VI. Algarrobo – Amor más allá de la tumba.

«¿Dónde estás amor? ¿Dónde duermes hoy?

Dame el beso aquel… Que me dijo adiós… Me dijo adiós»

Dile al sol, La Oreja de Van Gogh

Según su hermano, Amélie había amado demasiado pronto, y con demasiada intensidad.

No es que pudiera negarlo. Siempre se sintió fuera de lugar entre la gente de su edad, sin contar el que la Visión la hiciera parte de un mundo que no todos conocían. Étienne insistía en que disfrutara de la escuela, de los amigos y que alcanzara un sueño, pero lo primero le resultaba extraño, de lo segundo tenía poco y lo tercero… le era difícil dicernirlo.

Jérôme Montclaire fue un etéreo destello de luz entre las aburridas sombras de sus días, y Amélie fue muy feliz por ello. Al principio tuvo cuidado, por más que Étienne no lo creyera luego: fue amable, escuchó lo que el cazador de sombras quiso contarle y se negó a cualquier cosa que no le diera confianza. Era como su madre le había sugerido comportarse al tratar con muchachos, ya que no siempre la querrían como una amiga. Pero Jérôme simplemente se mostró como él mismo, sin pretensiones y dejando en claro que ella tenía la última palabra: sabía que, de los dos, si había problemas, Amélie saldría perdiendo, por lo cual nunca la obligaría a nada.

Étienne nunca acabó de comprenderlo, Amélie lo sabía, mucho menos cuando pareció que la había abandonado con un recién nacido a cuestas. Su hermano era escéptico hasta el extremo con los cazadores de sombras que solo querían sacar provecho de los informantes, del tipo que fuera.

Amélie no lo supo hasta mucho después, pero Jérôme de verdad la había amado hasta el fin de sus días.

Desde su padre, sentía que su familia no dejaba de morir. Aunque nunca lo conoció, su madre le habló bastante del hombre que la había traído al mundo, pese a no verlo ni siquiera en una fotografía. Su madre también se había ido, vencida por la enfermedad después de una corta pero cruda pelea, la cual Étienne y ella presenciaron sin poder hacer gran cosa al respecto. Luego llegó Jérôme, quien la hizo sentir como una mujer extraordinaria a los ojos de alguien que iba más allá en todo lo que se proponía, pero también se marchó.

Y luego, su preciado hijo estuvo a punto de seguir ese camino.

Alphonse era lo único que le quedaba de Jérôme, un recordatorio vivo de que no se había aprovechado de ella por tener la oportunidad. Temía por su amado como si lo hubiera perdido (aunque no sabía en ese momento que así había sido), por lo que debía proteger a su bebé a como diera lugar. Al final, apenas pudo hacerlo, gracias a una combinación de su extraño don y el arribo de un querido amigo, pero eso significó dejar ir a su bebé, augurando que quizá no volvería a verlo.

A quienes no volvió a ver fue al amor de su vida y a Edward Longford, quien también se convirtió en un amigo muy querido y cercano para ella.

Étienne, quien de por sí era desconfiado al tratar con los cazadores de sombras, tomó muchas más precauciones después de aquello. Renegó de los hijos del Ángel por quedarse con su sobrino, porque nadie le sacó de la cabeza que ellos se lo robaron, pese a lo que Amélie le aseguró. Como Edward y Jérôme nunca regresaron, ni tampoco fueron nombrados otra vez, no se atrevieron a preguntar por ellos, pero Amélie no se quitaba la idea de que algo les había salido mal.

Los cazadores de sombras podían morir jóvenes, por eso Amélie no se sorprendió demasiado al enterarse de que ese fue el destino de Jérôme y su parabatai.

Irónicamente, el saber que había amado a un difunto por años no disminuyó el sentimiento, mucho menos lo eliminó. Ella nunca tuvo dudas en su corazón de lo que Jérôme le afirmaba, por lo que procuró siempre demostrarle lo mismo. Lo único que le quedaba por lamentar era haberle perdido la pista a su hijo, porque Jérôme habría querido que ella lo criara hasta que el chico, si lo quería, se marchara a entrenar como cazador de sombras.

Amélie amaría siempre al difunto Jérôme, y cuando Alphonse volvió a su vida, supo que siempre sería así.