por tener una hija que usaba antigüedades como cohetes espaciales, o por no haber tenido un buen juicio qué heredarle a su hija. Tampoco creía que se debiera la hecho de estar quebrada.
...Y entonces cayó en cuenta de la razón. El cerebro se le había hecho lento con el alcohol, pero sintió sus mejillas arder cuando al fin se sintió atrapada.
Menos mal que el whisky hacía rato que le tenía la cara roja.
Y se le puso aún peor cuando escuchó la siguiente insensatez de la boca de su padre. Algo que todos pensaban, incluída ella, por supuesto, pero que jamás se habría atrevido a soltar, aún en medio de una tortura.
—Ojalá que Helga se hubiera casado contigo en lugar que con aquél idiota.
Ahora le tocó a Arnold ponerse como tomate, y ni los varios tragos de alcohol que traía ya encima lo pudieron disimular.
—¡Papá!
Lo reprimió Olga inmediatamente, pero no le bastó para callar al gran Bob.
—Mira —soltó toscamente, volteando a ver al aludido, aún sin dejar ir a su ahora aterrada hija menor —. No lo voy a negar; en un principio no terminabas de convencerme, y cuando convenciste a mi hija de ir a África a hacer quién sabe cuántas estupideces —, podía escuchar a Olga intentando callarlo, pero nada iba a detener a big Bob. Helga solo cerró los ojos, resignada. No quería ver la cara de Arnold —, estaba furioso. Y cuando duraron cada vez más, y luego regresaron, y se volvieron a ir... yo estaba a punto de ir por ella, cuando ella se regresó sola, y agradecí a los cielos cuando me dijo que habían terminado.
Helga no quería, pero abrió los ojos. Parecían que le habían sacado el alma del cuerpo a Arnold. Olga se cubría la boca con las manos, y aunque intentaba con todas sus fuerzas que nadie lo notara, había comenzado a llorar. Adam, anonadado, se limitaba a observar todo con la boca abierta, con un brazo laxo sostenido en los redondos hombros de su esposa.
Totalmente ajeno a todo lo que estaba provocando, como siempre, el corpulento hombre siguió con su perorata, bastante contento de que su voz fuese la única que se escuchara, al parecer.
—Pero no tienes una idea de lo que eso la destrozó —Agregó en tono más bajo, como si le contara un secreto, como si no quisiera que lo escuchara la mujer que tenía atenazada entre su confidente y él —. Luego comenzó a salir con idiotas, y terminó embarazándose de uno...
Eso fue todo. Helga, de un manotazo, retiró el brazo con el que la tenía atrapada su padre y se puso de pié.
—Creo que ya estamos muy borrachos y es hora de que todos nos vayamos a dormir.
Olga y Adam le dieron la razón y comenzaron a recoger el tiradero que tenían al rededor, obviamente sin saber qué más hacer. Helga se llevó ambas manos a la cabeza mientras miraba a Arnold, que seguía sentado en su silla, con los ojos trabados en big Bob; Como si acabaran de sacarle el alma y se hubiera quedado ahí solamente el cascarón vacío, con una mueca de aturdimiento tan grande que luciría ridícula para quien no entendiera el contexto de la situación.
—Vete a dormir, Bob —Soltó ella junto con un suspiro, y el hombre, luego de balbucear algo parecido a una disculpa, se retiró dando tumbos. Olga y Adam lo siguieron mientras les deseaban las buenas noches en un susurro apresurado.
Volvió a sentarse junto al rubio, con la mirada perdida en la nada que se había convertido el lugar donde había estado Bob.
—Bonito reencuentro con el pasado, ¿eh? —Soltó con una mueca, mientras le llenaba el vaso a Arnold y se lo ponía en la mano.
Arnold esbozó una sonrisa retorcida y por fin la miró.
—Me pregunto en qué momento iba a llegar la parte en que hubiera sido mejor yo que tu ex esposo.
—¿Querías llegar a ella? —Inquirió Helga levantando una ceja, aunque ya sabía la respuesta.
—Oh, por Dios, no —Respondió él con los ojos muy abiertos.
—Salud —Soltó la rubia mientras terminaba de vaciar su vaso.
El negro cielo sobre sus cabezas se reflejaba en el agua de la piscina. Algunas estrellas aparecían diseminadas aquí y allá, y una leve brisa mecía el arbolito tras ellos, llenando el espacio con el susurro de sus hojas, pegado a la barda. De la calle llegaban los sonidos apagados de los autos.
El estridente canto de un grillo comenzó a sonar en alguna parte del patio, muy cerca de ellos, al parecer. Arnold comenzó a buscarlo con la mirada, y Helga se alegró de que el universo les hubiera proporcionado algo sobre qué fijar la atención además de sus patéticas vidas y sus aún más patéticos recuerdos.
Una tregua que apenas duraría unos segundos, estaba segura; pero algo era mejor que nada.
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