13 de septiembre, 1845; Dublín, Irlanda.
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A pesar del paso torticero al que la había mantenido durante la gran parte del camino, Inglaterra consideró adecuado el acelerar su trote a poca distancia de la verja. Ella chasqueó la lengua para que Aoife fuese un poco más rápido, aunque sus ganas no quitaban el hecho de que sus patas fuesen mucho más cortas que las del purasangre.
Inglaterra fue el primero en detenerse y bajarse del caballo, para después aproximarse a la valla y quitar el candado. Una vez que las puertas estuvieron completamente abiertas, Inglaterra volvió a sujetarse de la silla para subirse y avanzar hacia la pequeña plazoleta que precedía a la entrada.
Irlanda observó la fachada de su supuesto hogar, constituida por piedra de superficie uniforme y un tono blanco roto. La puerta, con una forma rectangular, se encontraba resguardada debajo de un pequeño soportal de poca longitud rodeado por dos grandes ventanas con una cuadrícula blanca. En el piso superior, tres ventanales colocados simétricamente respecto a las tres estructuras en el inferior, que terminaba coronado por un frontón que sobresalía entre las tejas oscuras.
A ambos lados de aquella estructura la pared se curvaba y la piedra era reemplazada casi por completo por cristal, hasta tal punto que le permitía observar un pequeño escritorio, un sofá y unas librerías empotradas en la pared del fondo a mano izquierda.
Todo envuelto por aquellas horribles paredes verdes.
Se quedó tan absorta que Aoife terminó por ponerse en marcha sin contar con sus indicaciones, e Irlanda puso los ojos en blanco cuando la yegua justo decidió detenerse junto al alazán.
Aunque, para ese momento, Inglaterra ya había descabalgado y se encontraba lidiando con el candado de la puerta.
La yegua sacudió su cuello, e Irlanda le dio unos cuantos golpecitos antes de descender y dirigirse hacia la puerta abierta. Cuando ella atravesó el umbral, Inglaterra la esperaba en el vestíbulo de espaldas con sus brazos cruzados y ojos fijos en el techo.
Ya se había quitado la chaqueta y la había dejado sobre el perchero a su costado derecho, quedándose con una camisa blanca y los tirantes de los pantalones. Irlanda pudo apreciar las grandes manchas bajo sus brazos, aunque se abstuvo de comentar nada al respecto mientras ponía los ojos en blanco.
—¿Acaso esto no es suficiente para ti? —cuestionó él entre dientes, y el simple hecho de escuchar su voz hizo que Irlanda enterrase sus uñas en sus palmas—. ¿Sabes cuánto me ha costado esta casa, y más teniendo en cuenta que está construida desde cero? ¿Sabes lo que ocurre cuando llego aquí y me encuentro la puerta cerrada, y cuando le pregunto al Lord Teniente resulta que es que te fuiste como una fugitiva en mitad de la noche hace más de un año? ¿Que resulta que tengo que recorrer medio territorio asalvajado en tu busca? —Se giró hacia ella con el ceño fruncido—. Tengo muchas responsabilidades; muchas preocupaciones, y tú me dijiste que no ibas a ser una de ellas.
—Creo que debería preocuparte más lo que pudiste ver en los campos.
Inglaterra puso sus ojos en blanco y se aproximó a ella con la mano derecha cerrada en un puño.
—Si me diesen un penique por cada vez que han fallado tus cosechas, tendría suficientes para llenar infinitas botellas de brandy —masculló antes de sujetar su brazo y presionarlo entre sus dedos.
Irlanda se zafó de su agarre con un tirón y dio un paso atrás. Se tropezó entonces con la mesa junto al ventanal, y necesitó recuperar el equilibrio en el alféizar de la ventana. Inglaterra soltó un bufido, e Irlanda frunció su ceño.
—Esto es diferente. ¿Acaso tú no te has dado cuenta del olor que desprendían todos los campos que hemos recorrido por el camino? ¿Acaso tú no has visto las hojas y las patatas? Están podridas. —Volvió a caminar hacia él, e Inglaterra inspiró hondo—. Hay una plaga.
Su hermano sacudió la cabeza y chasqueó la lengua.
—No seas exagerada, Irlanda —gruñó—. Que las tres patatas que tú hayas sacado de la tierra estén podridas no significa que esos desgraciados se vayan a morir de hambre. Todos los reportes apuntan a que no hay de qué preocuparse, y yo no voy a ser quien exagere una situación porque a ti te dé la gana. —Dirigió sus ojos de nuevo hacia sus faldas—. Y cámbiate ese vestido roído, por lo que más quieras. Me gustaría que estuvieses presentable para cuando lleguen.
Irlanda frunció su ceño y despegó los labios, aunque Inglaterra se giró sobre sus talones para darle la espalda y se fue hacia el salón por la puerta de la izquierda, cerrándola en el proceso. Ella inspiró hondo y se abstuvo de expresar en voz alta lo que estaba pensando en esos instantes.
Sería lo que le faltaba.
Dirigió sus ojos hacia la puerta de madera blanca y pudo ver a través de los fragmentos de cristal incrustados cómo Inglaterra se acomodaba en el sofá de color azul intenso, colocaba un brazo por encima del respaldo, se cruzaba de piernas y prendía la pipa entre sus labios. Irlanda apretó sus puños y sintió ganas de estamparlos contra el cristal, pero inspiró hondo y se guardó sus palabras para sí misma.
Giró su cabeza hacia las escaleras, de una madera completamente blanca aunque con ciertas hendiduras oscuras, y comenzó a avanzar hacia ellas. Aceleró su ritmo al captar aquella mezcla de olores azucarados, picantes y amaderados, hasta tal punto que se clavó uno de los escalones en la espinilla y siseó antes de sobarse la zona durante unos míseros instantes y apresurarse a subirlas.
Con suerte, las faldas acolcharían el golpe.
En cuanto llegó al piso superior lo recorrió con presteza, acompañada por el crujir de la madera bajo sus botas, hasta llegar a la puerta de su habitación. Al envolver el pomo con sus dedos y girar su muñeca, soltó un gruñido.
—Serás bastardo…
Afortunadamente, la puerta se abrió poco después. Irlanda clavó sus talones para evitar caerse, y en cuanto entró se apresuró a cerrar la puerta. Lástima que no hubiese opción de bloquearla con llave. Luego, recorrió los alrededores de la cama y abrió la ventana, para después extraer su cabeza, cerrar sus ojos e inspirar hondo.
Cuando por fin el olor se disipó, ella se sintió libre de despegar sus párpados y, al alzar su mirada hacia el cielo, apreció una gran silueta de un ave negra por debajo de los nubarrones. El graznido que resonó por el espacio despejó sus dudas.
Ella se mordió el labio inferior y parpadeó para tratar de mitigar el picor de sus ojos.
La caída de varias gotas sobre su nariz y coronilla le obligaron a volver al interior. Giró su cabeza hacia su espalda para localizar el colchón, con aquella horrible manta de un tono verde chillón, y dejarse caer sobre él sin incidentes.
Irlanda extrajo el grueso paño y se limpió la cara con él antes de que su atención fuese captada por la torna de hilar cercano a la ventana y a un pequeño sillón con tapicería roja. Ella se puso en pie y puso sus dedos sobre la rueda de madera para hacerla girar sin ningún problema.
Ella bufó.
—Por lo menos podrías haber puesto algo de lino.
Depositó el paño sobre la rueca y se aproximó a la mesa, con la superficie de madera clara algo desgastada pese al poco uso que le había dado. Dio un pequeño paso en dirección al mueble y coló sus dedos en la clavija del cajón, aunque, al tirar de él, encontró su interior completamente vacío.
Irlanda lo cerró con cierta brusquedad, a la vez que las lluvias seguían su ejemplo.
¿En qué momento había permitido que Inglaterra se pusiese a fumar en su despacho?
Ella suspiró y con sus dedos comenzó a desatar el nudo del tartán, para después dejarlo sobre el colchón. A continuación, rodeó la cama hacia el otro lado, en el que se alzaba un armario de cuerpo oscuro y una de sus puertas de tonalidad mucho más clara permanecía entreabierta.
Tiró de la clavija para encontrarse con apenas dos vestidos de manga larga, ambos de diferentes tonalidades de verde. Irlanda resopló, aunque no tardó en seleccionar el de la izquierda, que tenía el cuello más cerrado de los dos —pese a que la apertura estaba a punto de llegar hasta sus hombros y dejar el escote al descubierto—, y la falda completamente lisa.
Además de la escasez de adornos.
Ella lo dejó sobre la cama para encaminarse hacia la ventana, por la que las gotas estaban comenzando a manchar la superficie de su mesa y la rueca, y la cerró con pestillo incluido. Irlanda intentó resistir sus ganas de inspirar hondo y se tapó la boca con la manga para retornar hacia el vestido.
Sus ojos barrieron la habitación, aunque no pudo encontrarse reflejada en nada salvo en el cristal de la ventana, cubierto de pequeñas gotas que dejaban trazos irregulares al discurrir por su superficie.
Tendría que bastarle.
Se quitó la manga y se puso de espaldas al cristal. Sus manos palparon su torso hasta encontrar los lazos y comenzar a deshacerlos con cierta dificultad. Por unos cuantos instantes, su única compañía fueron su respiración entrecortada y el golpeteo continuo de la lluvia sobre el cristal y las tejas, hasta que logró deshacer cada uno de los lazos y aflojarlo para que el vestido cayese al suelo.
Apenas tuvo un momento para recuperar el aliento antes de recogerse los rizos en una coleta improvisada, hacerlos caer sobre su pecho e introducirse en el vestido por la cabeza. Afortunadamente, apenas había obstáculo para el paso de la cintura. Una vez que hubo terminado de acomodarse las mangas y atarse los lazos en su espalda, pudo captar la mezcla de olores azucarados, picantes y amaderados mucho más intensos.
No pasaron apenas dos segundos antes de que se escuchasen dos golpes sobre la madera.
Y ella no pudo siquiera despegar sus labios antes de que el pomo se girase e Inglaterra se asomase. Irlanda se estremeció cuando el frío picó distintos puntos de su espalda, y en cuanto sus ojos se fijaron en ella, una de sus comisuras se elevó. Ella sintió ganas de escupirle, aunque se limitó a apretar sus puños y presionar sus labios.
—Bienvenida de vuelta a la civilización, hermana. —Abrió por completo la puerta y le hizo un gesto hacia el exterior—. Vamos, bajemos para recibir a tu servicio, que estará al llegar pese a las lluvias. Y no te vendría mal el preparar un té para adquirir por fin costumbres de anfitriona. Es algo que apreciaría bastante todo el mundo.
Cuando vio que no tenía ningún afán de moverse, su hermano suspiró, se adentró en la habitación y extendió su brazo hasta alcanzar el suyo. Irlanda tuvo que morderse el labio inferior hasta que un sabor metálico invadió su boca para evitar reaccionar de otra manera.
Inglaterra presionó sus dedos contra su brazo hasta que la sacó de la habitación y la empujó hacia delante. Ella logró clavar sus talones en el suelo para evitar caerse y se volvió hacia él con su ceño fruncido y puños apretados.
Él osó suspirar y sacudir su cabeza.
Irlanda inspiró hondo y se giró en dirección a las escaleras. En cuanto se alejó de él, la mezcla de olores se disipó, y ella se permitió relajarse mientras posaba sus manos en las barandas de las escaleras antes de disponerse a bajar por ellas. Su paso se fue acelerando conforme iba escuchando los pasos a sus espaldas, y se detuvo nada más entrar en la habitación de la que le había privado antes.
Arrugó la nariz al captar la mezcla, aunque aquel no era el momento.
Justo cuando dirigió su mano hacia el pomo de la puerta y comenzó a atraerla hacia sí, el timbre resonó en el espacio. Inglaterra entró en su campo de visión al cruzar el vestíbulo, con su barbilla alzada y sus manos por detrás de su espalda.
Irlanda resopló y soltó el pomo, para después atravesar el umbral de la entrada con desgana.
En cuanto Inglaterra abrió la puerta, Irlanda se encontró con una mujer de cabellos blanquecinos y ojos claros, que llevaba un vestido de un color oscuro de cuello alto, una chaqueta de punto con detalles de flores cosidas y un sombrero con un pequeño lazo. Inglaterra y ella compartieron una breve sonrisa cordial cuando este le hizo un gesto con la mano hacia el interior, aunque, al detenerse tras dar el primer paso, sus ojos se fijaron de inmediato en ella y sus comisuras parecieron decaer.
—Señora Pots, le presento a mi hermana, Kathleen. —Inglaterra se interpuso entre las dos e Irlanda tuvo que clavarse las uñas en las palmas para evitar arrugar la nariz—. Puede ver de lo que le estaba hablando, ¿cierto?
La mujer la miró de pies a cabeza antes de bufar, girar su rostro hacia su hermano y asentir repetidas veces.
—Pero no se preocupe, Lord Kirkland, la prepararemos. Las chicas y el sastre, aunque ahora no hayan podido venir, se ocuparán del vestido.
Irlanda parpadeó antes de cruzarse de brazos.
—¿Qué vestido?
Inglaterra chasqueó su lengua y llevó su mirada hacia ella.
—Un vestido mucho más presentable y adecuado para Londres, por supuesto.
—¿Londres? —Ella se permitió poner sus brazos en jarras y elevar un poco el tono—. No puedes hacer eso.
Él la miró de reojo antes de torcer el gesto.
—Nos iremos una vez que esté terminado —añadió.
Hubo un brillo en sus ojos que causó que el corazón de Irlanda comenzase a latir con fuerza.
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15 de septiembre, 1845; Dublín, Irlanda.
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A pesar de que toda la noche había procurado tener sus ojos cerrados, estos ardieron en cuanto se vio obligada a abrirlos ante los golpes en su puerta. No tardó demasiado en volver a sellar sus párpados, aunque tuvo que despegarlos cuando la persona en el otro lado pasó a aporrear la superficie de madera.
Resopló y se forzó a incorporarse pese al dolor de sus vértebras y pulmones, para después sentarse en el borde del colchón.
Se restregó los ojos mientras gruñía por los consecuentes golpes.
—Ya voy —masculló.
Saltó del colchón, se recogió los extremos del chal sobre sus hombros y caminó hacia la puerta arrastrando los pies, para después quitar el pestillo, girar el pomo y tirar de la puerta hacia sí. Como podía haberse esperado, la señora Pots la miraba con uno de sus brazos en jarras y el ceño fruncido.
—Lady Kathleen, te dije que tenías que estar ya para estas horas en la habitación contigua —le reprendió la anciana—. Tengo que seguir preparando tu cabello, y no es tarea sencilla.
Irlanda resopló y, tras varios segundos con sus ojos fijos en los de la mujer, terminó por despegar la madera del umbral y salir de la habitación en dirección a la siguiente puerta que tuvo en su camino. A pesar de que hacía unos días había sido un depósito de polvo, lleno de una infinidad de baúles cuyo contenido ella desconocía, se había transformado en una sala con un gran ventanal y un tocador colocado de medio lado respecto a él.
La señora Pots le dio un ligero empujón en su hombro, y ella inspiró hondo. Nada más adentrarse en la habitación, pudo apreciar por el rabillo del ojo a un hombre encorvado sobre una maleta abierta en el extremo. Tenía unas pequeñas gafas circulares y cabello blanquecino, y la delgada cinta métrica que tenía entre sus manos le permitió reconocer su papel en aquello de inmediato.
Irlanda se dejó caer sobre la silla frente al tocador, cuya superficie aprovechó para apoyar sus codos, encorvarse y restregarse los ojos antes de que la señora Pots le pusiese las manos sobre los hombros y la obligase a enderezarse.
Ella resopló, pero se forzó a inspirar hondo a la vez que la anciana recogía su cabello entre sus dedos con ligeros tirones. Después del día anterior, se negaba a pensar que aquellos fuesen simples accidentes.
La señora Pots chasqueó la lengua mientras extendía un brazo hacia el tocador para recoger el cepillo de su superficie. Sus labios fruncidos y cejas enarcadas se reflejaban en el espejo del mueble.
—El pelo vuelve a estar tan enmarañado como ayer. —El primer paso del cepillo desde su coronilla a sus puntas tiró de ella hacia atrás y le hizo presionar sus uñas contra la tela que cubría sus piernas, y los siguientes no fueron mucho mejores. La señora Pots inspiró hondo antes de que sus ojos claros reflejados en el cristal pareciesen posarse sobre los suyos—. Lord Kirkland ha dicho que hoy tienes que quedar preparada para cuando llegue de hablar con el Lord Teniente, así que nos espera una mañana intensa.
A continuación, murmulló algo por lo bajo que Irlanda decidió obviar.
La mujer no dijo palabra alguna durante lo que le parecieron horas, aunque no necesitaba hacerlo con los tirones que pegaba cada vez que uno de sus rizos se enganchaba en las cerdas del cepillo. Irlanda suspiró y centró sus ojos en su reflejo.
De inmediato arrugó la nariz al apreciar las bolsas debajo de sus ojos y el principio de sus cejas hundido plenamente en su ceño y ocasionando arrugas en su frente, además del escaso contraste de las pecas alrededor de su rostro en su nariz, y decidió que el tocador era mucho más merecedor de su atención.
Pudo apreciar varios cepillos que tenían mechones anaranjados, unas cuantas tiras de tela teñidas de un verde intenso y un papel sobre el que reposaba un dibujo de un rostro a carboncillo. Irlanda se sintió libre de recogerlo de la superficie y levantarlo hacia ella.
A pesar de la falta de colores, Irlanda pudo reconocer a Bélgica en la ilustración, con la cabeza ligeramente ladeada, sus ojos redondeados, mejillas coloreadas de un tono más oscuro y labios curvados en una sonrisa. Ella se había adscrito desde hacía bastante a rularse el cabello, con el fin de crear una especie de tirabuzón desde la altura de sus orejas hasta las puntas que se mantenía gracias a aquellos lazos.
Ella puso sus ojos en blanco.
—Eso es lo que Lord Kirkland me ha encargado para tu cabello. Por más imposible que parezca —añadió la señora Pots mientras Irlanda dejaba el dibujo de nuevo sobre el tocador. Un escalofrío recorrió su columna vertebral cuando pudo apreciar el filo de unas tijeras justo debajo. La anciana no tardó en seguir la dirección de sus ojos y ahogar una pequeña carcajada—. Esa sería una opción mucho más fácil, pero Lord Kirkland dice que no quiere llegar al punto de ponerte una peluca.
—¿Y por qué las tijeras están aquí? —Intentó que su voz no imitase el temblor de sus manos.
La señora Pots se encogió de hombros.
—Porque no me ha dicho que lo descartemos si no nos permites actuar.
Irlanda se mordió el labio inferior a la vez que entrelazaba sus dedos sobre su regazo. Su corazón se aceleró, y la comisura de la anciana pareció alzarse, aunque no había forma de estar segura con tanta arruga.
Tras varios segundos forzando su vista hacia la ventana que quedaba a sus costados, ella terminó por cerrar sus ojos e inspirar hondo para rezar una pequeña oración en la única intimidad que se podía permitir. Pese a que los tirones del cepillo se incrementaron en cantidad y fuerza durante los primeros instantes, Irlanda consiguió obviarlos.
Apenas supo cuánto tiempo había pasado antes de sobresaltarse al sentir algo frío rodeando su brazo izquierdo.
Ella abrió sus ojos y giró su cuello hacia uno de sus costados, pudiendo captar justo el momento en el que el sastre retiraba la cinta métrica de su piel e inclinaba la cabeza.
—Mis disculpas, señora. Pretendía agilizar mi trabajo y evitar incomodarla lo máximo posible. —La sonrisa del sastre y la manera en la que su lengua hacía resaltar las consonantes ocasionaron que Irlanda relajase sus hombros y se esforzase por devolverle el gesto, aunque que las comisuras del hombre terminasen por tensarse fue muy revelador—. Me gustaría tomarle las medidas cuanto antes, y más después de las prisas de su hermano, así que…
La señora Pots atrajo su atención con un chasquido de su lengua.
—Lord Kirkland ha recalcado bastante que lo primero es el cabello, por lo que puedes ir tomando las otras medidas que sean necesarias.
La anciana puso sus manos sobre las sienes de Irlanda y la obligó a enfrentarse de nuevo al espejo. Ella gruñó, aunque tras unos cuantos tirones terminó por inspirar hondo y dejar su peso sobre el respaldo de su asiento.
—Si me disculpa, nada es más importante que los hombros y la cintura, y serán unos cuantos instantes pero que me permitirán ponerme con el vestido… —El hombre empezó un silencio repentino que él mismo interrumpió con un suspiro—. Por favor.
—Primero tengo que terminar con esto.
El hombre chasqueó la lengua, e Irlanda pudo apreciar en el espejo cómo les daba la espalda y se dirigía hacia la esquina de la habitación. Una vez que se hubo agachado, su propio cuerpo le impidió ver sus acciones, aunque el conjunto estridente de sonidos que lo continuó no le permitió tener demasiadas dudas al respecto.
Cuando volvió a ponerse en pie, la señora Pots había dejado el cepillo a un lado y estaba reuniendo todo el cabello que le caía por la espalda en una coleta. El sastre aprovechó ese respiro para aproximarse a ella y ofrecerle su mano, sobre la que tenía un recuadro de tela de un verde tan intenso como el de los lazos sobre el tocador.
—¿No le resulta bonito, señora? —le preguntó el hombre, con una sonrisa de oreja a oreja—. Conjunta con sus ojos.
Irlanda frunció sus labios.
—Su hermano ha hecho una gran elección, sin duda. —La señora Pots le impidió siquiera preparar su respuesta—. A muchas nos hubiese gustado tener un familiar que nos tuviese tanto aprecio como para permitirnos tantos lujos. —Ella se rio entre dientes—. Es una pena que no se muestre gratitud al respecto.
Sus ojos se cruzaron por un instante con los del sastre.
Este presionó sus labios.
Irlanda se miró las palmas de las manos y pudo percibir cuatro marcas rojas en la parte inferior de cada una, aunque terminó por inspirar hondo.
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En cuanto ella empezó a bajar por la escalinata hacia el patio trasero, Aoife separó sus belfos del pasto, alzó la cabeza y relinchó con suavidad. Una vez que Irlanda hubo llegado a la base de los escalones, la yegua ya había llegado a su lado y ella pudo acariciarle el cuello.
A pesar de la poca anchura de la falda del vestido por lo grueso de sus telas, Irlanda se sujetó a sus crines y se subió a la yegua con presteza. Esta sacudió su cabeza y giró su cuello en dirección a la puerta por la que ella acababa de salir, e Irlanda se vio obligada a seguir su mirada.
El sastre, con su maletín en mano, bajaba las escaleras a una gran velocidad, hasta el punto de que ella no dudó que fuese a tropezarse en el camino.
Se detuvo justo delante del morro de la yegua mientras intentaba detener sus jadeos.
—S-Señora…
Ella frunció sus labios e inspiró hondo.
—¿Qué ocurre?
—La señora Pots me ha dicho que no se le permite salir de esta casa.
Ella resopló y dirigió sus ojos hacia el frente.
—¿Y has venido aquí para detenerme?
Pudo detectar por el rabillo del ojo cómo el hombre negaba con la cabeza, y ella volvió a girar su cuello hacia él con el ceño fruncido. El sastre se pasó la mano por el pelo.
—Quería disculparme. Necesitaba este trabajo, y…
Irlanda alzó su mano y consiguió detenerle, aunque este arqueó ligeramente una ceja.
—No hace falta.
Aun así, el hombre posicionó su mano sobre su pecho.
—Pero también quiero decirle que me aseguraré de que este sea un vestido digno de su persona. Porque es un gran honor trabajar para usted, señora, incluso en estas…
—No hace falta —gruñó, con un tono más elevado de lo que le hubiese gustado. El hombre abrió sus ojos de una manera desorbitada, e Irlanda se mordió el labio inferior—. De verdad, no hace falta que te preocupes demasiado por él. Tú solo céntrate en hacer tu trabajo para que sea satisfactorio y mi hermano no se desespere y te pague. —Soltó un resoplido para sí misma—. Sobre todo, trata de que no se desespere.
El hombre agachó la cabeza y, aunque inspiró hondo y despegó sus labios, de ellos no salió palabra alguna más allá de un murmullo tan efímero que apenas pudo procesar. A continuación, se giró sobre sus talones y comenzó a subir los escalones hacia la casa.
Irlanda suspiró y volvió a azuzar a Aoife, con la suerte de que esa vez la yegua comenzó un paso que se transformó de inmediato en un trote ligero. A pesar de que en un principio no tenía un rumbo completamente pensado, terminó siguiendo el aroma a humedad que le traía el ligero viento que se había levantado.
No tardó en alcanzar las orillas del caudaloso río Liffey, que siguió hasta abandonar la abundante vegetación y que los cascos de Aoife comenzaran a golpear el pavimento a sus alrededores. En ese instante, ella tiró de las crines de la yegua para que ralentizase el paso y pudiese imitar el de los caballos que tiraban del carro justo a su lado.
Aoife resopló, aunque la obedeció y bajó hacia la calzada de piedras para recorrer la calle principal al paso. A sus costados, bloques de ladrillos oscuros con ventanas minimizadas y puertas de diversos colores precedidas por unas escaleras blanquecinas. Ella las observó con atención, a pesar de que sabía que su destino no se encontraba entre ninguna de estas.
Por las aceras circulaban una gran multitud de viandantes, ajenos a cualquier cosa que ocurriese en el resto de la isla; mujeres que llevaban vestidos estrafalarios de toda clase de tonos brillantes y hombres con chaquetas y bombines de colores más oscuros. Irlanda buscó entre la multitud a algún hombre al que se le asomasen los rizos rubios por debajo del sombrero, aunque, tras varios segundos sin éxito, decidió devolver sus ojos hacia el frente y acelerar ligeramente a Aoife.
La única ocasión en la que volvió a ralentizar su paso fue delante de las verjas que la separaban del campo anterior a la Trinity College, aunque resistió su impulso y azuzó a la yegua hasta que se hubieron separado de ella varias manzanas.
Irlanda descabalgó una vez inmersa entre los callejones, y aprovechó para sacudirse la falda.
Tuvo que detenerse en el cristal de un escaparate para comprobar que en su vestido apenas se apreciaban manchas de sudor. Desgraciadamente, el moño y los tirabuzones no se habían resentido, por lo que Irlanda se arrancó la redecilla de tela que mantenía al primero y dejó caer sus rizos sobre su espalda.
Sacudió su falda antes de continuar, pese a sus pies adoloridos.
Ni siquiera se percató del momento en el que Aoife se quedó atrás, hundiendo sus belfos en un fardo de paja cercano a un establecimiento, puesto que, en cuanto cruzaron el centro de la ciudad y chasqueó su lengua, la yegua volvía a estar a su lado para poder subirse.
Aquella vez dio rienda suelta a Aoife hasta llegar a la zona en la que los edificios aumentaron su espacio de separación y disminuyeron en altura. Fue la misma yegua la que se detuvo en el costado de una casa de ladrillo anaranjado oscuro, en el que estaba incrustada una puerta de madera azul claro. Estaba flanqueada por una ventana bastante estrecha y cubierta por una cortina, además de un pequeño muro que sobresalía con una puerta de verja blanca.
Irlanda se bajó de la yegua y empujó la verja con tal de cruzar el muro de piedra uniforme.
Una vez dentro del jardín, ella caminó hacia la puerta e inspiró hondo.
Su corazón latía con tanta fuerza que apenas fue capaz de escuchar los golpecitos que dieron sus nudillos sobre la madera. Irlanda de inmediato se apartó y cruzó sus brazos.
En una primera instancia, aprovechó los segundos de espera para repasar las palabras que tenía pensadas, aunque, tras lo que le parecieron minutos, ella frunció su ceño y consideró apropiado golpear la puerta de nuevo con algo más de fuerza.
Una vez hecho, volvió a posicionarse a una distancia prudencial y mantuvo sus ojos fijos en la madera. Resopló antes de aproximarse una vez más, aunque, justo antes del momento de recurrir al timbre, la puerta se abrió.
El rostro de una muchacha de ojos oscuros y cabellos rubios reemplazó a la superficie de madera. Por el vestido negro con el cuello blanco y la pieza de tela que llevaba sobre su cabello, Irlanda no pudo hacer otra cosa que identificarla como la criada.
Pese a que, a juzgar por el brillo de los ojos de esta al fijarse en ella, la otra parecía tener un mayor conocimiento de Irlanda.
No pudo reprimir el formar arrugas en su rostro.
—Buenos días, señora. —La muchacha esbozó una sonrisa—. ¿Estáis buscando al señor O'Connell? —Su gesto se tensó ligeramente tras asentir Irlanda con la cabeza—. Ah… Pues es que justo ha salido hace menos de una hora, y no tiene previsión de volver en todo el día.
Irlanda frunció el ceño.
—¿Dónde está?
La criada presionó sus labios antes de encogerse de hombros.
—No me ha transmitido nada.
Ella resopló, dirigió sus ojos hacia el cielo y resistió las ganas de tirarse de los pelos, pese a que el picor alrededor de sus orejas hacía que lo desease más que nunca. Inspiró hondo para devolver su atención hacia la criada, que había arqueado su ceja.
—¿Le dirás que he estado aquí y que he venido por un asunto urgente?
La mujer parpadeó.
—Eh… Por supuesto —le respondió, a la vez que intentaba recuperar su sonrisa—. Aunque… ¿No habrá venido por el asunto del periódico, cierto?
Ella arrugó su ceño.
—¿Qué periódico?
La criada se mordió el labio inferior e Irlanda sintió cómo su corazón volvía a acelerarse mientras la mujer se introducía un momento en la casa, dejando la puerta abierta tras de sí. Por un instante, Irlanda se planteó si debía seguirla, aunque no pasó mucho tiempo hasta que la criada volvió a resurgir con un periódico entre sus manos, que de inmediato le tendió.
—Directamente llegado desde Londres hace dos días. El señor O'Connell sabía que iba a venir desde que leyó la noticia, aunque no tan pronto.
Ella prácticamente se lo arrancó de entre las manos y lo extendió. Barrió sus ojos por la integridad del The Gardeners' Chronicles, aunque la noticia que estaba buscando no apareció hasta la siguiente revisión, mucho más calmada.
La noticia decía que lamentaban poder afirmar con seguridad que la plaga de la patata Murrain se había declarado en Irlanda después de haber asolado los campos belgas y los de la isla de Wight, y que solo podían preguntarse cómo se desarrollaría en el territorio.
Apenas se dio cuenta de cuándo comenzó a arrugar el periódico entre sus dedos antes de alzar su rostro hacia la criada.
—Dile a O'Connell que volveré mañana, ¿de acuerdo? —Irlanda volvió a doblar el periódico y se lo pegó al costado, para después atraparlo con la presión de su brazo.
La mujer asintió con la cabeza, y, aunque sus labios se despegaron, Irlanda se giró sobre sus talones y recorrió el pequeño espacio hasta la verja de salida. No podía apetecerle menos el quedarse a tomar un té. En cuanto recogió el ronzal de Aoife, esta comenzó unos movimientos cortos aunque constantes con las patas y sacudió su cabeza.
Ella inspiró hondo antes de utilizar el muro para subirse sobre la yegua, sosteniendo con una de sus manos el periódico. Cuando volvió a mirar el titular, la sangre en sus venas hirvió de tal forma que tuvo que cerrar sus puños.
Golpeó su talón contra el costado de Aoife con una mayor fuerza de la que le hubiese gustado, y la yegua salió escopeteada del sitio.
Por suerte, al darle rienda suelta, Aoife empleó una ruta que no implicó el centro urbano de Dublín, aunque sí aproximarse al caudal del Liffey una vez que estuvo limitado por nada más que pura vegetación.
Hizo que Aoife se moderase hacia un trote suave una vez que se aproximaron al patio trasero de la casa, que terminó transformándose en un paso cuando estuvieron cerca de la escalinata. Para ese entonces, las nubes habían adoptado tonalidades entre anaranjadas y rosadas.
Irlanda reconoció de inmediato el rojo de la chaqueta que portaba la figura en el último escalón antes de pisar el jardín.
Ella prácticamente se arrojó al suelo en cuanto la yegua se detuvo y se aproximó a su hermano con los pies hundiéndose en la húmeda capa de tierra y con una mano zarandeando el periódico.
—Maldito mentiroso —siseó, justo al llegar a dos pasos de Inglaterra—. Y encima tienes la caradura de intentar ocultármelo.
Inglaterra apenas le echó un vistazo al periódico antes de suspirar.
—Sigue sin ser una preocupación. El Primer Ministro ha reunido a un comité de científicos para analizar su impacto, y, por el momento, dicen que apenas ha habido uno real. Periódicos como ese solo crean alarma cuando los profesionales que lo tratan dicen que no hay ninguna razón de peso. —Sus ojos se fijaron en ella y le arrancó el periódico de entre las manos—. Deja de exagerar las cosas.
Irlanda presionó sus puños con fuerza.
—¿Y qué pasa si realmente hay de qué preocuparse?
Inglaterra bufó.
—No hay…
—¿Y si lo hubiese, eh? ¿Qué haría el Primer Ministro?
—No posicionarse en un caso meramente hipotético, por supuesto, porque tiene muchas otras cosas de las que preocuparse —masculló entre dientes—. Deja de pensar que eres el centro del mundo, Irlanda, porque no lo eres. Y no será para tanto. Confía en mí por una vez en tu vida.
Ella puso sus ojos en blanco y se giró en dirección contraria a su hermano. A pesar de que Aoife había estado pastando, alzó su cabeza hacia ella en cuanto le vio dar el primer paso.
Aunque este no llegase nunca a completarse, puesto que los dedos de Inglaterra se cerraron en torno a su brazo y la hicieron volver hacia él.
—¿A dónde te crees que vas ahora?
Irlanda sacudió su brazo y consiguió zafarse de su agarre.
—Lo más lejos de ti que me sea posible.
Inglaterra sacudió su cabeza.
—No, ahora te vas a venir conmigo a mi casa.
Ella frunció el ceño.
—Es imposible que el sastre tenga terminado ya el vestido. Apenas ha tomado las medidas, y…
Él se encogió de hombros.
—Ya tiene todo lo que necesita para los siguientes meses del trabajo.
—¿Y si tiene que tomar alguna medida más porque es errónea? —Su corazón latía con tal fuerza en su pecho que sabía que su tono se estaba transformando en uno que despreciaba, y más delante de su hermano. También le ardían los ojos—. ¿Y si tengo que probarme el vestido para hacer algún ajuste de última hora? —Le dio la sensación de que la comisura derecha de Inglaterra se alzaba—. ¡No puedes hacer esto! ¡No puedes apartarme de mis tierras y mis gentes!
Sin embargo, cuando inclinó su cabeza hacia ella, Irlanda no pudo apreciar más que su ceño fruncido.
—Partimos mañana a primera hora de la mañana. Tú verás lo que te llevas.
A continuación, su hermano se giró sobre sus talones y volvió a subir la escalinata con presteza.
Irlanda esperó unos cuantos minutos antes de resoplar, girar su cabeza hacia Aoife y acariciar su cuello con lentitud. La yegua le masticó los tirabuzones, que habían resistido a su viaje de alguna manera, antes de no tener más remedio que separarse y dirigirse hacia las escaleras.
Tras cruzar el salón, ella comprobó que Inglaterra no se había metido en su despacho y entró, cerrando la puerta tras de sí.
Sacó la silla de la mesa de cara a los ventanales, se sentó y abrió el cajón, del que sacó papel y el tintero junto a la pluma negra, ya desgastada por el paso del tiempo.
Ella sintió su corazón encogerse cuando volvió a dirigir sus ojos hacia el interior del cajón, y lo empujó con el fin de cerrarlo.
Suspiró y extrajo la pluma del tintero y se dispuso a escribir por última vez en lo que suponía que serían meses.
