Ted salió de la chimenea ya soltando los botones de su túnica de auror. Tropezó con sus propias botas de camino a la cocina prácticamente a ciegas, ofuscado con los botones que no se dejaban soltar, por eso no se percató del salto que dio su compañero de piso cuando entró prácticamente gruñendo.
— ¿Edward?
Levantó los ojos de sus dedos para mirar a James. Estaba apoyado contra el mostrador junto a la hornilla, la tetera en la mano, solamente vestido con una vieja camiseta de entrenamiento y unos calzoncillos de snitches. Eso le hizo sonreír, snitches.
Parpadeó, como si saliera de un sueño difícil, y volvió a repasar a James: las marcas de la almohada en la cara, el pelo cobrizo revuelto, los pies descalzos... solo entonces miró el reloj que colgaba sobre el fregadero y se dio cuenta de que eran las tres de la mañana.
— ¿Qué haces despierto? —le preguntó con voz ronca, dejándose caer en una de las sillas, rendido ya de conseguir desabrochar los malditos botones.
— Me desperté y no podía volver a dormir. ¿Estás bien? —cuestionó, acercándose hasta sentarse frente a él.
— No consigo quitarme la túnica.
Sin dejar de mirarle, James acercó la silla y estiró los musculosos brazos pecosos hacia su pecho. Por un momento, el estómago de Teddy se encogió ante la perspectiva de un abrazo, pero no, los dedos largos fueron directos a los botones, para desabrocharlos despacio de uno en uno.
— ¿Qué ha ocurrido? tu cabello está... gris.
Se pasó una mano por el pelo y trató, hizo un verdadero esfuerzo de concentración para cambiar su color, porque James tenía ese gesto de preocupación que hacía que él quisiera abrazarlo como cuando eran niños y le despertaba una pesadilla. Pero, a tenor de la mirada de su compañero de piso, no lo consiguió. Estaba tan cansado, tan malditamente drenado.
— Fue un día de mierda rematado con una noche de mierda. Odio los casos con niños, yo...
Apretó los labios cuando su voz se rompió y vio en los ojos castaños el reflejo de su propia pena. Ese era su talón de Aquiles, los niños, las familias. Tardaría días en poder cerrar los ojos sin ver el cuerpo de ese padre enroscado junto al de su pequeño de apenas cinco años y el olor de la muerte ya apoderándose de la casa.
James se puso de pie y se acercó de nuevo a la hornilla. No lo miró, escucho que se movía por allí, el sonido de las tazas al dejarlas sobre los platillos, las puertas de los armarios al abrirse y cerrarse y, al cabo de unos minutos, el olor del chocolate. Un atisbo de sonrisa se pintó en su cara cansada cuando puso en la mesa con cuidado una taza llena del oscuro y dulce líquido. Esa era su infancia, su padrino preparando para él chocolate cuando estaba triste, tratando de reconfortar como lo habría hecho su padre. Y este era James, quien mejor le conocía, quien le cuidaba, a quien amaba con todo su corazón en silencio porque no había nadie más perfecto que él, incluso en ese momento con los ojos hinchados de sueño y las manos temblorosas por el cansancio.
— Jamie...
El joven cazador se giró hacia él, con su propia taza de chocolate en la mano y un bigote oscuro sobre el labio después del primer sorbo. Extendió la mano y, cuando la tomó, tiró de él hasta hacerlo caer en su regazo. Allí estaba, cerca, tan cerca que podía contar las pecas de su nariz y con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Y de verdad que lo que tenía en mente era abrazarle fuerte, aferrarse a él, pero en lugar de eso limpió con el pulgar la mancha de chocolate y luego lo llevó a su propia boca sin romper el contacto visual.
— Tu cabello... ya no está gris —comentó con voz entrecortada, pasando desprecio los dedos entre los rizos ahora turquesas— Hacía mucho que no veía este color.
— Es por ti.
— ¿Por mí? —preguntó James, confundido, inclinando la cabeza hacia un lado de un modo que le resultó adorable.
— Es como me haces sentir.
— ¿Te hago sentir turquesa? —interrogó, aún con la mano entre su pelo.
— Vivo, me haces sentir vivo, feliz, con ganas de gritar.
— Oh. Ted, yo... —se apartó un poco a la par que retiraba la mano
No quería verlo, ni oirlo, porque el rechazo ya dolía físicamente solo con que se alejara, así que cerró los ojos y se limitó a apoyar la frente en su hombro.
— Dame solo un minuto así, ¿vale? y te prometo que no volveré a...
No le dejó terminar, solo usó su índice para tomar su barbilla y levantarla hasta que sus labios estuvieron apenas a un centímetro.
— Iba a decir que yo me siento igual cuando estás cerca —murmuró James con los ojos brillantes.
Y luego cerró la distancia con un beso, uno que sabía a chocolate y a fuegos artificiales.
