—No —dijo Ruby, sonriendo de medio lado, creyendo que lo que Regina decía era una broma. Tenía que ser una broma, no podía ser de otra forma porque eso no era cualquier cosa, pero, al ver que la Reina la miraba seria y nerviosa, supo que no mentía, que era real, que el bebé que esperaba no era del Rey—. No. No puede ser cierto. —Se puso de pie de un salto, escandalizada porque si lo que decía era verdad entonces significaba que muy seguramente Regina sería enviada a la horca por traición a la corona.
La joven Reina frunció el ceño al ver la reacción de su doncella. Se puso de pie, tomó a Ruby de una mano y la llevó hasta un rincón de la habitación donde se sentaron en el suelo. Era el punto más alejado de la puerta. Lo eligió para evitar que alguien escuchara lo que le contaría.
—¿Recuerdas al caballero del que te hablé? —preguntó con voz suave y baja, para que Ruby entendiera que todo estaba bien y que era así cómo debían hablar a fin de no ser escuchadas. La doncella asintió con lentitud.
—¿Es de él? —preguntó insegura, imitando el tono bajo con el que le fue hecha la pregunta. Ahora fue el turno de la Reina de asentir con una tenue sonrisa en los labios—. Como se entere Leopold te va a matar —aseguró angustiada.
—Ruby, escúchame —pidió para calmar el claro nerviosismo de su amiga—. Fue idea de Leopold. Él, junto con Rumpelstiltskin consiguieron a David para que fuera quien me dejara embarazada. —Contó lo más bajito que le fue posible. Vio que Ruby abrió los ojos grandes, casi desorbitados ante la delicada revelación—. Se aprovecharon de su necesidad para hacerlo firmar un trato a cambio de monedas para poder sanar a su madre y salvar la granja que era su único sustento.
La doncella se acomodó mejor para seguir escuchando a Regina con atención. Conforme avanzaba con la historia comenzaba a atar cabos y comprender lo que había sucedido. Eso la relajaba puesto que, si Leopold era el autor de esa descabellada idea, entonces no condenarían a Regina a la horca por traición. En todo caso el que debía ir era él.
—Desde la primera noche que nos conocimos él fue maravilloso —sonrió con ilusión al recordar esos momentos vividos—. Ruby, desistió de tener sexo conmigo cuando se dio cuenta que no era lo que en realidad deseaba. —No pudo evitar sonreír con nostalgia al recordar ese bello gesto que atesoraba en el alma.
—Oh, Regina —susurró la doncella al ver el brillo en los ojos de Regina al hablar de ese hombre que al parecer había sido bueno con ella y que ahora sabía se llamaba David. Fue algo que la joven Reina no le dijo cuando le habló sobre él.
—Necesitábamos ganar tiempo porque yo no podía irme a la cama con él tan fácil y él necesitaba del trato para salvar a su madre —explicó—. Le pedí a Leopold tiempo para acostumbrarme a él y se me concedió. Convivimos, él siempre fue respetuoso, amable y muy caballeroso. Poco a poco nos fuimos enamorando y fue cuando por fin lo hicimos —contó emocionada. Mordió su labio inferior y miró a Ruby como si hubiera hecho alguna travesura.
—¿Te gustó?
—Fue maravilloso —soltó un suspiro, evidenciando lo enamorada que estaba, lo significativa que fue esa noche para ella—. David fue cuidadoso, paciente y yo… Jamás pensé que se sentiría tan bien —dijo con una sonrisa pícara.
—Te lo dije —rio bajito en complicidad con su amiga que asintió riendo de la misma forma.
—Es lo más hermoso que he vivido. —Cerró los ojos añorando los labios de David sobre los suyos. Los abrió y continuó—: Después de los días que pasé con él nos separaron, seguimos hablando por mensajes que nos dábamos en un libro en la biblioteca. En ellos no parábamos de confesarnos nuestro amor, él quería que huyéramos y yo no dejaba de decirle que desistiera de esa idea porque no quería que se pusiera en riesgo. Luego se confirmó el embarazo, el trato se cumplió y lo mandaron de vuelta a casa con las monedas prometidas.
—Por favor, dime que no lo mataron —pidió Ruby con preocupación por el hombre que Regina amaba.
—Leopold lo ordenó —reveló y la doncella cerró los ojos con resignación, sintiendo pena por David y Regina, por ese amor que no pudo ser—. Johanna descubrió que nos dejábamos mensajes y no dudó en ir a contarle a Leopold.
—Esa maldita arpía —dijo entre dientes y con coraje contra la doncella. Casi de inmediato su tono y gesto se suavizó—. Por eso estabas tan triste —recordó, entendiendo bien ahora todo lo que estuvo pasando con ella durante esas semanas en las que la tristeza la embargó. Regina asintió apretando los labios.
—Pero no fue así. David no murió, Ruby —le contó entusiasmada mientras le mostraba la carta—. Es de él, la trajo George.
—¿El Rey? —preguntó extrañada, mirando del papel a su amiga repetidas veces.
—Lee —la urgió, ofreciéndole con insistencia la carta.
Ruby la tomó y comenzó a leer. Con cada palabra sus ojos se abrían más y su rostro se llenaba de esperanza e ilusión por la historia de amor de la que estaba siendo testigo. Miró a Regina encontrándose con que tenía los ojos llenos de lágrimas al igual que los suyos. No lo pudo evitar, la abrazó, con todo el cariño que sentía por ella porque Regina se merecía la felicidad entera.
—Nadie puede enterarse —dijo la Reina a su amiga que asintió—. Lo digo en serio, Ruby. Leopold me amenazó con hacerles daño a ti y a tu abuela si te contaba.
—Es un desgraciado —masculló con coraje al saber que las estaba utilizando para asegurar el silencio de Regina.
—Lo es —se lamentó porque desafortunadamente estaba unida en matrimonio a él.
—Cuéntame más sobre David —pidió Ruby al ver el rostro afligido de su amiga que volvió a iluminarse con la mención del hombre.
Lo siguiente que la Reina hizo fue contarle absolutamente todo a su doncella que la escuchó muy atenta para no perderse ningún detalle de la que consideraba una bella historia.
—Es… el único hombre que realmente me ha visto por lo que soy y no por mi belleza. —Torció los ojos con dramatismo—. Me hizo sentir importante en verdad simplemente por ser yo y no la Reina. —Miró a su amiga quien asintió—. Sé que tú también me ves por quien realmente soy, pero él…
—Te entiendo perfectamente —rio la doncella al ver el predicamento de su amiga por creer que no apreciaba el cariño que le tenía. Le agarró una mano.
—Se enamoró de mí y yo de él, Ruby. —Dejó escapar el más enamorado de los suspiros mientras cerraba los ojos.
Le siguió contando hasta que no hubo más qué decir y la doncella sació su curiosidad.
—Es que apenas lo puedo creer, Regina. ¿Te das cuenta de lo que esto significa? —preguntó, mostrándole la carta que había leído con detenimiento—. Tu bebé es el hijo del legítimo heredero al trono del reino del Sol —dijo muy bajito, asombrada por la implicación de sus propias palabras.
La realización cayó sobre Regina quien se sentó derecha y colocó una mano sobre su vientre mientras asimilaba lo que Ruby acababa de decirle. La emoción de saber que David estaba vivo no le permitió ver más allá. Entreabrió la boca por la sorpresa de saber que lo que en realidad llevaba en el vientre no era un heredero de la Nueva Alianza, sino un heredero al trono del reino del Sol, hijo legítimo del Príncipe David.
El Príncipe David…
Cerró los ojos que sintió llenarse de lágrimas ante el sosiego de saber que David estaba bien, que su madre también lo estaba y que se encontraba buscando la forma de volver por ella. Abrió los ojos de pronto.
—Tengo que buscar la forma de escapar —dijo decidida mientras se ponía de pie.
—¿Qué? No. —Se levantó con rapidez y la tomó de los brazos—. En la carta promete que vendrá por ti y te pide que esperes por él.
—No puedo quedarme de brazos cruzados a la espera de que eso suceda.
—Es un príncipe, Regina. Estoy segura que George declarará la guerra contra el reino Blanco para que David pueda estar contigo. Si intentas huir Leopold podría matarte. A ti y al bebé —dijo para hacerla razonar. Suspiró aliviada cuando vio que sus palabras tuvieron efecto, pues el semblante de Regina se tornó preocupado.
—Tienes que irte con tu abuela y no volver. —Pasó saliva con dificultad porque el no tener a Ruby a su lado significaba que se quedaría completamente sola en ese castillo.
—No voy a dejarte.
—Si se desata una guerra puede suceder lo peor y no quiero que algo malo te suceda, Ruby. No podría con eso.
La doncella abrazó a la joven Reina que se aferró a ella con fuerza, demostrando con ello lo mucho que la apreciaba.
—Estaré contigo pase lo que pase. Eres mi amiga, Regina y soy yo quien va a estar contigo en lo que David viene por ti —prometió. Le parecía demasiado injusto lo que sucedía con Regina, pero consideraba que lo mejor de momento era esperar.
No pasó mucho tiempo para que el agotamiento cayera sobre Regina y externara su deseo de ir a la cama. Ruby la ayudó a desvestirse y, en contra de la voluntad de la Reina, se aseguró que estuviera bien arropada y tuviera lo necesario para pasar una cómoda noche.
—Ya ve a descansar. Eso no es necesario —renegó mientras Ruby mullía una de sus tantas almohadas.
—Eres tú quien debe descansar después de las emociones de hoy —dijo, acomodando la esponjosa almohada en la cama. Después de eso, apagó la mayoría de las velas y se retiró de la habitación.
Cuando Regina se quedó sola fue de nuevo presa de la emoción y la desesperación. No podía explicar la felicidad que sentía al saber que David estaba vivo y que planeaba volver por ella, pero al mismo tiempo experimentaba la desesperación de no poderse ir en ese mismo instante con él.
Soltó un largo suspiro pensando en lo increíble que era que David, el humilde y encantador pastor, fuera en realidad un príncipe. Sonrió porque era como un cuento de hadas hecho realidad y pensó en lo hermoso que hubiera sido el haberse conocido años atrás, cuando ella era solo una princesa a quien su primo buscaba desposar con el mejor prospecto. Seguro sin dudarlo habría aceptado casarla con el heredero al reino del Sol.
Fue en ese momento en el que se preocupó porque no sabía qué pasaría cuando Hans se enterara de la verdad. Acababa de decirle que la idea de casarla con George rondaba por su mente para hacer alianza con el reino del Sol y ahora resultaba que efectivamente habría algo entre el reino de la Luz y el del Sol, pero temía por lo que Hans pudiera llegar a hacer pues era claro que la ambición de su primo no tenía límites. No, no podía permitir que Hans se enterara antes de que estuviera junto a David.
Algo que no tenía idea cuándo sucedería pues el apuesto rubio se encontraba convaleciente e imposibilitado de enfrentarse a la guardia Blanca. Volvió a sonreír emocionada porque David estaba dispuesto a luchar contra todos con tal de estar con ella. Lo único que ella debía hacer era esperar por él.
Cerró los ojos y se hizo un ovillo buscando estar cómoda para dormir mientras que en su mente danzaba la idea de defenderse a como diera lugar de Leopold y Hans pues no estaba dispuesta a seguir siendo usada por ninguno de los dos.
Mientras tanto, Ruby, recostada en su cama, meditaba en el último encuentro que tuvo con Granny, el interés que mostró por cómo fue que se dio el embarazo de Regina. Las preguntas en ese momento le parecieron extrañas, aunque su mente las justificó bajo el argumento de que Granny apreciaba mucho a Regina, pero ahora que esto había pasado era una sola pregunta la que asaltaba su mente.
Poco después de la medianoche George arribó a su castillo. Entró apresurado por reunirse con su pequeña pero hermosa familia. Aún no podía creer que la vida lo hubiera premiado permitiéndole encontrar a Ruth y a su hijo. Pensó que nunca lo lograría, que moriría sin volver a tener a Ruth entre sus brazos y sin conocer a su hijo.
Abrió la puerta de la habitación de David, la misma que llevaba todos esos años aguardando por él y ahí los encontró, sentados en la cama, hablando amenamente como cualquier madre con su hijo.
—¿La viste? —preguntó David con preocupación y anhelo en cuanto lo vio en el umbral de la puerta.
—Sí. Le di la carta y le dije que la leyera. Tal como lo pediste —respondió mientras se acercaba y Ruth se levantaba para darle un abrazo.
—Gracias —dijo David con sinceridad—. Muchas gracias.
—No tienes nada qué agradecer, hijo. Haría lo que fuera por ti, por tu felicidad —aseguró el Rey sentándose en la cama, en el lugar donde Ruth estuvo enseguida de David.
—¿Lo que sea? —preguntó el rubio con cautela, mirando a los ojos al hombre que era su padre.
—Lo que sea —prometió con aire sombrío porque entre sus planes de ayudar a David a recuperar a Regina, también estaba el de su venganza contra Leopold.
El Rey del reino Blanco pasó una espléndida noche. No se fue a dormir hasta que la mayoría de los invitados se había retirado. Fue glorioso recibir todas aquellas felicitaciones y ver como los presentes hablaban con disimulo positivamente de su virilidad y de la fertilidad de su joven y bella Reina. La cantidad de felicitaciones que recibió por ello y el nuevo heredero eran incontables.
Despertó muy de mañana, de un humor maravilloso. En cuanto estuvo listo para iniciar el día, se dirigió al comedor real para el desayuno. A los pocos minutos de su llegada Snow se le unió y de inmediato pudo constatar que su hija, contrario a él, pasó una mala noche. Sabía muy bien el por qué y, aprovechando que no había nadie más, decidió abordar el tema.
—Ya puedes decirme lo que querías el otro día —ofreció, mostrando el inmenso cariño que tenía hacia su hija.
Snow alzó los hombros sin voltearlo a ver, hizo una mueca de fastidio, soltó una larga exhalación y por fin habló:
—No sé si valga la pena decirte —fingió victimismo, algo que se le daba muy bien frente a su padre.
—¿Qué ocurrió con Regina? —preguntó preocupado y al mismo tiempo en defensa de su hija.
Al ver la actitud del Rey, Snow supo que las cosas estarían a su favor, así que no tendría ninguna condescendencia con la esposa de su padre.
—Regina hizo que me inclinara ante ella —escupió las palabras con absoluto rencor y fingido sufrimiento.
—¿Cómo? —preguntó, enojado.
—Se atrevió a decir que daba gracias por no parecerse en nada a mi madre. Padre, Regina menosprecia a mamá, se cree mejor que ella y ahora siente que tiene el derecho de pasar sobre mí porque su hijo será el heredero al trono —acusó a la reina sin miramiento.
Desde luego que Leopold lo tomó muy mal. No podía creer que Regina se hubiera atrevido a algo como eso. Las palabras de Johanna resonaron en su cabeza una vez más. Miró a su hija, dispuesto a decirle que no se preocupara, que él hablaría con Regina y la pondría en su lugar, pero no pudo hacerlo porque Hans y Anna hicieron una triunfal entrada al comedor.
Los gobernantes del reino de la Luz dieron los buenos días respetuosa y amablemente, tomando asiento para disponerse a desayunar junto a la familia real del reino Blanco.
—¿Dónde está Regina? —preguntó Anna con aire suspicaz. Juzgó con la mirada al Rey mayor cuando éste evidenció que no tenía idea.
—¡Johanna! —llamó a la doncella que los acompañaba esa mañana en el comedor. Esta se acercó con rapidez a ellos.
—Majestad —hizo la debida reverencia.
—¿Dónde está la Reina? —preguntó.
—Dormida. La ineficaz de su doncella no la despertó —respondió indignada porque si ella fuera la que estuviera asistiendo a Regina, la habría puesto de pie, quisiera o no. Su deber como Reina era acompañar al Rey cuando este lo requería y esa, era una ocasión que lo ameritaba. Era indignante verlo solo con la otra pareja al lado.
—Dile a esa muchacha que la despierte —ordenó.
—No me parece correcto —intervino Anna, haciendo que la doncella se detuviera y esperara por lo que el Rey tuviera qué decir—. El embarazo debe agotarla. Deben dejarla descansar —argumentó la pelirroja, mostrándose comprensiva con el estado de la prima de su esposo a pesar de que lo que hacía era resaltar el poco interés y cuidado del Rey por Regina.
Algo que fue captado por Hans a quien no le venía en gracia que su preciada prima estuviera siendo tratada inadecuadamente ahora que estaba embarazada y que había una gran posibilidad de que el bebé fuera a ser el futuro Rey del reino Blanco.
—Debes cuidarla mucho, Leopold —dijo Hans mirando inquisitivamente al otro hombre. Sus palabras llevaban una amenaza implícita.
El hombre mayor sabía muy bien que, si algo llegaba a pasarle a Regina, se las vería con él. Suficiente hizo con perdonarle la cicatriz del labio y, en ese momento, advirtió que no habría una segunda oportunidad.
—Por supuesto —respondió Leopold, dedicando una fingida sonrisa que fue imitada por el joven Rey.
Johanna hizo una reverencia y regresó a su sitio muriendo de coraje.
Mientras tanto, en el reino del Sol, George desayunaba en compañía de su amada Ruth. Seguía pensando que era un sueño, el más bello de todos y del cual no quería despertar jamás. Verla ahí, con él, era todo lo que siempre deseó.
—¿Cómo es la reina Regina? —preguntó Ruth con interés. David hablaba maravillas de ella porque la veía con ojos de amor, pero la ex doncella quería el punto de vista del Rey.
—Bueno, supongo que has escuchado hablar de ella. Es en verdad muy bella —comenzó a contarle. Ruth asintió porque claro que había escuchado de la inigualable belleza que poseía la joven—. Es amable, muy inteligente y elegante, pero siempre he notado la pesadumbre en ella. Desde la primera vez que la vi, en la boda. Ufff. —Colocó una mano sobre su boca y después negó con la cabeza al recordar—. La condenaron al casarla con Leopold. Jamás vi a una novia tan desdichada y, si la hubieras visto ayer, se le notaba tan triste y resignada —habló con lamento porque en verdad sentía pena por Regina pues claramente se encontraba a merced no solo de Leopold sino de su primo Hans y, por lo que David les había contado, era también un enemigo del que se habría qué encargarse en algún momento.
—Debe ser horrible estar atrapado en un matrimonio sin amor —comentó Ruth sintiendo también pena por la joven de la que su hijo estaba enamorado.
—Es por eso que debemos sacarla de ahí, porque tampoco podemos condenar a David a vivir sin ella y su hijo. No quiero que sufra lo mismo que yo —expresó su deseo con dolor, mismo que una tierna caricia de Ruth logró ahuyentar. Le tomó de la mano y la llevó a sus labios para besarla.
—Buenos días —saludó David, notando que interrumpió un momento especial entre sus… padres.
—Hijo. —George se apresuró a ir hasta él para ayudarlo a sentarse a pesar de que el príncipe iba a acompañado de Belle y el sanador—. Pueden retirarse —indicó al par que hizo una respetuosa reverencia antes de hacer lo solicitado.
—Lamento interrumpir —dijo mientras su madre le colocaba una servilleta sobre las piernas.
—No interrumpiste nada —aseguró la mujer, dándole un beso en la cabeza.
—¿Cómo te sientes hoy? —preguntó George regresando a su asiento al igual que Ruth.
—Mucho mejor. Más en control, con más fuerza. El sanador dice que es conveniente que salga al jardín para acelerar el proceso y, cuando esté un poco mejor, me gustaría practicar espada. —Volteó a ver a su padre cuando concluyó.
—Por supuesto, David. La guardia del Sol está a tu disposición —aclaró, pensando en que él también aprovecharía para practicar pues pensaba hacer uso de su espada en poco tiempo.
Al día siguiente Hans y Anna partieron al reino de la Luz. Ambos solicitaron hablar con Regina en privado y les fue concedido ingresar a los aposentos de la joven Reina quien les dedicó una mirada fría al verlos entrar.
—Querida prima —saludó Hans, acercándose a ella para darle un caluroso abrazo que no fue correspondido—. El embarazo le está sentando fatal —puntualizó, dirigiéndose a su esposa.
—Me parece que es lo contrario —dijo Anna, mirando de pies a cabeza a Regina, admirando la increíble belleza de la joven que ese día le parecía se veía radiante, mucho más recompuesta que los días anteriores.
—Gracias, Anna —agradeció con respeto el gesto de la esposa de su primo—. Espero tengan un buen viaje. —Les dedicó una tenue sonrisa nada sincera.
—Vendré en un par de meses para vigilar el embarazo —comunicó Hans. La tomó de la barbilla y le alzó el rostro para que lo mirara—. Cualquier cosa que Leopold te haga debes decirme, ¿estamos? —preguntó con advertencia.
Regina supo con ello que tenía todo a favor con Leopold pues desde luego que usaría esa amenaza para mantenerlo a raya. Sin embargo, no estaba dispuesta a seguir mostrando obediencia a su primo. Ya había tenido suficiente de sus abusos.
—Me siento mal —mintió, girando el rostro con brusquedad para liberarse del indeseado agarre sorprendiendo a ambos Reyes—. Les agradecería que me dejaran descansar.
—Por supuesto —accedió Anna, tomando a Hans de un brazo para sacarlo de la habitación.
Regina se tumbó en la cama, deseando no tener que volver a verlos nunca más.
Tan pronto como Hans y Anna partieron, Leopold solicitó hablar con su consejero en privado. Le expuso lo sucedido con Snow y Regina a fin de conocer el punto de vista de él.
—Majestad, perdone que lo diga, pero la princesa no se caracteriza precisamente por ser amable con la Reina —expuso sincero, buscando que el Rey desistiera de perturbar a Regina con las tonterías de Snow.
—¿Estás acusando a mi hija? —preguntó molesto ante la insinuación.
—No. Solo digo que, las veces que he estado presente en sus riñas, es la princesa la que provoca a la Reina. —El Rey renegó pues no apreció la sinceridad de sus palabras puesto que sabía eran ciertas—. Lo mejor será dejarlo pasar. No veo conveniente perturbar a la Reina por una molestia que de seguro se debió a la decisión de hacer al bebé en camino el heredero —dijo, pues no necesitaba ser adivino para saber que eso fue lo que ocasionó que Regina reaccionara de esa forma. Con seguridad Snow lanzó palabras llenas de veneno contra ella y el bebé.
—Tienes razón. Lo mejor será no hacer nada —accedió al recordar la advertencia de Hans de cuidar de ella. Sin embargo, no podía dejar pasar esa ofensa—. Llama al sanador —solicitó.
—Enseguida —respondió—. Majestad, solo comentarle que no olvide que el cumpleaños de la Reina está próximo…
—Después hablamos de eso —dijo para silenciarlo—. Ve por el sanador —insistió.
Ruby pidió ir un par de días con Granny. Regina no dudó en concederle la petición y, Leopold, que no le agradaba que la doncella fuera a ver a su abuela, autorizó su salida con la condición de que uno de sus más mortíferos caballeros la acompañara.
—Cualquier cosa sospechosa que veas aniquila a las dos —ordenó el Rey al caballero.
Al enterarse que el caballero acompañaría a Ruby, Regina trató de persuadirla para que no fuera a ver a su abuela pues temía mucho no volverla a ver. Sin embargo, por esa misma razón era que Ruby no podía desistir de hablar con su abuela. Todo estaba resultando muy sospechoso.
—Estaré bien. Granny sabrá qué hacer —aseguró la doncella y Regina, no muy convencida, asintió.
La noche era fresca y Regina, sentada junto a la ventana, pensaba en David. Suspiraba enamorada recordando lo que vivieron, el cómo fue cayendo perdidamente enamorada de él y lo hermoso que fue saberse correspondida. No veía la hora de volverlo a ver, de sentirse entre sus brazos y la espera estaba resultando una verdadera agonía casi imposible de soportar y es que moría porque se supiera que vivía y que se amaban.
Cerró los ojos inhalando profundo mientras acariciaba su vientre, deseando que su bebé naciera en la seguridad del reino del Sol donde nadie se atreviera a separarlos. Segura estaba que George no permitiría algo así después de él mismo haber sido separado de su hijo y la mujer que amaba. Se preguntó brevemente quién fue la mala persona que se atrevió a engañar a la madre de David para que se sintiera obligada a huir.
Y fue ahí donde recordó lo que Hans le contó respecto al Rey Geroge y su hijo perdido. En realidad David se llamaba James, o al menos ese era el nombre que habían elegido para él.
—James —pronunció el nombre con emoción mientras miraba su aún plano vientre.
Se preguntó si ellos estarían de acuerdo o si David ya había pensando en algún otro nombre y también en que debía pensar en un nombre por si era niña. Se puso de pie, caminó hasta un punto en una de las paredes donde había un escondite que Ruby le ayudó a construir. Ahí tenía guardados los mensajes de David. Los sacó, se sentó en el suelo de la habitación y se dispuso a leer algunos.
La mayoría eran mensajes de amor, de deseos por huir, de planes a futuro donde David hablaba de lo mucho que amaba al bebé y el deseo por poderlo conocer siquiera. Esos le dolían en el alma, porque en ese tiempo Regina pensó que no sería realidad.
Sin embargo, había otros donde David le decía lo mucho que la extrañaba, que la deseaba, las ganas que tenía de tocarla y de hacerle el amor. Había un par donde relataba lo que quería hacerle…
Regina, sintiendo la excitación, metió una mano por debajo de su vestido y ropa interior hasta alcanzar su intimidad. Cerró los ojos y alzó el rostro mientras se masturbaba pensando en que era David quien la tocaba, el que torturaba su clítoris, quien masajeaba sus senos, quien la penetraba con sus dedos. Sus movimientos eran furiosos, urgida por llegar al orgasmo, imaginando que era David quien la llevaba hasta ese punto y la hacía tocar el cielo mientras el firmamento se llenaba de un montón de estrellas.
—Oooh. Ooohh. David —susurró muy bajito y apretó los dientes para no dejar escapar el grito que amenazó con abandonar su garganta cuando llegó, recargándose en la pared donde desfalleció, sufriendo las deliciosas oleadas de placer que la dejaron satisfecha en cierto modo.
Sin importarle que sus dedos estuvieran impregnados de la evidencia de su orgasmo guardó las cartas y cerró el escondite. Fue hasta el cuarto de baño donde lavó sus manos y regresó a la ventana donde volvió a sentarse. Tomó un libro y aguardó por la doncella que no debía tardar en ir a asistirla para dormir.
Tocaron a su puerta minutos después, concedió el permiso para entrar y se alarmó cuando vio que quien ingresaba era Rumpelstiltskin.
—Majestad —hizo la debida reverencia. Ella se puso de pie, acercándose un poco a él. Soltó el aire de golpe y, en contra de su voluntad, le informó lo que se le ordenó—: El Rey solicita su compañía esta noche.
Regina sintió como si un peso enorme cayera sobre ella. Fue tanta la impresión que dio un par de pasos hacia atrás. No. No podía ser verdad. Leopold dejó muy en claro que no la tocaría mientras estuviera embarazada.
—Yo no… No deseo… —titubeó, porque no se suponía que podía negarse a cumplir con su deber marital. Si el Rey demandaba su compañía ella estaba obligada a acceder y ni siquiera Hans podía hacer algo al respecto.
El consejero lamentó tener que ser el portador de semejante mensaje y se sintió peor al ver la reacción nada favorable de la joven Reina.
—Lo sé, pero no es posible que se niegue. El Rey ha dicho que si usted se siente indispuesta será él quien vendrá —dijo. La vio llevarse una mano al estómago, descomponiéndose un poco, entendiendo que no tenía opción—. Si me permite, Majestad, sugiero que sea usted quien vaya, para no crear recuerdos indeseados en esta habitación.
Para Regina no era posible pensar con claridad, lo único que deseaba era una forma de escapar de esa obligación. No quería pasar por el horror de tener que compartir el lecho con Leopold una vez más.
—Majestad, ¿se encuentra bien? —preguntó el consejero, acercándose un poco a ella que volteó a verlo con ojos vidriosos. La vio recobrar la compostura, adoptando el porte altivo y elegante que solía caracterizarla.
La respiración se le había acelerado, apretaba la mandíbula, pero no estaba dispuesta a que la vieran flaquear. Así que, en contra de su voluntad, asintió en respuesta.
El consejero esbozó una tenue sonrisa, se inclinó con respeto, salió de la habitación y de inmediato entró una doncella que fue encargada de preparar a Regina para esa noche.
En cuanto estuvo lista fue escoltada por Rumpelstiltskin y Johanna hasta la habitación del Rey. El trayecto nunca fue tan largo para Regina. Cada paso que daba lo sentía como una condena, como una verdadera trotura que la acercaba a su cruel destino. La sensación era muy similar a la de su noche de bodas, solo que ahora cargaba con un profundo dolor en el alma y en el corazón que le latía con fuerza dentro del pecho.
Luchó para que las lágrimas no cayeran cuando estuvo frente a las grandes puertas y no pudo evitar preguntarse por qué la vida se empeñaba en golpearla. Sí, tenía la dicha de estar embarazada del hombre que amaba y la fortuna de saber que estaba vivo, pero no entendía por qué se tenía qué ver obligada a pasar de nuevo por una espantosa experiencia como esa.
Le parecía tan injusto…
Abrieron las puertas para ella y cruzó el umbral, ingresando al lugar que más odiaba en ese castillo: Los aposentos del Rey. Se estremeció cuando se cerraron tras ella, dejándola atrapada ahí dentro.
—Mi Reina. —La llamó Leopold desde el interior de la habitación.
Regina avanzó con lentitud, adentrándose en el lugar que unos pasos más adelante se hizo amplio. Mientras caminaba rogaba porque Leopold estuviera lo suficientemente alcoholizado como las últimas veces para que le fuera imposible consumar el acto. Para su infortunio, el Rey se encontraba sentado junto al fuego de la chimenea, claramente sobrio, vistiendo ropas de dormir. Pasó saliva con dificultad, relamió sus labios con nerviosismo y habló:
—Mi señor. —Su reverencia fue leve, negándose a mostrarle el respeto que por ser el Rey le debía porque el despreciable hombre no lo merecía.
—Snow me contó lo que le dijiste. Lo que dijiste de mi amada Eva —la acusó en aparente calma, mirándola desde su lugar.
Oh, por supuesto que eso tenía qué ver con Snow y la difunta. Su reacción fue inmediata, se llenó de coraje, frunció el ceño, alzó la barbilla con altivez y cerró las manos en puños a los costados de su cuerpo.
—No pienso retractarme y no voy a disculparme. —Lo enfrentó como siempre deseó hacerlo. Ya no estaba dispuesta a agachar la cabeza por culpa de la princesa mimada o la maldita de Johanna que solo vivía para hacerle la vida imposible. Para su sorpresa, Leopold no pareció molestarse.
—No te estoy pidiendo que lo hagas.
Se puso de pie al ver la postura desafiante y orgullosa de su joven Reina. Joder, le parecía muy deseable con esa actitud que iba a quitarle en cuanto estuviera dentro de ella porque, si había algo que Regina no podía soportar, era tener relaciones con él. No era idiota, por supuesto que lo sabía. Lo sentía cada vez que la tocaba, cada vez que la besaba, cuando tenían sexo y ella no volteaba a verlo.
El desprecio que ella le tenía a él, mezclado con su belleza y con el hecho de que no era Eva, a veces lo llevaba a cubrirle la boca para no escuchar sus quejidos de dolor cuando la embestía. Y es que él tampoco la quería, no la amaba, pero, a diferencia de ella, él sí la deseaba y mucho.
Alargó una mano para tomar el lazo que ataba el albornoz dorado que Regina llevaba. La jaló hacia él con un poco de brusquedad, desató la cinta sin cuidado, dejando caer la prenda al suelo, revelando la hermosa figura de Regina ataviada en un camisón negro con un escote pronunciado. Notó de inmediato que los senos estaban un poco más grandes y que el vientre seguía plano, como si no hubiese embarazo. Inhaló profundamente al recordar al maldito pastor.
—Aún no se te nota nada —resaltó, dedicándole una mirada lasciva, complacido al ver la incomodidad en el bello rostro de su esposa—. Túmbate en la cama —ordenó.
—No me siento bien —intentó usar su habitual mentira porque sabía bien que el embarazo detenía a Leopold. Él no quería que algo malo le sucediera al bebé.
—Te han visto mucho más feliz y radiante estos últimos días y el sanador ha dicho que estás en perfecto estado de salud para copular. No te puedes negar. Es tu deber.
—Es que no quiero —alegó con los dientes apretados mientras lo veía con ceño fruncido, claramente enojada e indispuesta a cumplir con sus caprichos y demandas.
Leopold rio extrañado por la repentina negativa de su joven Reina. En esos dos años nunca, jamás se había negado a compartir el lecho con él y ahora lo hacía, aparentemente de la nada pues sabía que no era así. Por lo que, buscando quebrarla, decidió recordarle cuál era su lugar.
—Nunca ha importado si quieres o no, Regina. Yo quiero y es suficiente. —La vio abrió la boca para debatir, pero habló de nuevo, negándole la palabra—. Te vuelves a negar y haré que un par de guardias te sujeten sobre la cama mientras cumples con tu deber. —La amenazó y no le pasó desapercibido el odio que su esposa le dedicó con la mirada fulminante que le lanzó.
Regina, sintiéndose impotente, contuvo el aliento, dio media vuelta y sintió su voluntad flaquear al ver esa cama que estaba llena de horribles recuerdos que se avivaban en ese momento. Se quitó el calzado y se tumbó sobre la cama como siempre solía hacerlo, como se suponía debía hacerlo, como al repudiable de Leopold le gustaba que lo hiciera. El corazón le latía con fuerza, la respiración se le agitó, el nudo que se formó en su garganta le quemaba y había una sensación de vacío en su estómago que parecía atravesar su cuerpo por completo.
—Esto lo provocaste tú, Regina. Por ser la maldita mujer más hermosa sobre la faz de la tierra —maldijo subiendo a la cama, acercándose a ella—. Johanna tiene razón. Me pusiste bajo un embrujo —la acusó, agarrándole las piernas, viendo como se tensaba como nunca lo había hecho. La obligó a abrirlas, posicionándose en medio de las mismas y después subió el negro camisón.
El tiempo se detuvo para Regina o más bien, fue como si por un momento su mente abandonara su cuerpo. Sabía que sólo debía permanecer ahí, aguantar, dejar que pasara como siempre lo hacía. Después todo acabaría y se podría ir. No le fue posible contener las lágrimas que resbalaron por sus ojos al pensar en David, en las ganas que tenía de estar con él en ese momento y no con ese despreciable hombre que se abría los pantalones. Se sentía morir al saber lo que estaba por suceder y, mientras que sabía bien que era su deber, que pronto pasaría, había algo en ella que le gritaba que no lo quería, que no lo deseaba como deseaba a David. Recordó las palabras del rubio, cuando le dijo que era importante querer estar en la intimidad con la persona que tenía enfrente, que importaba lo que ella quería y que nadie debería obligarla a hacer algo que no quería y eso, no era lo que Regina quería.
Lo escuchó decir lo mucho que la deseaba, que la reclamaría de nuevo después de haber estado con David a quien despectivamente llamó inmundo pastor como era su costumbre.
—Está muerto y no importa lo mucho que lo ames, no va a volver —arremetió con saña, con todo el afán de hacerla sentir el mismo dolor que él padecía por la muerte de Eva.
Lo que Leopold no sabía es que no podía estar más equivocado. David estaba vivo e iba a volver por ella…
El Rey se posicionó para la penetración, que no sucedería de inmediato por falta de rigidez. Fue cuando Regina se asustó en verdad, volviéndose presa de la desesperación. Entre las cosas que le decía y el dolor por el que sabía estaba a punto de pasar, aunado al miedo de que algo malo pudiera sucederle al bebé, fue que decidió que no pasaría por eso.
En un intento por evitar el acto alargó la mano para tomar del buró junto a la cama la daga que Leopold mantenía ahí como recuerdo de su juventud, de sus días de entrenamiento de combate, el cual nunca llegó.
—¿Qué haces? —preguntó enojado, agarró con fuerza la muñeca de Regina que se quejó de dolor.
La Reina pataleó buscando alejarse de él que estaba bastante sorprendido porque nunca había intentado nada, logrando golpearlo con fuerza bajo las costillas con una rodilla que lo dejó sin aire. Fue entonces cuando empuñó la daga, Leopold se le fue encima y gritó de dolor cuando la afilada arma fue encajada en su cuerpo.
