Hola!

Debo admitir que tengo sentimientos encontrados con esta historia. Pero lleva casi tres años en el baul. Con el estreno de Balada de Pájaros Cantores y Serpientes me renacieron las ganas de que conociera la luz.

Debo decir que sé lo que parece que es, pero no estoy segura de lo que es. Y no diré que tienen la última palabra como expectadores, pero ya se verá.

En fin, disfruten mi gusto culposo y pecado de ficker.


CAPITULO I

"LA COSECHA"


Cuando me despierto, el otro lado de la cama está frío. Estiro los dedos buscando el calor de Finn, pero no encuentro más que la vasta funda de lona del colchón. Seguro que ha tenido pesadillas y se ha metido en la cama de nuestra madre; claro que sí, porque es el día de la cosecha.

Me apoyo en un codo y me levanto un poco; en el dormitorio entra algo de luz, así que puedo verlas. Mi hermana pequeña, Finn, acurrucada a su lado, protegida por el cuerpo de mi madre, las dos con las mejillas pegadas. Mi madre parece más joven cuando duerme; agotada, aunque no tan machacada. La cara de Finn es tan fresca como una gota de agua, tan encantadora como el primer rayo de sol después de una noche helada. Mi madre también fue muy guapa hace tiempo, o eso me han dicho. La cola rubia de Finn la abraza a sí misma y la gran cola esponjosa de mi madre sale de las cobijas para envolverlas a las dos.

Sentado sobre las rodillas de Finn, para protegerle, está el gato más feo del mundo: hocico aplastado, media oreja arrancada y ojos del color de un cielo apagado y nublado. Finn le puso Melog porque, según ella, suena tierno. El gato me odia o, al menos, no confía en mí. Aunque han pasado ya algunos años, creo que todavía recuerda que intenté ahogarlo en un cubo cuando Finn lo trajo a casa; era un gatito escuálido, con la tripa hinchada por las lombrices y lleno de pulgas. Lo último que yo necesitaba era otra boca que alimentar, pero mi hermana me suplicó mucho, e incluso lloró para que le dejase quedárselo. Al final la cosa salió bien: mi madre le libró de los parásitos, y ahora es un cazador de ratones nato; a veces, hasta caza alguna rata. Como de vez en cuando le echo las entrañas de las presas, ha dejado de bufarme.

Entrañas y nada de bufidos: no habrá más cariño que ése entre nosotros.

Me bajo de la cama y me pongo los pantalones y una camisa, cepillo un poco mi larga melena y tomo la bolsa que utilizo para guardar todo lo que recojo. En la mesa, bajo un cuenco de madera que sirve para protegerlo de ratas y gatos hambrientos, encuentro un perfecto quesito de cabra envuelto en hojas de albahaca. Es un regalo de Finn para el día de la cosecha; cuando salgo me lo meto con cuidado en el bolsillo.

Nuestra parte de Dryl, a la que solemos llamar la Veta, está siempre llena a estas horas de mineros del carbón que se dirigen al turno de mañana. Personas de todo tipo de hombros caídos y nudillos hinchados, muchos de los cuales ya ni siquiera intentan limpiarse el polvo de carbón de las uñas rotas y las arrugas de sus rostros hundidos, de los pelajes siempre cenizos. Sin embargo, hoy las calles manchadas de carboncillo están vacías y las contraventanas de las achaparradas casas grises permanecen cerradas. La cosecha no empieza hasta las dos, así que todos prefieren dormir hasta entonces... si pueden.

Nuestra casa está casi al final de la Veta, sólo tengo que dejar atrás unas cuantas puertas para llegar al campo desastrado al que llaman la Pradera. Lo que separa la Pradera de los bosques y, de hecho, lo que rodea todo Dryl, es una alta alambrada metálica rematada con bucles de alambre de espino. En teoría, se supone que está electrificada las veinticuatro horas para disuadir a los depredadores que viven en los bosques y antes recorrían nuestras calles (jaurías de perros salvajes, pumas solitarios y osos). En realidad, como, con suerte, sólo tenemos dos o tres horas de electricidad por la noche, no suele ser peligroso tocarla. Aun así, siempre me tomo un instante para escuchar con atención, por si oigo el zumbido que indica que la valla está cargada. En este momento está tan silenciosa como una piedra, mi agudo sentido del oído no detecta ningún sonido. Me escondo detrás de un grupo de arbustos, me tumbo boca abajo y me arrastro por debajo de la tira de sesenta centímetros que lleva suelta varios años. La alambrada tiene otros puntos débiles, pero éste está tan cerca de casa que casi siempre entro en el bosque por aquí.

En cuanto estoy entre los árboles, recupero un arco y un carcaj de flechas que tenía escondidos en un tronco hueco. Esté o no electrificada, la alambrada ha conseguido mantener a los devoradores de personas fuera de Dryl. Dentro de los bosques, los animales deambulan a sus anchas y existen otros peligros, como las serpientes venenosas, los animales rabiosos y la falta de senderos que seguir. Pero también hay comida, si sabes cómo encontrarla. Mi padre lo sabía y me había enseñado unas cuantas cosas antes de volar en pedazos en la explosión de una mina. No quedó nada de él que pudiéramos enterrar. Yo tenía once años; cinco años después, muchas noches me sigo despertando gritándole que corra.

Aunque entrar en los bosques es ilegal y la caza furtiva tiene el peor de los castigos, habría más gente que se arriesgaría si tuviera armas. El problema es que hay pocos lo bastante valientes para aventurarse armados con un cuchillo. Mi arco es una rareza que fabricó mi padre, junto con otros similares que guardo bien escondidos en el bosque, envueltos con cuidado en fundas impermeables. Mi padre podría haber ganado bastante dinero vendiéndolos, pero, de haberlo descubierto los funcionarios del Imperio, lo habrían ejecutado en público por incitar a la rebelión. Casi todos los Guardias Blancos hacen la vista gorda con los pocos que cazamos, ya que están tan necesitados de carne fresca como los demás. De hecho, están entre nuestros mejores clientes. Sin embargo, nunca permitirían que alguien armase a la Veta.

En otoño, unas cuantas almas valientes se internan en los bosques para recoger manzanas, aunque sin perder de vista la Pradera, siempre lo bastante cerca para volver corriendo a la seguridad de Dryl si surgen problemas.

En Dryl, donde puedes morirte de hambre sin poner en peligro tu seguridad —murmuro; después miro a mi alrededor rápidamente porque, incluso aquí, en medio de ninguna parte, me preocupa que alguien me escuche.

Cuando era más joven, mataba a mi madre del susto con las cosas que decía sobre Dryl y la gente que gobierna nuestro país, Etheria, desde esa lejana ciudad llamada Eternia. Al final comprendí que aquello sólo podía causarnos más problemas, así que aprendí a morderme la lengua y ponerme una máscara de indiferencia para que nadie pudiese averiguar lo que estaba pensando. Trabajo en silencio en clase; hago comentarios educados y superficiales en el mercado público; y me limito a las conversaciones comerciales en el Quemador, que es el mercado negro donde gano casi todo mi dinero. Incluso en casa, donde soy menos simpática, evito entrar en temas espinosos, como la cosecha, los racionamientos de comida o los Juegos del Hambre. Quizás a Finn se le ocurriera repetir mis palabras y ¿Qué sería de nosotras entonces?

En los bosques me espera la única persona con la que puedo ser yo misma: Glimmer. Noto que se me relajan los músculos de la cara, que se me acelera el paso mientras subo por las colinas hasta nuestro lugar de encuentro, un saliente rocoso con vistas al valle. Un matorral de arbustos de bayas lo protege de ojos curiosos. Verla allí, esperándome, me hace sonreír; nunca sonrío, salvo en los bosques.

—Hola, Catnip —me saluda Glimmer.

En realidad me llamo Catra, pero cuando se lo dije por primera vez, mi voz no era más que un susurro, así que la primer sílaba fue lo único que entendió y la segunda se me trabo en la lengua, así que me dijo lo primero que se le ocurrió, Catnip. Porque además, por supuesto, mi cola y mis orejas no ayudaron en nada a disuadirla de su equivocación. Después, cuando un lince loco empezó a seguirme por los bosques en busca de sobras, se convirtió en mi nombre oficial. Al final tuve que matar al lince porque asustaba a las presas, aunque era tan buena compañía que casi me dio pena. Por otro lado, me pagaron bien por su piel.

—Mira lo que he cazado.

Glimmer sostiene en alto una hogaza de pan con una flecha clavada en el centro, y yo me río. Es pan de verdad, de panadería, y no las barras planas y densas que hacemos con nuestras raciones de cereales. Lo cojo, saco la flecha y me llevo el agujero de la corteza a la nariz para aspirar una fragancia que me hace la boca agua. El pan bueno como éste es para ocasiones especiales.

—Ummm, todavía está caliente —Debe de haber ido a la panadería al despuntar el alba para cambiarlo por otra cosa —¿Qué te ha costado?

—Sólo una ardilla. Fue la hija del panadero. No hizo un buen trato pero me deseó buena suerte —Se encogió de hombros. Yo me siento un poco incómoda ante la mención de la hija del panadero. Me siento mal porque Glimmer medio se haya aprovechado de la inexperiencia de la chica para hacer tratos, o quizás es porque sé que ella es amable.

—Bueno, todos nos sentimos un poco más unidos hoy, ¿no? —comento, sin molestarme en poner los ojos en blanco —Finn nos ha dejado un queso —digo, sacándolo y cambiando de tema, sin que Glimmer se dé cuenta de nada. Ella no sabe de esto. No se lo he dicho a nadie.

—Gracias, Finn —exclama Glimmer, alegrándose con el regalo —Nos daremos un verdadero festín —de repente, se pone a imitar el acento de Eternia y los ademanes de Castaspella White, la mujer optimista hasta la demencia que viene una vez al año para leer los nombres de la cosecha —¡Casi se me olvida! ¡Felices Juegos del Hambre! —recoge unas cuantas moras de los arbustos que nos rodean —Y que la suerte… —empieza, lanzándome una mora. La cojo con la boca y rompo la delicada piel con los dientes; la dulce acidez del fruto me estalla en la lengua.

—¡...esté siempre, siempre de su parte! —concluyo, con el mismo brío. Tenemos que bromear sobre el tema, porque la alternativa es morirse de miedo.

Además, el acento de Eternia es tan afectado que casi todo suena gracioso con él.

Observo a Glimmer sacar el cuchillo y cortar el pan; tiene el pelo variopinto de color palo de rosa donde le da la luz del sol y purpura en los lugares donde no, piel aceitunada, aunque más clara que mi pelaje. Y tiene los ojos de un extraño y bonito color violeta. Decir que es extraño tal vez no sea lo mejor viniendo de mí, ya que tengo los ojos de colores diferentes. El izquierdo es del color de las yemas de los huevos que puedo robar a los patos y el derecho es de un azul pálido y soso.

En fin, todos por aquí tienen la piel aceitunada a diferentes niveles, los que tienen piel o de son de pelajes oscuros y marrones, o lagartos que nunca han visto sus escamas brillar; por eso mi madre con su pelaje claro, y Finn, con su cabello rubio y sus ojos azules, siempre parecen fuera de lugar; porque lo están. Mis abuelos maternos formaban parte de la pequeña clase de comerciantes que sirve a los funcionarios, los Guardias Blancos y algún que otro cliente de la Veta. Tenían una botica en la parte más elegante de Dryl; como casi nadie puede permitirse pagar un médico, los boticarios son nuestros sanadores. Mi padre conoció a mi madre gracias a que, cuando iba de caza, a veces recogía hierbas medicinales y se las vendía a la botica para que fabricaran sus remedios. Mi madre tuvo que enamorarse de verdad para abandonar su hogar y meterse en la Veta. Es lo que intento recordar cuando sólo veo en ella a una mujer que se quedó sentada, vacía y rota mientras sus hijas se convertían en piel y huesos. Intento perdonarla por mi padre, pero, para ser sincera, no soy de las que perdonan.

Glimmer unta el suave queso de cabra en las rebanadas de pan y coloca con cuidado una hoja de albahaca en cada una, mientras yo recojo bayas de los arbustos. Nos acomodamos en un rincón de las rocas en el que nadie puede vernos, y la rodeó con la cola, aunque tenemos una vista muy clara del valle, que está rebosante de vida estival: verduras por recoger, raíces por escarbar y peces irisados a la luz del sol. El día tiene un aspecto glorioso, de cielo azul y brisa fresca; la comida es estupenda, el pan caliente absorbe el queso y las bayas nos estallan en la boca. Todo sería perfecto si realmente fuese un día de fiesta, si este día libre consistiera en vagar por las montañas con Glimmer para cazar la cena de esta noche. Sin embargo, tendremos que estar en la plaza a las dos en punto para el sorteo de los nombres.

—¿Sabes qué? Podríamos hacerlo —dijo Glimmer en voz baja.

—¿Qué?

—Dejar el reino, huir y vivir en el bosque. Tú y yo podríamos hacerlo —no sé cómo responder, la idea es demasiado absurda —Si no tuviésemos tantos niños —Añadió ella rápidamente.

No son nuestros niños, claro, pero para el caso es lo mismo. Los dos hermanos pequeños de Glimmer y su hermana, y Finn. Nuestras madres también podrían entrar en el lote, porque ¿Cómo iban a sobrevivir sin nosotros? ¿Quién alimentaría esas bocas que siempre piden más? Aunque las dos cazamos todos los días, alguna vez tenemos que cambiar las presas por manteca de cerdo, cordones de zapatos o lana, así que hay noches en las que nos vamos a la cama con los estómagos vacíos.

—No quiero tener hijos —digo.

—Puede que yo sí, si no viviese aquí.

—Pero vives aquí —le recuerdo, irritada.

—Olvídalo.

La conversación no va bien. ¿Irnos? ¿Cómo iba a dejar a Finn, que es la única persona en el mundo a la que estoy segura de amar? Y Glimmer está completamente dedicada a su familia. Si no podemos irnos, ¿por qué molestarnos en hablar de eso? Y, aunque lo hiciéramos..., aunque lo hiciéramos..., ¿de dónde ha salido lo de tener hijos? Entre Glimmer y yo nunca ha habido nada romántico. Cuando nos conocimos, yo era una magicat flacucha de doce años y, aunque ella sólo era dos años mayor, ya parecía una mujer. Nos llevó mucho tiempo hacernos amigas, dejar de regatear en cada intercambio y empezar a ayudarnos mutuamente.

Además, si quiere hijos, Glimmer no tendrá problemas para encontrar con quien: es guapa, lo bastante fuerte como para trabajar en las minas y capaz de cazar. Por la forma en que las personas susurran cuando pasa a su lado en el colegio, está claro que la desean. Me pongo celosa, pero no por lo que la gente pensaría, sino porque no es fácil encontrar buenos compañeros de caza.

—¿Qué quieres hacer? —le pregunto, ya que podemos cazar, pescar o recolectar.

—Vamos a pescar en el lago. Así dejamos las cañas puestas mientras recolectamos en el bosque. Cogeremos algo bueno para la cena.

La cena. Después de la cosecha, se supone que todos tienen que celebrarlo, y mucha gente lo hace, aliviada al saber que sus hijos se han salvado un año más. Sin embargo, al menos dos familias cerrarán las contraventanas y las puertas, e intentarán averiguar cómo sobrevivir a las dolorosas semanas que se avecinan.

Nos va bien; los depredadores no nos hacen caso, porque hoy hay presas más fáciles y sabrosas. A última hora de la mañana tenemos una docena de peces, una bolsa de verduras y, lo mejor de todo, un buen montón de fresas. Descubrí el fresal hace unos años y a Glimmer se le ocurrió la idea de rodearlo de redes para evitar que se acercasen los animales.

De camino a casa pasamos por el Quemador, el mercado negro que funciona en un almacén abandonado en el que antes se guardaba carbón. Cuando descubrieron un sistema más eficaz que transportaba el carbón directamente de las minas a los trenes, el Quemador fue quedándose con el espacio. Casi todos los negocios están cerrados a estas horas en un día de cosecha, aunque el mercado negro sigue bastante concurrido. Cambiamos fácilmente seis de los peces por pan bueno y los otros dos por sal. Madam Razz, la anciana huesuda que vende cuencos de sopa caliente preparada en un enorme hervidor, nos compra la mitad de las verduras a cambio de un par de trozos de parafina. Puede que nos hubiese ido mejor en otro sitio, pero nos esforzamos por mantener una buena relación con Razz, ya que es la única que siempre está dispuesta a comprar carne de perro salvaje. A pesar de que no los cazamos a propósito, si nos atacan y matamos un par, bueno, la carne es la carne. Una vez dentro de la sopa, puedo decir que es ternera, dice Madam Razz, guiñando un ojo. En la Veta, nadie le haría ascos a una buena pata de perro salvaje, pero los Guardias Blancos que van al Quemador pueden permitirse ser un poquito más exigentes.

Una vez terminados nuestros negocios en el mercado, vamos a la puerta de atrás de la casa de la princesa para vender la mitad de las fresas, porque sabemos que le gustan especialmente y puede permitirse el precio. La hija de la princesa, Scorpia, nos abre la puerta; está en mi clase del colegio. Podría pensarse que, por ser la hija de la princesa, es una esnob, pero no, sólo es reservada, igual que yo. Además es enorme, y a veces les he escuchado decir que resulta intimidante, lo cual no puede estar más lejos de la verdad. Scorpia solo es tímida, y suele ser bastante amable. Como ninguna de las dos tiene un grupo de amigos, parece que casi siempre acabamos juntas en clase. Durante la comida, en las reuniones, cuando se hacen grupos para las actividades deportivas... Apenas hablamos, lo que nos va bien a las dos. Scorpia a veces parece querer hablar más conmigo, la miro fijamente esperando sus palabras, y nunca termina de decir nada.

Hoy ha cambiado su soso uniforme del colegio por un caro vestido floreado, y lleva el largo pelo blanco recogido en una trenza con un lazo rosa; la ropa de la cosecha.

—Bonito vestido —dice Glimmer.

Scorpia la mira fijamente, mientras intenta averiguar si se trata de un cumplido de verdad o de una ironía. En realidad, el vestido es bonito, aunque nunca lo habría llevado un día normal. Aprieta los labios y sonríe.

—Bueno, tengo que estar guapa por si acabo en Eternia, ¿no?

Ahora es Glimmer la que está desconcertada: ¿lo dice en serio o está tomándole el pelo? Yo creo que es lo segundo.

—Tú no irás a Eternia —responde Glimmer con frialdad. Sus ojos se posan en el pequeño adorno circular que lleva en el vestido; es de oro puro, de bella factura; serviría para dar de comer a una familia entera durante varios meses —¿Cuántas inscripciones puedes tener? ¿Cinco? Yo ya tenía seis con sólo doce años.

—No es culpa suya —intervengo. No es mi intención tomar lados, pero Glimmer no tiene que tomarsela contra Scorpia.

—No, no es culpa de nadie. Las cosas son como son —apostilla Glimmer.

—Buena suerte, Catra— dice Scorpia, con rostro inexpresivo y un inesperado abrazo, poniéndome el dinero de las fresas en la mano. A veces no sé cómo se las arregla con sus pinzas.

—Lo mismo digo —respondo, y se cierra la puerta.

Caminamos en silencio hacia la Veta. No me gusta que Glimmer la haya tomado con Scorpia, pero tiene razón, por supuesto: el sistema de la cosecha es injusto y los pobres se llevan la peor parte. Te conviertes en elegible para la cosecha cuando cumples los doce años; ese año, tu nombre entra una vez en el sorteo.

A los trece, dos veces; y así hasta que llegas a los dieciocho, el último año de elegibilidad, y tu nombre entra en la urna siete veces. El sistema incluye a todos los ciudadanos de los doce reinos de Etheria.

Sin embargo, hay gato encerrado. Digamos que eres pobre y te estás muriendo de hambre, como nos pasaba a nosotras. Tienes la posibilidad de añadir tu nombre más veces a cambio de teselas; cada tesela vale por un exiguo suministro anual de cereales y aceite para una persona. También puedes hacer ese intercambio por cada miembro de tu familia, motivo por el que, cuando yo tenía doce años, mi nombre entró cuatro veces en el sorteo. Una porque era lo mínimo, y tres veces más por las teselas para conseguir cereales y aceite para Finn, mi madre y yo. De hecho, he tenido que hacer lo mismo todos los años, y las inscripciones en el sorteo son acumulativas. Por eso, ahora, a los dieciséis años, mi nombre entrará veinte veces en el sorteo de la cosecha. Glimmer, que tiene dieciocho y lleva siete años ayudando o alimentando ella sola a una familia de cinco, tendrá cuarenta y dos papeletas.

No cuesta entender por qué se enciende con Scorpia, que nunca ha corrido el peligro de necesitar una tesela. Las probabilidades de que el nombre de la chica salga elegido son muy reducidas si se comparan con las de los que vivimos en la Veta. No es imposible, pero sí poco probable y, aunque las reglas las estableció Eternia y no los demás territorios ni, sin duda, la familia de Scorpia, es difícil no sentir resentimiento hacia los que no tienen que pedir teselas.

Glimmer es consciente de que su rabia no debería ir contra Scorpia.

Algunas veces, cuando estamos en lo más profundo del bosque, la he oído despotricar contra las teselas, diciendo que no son más que otro instrumento para fomentar la miseria en nuestro reino, una forma de sembrar el odio entre los trabajadores hambrientos de la Veta y los que no suelen tener problemas de comida, y, así, asegurarse de que nunca confiemos los unos en los otros. «A Eternia le viene bien que estemos divididos», me diría, si no hubiese nadie más que yo escuchándola, si no fuese día de cosecha, si una chica con un alfiler de oro y sin teselas no hubiese hecho lo que seguramente ella consideraba un comentario inofensivo.

Mientras caminamos, la miro a la cara, todavía ardiendo debajo de su expresión glacial; su ira me parece inútil, aunque no se lo digo. No es que no esté de acuerdo con ella, porque lo estoy, pero ¿de qué sirve despotricar contra Eternia en medio del bosque? No cambia nada, no hace que la situación sea más justa y no nos llena el estómago. De hecho, asusta a las posibles presas. Sin embargo, la dejo gritar; mejor hacerlo en el bosque que en Dryl.

Glimmer y yo nos dividimos el botín, lo que nos deja con dos peces, un par de hogazas de buen pan, verduras, un puñado de fresas, sal, parafina y algo de dinero para cada una.

—Nos vemos en la plaza —le digo.

—Ponte algo bonito —me responde, sin humor.

En casa, encuentro a mi madre y a mi hermana preparadas para salir. Mi madre lleva un vestido elegante de sus días de boticaria y Finn viste mi primer traje de cosecha: una falda y una blusa con volantes. A ella le queda un poco grande, pero mi madre se lo ha sujetado con alfileres; aun así, la blusa se le sale de la falda por la parte de atrás, justo encima de su pequeña y esponjosa cola rubia. Me recuerda más a un pato que a un gato.

Me espera una bañera llena de agua caliente. Me restriego para quitarme la tierra y el sudor de los bosques, e incluso me lavo el pelo. Veo, sorprendida, que mi madre me ha sacado uno de sus encantadores vestidos, una suave cosita roja con zapatos a juego.

—¿Estás segura?—le pregunto, porque intento evitar seguir rechazando su ayuda.

Antes estaba tan enfadada con ella que no le dejaba hacer nada por mí. Sin embargo, se trata de algo especial, porque le da mucho valor a la ropa de su pasado.

—Claro que sí, y también me gustaría recogerte el pelo —me responde. Le dejo secármelo, trenzarlo y colocármelo sobre la cabeza, con dos mechones sueltos frente a mis orejas. Apenas me reconozco en el espejo agrietado que tenemos apoyado en la pared.

—Estás muy guapa —dice Finn, en un susurro.

—Y no me parezco en nada a mí —respondo.

La abrazo, porque sé que las horas que nos esperan serán terribles para ella. Es su primera cosecha, aunque está lo más segura posible, ya que su nombre sólo ha entrado una vez en la urna; no le he dejado pedir ninguna tesela. Sin embargo, está preocupada por mí, le preocupa que ocurra lo inimaginable.

Protejo a Finn de todas las formas que me es posible, pero nada puedo hacer contra la cosecha. La angustia que noto en el pecho siempre que mi hermana sufre amenaza con asomar a la superficie. Me doy cuenta de que se le ha salido de nuevo la blusa por detrás y me obligo a mantener la calma.

—Arréglate la cola, patito —le digo, poniéndole de nuevo la blusa en su sitio.

—Cuac —responde Finn, soltando una risita.

—Eso lo serás tú —añado, riéndome también; ella es la única que puede hacerme reír así —Vamos, a comer —digo, dándole un besito rápido en la cabeza.

Decidimos dejar para la cena el pescado y las verduras, que ya se están cocinando en un estofado, y guardamos las fresas y el pan para la noche, diciéndonos que así será algo especial; de modo que bebemos la leche de la cabra de Finn, Lady, y nos comemos el pan basto que hacemos con el cereal de la tesela, aunque, de todos modos, nadie tiene mucho apetito.

A la una en punto nos dirigimos a la plaza. La asistencia es obligatoria, a no ser que estés a las puertas de la muerte. Esta noche los funcionarios recorrerán las casas para comprobarlo. Si alguien ha mentido, lo meterán en la cárcel.

Es una verdadera pena que la ceremonia de la cosecha se celebre en la plaza, uno de los pocos lugares agradables de Dryl. La plaza está rodeada de tiendas y, en los días de mercado, sobre todo si hace buen tiempo, parece que es fiesta. Sin embargo, hoy, a pesar de los banderines de colores que cuelgan de los edificios, se respira un ambiente de tristeza. Las cámaras de televisión, encaramadas como águilas ratoneras en los tejados, sólo sirven para acentuar la sensación.

La gente entra en silencio y ficha; la cosecha también es la oportunidad perfecta para que Eternia lleve la cuenta de la población. Conducen a los chicos de entre doce y dieciocho años a las áreas delimitadas con cuerdas y divididas por edades, con los mayores delante y los jóvenes, como Finn, detrás. Los familiares se ponen en fila alrededor del perímetro, todos cogidos con fuerza de la mano. También hay otros, los que no tienen a nadie que perder o ya no les importa, que se cuelan entre la multitud para apostar por quiénes serán los dos chicos elegidos. Se apuesta por la edad que tendrán, por si serán de la Veta o comerciantes, o por si se derrumbarán y se echarán a llorar. La mayoría se niega a hacer tratos con los mañosos, salvo con mucha precaución; esas mismas personas suelen ser informadores, y ¿quién no ha infringido la ley alguna vez? Podrían pegarme un tiro todos los días por dedicarme a la caza furtiva, pero los apetitos de los que están al mando me protegen; no todos pueden decir lo mismo.

En cualquier caso, Glimmer y yo estamos de acuerdo en que, si pudiéramos escoger entre morir de hambre y morir de un tiro en la cabeza, la bala sería mucho más rápida.

La plaza se va llenando, y se vuelve más claustrofóbica conforme llega la gente. A pesar de su tamaño, no es lo bastante grande para dar cabida a toda la población de Dryl, que es de unos ocho mil habitantes. Los que llegan los últimos tienen que quedarse en las calles adyacentes, desde donde podrán ver el acontecimiento en las pantallas, ya que el Estado lo televisa en directo.

Me encuentro de pie, en un grupo de chicos de dieciséis años de la Veta. Hay de todos tipos, ursidos, algunos otros felidae, canidae, incluso lagartos que la pasan fatal en invierno con la nieve y el frío, que casi nunca tienen la ropa adecuada para calentarse. Intercambiamos tensos saludos con la cabeza y centramos nuestra atención en el escenario provisional que han construido delante del Palacio, me esfuerzo por que mis orejas se queden erguidas y no aplastadas contra mi cabeza, como las de muchos otros. Allí hay tres sillas, un podio y dos grandes urnas redondas de cristal, cada una con la mitad de la población elegible escogida al azar. Me quedo mirando los papeles de las dos bolas de cristal: veinte de ellos tienen escrito con sumo cuidado el nombre de Catra Applesauce.

Dos de las tres sillas están ocupadas por la Princesa Ash (Una de las madres de Scorpia, una mujer enorme y de cabello negro) y Castaspella White, la acompañante de Dryl, recién llegada de Eternia, con su aterradora sonrisa blanca, el pelo azul y un traje verde primavera. Las dos murmuran entre sí y miran con preocupación el asiento vacío.

Justo cuando el reloj da las dos, la princesa sube al podio y empieza a leer. Es la misma historia de todos los años, en la que habla de la creación de Etheria, el país que se levantó de las cenizas de un lugar antes llamado Despondos. Enumera la lista de desastres, las sequías, las tormentas, los incendios, los mares que subieron y se tragaron gran parte de la tierra, y la brutal guerra por hacerse con los pocos recursos que quedaron después del desastre con las piedras rúnicas de cada reino. El resultado fue Etheria, la reluciente capital, Eternia, rodeada por trece reinos subyugados, que llevó la paz y la prosperidad a sus habitantes. Entonces llegaron los Días Oscuros, la rebelión de los reinos contra Eternia. Derrotaron a doce de ellos y aniquilaron al decimotercero. El Tratado de la Traición nos dio unas nuevas leyes para garantizar la paz y, como recordatorio anual de que los Días Oscuros no deben volver a repetirse, nos dio también los Juegos del Hambre.

Las reglas de los Juegos del Hambre son sencillas: en castigo por la rebelión, cada uno de los doce reinos restantes debe entregar a dos chicos, llamados tributos, para que participen. Los veinticuatro tributos se encierran en un enorme estadio al aire libre en el que puede haber cualquier cosa, desde un desierto abrasador hasta un páramo helado. Una vez dentro, los competidores tienen que luchar a muerte durante un periodo de varias semanas; el que quede vivo, gana.

Tomar a los chicos de nuestros reinos y obligarlos a matarse entre ellos mientras los demás observamos; así nos recuerda Eternia que estamos completamente a su merced, y que tendríamos muy pocas posibilidades de sobrevivir a otra rebelión. Da igual las palabras que utilicen, porque el verdadero mensaje queda claro: «Miren cómo nos llevamos a vuestros hijos y los sacrificamos sin que puedan hacer nada al respecto. Si levantan un solo dedo, los destrozaremos a todos, igual que hicimos con el Reino Escorpión».

Para que resulte humillante además de una tortura, Eternia exige que tratemos los Juegos del Hambre como una festividad, un acontecimiento deportivo en el que los reinos compiten entre sí. Al último tributo vivo se le recompensa con una vida fácil, y su reino recibe premios, sobre todo comida. Eternia regala cereales y aceite al reino ganador durante todo el año, e incluso algunos manjares como azúcar, mientras el resto de nosotros luchamos por no morir de hambre.

—Es el momento de arrepentirse, y también de dar gracias —recita la princesa con voz sin emoción.

Después lee la lista de los habitantes de Dryl que han ganado en anteriores ediciones. En setenta y cuatro años hemos tenido exactamente dos, y sólo uno sigue vivo: Shadow Weaver, una mujer desastrosa, delgada, con la cara hundida y llena de cicatrices, en estos momentos, aparece berreando algo ininteligible, se tambalea en el escenario y se deja caer sobre la tercera silla. Dicen que antes era hermosa. Está borracha, y mucho. La multitud responde con su aplauso protocolario, pero la mujer está aturdida e intenta darle un gran abrazo a Castaspella White, que apenas consigue zafarse.

La princesa Ash parece angustiada. Como todo se televisa en directo, ahora mismo Dryl es el hazmerreír de Etheria, y ella lo sabe. Intenta devolver rápidamente la atención a la cosecha presentando a Castaspella White.

La mujer, tan alegre y vivaracha como siempre, sube a trote ligero al podio y saluda con su habitual:

—¡Felices Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte esté siempre, siempre de su parte!

Seguro que su pelo azul es una peluca, porque tiene los rizos algo torcidos después de su encuentro con Shadow Weaver. Empieza a hablar sobre el honor que supone estar allí, aunque todos saben lo mucho que desea una promoción a un reino mejor, con ganadores de verdad, en vez de borrachos que te acosan delante de todo el país.

Localizo a Glimmer entre la multitud, y ella me devuelve la mirada con la sombra de una sonrisa en los labios. Para ser una cosecha, al menos estaba resultando un poquito divertida. Pero, de repente, empiezo a pensar en Glimmer y en las cuarenta y dos veces que aparece su nombre en esa gran bola de cristal, y en cómo la suerte no está siempre de su parte, sobre todo comparado con muchos de los chicos. Y quizá ella esté pensando lo mismo sobre mí, porque se pone seria y aparta la vista.

No te preocupes, hay mil papeletas, desearía poder decirle.

Ha llegado el momento del sorteo. Castaspella White dice lo de siempre, «¡Buena suerte al primer Tributo!», y se acerca a la urna de cristal con los nombres de la primer mitad al azar. Mete la mano hasta el fondo y saca un trozo de papel. La multitud contiene el aliento, se podría oír un alfiler caer, y yo empiezo a sentir náuseas y a desear desesperadamente que no sea yo, que no sea yo, que no sea yo.

Castaspella White vuelve al podio, alisa el trozo de papel y lee el nombre con voz clara; y no soy yo.

Es Finn Applesauce.


Me levanto temprano, a pesar de que es una de las pocas mañanas que podría estar hasta tarde en la cama. La verdad es que no solo la fuerza de la rutina me despierta temprano, pues como hija del panadero, debo ayudar incluso antes de ir al colegio. No, no es solo la rutina. Hoy es día de Cosecha.

No la cosecha que nos provee de trigo y otros granos, de los que depende toda mi familia, si no de la cosecha de los niños de Dryl, nuestro pequeño rincón del mundo.

Estoy inquieta y no puedo quedarme en la cama, así que salgo incluso antes de que el sol se levante, a correr y quemar un poco de la ansiedad. Cuando regreso para ayudar a mi padre con los hornos, alcanzo a ver a una chica que regularmente viene a intercambiar carne fresca por pan recién horneado. Le acepto la ardilla a cambio de una hogaza que me da mi padre, y es una pieza bastante buena. Pero a mi no me molesta, porque es muy seguro que Catra lo pruebe. Las personas dicen que esta chica es bonita, y creo que podría coincidir, pero lo que más me llama la atención de ella, es su amiga, Catra.

Las dos son tan valientes y hábiles, para ir a los bosques y adentrarse más allá de la seguridad de la alambrada. Es una lástima que sea ella, y no Catra, quien viniera a hacer el intercambio de hoy. Me habría encantado poder ver a Catra antes de la Cosecha. Se aleja de mi puerta, apenas intercambiamos las palabras necesarias para el trueque, algún saludo incómodo y cruza entre los jardines de las casas del resto de los comerciantes hacia el frente de la calle, a donde está la plaza central y los escaparates del resto de comercios. A su encuentro, en los bosques, seguramente.

Me cambio la remendada playera sudada por algo limpio y me arremango las mangas, en mis brazos se pueden ver pequeñas cicatrices de quemaduras, pues uno no pasa su vida atendiendo fuegos sin probar su mordida de vez en vez. Debo decir que el dolor de una quemadura es menos intenso, y dura menos también, que el dolor de un golpe de mi madre. Así que trabajo con gusto con mi padre en la mañana, mientras mis hermanos y mi mamá siguen dormidos. Hoy no se abre la panadería, pero siempre hay tiempo de preparar masa y poner a fermentar la levadura.

Después de trabajar hasta media mañana con mi padre, se empiezan a escuchar más pasos por la casa, así que mi madre ya debe de estar despierta y preparando el desayuno. Termino de acomodar sacos de carbón y harina, y después de lavarme las manos y el rostro del sudor, me siento a nuestra mesa, es de buena madera, pero está gastada, como todo lo demás que tenemos.

Solo uno de mis hermanos ha bajado ya también, Adam. En realidad, somos gemelos. No nos miramos ningún momento a los ojos. Todo está en un silencio mucho más denso de lo normal. No somos una gran familia feliz, pero hay quien lo tiene peor. Adrien, mi otro hermano mayor, nos lleva tres años, así que ha pasado su tiempo. Adrien ya no es elegible para la cosecha. Este es nuestro penúltimo.

Tenemos suerte.

Nadie de nuestra familia, ni mis padres, han tenido que pedir las horribles teselas. Ni una vez. Ahora mi nombre estará cinco veces en la urna, y el de Adam igual. El riesgo es mínimo. Pido porque a ninguno de los dos nos toque la falta de suerte. Y de todos modos, no puedo mirarlo a la cara tampoco. Nadie de nuestro reino ha ganado en casi 25 años.

Nuestro desayuno es café endulzado con sorgo, porque el azúcar es para las tartas y otros panes. Lo acompañamos con un pan blanco de hace tres días que empieza a ponerse duro. Mi padre ha limpiado y fileteado la ardilla ante la cara fruncida de mi madre. No entiendo su problema. Es buena carne. Fríe las pequeñas lonchas con su propia grasa y un olor apetitoso llena la pequeña cocina que tenemos en el piso de arriba de la panadería, y más arriba están las habitaciones; una para mis padres, otra para Adrien y otra para Adam y yo.

Nos comemos los pequeños filetes, menos mi madre, como si fueran tocino con el pan y un poco de queso y es el mejor desayuno que he tenido en días, a pesar de todo. Cuando terminamos es casi medio día y subo a mi habitación a ducharme rápido en el agua fría y ponerme vieja ropa de gala de mi padre, porque la ropa de mamá ya no me queda.

Puedo ver por la ventana con cortinas amarillentas y raídas que la plaza se va llenando poco a poco con toda la gente de nuestro reino. También puedo ver los últimos preparativos y las plataformas donde la gente importante y los dos tributos tendrán que posar frente a las cámaras y todo el mundo antes de desaparecer en el tren.


Notas de la Autora.

¿Qué tal?

No sé cómo será recibido, pero ahí está. Y es solo un teaser. Subiré los siguientes cuatro capítulos los siguientes días, para subir el quinto el 17 de nov. Solo les hace falta otra revisada.

Según yo tenía mucho por decir pero ya no recuerdo o.o

Así que gracias por las vistas uwu