Al recordar los últimos meses, siento cómo la melancolía se apodera de mí. Nuestros encuentros siempre comenzaban de la misma manera, siguiendo un patrón invariable. Cuando no teníamos misiones, o cuando Gojo-sensei desaparecía en esos "viajes de negocios", que casualmente coincidían con la llegada de Utahime-san a la ciudad.
Nos movimos con extrema precaución, evitando a toda costa captar la atención de los profesores y los demás estudiantes. La paranoia, una maldición implacable, se había apoderado de nosotros tras aquel incidente en el que Panda y Maki casi nos descubren en uno de los salones abandonados. En ese instante, el tiempo pareció detenerse mientras nuestros corazones latían desbocados en nuestros pechos, temiendo que nuestro morboso secreto fuera revelado. Nadie debía conocer la verdad que escondíamos, nadie debía ver más allá de las máscaras que llevábamos puestas ante el público.
Cada paso que dábamos, cada palabra que intercambiábamos, cada mirada entre nosotros era ejecutada con precisión y disimulo. Nos habíamos convertido en expertos en representar esta pantomima, o al menos eso era lo que yo creía, sosteniéndome a la ilusión de que estábamos fuera del alcance de cualquier sospecha.
Pero ahora, mirando hacia atrás, estoy segura de que Gojo-sensei siempre estuvo al tanto. ¡Por supuesto que lo sabía! Sus seis ojos, penetrantes y poderosos, no dejaban escapar nada. Él conocía nuestras intenciones ocultas, nuestras conspiraciones y nuestros miedos más profundos. Sin embargo, decidió mantenerse en silencio y sin interferir en nuestras decisiones. Creo que disfrutaba de nuestro teatro, deleitándose con cada acto de nuestro drama clandestino.
¡Oh, si mi abuela supiera los desvergonzados secretos que se ocultan tras las paredes del Colegio Técnico de Magia Metropolitana de Tokio! ¡Qué escándalo! ¡Qué indignación! Y todo esto sucediendo bajo las mismísimas narices de los altos mandos. ¡Qué traición de nuestra parte a los valores que deberían prevalecer en nuestra amada institución!
Cuando el reloj se acercaba a la media noche, Itadori tocaba mi puerta con un golpeteo rítmico, la señal de inicio que me hacía temblar de emoción. Entraba apresuradamente en mi dormitorio, seguido de un impasible Megumi, quien, siempre precavido, enviaba a sus shikigamis en patrullas sigilosas para evitar cualquier inconveniente. Era un secreto a voces que la escuela tenía ojos y oídos en todas partes, y los fisgones siempre me han parecido despreciables.
Por lo general, me encontraban frente a mi cama, llena de ansiedad, modelando alguna lencería de encaje que Itadori, influenciado perversamente por Sukuna, había elegido para mí. Y en esos zapatos de tacón alto de marca extranjera, con sus suelas rojas, que hacían que mi pie se doblara en un ángulo incómodo.
A veces me preguntaba por qué me molestaba tanto en arreglarme tanto para esos brutos. Antes de que los primeros rayos de sol iluminaran la mañana, mi delicada lencería terminaría destrozada en algún rincón de mi habitación, o en el mejor de los casos, escondida bajo la almohada de Itadori, como si quisiera recordarme en las noches en las que no podíamos estar juntos.
Itadori sentía una particular fascinación por la lencería de encaje. Su favorito era conjunto escandalosamente provocativo en un color melocotón oscuro, que combinaba a la perfección con mi cabello y que él seguía comprando una y otra vez, sin importar su fatídico destino. En realidad, no me importaba que gastara casi la totalidad de su sueldo como hechicero en comprarme prendas finas. Después de todo, el verdadero culpable era Sukuna. Ese maldito pervertido tenía la pésima costumbre de incitar a los muchachos a romper cualquier prenda que llevara encima. Ahora me pregunto, ¿será que tenía algún tipo de fetiche por verme desnuda todo el tiempo?
Recuerdo una vez en la que decidí probar algo diferente y usar una lencería más recatada. Elegí un conjunto de algodón blanco, sin encajes ni adornos llamativos. Pensé que sería una forma de evitar que Itadori y Sukuna se volvieran locos, al menos por un día.
Pero, oh, cómo me equivoqué.
Resulta que la simplicidad también puede ser irresistible.
No pasaron ni cinco minutos antes de que Sukuna notara mi elección y, con una sonrisa malévola me preguntara si estaba intentando ocultar algo debajo de esa ropa interior tan aburrida. Itadori, por su parte, soltó una risita traviesa y me dijo que prefería el encaje antes que el simple algodón.
Y no solo ellos dos…incluso Megumi se unió a la conversación, soltando un comentario desfavorable sobre mi cambio de estilo.
Era inútil. Aprendí de mala manera que, en esas ocasiones, Sukuna siempre lograba escapar del control de Itadori y arrastrarlo por el camino de la travesura. Así que, para mi próxima compra de lencería, decidí no complicarme más. ¿Para qué molestarme en lucir algo sencillo si al final, esos tres disfrutarían destrozando cualquier prenda que llevara puesta?
Por otro lado, Megumi, ansioso por ejercer el control, tomaba la iniciativa y se adueñaba de cada encuentro. Siempre era él quien me sujetaba de la cintura con firmeza, atrayéndome hacia su cuerpo y comenzando a besarme con deseo. Sus labios, hambrientos, se apoderaban de los míos, mordiendo y chupando con una pasión casi dolorosa que me estremecía.
A simple vista, Megumi parecía un hombre serio y formal la mayor parte del tiempo. ¡Pero esa era la farsa más grande del mundo! En esas noches, Megumi se transformaba en un ser posesivo y voraz. Incapaz de permitir que Itadori me tocara antes de haberme reclamado primero. Cuando se trataba de mí, su necesidad de ser el primero en todo se convertía en un torbellino obsesivo que me consumía por completo.
Sin decir palabras, me empujaba hacia la cama, imponiéndose sobre mí con su figura dominante y amenazante. Sus ojos oscuros me dejaban sin aliento y su voz, baja y cargada de autoridad, susurraba en mi oído que era yo era suya, que le pertenecía en todos los sentidos. Sus manos, grandes y seguras, me exploraban con determinación, dejando en claro que él era quien dictaba las reglas de aquel encuentro. Entrelazaba sus dedos en mi cabello, tirando con algo de brusquedad para inclinar mi cabeza hacia atrás, exponiendo mi cuello a sus besos y mordiscos. Cada mordisco, una mezcla de deseo y posesión, dejaban un sendero de marcas violetas que palpitaban ardiente durante días sobre mi piel.
Con devoción, se deleitaba jugando con mis pechos, cuya pequeñez no disminuía su perfección ni redondez. Sin vacilar, liberaba mis pezones del suave encaje que los cubría y los lamia con una ferocidad irresistible, hundiendo sus dientes en ellos hasta dejarlos rojizos y sensibles, provocando que los primeros gemidos de placer se desprendieran de mis labios.
En esos momentos, me encontraba completamente a merced de su dominio. Cada beso, cada caricia, cada roce, era una prueba de su derecho sobre mí, y yo, me rendía a su voluntad, dejándome llevar por las sensaciones que Megumi despertaba en mi cuerpo…y en mi alma.
Sin duda, Megumi había dominado técnicas impresionantes en el arte de la hechicería y el exorcismo. Sin embargo, cada cierto tiempo me surgía la incógnita sobre cómo y dónde había adquirido tal destreza en la intimidad. ¿Acaso Gojo-sensei le había dado algunos consejos "extracurriculares" en su tiempo libre? ¡quién sabe! Tal vez era un rasgo hereditario del clan Zenin, transmitido de generación en generación. Pero ¿qué sucede con Maki? ¿Posee ella también esa misma habilidad dominante en la intimidad, o prefiere tomar el control únicamente en el campo de batalla?
Pero, ya no me interesa averiguarlo. Ahora, todas esas preguntas han perdido importancia.
Después del intenso orgasmo que Megumi siempre me provocaba, cuando ya no quedaban límites para lo que estaba dispuesta a experimentar, colocaba una de las sucias bocas de Sukuna entre mis piernas, permitiendo que su lengua profana saboreara la mezcla de mis jugos con la semilla caliente de Megumi. Era un deleite que lo enloquecía, un acto que lo llevaba a la desesperación. Quien hubiera imaginado que el temido Rey de las Maldiciones adoraría sucumbir ante la tentación más impía. Sukuna lloriqueaba y gimoteaba por más, como un niño pequeño desesperado por un caramelo.
Debo admitir que la lengua de Sukuna era maravillosa. Flexible y áspera, capaz de desatar placeres prohibidos ¡Sus habilidades con la lengua podrían convertir a cualquier mortal en un esclavo de sus caprichos! Si tan solo usara ese increíble don para otorgar placer en lugar de utilizarlo para humillar y ofender, el mundo entero se postraría a sus pies, alabándolo como un verdadero dios.
Pero, como suele suceder en los intrincados juegos de poder y dominación, incluso los seres más oscuros no están exentos de restricciones que los derriban del pedestal de su supuesta divinidad. Y en nuestra cama, era Megumi quien, una vez más, demostraba su absoluto dominio sobre nosotros. A pesar de los repetidos intentos de Sukuna por obtener su semilla de forma directa, de la misma fuente, Megumi se la negaba rotundamente. Dictaminando que solo podía saborear los vestigios de su esencia a través mi cuerpo. Una restricción inquebrantable, alimentada por el orgullo de Megumi y su implacable necesidad de mantener a Sukuna bajo su control. ¡Vaya, que irónico era ver cómo el infame Rey de las Maldiciones se veía sometido por las cadenas invisibles tejidas por el menor de los Fushiguro!
Y entonces, después de que Sukuna hubiera lamido y saciado sus ansias, llegaba el turno de Itadori.
Aunque no tenía la misma presencia dominante de Megumi, Itadori conseguía despertar en mí una conexión más intima y emocional. Sus caricias eran delicadas y tiernas, pero al mismo tiempo transmitían pasión y una intensidad que me desequilibraban.
Mi posición preferida con él era cuando me giraba, con el pecho presionado contra la cama y las caderas levantadas, sus labios trazaban breves besos en mi espalda, erizándome la piel. Sus manos, callosas por el constante entrenamiento, se deslizaban entre mis caderas y mi trasero, acariciándome con suavidad y dulzura. En esa postura, podía disfrutar plenamente de toda su longitud en un ritmo constante, lento, acompasado, pero glorioso. Cada centímetro de su miembro me estiraba y rozaba, creando una sinfonía entre placer y dolor delicioso. Sentir su tamaño imponente, llenándome por completo, sobrepasando mi capacidad de contenerlo, se convertía en uno de mis mayores placeres.
Cuando Itadori alcanzaba su clímax, su liberación era tan abundante y caliente que parecía una erupción volcánica dentro de mí. Sin embargo, era tan desbordante que necesitaba apretar mis piernas con fuerza para evitar que se derramara por mis muslos y se perdiera en las sábanas. ¡No soportaba desperdiciar su preciada esencia! Pero a veces, justo antes de su generosa liberación, cuando sus embestidas se volvían erráticas, Itadori abandonaba el calor de mi entrepierna y, con una disculpa silenciosa, introducía su descomunal miembro en mi boca, desafiando mis límites. Por supuesto, no podía acogerlo por completo en mi garganta, pero yo no retrocedía y hacía todo lo posible para satisfacerlo al máximo.
Mis labios envolvían su miembro con desesperación, como si el destino de la hechicería dependiera de ello. Sentía cada pulgada de su dureza en mi boca, mientras mi garganta se estiraba sin compasión. El dolor en mis mandíbulas era insoportable, pero no podía, ni quería detenerme. El aire se escapaba de mis pulmones, provocándome una placentera sensación de asfixia. Mis manos se aferraban a sus muslos, buscando un punto de apoyo y equilibrio para continuar con mi ardua tarea. Sentía su respiración agitada, sus gemidos ahogados y su cuerpo tenso bajo mi toque tembloroso. Cada vez que mi lengua se atrevía a rozar la punta de su miembro, podía percibir cómo su pulso se aceleraba y su excitación se elevaba a niveles inimaginables.
Mientras él, con una ternura casi sobrenatural, acomodaba los mechones de mi cabello, mis dedos se deslizaban suavemente por su escroto, acariciándolo, explorándolo con curiosidad y deseo. Nuestros ojos se encontraban, empañados en lujuria y gratitud, reafirmando ese vínculo ardiente de pasión y complicidad que nos unía. En ese instante, el ambiente se saturaba de un erotismo electrizante, donde cada caricia se convertía en un suspiro contenido, avivando la tensión que había crecido entre nosotros. Sabía que solo era cuestión de tiempo, de unas cuantas succiones más en la base de su miembro, antes de que finalmente obtuviera el codiciado premio que tanto deseaba.
Recuerdo con orgullo cómo Itadori se sentía satisfecho con mi capacidad de aguantar toda su descarga en mi boca, recibiendo su semilla sin desperdiciar ni una sola gota. Era un desafío que asumía con valentía y firme determinación. Si bien disfrutaba saborear la esencia de Megumi, siempre y cuando Sukuna me lo permitía y no lo acaparaba para sí mismo, era con Itadori con quien encontraba una adicción fascinante y estaba decidida a no compartirlo con nadie más. Mientras el néctar de Megumi era salado, profundo y amargamente dominante, el sabor de Itadori era más sutil, delicado y con una ligera nota acaramelada que lo hacía absolutamente único.
Y así, luego de los últimos estremecimientos del orgasmo de Itadori, Megumi regresaba a nosotros con su naturaleza dictatorial, pero protectora. No solo desataba nuestros deseos más profundos, sino que también velaba por nuestro bienestar, colmándonos de besos y caricias que, aunque toscas y bruscas, nos hacían desfallecer de amor por él. Con inusual dulzura y sin necesidad de palabras, escudriñaba nuestros rostros, nuestros cuerpos y nuestras almas, asegurándose que estuviéramos satisfechos y complacidos, mientras nos envolvía en un abrazo capaz de eclipsar cualquier preocupación o temor que pudiera acecharnos. Éramos suyos, le pertenecíamos a Megumi en cuerpo y alma y, a su vez, Megumi nos pertenecía. Él era nuestro dueño indiscutible, y nosotros, sus fieles vasallos, dispuestos a obedecerlo hasta el final de nuestros días. Nos convertimos en un triangulo de deseo y complicidad, donde nuestros vectores se entrelazaban para explorar juntos los límites del placer y las conexiones más profundas, sin ningún remordimiento.
El ciclo de intimidad se convertía en un ritual sagrado y, Megumi, con su encanto irresistible y autoridad tajante, decidía cuándo era el momento de volver a la acción, sumiéndonos en una agonía deliciosa de anticipación y anhelo. Era él, en su poder absoluto, quien decidía quién tendría el privilegio de satisfacerlo de nuevo. Pero, en ocasiones, cuando se sentía benevolente y de buen humor, nos permitía participar a ambos, sumergiéndonos los tres en una entrega sin reservas, cautivados por una pasión mutua. Sin embargo, la realidad siempre nos alcanzaba con la cruel melodía de la alarma, recordándonos que existía un mundo exterior al que debíamos enfrentarnos, con malvados brujos y maldiciones que combatir, y tediosas clases a las que debíamos asistir.
Afortunadamente, las paredes de este Colegio han sido construidas con una resistencia sobrenatural. Y las camas, misteriosamente reforzadas con energía maldita, parecen capaces de soportar las embestidas más salvajes sin sufrir daños. Me encantaría tener más tiempo para investigar por qué mi cama tiene consigo una pequeña etiqueta que reza con letras ominosas: "Certificado de resistencia a embestidas de Suguru" Quizás Shoko pueda ofrecer alguna explicación interesante al respecto.
Pero dejemos de lado esos detalles, porque ahora son irrelevantes. Es asombroso cómo estos recuerdos afloran justo cuando estoy a punto de quedar excluida de la batalla, apareciendo en mi mente en el momento más inoportuno y recordándome con crueldad lo que estoy a punto a perder.
Aborrezco el bullicio frenético de Shibuya en esta época del año. Las compras, en vez de ser una actividad placentera se convierten en una tarea titánica por el mar de personas que congregan sus calles. Solo imploro que esta interminable misión llegue a su fin. Estoy exhausta, agotada por la batalla y esta noche, mi único deseo es regresar al Colegio y descansar sobre el cálido pecho de Megumi, buscando su protección, mientras Itadori nos abraza con fuerza, formando un escudo impenetrable contra las abominables criaturas que rondan más allá de la puerta de mi habitación, sedientas de sangre y destrucción.
El peso de la fatiga se vuelve insoportable, aplastando mi espíritu y debilitando mi voluntad. A pesar de mis esfuerzos por mantenerme consciente, la neblina de la desorientación amenaza con atraparme en la oscuridad. Siento como si hubiera un gran hueco en medio de mi cabeza.
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¡Hola!
Aquí les traigo este trabajo. Si les gustó, déjenme un comentario; si no les gustó, también. Me encantaría saber su opinión.
¿Les gustaría otro capítulo? ¿Qué tal si lo escribo desde la perspectiva de Megumi? O, tal vez, desde la de Itadori ¿Alguien dijo Sukuna?
