RECORDATORIO: LOS SIGUIENTES PERSONAJES PERTENECEN EXCLUSIVAMENTE AL UNIVERSO DE ENTRE TUS GARRAS. PARA CONOCER A VARIOS DE ELLOS A PROFUNDIDAD, RECOMENDAMOS LEER "ENTRE TUS GARRAS" Y "ENTRE TUS BRAZOS".
CAPITULO 1
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—¡Sigan halando! —ordenó un marinero, los otros cinco tirando de las redes llenas de sardinas y, aún así, sentían un peso más. Quizás habían conseguido algún tiburón joven o probablemente un pulpo, solía pescarlo mucho y representaban una buena venta cuando tocaban tierra y quedaba en el inventario.
El Venganza solía atracar en tierra firme una vez cada tres meses para conseguir ron, comida y satisfacción antes de volver a zarpar. Navegaban en busca de tesoros, saqueando otros barcos y tierras, obteniendo grandes motines en épocas buenas y baratijas en las malas. Aquel día optaron por pescar un poco para almacenar en las bodegas, cambiando ligeramente el rumbo hacia las zonas donde nadan las sardinas y atunes. Mientras el capitán y segundo al mando se mantenían en las habitaciones del primero para elegir el próximo rumbo, el resto de marineros se encargaban de acatar las órdenes de obtener la pesca del día. Cuando por fin sacaron las redes del agua y dejaron caer el motín en cubierta, otro marinero fue a informar a los líderes del navío.
—Hoy tuvimos una buena racha. Miren cuanto hemos obtenido. ¡Tenemos para un mes! —murmuraba uno, ayudado por los otros a apartar las redes.
—¡Ah! —Pero de entre los peces, se escuchó el grito de una mujer.
—¿Pero qué...?
—¡Por las barbas de mi abuela! —exclamó un marinero de contextura gruesa en cuanto apartaron las redes y vieron qué había caído preso en la red—. ¡Llamen al capitán ahora!
—¡¿Qué es este escándalo?! ¡Montón de vagos inútiles! —gritó una estridente voz desde la cabina del capitán. Un hombre alto, de pelo negro, brillantes ojos verdes y una cicatriz en la ceja derecha, llegó hasta la tripulación—. Con tanto berreo no dejan concentrar al capitán.
—Se-señor, es...es... ¡Mire! —señaló la red, el resto de la tripulación alrededor dejando ver lo que habían logrado pescar.
Entre el montón de pescados de tono azul, una larga cola roja se veía, la aleta redonda en un tono más claro y transparente. Seguidamente, donde terminaban las escamas nacía un vientre plano, un torso femenino, un top abierto como un chaleco pegado al cuerpo cubría unos turgentes pechos y en el medio, un medallón de oro con un rubí. La piel era morena, el cabello húmedo y los ojos en un castaño oscuro. La expresión de la sirena era entre el enojo y el pánico, encogiendo la cola con escamas que brillaban al ser tocado por la luz solar. Tenía un brazalete alrededor del brazo y aretes dorados.
—¡Aléjense de mí! —vociferaba, su voz suave sonando enojada.
—Esto es de mal agüero. Muchos marineros han muerto a causa de las sirenas, así dicen las leyendas. ¡Muy mal agüero! —repetía el marinero.
—Tonterías, Gibbs, nos pagaran un buen por ella —reprendía el otro, una mirada de codicia recorriendo la sirena.
—Oh, Oh. —exclamó el segundo al mando.
—Christopher —llamó el capitán—. Mueve tu trasero acá, tenemos que terminar con los mapas. —El capitán, un hombre de buen porte, cabello negro, ojos tan azules y profundos como el mismo mar, iba vestido con una chaqueta de cuero y botas altas. Llegó a la cubierta con una expresión dura al ver a todo el mundo parado sin hacer nada.
—Capitán, tiene que ver esto... Hemos atrapado...una sirena... —informó un marinero delgado, de ojos color ladrillo oscuro y cabello castaño, con la piel ligeramente bronceada por el sol.
La sirena intentó arrastrarse cuando entonces varios marineros sacaron sus espadas y apuntaron hacia ella.
—Quieta, primor —masculló uno con los dientes torcidos y podridos, haciéndola retroceder.
—¡Apártense! —gritó el capitán. Mirando amenazadoramente a tripulación, se acercó a la sirena que comenzaba a secarse.
—¡Lejos, manténgase lejos! —exclamaba la sirena, atreviéndose a tomar uno de los pescados y lanzárselo al capitán, blandiendo otro como si fuese piedras.
—¡Hey! —Algunos de los marineros cogieron los atunes, enviando miradas molestas a la mujer-pez.
Sin hacer caso a los chillidos de la sirena y sin hacer movimientos bruscos, el capitán se quitó su chaqueta y con esta cubrió a la sirena.
—Si cooperas con nosotros, no te haremos daño —le advirtió con voz calmada.
—Exijo que me dejen ir. —Si bien no intentó apartarse, no dejaba de mirar con gran desconfianza a todos.
—No puedes exigir nada. —El marinero de los dientes podridos recibió por respuesta un sardinazo en la cara cuando la sirena le lanzó el pescado. Algunos marineros se rieron.
—Me temo que no tienes opción. Podemos hablar civilizadamente o podemos colgarte de la proa del barco para que te seques y quedes como adorno. A nadie le gustaría eso ¿verdad? —Alzó una ceja al ver como las escamas rosadas se secaban e iban cayendo a la cubierta.
Ella le miró fijamente, pasándose la lengua por los labios resecos. Sabía que mientras más tiempo pasaba allí en cubierta bajo los rayos solares, más pronto se secaría y moriría como las sardinas que usaba como piedras, incluso las escamas que caían le dolían como punzadas. Apretando las manos, tuvo que asentir, y aceptó a regañadientes.
—Christopher.
—¿Señor? —Se acercó el oji-verde.
—Lleva a la sirena a mi camarote, ve que esté cómoda —ordenó, cargando a la mujer en sus brazos y pasarla a los de su segundo al mando. El oji-verde se retiró con la sirena en brazos. Los demás tripulantes vieron a la sirena desaparecer bajo las escaleras de cubierta.
—Capitán. —Gibbs se acercó al hombre—. Si se puede saber, ¿qué pretende con ella?
—¿La venderá a los grandes? —preguntó otro, refiriéndose a los aristócratas.
—¿Usará sus místicos poderes?
—No seas idiota, Otto, si tuviera poderes ya estaríamos muertos. —le reprendió un tipo de piel oscura, dándole un zape.
—Yo sigo pensando que es de mal agüero tener una sirena a bordo —habló Gibbs.
—Pretendo que nos guíe a un tesoro. Así que espero que se comporten como los caballeros que son y la traten bien. —Escuchó las risas de sus subordinados—. Después de todo, una sirena contenta nos guiará al tesoro.
—Sí, capitán. —Asintieron los marineros, sonriendo con divertida maldad.
—Bien, vamos a almacenar estos atunes. —Se adelantó uno, los demás obedeciendo.
En el interior del barco, respectivamente en los camarotes del capitán, la sirena le había pedido a Christopher que la dejase en una tina con agua, e hizo una rara petición además...
—Necesito sal —dijo, en cuanto sintió el agua mojar su cola. Fue como respirar.
—¿Sal? —El pirata arqueó la ceja que tenía la cicatriz, confundido.
—Sí, sal. Necesito sal —repitió, como si la petición fuese lo más normal del mundo.
—Como si fuéramos a desperdiciar algo tan caro como la sal en un pez...
—¡Christopher! —regañó el capitán—. Si la señorita quiere sal, entonces dásela.
—Pero, señor... —intentó replicar pero el capitán le miró con una expresión aterradora.
—Te dije que vieras que esté cómoda, ¡tráele la maldita sal! —gritó lo último y el marinero fue a acatar la orden.
La sirena se irguió en la tina, la cola hundiéndose un poco más en el agua mientras metía las manos, tocando las escamas húmedas.
—¿Qué es lo que harán conmigo?
—Eso depende de ti. —El hombre acercó una silla ornamentada al lado de la bañera—. Como te dije antes, si cooperas con nosotros todo irá bien.
—¿Y en qué es con lo que debo cooperar? —cuestionó de nuevo, recelosa, frunciendo el entrecejo. Las uñas de sus manos se tornaron grises.
—Las sirenas conocen todos los secretos del mar. —Sus ojos azules brillaron codiciosos—. Quiero que me guíes a uno en particular.
Ella le miró, antes de apartar la mirada hacia su cola, ceñuda, su aleta moviéndose flojamente para luego mirarle.
—¿De cuál está hablando exactamente?
—Juventud eterna —dijo con una sonrisa torcida.
La expresión molesta de ella desapareció por una de sorpresa.
—¿El elixir de la vida? No es... —Se detuvo—. ¿Cómo es que sabe...? —Se volvió a interrumpir. Se suponía que nadie mortal sabía de ese brebaje. Apartó la mirada—. Eso es un mito. Es imposible obtener vida eterna.
El rostro del pirata entonces se distorsionó en una horrible mueca.
—Entonces no me sirves de nada.
Los ojos oscuros le miraron.
—Ha-hay otros tesoros en el mar...
—No me interesan. —Se levantó de la silla. Con paso tranquilo se acercó a una vitrina, del fondo de esta sacó una pistola—. Pero si dices que es sólo un mito, entonces no tiene sentido mantenerte con vida.
Ahora las uñas de la sirena se tornaron púrpuras, aferrándose al borde de la tina y mirando con espanto el arma. Había visto mortales blandir esas extrañas cosas, provocando la muerte, y eso era lo que menos ella deseaba.
—A-a-al sureste, por el océano atlántico... —Quitó la mirada del arma para fijarlos en los azules—, les llevaré a la fuente...a cambio de una cosa...
—¿A cambio de qué? —El marinero dejó de preparar el arma para mirar a la sirena.
—Hay una persona a la que quiero encontrar. Si les doy el elixir, deberán ayudarme a encontrarlo. Ustedes son mortales, saben manejarse en su mundo...
—Una vida no es suficiente. Con vida eterna podré explorarlo todo —explicó con una mirada anhelante, fijando sus ojos en el horizonte que se divisaba a través de las ventanas del camarote—. Una persona, dices... ¿A quién?
—Es un hombre —murmuró—. Por ahora es lo más que puedo decir. ¿Aceptara o no? Si decide matarme, tiene la posibilidad de una entre mil de encontrar otra sirena que le lleve a ella... Y su límite de vida es escaso.
—No trates de amenazarme. —El marinero dejó la pistola en su lugar, su rostro mucho más apacible que antes—. ¿Estás interesada en un hombre? —Alzó una ceja, burlón.
—Eso no es asunto suyo. —Se cruzó de brazos, volteando el rostro a un lado.
—Como quieras, lindura. —Alzó las manos en son de paz—. Vas a quedarte ahí todo el día.
—Quiero sal. —Fue lo que dijo ella, sin voltear a mirarlo.
—Sí, sí..., ya traigo tu maldita sal. —Se escuchó al pelinegro de ojos verdes gruñir desde la puerta, cargaba una cajita de madera.
—Ese lenguaje. —Se quejó el capitán.
—No voy a ser educado con un pez. —Se quejó el otro—. Tu sal. —Dejó la cajita al alcance de la sirena.
La chica salpicó el agua, mojando al oji-verde al tiempo que cogía la cajita. Masculló unas palabrotas en un idioma raro y luego procedió a llevarse la caja a la boca, comiendo la sal y luego echando un poco en la tina, acomodándose en ella. El llamado Christopher hizo una mueca de asco. El capitán también pero no fue algo muy notorio.
—Señor, ¿cuál es nuestro curso?
—Tortuga. Debemos abastecernos para un largo viaje. —Christopher asintió. Dándole una mirada de desagrado a la sirena, gritó órdenes a los marineros.
—¿Qué? —preguntó la sirena ante sus expresiones—. ¿Qué es eso de Tortuga?
—Pronto lo conocerás. —Le pellizcó la mejilla—. Por ahora, disfruta tu estancia en El Venganza. El grumete Yuki se encargará de ti. —Dándole un guiño de ojo, salió de la estancia.
La sirena solo le miró, volviendo a comer otro poco de sal. No entendía porque de alguna manera ese hombre le era familiar... ¿Y Yuki? ¿Quién era Yuki? ¿Qué era eso de Tortuga? ... ¿Qué significaba maldita? ¿Era un cumplido? Siempre pensaba que los mortales eran raros, y ahora que los tenía de cerca, aparte de desagradables, extraños. Pero ese que todos parecían respetar..., era distinto...
Pronto pasaron las horas y al cabo de un rato un chico flaco y castaño apareció. Lo reconocía de cuando estaba afuera. Se presentó como Yuki.
—Ah, así que tú eres el grumete Yuki. Soy Ariadna. Me llamaron así como la hija de los reyes de Creta.
—¿Tienes nombre?
Ella frunció el ceño.
—Sí. ¿Pensabas que solo me llamo sirena?
—No, bueno... No es común toparse con...criaturas...como tú.
Ella bufó.
—El capitán me ordenó que me encargase de ti.
—No necesito que cuiden de mí.
—Es una orden del capitán. Debe tener hambre... Emm, ¿qué comen las sirenas?
—Me gusta las algas, y las ostras, ¡oh! Y una vez comí algo que llama pan. Eso me gustó bastante.
—¿Algas? —Yuki hizo un gesto de desagrado—. ¿Cómo es que comiste pan? Eres una sirena...
—He visto varios naufragios y encontrado eso en los restos de navíos. Saben muy bien.
A Yuki se le revolvió el estómago al imaginarse comer el pan mojado con agua salada.
—Veré que tiene John en la despensa del barco. —Se dio la vuelta y se marchó.
A la final, le trajo un plato con ensalada, pescado asado y pan, así como un poco de ron. Ariadna tan solo comió la lechuga, el pan, y el tomate. Hizo una expresión de horror ante la visión del pescado cocinado y despreció el ron al probarlo, alegando que le alteraba las escamas. Luego pidió nuevamente sal, lo cual extraño a Yuki. Cuando la vio comerse la sal como si fuese azúcar, hizo el mismo gesto de desagrado que Christopher y el capitán.
—¿Por qué todos hacen esa cara?
—No es común ver a...alguien...comiendo sal así...
—¿No? Pero si es deliciosa. Prueba.
—No, gracias.
—Mortales extraños.
—Lo que digas. —Yuki tomó la bandeja y se dio la vuelta para marchase.
Varias horas después, El Venganza atracó en puerto, gritos se escuchaban en el muelle, la mayoría de borrachos. A lo lejos, música y algarabía; en la cubierta, los hombres también estaban alegres, las pisotones se escuchaban incluso en el camarote donde estaba la sirena al igual que la estridente voz de Christopher que no dejaba de dar órdenes para desembarcar.
Ariadna escuchaba el barullo y, siendo honesta, estaba muerta de curiosidad. Con esfuerzo, se salió de la tina, cayendo en el suelo del baño. Tocando el collar de rubí, la estancia se iluminó y fue entonces cuando ella salió, recordando por donde habían pasado. El tal Yuki había ido y venido varias veces, buscándole sal que ella devoraba con rapidez o que vertía en el agua, pero en aquel momento no estaba allí. Salió al exterior, mirando a los hombres ir de un lado a otro y un puerto con varios mortales usando telas raras y mujeres con grandes...recordaba que le llamaban vestidos.
Sin embargo, uno de los hombres la notó y se quedó estático.
—Santo señor de los mares. —Con sus palabras, otros hombres a su alrededor se detuvieron y miraron en la dirección donde estaba la sirena..., o mejor dicho, chica.
Yuki, que pasaba por allí, les observó extrañado y al girar, su rostro se coloreó levemente.
—A-Ariadna...
—¿Qué? —preguntó ella, extrañada.
—Tú... —La señaló.
Ella se miró. Ahora, en vez de cola, tenía unas torneadas y delgadas piernas, muslos y pelvis, el top que la cubría al parecer formaba parte de la cola, ya que los pechos solo eran cubiertos por su cabello. De resto, era una mujer completamente desnuda.
—Escuchaba ruido. Quería saber qué pasaba y como nadie iba abajo, decidí subir —explicó ella con total calma.
—Pero..., tú...
—Oye..., no sé tú, enclenque, pero esto no se desperdicia... —El hombre de dientes podridos se relamió los labios, dándole una mirada completa a la sirena, ahora humana.
—Oigan, montón de vagos quien creen que va a acarrear toda la pesca ¿eh? —les dijo Chris, subiendo al barco, encontrando a varios hombres aglomerados en la entrada del camarote—. ¡¿Qué mierda están mirando?! —Empujando a varios, los quitó del camino hasta toparse con la... ¿sirena? desnuda. Más que el hecho de estar sin ropa, estaba impactado por el hecho de que tenía piernas.
—Hola, gruñón —saludó la chica—. ¿Ya llegamos a eso de Tortuga? ¿Qué es exactamente? —dijo, dando unos pasos como si nada, intentando ver por sobre ellos. A pesar de ser alta, no alcanzaba a ver.
—Puedo mostrarte perfectamente qué es, primor —murmuró el de dientes podridos.
—Francis. —Le codeó Yuki, en regaño.
—Todos a cargar pescado. ¿Qué acaso son vírgenes para estar mirando así a una mujer? —Mirándola de arriba a abajo con el ceño fruncido, la tomó del brazo haciendo que caminara de regreso al camarote. En el camino se encontró con el capitán, que igualmente miró a la sirena de arriba a abajo, y también, a diferencia del resto de los tripulantes, no tenía esa mirada de mal disimulada hambre.
Aunque el oji-azul no se veía tan impresionado por el hecho de que tuviera piernas.
—¿Por qué te saliste de la bañera?
—Nadie bajaba. Oía ruido y quería saber por qué, además, quería saber qué era eso de tortuga. —Se soltó de Christopher, cruzándose de brazos.
A pesar de todo, eran hombres, con algo más de decencia pero hombres al fin y al cabo, así que no pudieron evitar mirar como los redondos senos subían unos centímetros y se apretujaban deliciosamente contra los brazos de la sirena.
Sonrojándose, el capitán se quitó una vez más su chaqueta para colocársela a la sirena.
—No puedes andar por ahí así —regañó el oji-azul.
—¿Por qué? —Ella miró la prenda que le habían colocado, algo extrañada, para después mirarle a él—. No le veo nada malo. Ustedes son los que andan muy cubiertos.
—Es por una razón. —Alzó la mirada para ver a su segundo, pero éste ya tenía una mala cara.
—No voy a ser niñera. —le dijo de plano y se dio la vuelta yéndose.
El capitán entonces gruñó.
—Acompáñame. —le dijo a la sirena para que le siguiera.
—Pero... ¡Argh! —Se quejó, finalmente siguiéndole—. Quiero ver a dónde van todos.
—En cuanto te pongas ropa. —le dijo sin mirarla.
Cuando llegaron a los aposentos privados del hombre, éste inmediatamente se metió en un armario de dónde sacaba un montón de vestidos de diferentes colores. Miraba a la sirena y después lo tiraba al suelo para buscar otro. Ella cogió un vestido cualquiera entre el montón, arrugando hermosamente la nariz al echar un ojo a la prenda.
—¿Tengo que ponerme esto? —Luego cogió otra prenda—. Debe estar jugando.
—No lo estoy, y de mi no vas a conseguir pantalones. —le advirtió, llegando con un bonito vestido color rosa con volados en blancos y escote imperial.
—¿Pantalones se refiere a lo que lleva puesto? —Señaló las prendas del hombre. Negó—. No, gracias, prefiero estas cosas. —Indicó a los vestidos. Se inclinó hacia adelante, revisando, haciendo que el cabello se balancease y dejase de cubrir los senos.
—¡Escoge algo de una vez! —Se exasperó. Era eso o tirarla a la cama.
—Ya, bien. —Volvió a quejarse, tomando uno y yendo al cuarto de baño, cerrando tras de sí. Antes de hacerlo, le sacó la lengua.
—Espero ese tesoro sea bueno. —le dijo Christopher, entrando al camarote—. Ese pescado causa más molestias que beneficios.
—Vale la pena. Te lo aseguro. —le dijo el capitán frotándose los ojos dejándose caer en una silla.
—Podría escapar... —dijo de repente Chris.
—Siente la suficiente curiosidad para quedarse con nosotros sin tener que forzarla. —Miró el mapa en la mesa.
—Pareces conocer mucho del comportamiento del una sirena —inquirió el pirata con una ceja alzada. El capitán no contestó—. Como quieras. Hay una ricura esperándome en el puerto. No me esperes esta noche. —Salió del camarote con un gesto descuidado y una mirada depredadora.
Cuando la chica volvió a salir, lo hizo portando un vestido con una camisa blanca de manga larga que dejaba los hombros al descubierto y sobre este, un chaleco tipo corsé en rojo y negro. La larga falda era negra. Contrario al resto de vestidos, era el menos elegante y más normal se veía. El collar de rubí destacaba, así como los aretes de oro. No obstante, salió con el brazalete que llevaba en el brazo en la mano, pero comenzó a moldearlo como una masa, transformándolo en una pinza. Acomodándose el cabello, lo usó como prensador.
—¿Puedo salir ahora así? —Notó un espejo de cuerpo entero, por lo que se acercó para verse—. No comprendo por qué debo usar esto.
—No puedes ir por ahí caminando desnuda. Es una completa falta a la moral. —Dio su aprobación después de un rato de mirarla, ahora tomando una chaqueta diferente comenzó a caminar a la salida del camarote.
Ella le siguió, apresurándose de alcanzarle. Su enojo cambio por una emoción, saliendo antes que él y caminando hasta llegar a cubierta. Cuando observó el puerto, se sintió ansiosa. ¿Estaría allí él? Miró sus uñas, poniéndose de un tono amarillo, antes de alzar la vista.
—¿Ariadna? —Yuki se le acercó, ella volteándole a ver—. Oh..., te...has puesto ropa.
—Me hicieron ponerme esto porque no hacerlo «es una falta a la moral» —dijo, imitando una voz gruesa—. Vamos a ver eso —Indicó al puerto, caminando hacia la barandilla por donde la tripulación desembarcaba.
Pero una mano le agarró del corsé, impidiéndole avanzar.
—Tú te quedas conmigo. —Le gruñó el mayor—. No vas a andar deambulando por ahí sin supervisión.
—¡Oye! —Ella miró al capitán, ceñuda—. No voy a escapar si es lo que piensa.
—Es esto, o te quedas en el barco. —Le palmeó la cabeza como si fuera una niña—. Además, quién sabe, vagar por ahí tu sola... ¿Qué pasaría cuando los hombres te lleven a un rincón oscuro? Seguro tendrás el suficiente intelecto para saber que no es seguro que andes tu sola por ahí, seas mujer o pez.
Ariadna se mantuvo callada por largo rato, irritada, hasta que finalmente suspiro frustrada. Pero tomó la mano del hombre y prácticamente le arrastró por la escalerilla, desembarcando impaciente el barco para poner sus pies al fin en aquel lugar tan extraño y a la vez interesante. El pirata se dejó arrastrar, mirando aburrido los alrededores pues esa tierra ya no tenía nada de interesante para él. Había explorado cada recoveco de la isla y todos sus establecimientos, nada de ahí podría sorprenderle.
El muelle era la parte más calmada pero cuando comenzaban a caminar, el ruido se hacía más fuerte, hombres y mujeres de dudosa reputación recorrían las calles, grupos de hombres golpeándose unos a otros o bebiendo sin parar, el lugar podía describirse en una sola palabra: Caos, puro y glorioso caos.
La sirena, por otra parte, no dejaba de mover su cuello de un lado a otro, mirando todas partes; su rostro pasaba de la sorpresa, al horror, al desagrado y a la curiosidad en pocos minutos. Se detenía, miraba y seguía caminando, en ningún momento sin soltar la mano del capitán. En varias ocasiones se topó con la visión de parejas besándose sin ningún tipo de decoro, mientras otras a sus alrededores bebían y mujeres se dejaban tocar por hombres desagradables, claramente borrachos. No creía que su niño podría estar allí, entre esa pila de mortales tan aborrecibles. Finalmente se detuvo, soltándose del capitán y avanzando tan solo un paso, con la vista alrededor..., una mirada de leve desilusión surcando su rostro.
—No..., él no puede estar aquí... —Entonces, una rara sensación le hizo girar y ver a alguien lanzando una cubeta de agua. Con un grito ahogado, se apartó antes de que el agua le cayese encima, su cuerpo chocando contra el del capitán.
—Podemos volver al barco si así lo prefieres —sugirió el capitán con voz calma, refugiando a la sirena en sus brazos.
—Creo...que es mejor... —Suspiró de alivio—. Estuvo cerca... —Se revisó, cuidando que no se hubiese mojado—. Si me cae agua, adiós piernas, hola cola.
—Lo sé. Ven conmigo.
En vez de llevarla al barco, la guió a un establecimiento al final de la calle donde el ruido moría. El hombre entró sin titubear, dentro una recepción algo descuidada y en el mostrador un hombre que roncaba a viva voz.
—¡Oiga! Quiero un cuarto.
El hombre despertó exaltado, pero al ver al cliente le dio una llave cualquiera.
—Si lo rompe, lo paga. —Fue la única advertencia que dio antes de seguir durmiendo.
Caminando escaleras arriba con Ariadna, llegó a un cuarto que aunque no era la gran cosa, tenía sábanas limpias en una cama grande y baño. Ella caminó por el lugar, echándole un ojo antes de fijarse en la cama. La tocó, hundiendo las manos allí. Era ahí donde dormían los mortales, ¿no? Se sentó, dando un par de saltos. Debía admitir que era bastante cómoda y divertida. Gateando, alcanzó una almohada, tocándola. Revisó su contenido, sacando una pluma.
—Oh..., que suave... —Se pasó la pluma por la cara, acostando la cabeza allí, su cuerpo de lado. Pasó la pluma por debajo de su nariz, haciéndola estornudar y luego la miró analíticamente, intentando detallarla. La había visto, sí, las aves tenían de esas, aunque nunca pudo observarlas de cerca.
—Son plumas de ganso. ¿No las habías visto antes? —El marino entonces se sentó en la cama, sonriendo por la curiosidad inagotable de la sirena.
—¿Ganso? —Ella le miró—. ¿Son esas aves que vuelan y se zumban al océano cuando cogen un pez con sus picos?
—No, esas son pelícanos. Son aves marinas. Los gansos son gordos y saben muy bien asados —respondió el capitán, acomodándose en la cama, poniéndose el sombrero en la cara para que la luz no le molestara.
Ella le quitó el sombrero, poniéndose en su campo de visión, su cabeza a varios centímetros sobre la suya.
—¿Y de qué color son? ¿Son grandes? ¿Dónde están? —Frunció el ceño en una mueca de desagrado—. ¿También se comen aves?
Poniéndole la mano en la cara la apartó un poco.
—Eso es lo malo de las sirenas. Son muy preguntonas. —Se quejó el mayor, quitándole su sombrero de la mano—. En otros puertos, y sí, comemos aves, y antes de que preguntes, también puercos, vacas, peces, mariscos, y si es un momento desesperado, a nosotros mismos.
—Qué horror. —Se apartó, quedando sentada en la cama, su mirada oscura en él.
—Se llama supervivencia del más apto —dijo simplemente—. Así somos los humanos.
La sirena no apartó la mirada de él por largos minutos, manteniéndose callada, hasta quitarla. Se levantó, caminando a la única ventana de la habitación, que daba a una calle baldía y donde apenas un par de personas caminaban. ¿Era así? ¿Por eso había más humanos? ¿Su propia especie era casi extinta por no esforzarse en sobrevivir? Cuando tomó entre sus manos su collar de rubí, notó que sus uñas se tornaban azules. Y, entonces, ¿podría significar eso que su niño no estaba? ¿Habría sido comido por otro humano?
«No, no pienses en eso. Aún no has buscado del todo»
Viendo la cara que puso la morena, algo dentro de él se estrujó.
—Eso de que nos comemos entre nosotros es un caso muy extremo. No es algo común —intentó tranquilizarla.
Ella volteó a verlo.
—No es...eso. —Bajó la vista a su collar—. Cuando dije de la posibilidad de que encontrases otra sirena si me matases era cierta... Yo...me he convertido en la última... —Volvió la vista al exterior—. Hace varios siglos éramos una comarca enorme, tritones y sirenas gobernando cada océano de la tierra... Pero nos fueron cazando..., y hacían cosas horribles... Nuestros guerreros luchaban y perecían, y el resto fue igual... Dices supervivencia del más apto... ¿Significa eso que no éramos aptos para sobrevivir? Cuando yo muera... —Suspiró— finalmente habremos perecido. ¿Pero qué puedo hacer yo? Tan solo vagar por los océanos buscando algo que quizás jamás encontraré.
—Estoy seguro de que algo podrás hacer. —Se volvió a poner el sombrero en la cara—. Quizás hayan emigrado del agua para sobrevivir.
—No pueden hacer eso... —Bajó un poco la voz—. Deben volver al agua, al océano, o podrían morir... No podemos permanecer fuera de los océanos por tanto tiempo... Hoy estoy aquí, pero en unos días debo regresar... Además... ¿cómo pudieron haberse ido y dejarme sola? Somos una familia. No. —Negó—. No son así.
—Supervivencia. —Volvió a decir el capitán—. Todo es posible. —Volteándose en la cama, sacó un mapa de su bolsillo que desdobló y puso al alcance de la sirena—. ¿Sabes leer un mapa?
Ella bufó.
—Preguntarme eso es pregúntame si sé nadar. —Se acercó—. Obvio sé leer un mapa.
—Bien. Traza una ruta a la Fuente de la Juventud. —le acercó tinta y pluma que estaban en las cómodas al lado de la cama.
Ella frunció el ceño, observando la pluma, luego la tinta. Hundió la punta allí, viéndola negro y luego se fijó en el mapa. Y buscando en el Océano Pacífico, vio que lo que ella conocía no estaba, solo nada. Hizo un círculo en casi el centro del océano.
—Tu mapa está errado. Allí hay un archipiélago. Pero a 20 metros antes de llegar a él es donde está la fuente...
—¿Qué otros lugares faltan en el mapa? —preguntó interesado en la nueva información incluso más que en el hecho de que ella le dijo la ruta hacia la fuente.
—Aquí. Aquí. Esta de acá... —Buscó en el mapa. Se disponía a señalar una...— y es... —pero se detuvo, dándose cuenta de cuál iba a indicar— es todo..., al menos hasta donde sé...
El marino frunció el ceño.
—Ibas a decir una.
Ella negó.
—No, no, para nada. Solo...iba a devolver la pluma. —Realizó el movimiento de antes pero para dejarle la pluma cerca.
—Sé que mientes y descubriré el porqué, por ahora estoy satisfecho con esto. —Tomó el mapa, doblándolo para guardarlo.
—Solo protejo su vida y la de su tripulación. —Ella volvió a alejarse, desamarrando el chaleco y yendo al baño.
—¡O-oye! ¡No te quites la ropa como si nada frente a un hombre! —regañó al verla dejar tirado el chaleco y la camisa en el camino al baño.
—Ya usted me ha visto antes. No se ponga delicado. —Se bajo la falda, siendo el redondo trasero moreno lo último que se vio antes de que la puerta se cerrase y el agua siendo vertido en la bañera se escuchara.
—Malditas sirenas sin ningún sentido del pudor —gruñó el hombre, acomodándose en la cama para una siesta, con su sombrero cubriendo el sonrojo de sus mejillas.
