7 de mayo, 1642; Bruselas, Países Bajos.
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Las voces le hicieron levantar sus ojos del arma y girar su cabeza hacia la ventana.
A través de ella, pudo ver la figura de un hombre de barbas y cabellos rojizos al lado de España, que no apartaba sus ojos de él a la vez que mantenía la cabeza ladeada y sus dedos enganchados a la zona del cinto más cercana a la espada.
El hombre pelirrojo se llegó a poner la mano en el pecho e inclinó su cabeza hacia delante y España le puso la mano en el hombro antes de dibujar una sonrisa sobre sus labios. Después, el hombre lo rebasó para continuar con su camino, y España dirigió sus ojos en su dirección, logrando que se cruzasen con los suyos.
Le pareció que sus comisuras se alzaban aún más mientras caminaba hacia ella.
Una vez que llegó, sus manos se apoyaron en el alféizar y se inclinó hacia el interior.
Irlanda puso sus ojos en blanco, aunque se aproximó, atrapó su rostro entre sus manos y tiró de él para juntar sus labios. Aprovechó para hacer sobresalir su lengua con el fin de lamer los de España, y él respondió a su provocación tomando el control del beso.
Se separaron en cuanto les faltó el aliento, y España le devolvió una sonrisa con dientes.
—¿Qué tal te ha tratado Bruselas? —cuestionó, e Irlanda suspiró—. Flandes me ha dicho que se pasó unos cuantos días aquí, contigo, y que le daba la impresión de que tus hombres estaban destacando bastante entre nuestras filas. —Sacudió su cabeza en la dirección por la que se había marchado el hombre con el que había estado hablando antes—. Él es el experto en asedios, ¿verdad? El que tiene un barco regalado por el Papa para partir de vuelta a Irlanda junto a la mayoría de soldados irlandeses. O'Neill.
Ella no pudo resistirse a curvar una de sus comisuras.
—El mismo. Owen Roe O'Neill.
España inspiró hondo.
—¿Cuándo partís?
Irlanda se encogió de hombros.
—Todavía no hay fecha, pero lo más pronto posible. Hay que aprovechar que las cosas se están complicando en Inglaterra.
España dirigió sus ojos hacia la mesa pegada a la pared del interior, superada en longitud por el arcabuz que reposaba en su superficie, para después suspirar y apartarse de la ventana. Ella inspiró hondo y giró su cabeza hacia la puerta, que España no tardó en abrir y sobrepasar. Irlanda puso sus ojos en blanco ante el brillo en sus iris.
Al momento de volver a cerrarla, él se aseguró de poner el pestillo antes de adentrarse en la estancia. Sus ojos barrieron el interior hasta detenerse sobre ella, sobre sus ojos, y después descender hasta sus botas.
Una de sus cejas se curvó.
—¿Tienes puestos mis pantalones?
Irlanda inspiró hondo antes de encogerse de hombros.
—Te los dejaste la última vez que pasaste unos días por aquí. Y pensé que, con las mallas, no los echarías en falta. —Irlanda frunció sus labios, a lo que España soltó el inicio de una carcajada mientras acortaba el espacio que los separaba y terminaba por rodear su cintura con sus brazos. Ella inspiró hondo—. ¿Qué tal van tus asuntos?
Aquello causó que las comisuras de España se tensasen y su cuello se girase hacia la ventana. Despegó uno de sus brazos de su cintura con el fin de cerrar los postigos de madera. Hubo un instante en el que se habrían quedado completamente a oscuras si no hubiese sido por la escasa luz que se colaba por las franjas de la madera.
España soltó un suspiro que se le antojó demasiado pesado.
La escasa iluminación solo logró que las bandas que se posaban sobre su rostro acentuasen el brillo de las gotas sobre su frente, la rigidez de sus gestos y las arrugas que se habían acumulado alrededor de sus cejas.
Ella posó una de sus manos sobre su pecho y apreció cómo se hinchaba de una manera exagerada, aunque con un tope que no le impidió alcanzar su máxima capacidad.
—… Bien. Supongo.
Irlanda resopló.
—Tu Rey debería dejar de meterte en tantos problemas. Y hay causas que deberíais dar por perdidas y no luchar por ellas.
Pese a que la luz no alcanzaba a cubrir la totalidad de sus labios, ella prácticamente pudo atisbar cómo torcía el gesto. Irlanda despegó sus labios, aunque se abstuvo de decirlo.
—¿Flandes? —cuestionó España, acompañado de un claro sonido gutural.
Irlanda asintió con la cabeza.
No se lo había descrito con detalle porque, según sus propias palabras, había decidido mantenerse al margen en su habitación y su despacho. Sin embargo, incluso entre aquellas cuatro paredes, había podido escuchar la discusión. No había querido captar las palabras exactas, porque a ella también le habían llegado las noticias y era consciente de que aquello no era de su incumbencia, pero sí que le había transmitido su sorpresa, porque el grito que la había comenzado había sido el de Portugal.
Recordaba cómo sus ojos se habían abierto de manera desorbitada antes de girarse hacia ella.
—Nunca le había escuchado subir tanto el tono —le había asegurado Flandes—. Y no me esperaba que lo hiciese.
Irlanda se había encogido de hombros. Apenas se había cruzado con él en el tiempo que convivían en la misma casa, y nunca habían intercambiado palabra alguna, por lo que había llegado a la conclusión de que quizá la estaba intentando evitar tanto como ella a él.
Y tampoco le había importado.
Ella inspiró hondo antes de volver a alzar su rostro hacia España y separar el postigo derecho con su mano más cercana.
—De todas formas, te aconsejaría que retirases a tu embajador de Londres, porque hay muchos que sospechan que es él quien ha incitado la rebelión católica del año pasado en el Úlster.
España chasqueó la lengua y volvió a alzar sus comisuras con ligereza.
—El Rey de Inglaterra no puede juzgar a un vasallo de mi Rey, y Cárdenas sabe actuar con cautela. —Sus brazos se presionaron sobre su cintura—. Y nunca sabes cuándo puede venir bien. —Una de sus manos se despegó para peinar su cabello entre sus dedos—. Si algo…
Irlanda posó su dedo índice sobre sus labios, ocasionando que este se interrumpiese y la mirase con una ceja arqueada.
—No lo digas —masculló, para después suspirar—. Por favor.
A continuación, volvió a empujar el postigo hacia el marco de la ventana y ponerle el pestillo para mantener juntas ambas piezas. España se separó de ella y anduvo por la pequeña estancia hasta el armario de la esquina, del que sacó el platillo de una vela inusualmente ancha.
Cuando volvió a posicionarse frente a ella, dejó el cáliz sobre la mesa y la miró con la ceja arqueada.
—¿Tienes algo para encenderla?
Irlanda acogió su rostro entre sus manos y tiró de él en su dirección con el fin de volver a juntar sus labios. España procedió a profundizar el beso a una mayor velocidad, e Irlanda aprovechó entonces para envolver su cuello con sus brazos y tirar de él hacia su espalda, hasta que sus piernas chocaron con los juncos que conformaban el somier.
Su espalda no tardó en caer sobre el colchón, y España tuvo que separarse un momento para apoyar sus rodillas en su superficie y evitar aplastarla. Sin embargo, Irlanda hundió sus dedos en las telas de su cuello y tiró de él hacia ella.
En cuanto sus labios se tocaron de nuevo, un golpe en la puerta los sobresaltó.
—¿Don Antonio? —cuestionó una voz amortiguada—. ¿Estáis seguro de que está aquí? —murmuró, e Irlanda no pudo apreciar con claridad las palabras en respuesta antes de que la madera volviese a ser aporreada—. ¿Don Antonio? ¿Habéis terminado?
España inspiró hondo y se apartó con el fin de ponerse en pie.
Irlanda gruñó, aunque aquello no impidió que él empezase a recolocarse el cuello y el jubón y se girase sobre sus talones hacia la puerta. Cuando España dio un paso hacia ella, Irlanda consideró apropiado sentarse en el borde de la cama y posicionar sus manos sobre el colchón, preparada para darse impulso. Sin embargo, España giró su rostro en su dirección con una pequeña sonrisa, escondida casi por completo por las sombras.
—Suerte y… —España pareció contener el aliento con la siguiente mitad de la frase en el aire, e Irlanda frunció su ceño—. Suerte.
Él abrió la puerta y se escabulló por el poco espacio que había entre la madera y el umbral, cerrándola tras de sí.
Irlanda inspiró hondo.
—Y tú ten cuidado —masculló, para después recolocarse el cabello con los dedos.
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22 de noviembre, 1845; York, Inglaterra.
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Cerró el libro y pegó su espalda en la esquina tras escuchar pasos en el interior de la estancia.
El caballo de capa dorada cuya cuadra había decidido invadir movió sus patas delanteras y giró su cuello hacia ella, mirándola con sus ojos oscuros. Irlanda le chistó y puso una mano sobre la nariz amarronada del animal para apartarlo.
Este sacudió su cola, aunque resopló y volvió a girar su cuello hacia el frente.
—¿Irlanda? —preguntó la voz de Bélgica, poco antes de que su cabello castaño claro se asomase por encima de la puerta. El caballo, por supuesto, emitió un resoplido suave y se acercó a Bélgica, facilitando que sus ojos verdes se fijasen en Irlanda. Ella inspiró hondo, a pesar del picor que recorría cada punto de su cuerpo en contacto con la tela del vestido. Ni siquiera la paja que rozaba sus piernas tenía tal efecto—. Tu hermano te está buscando.
Irlanda bufó y recogió el libro de su regazo.
—¿Por qué crees que estoy aquí?
Bélgica se encogió de hombros y se recolocó la tela que se mantenía sobre sus hombros con un delgado lazo.
—Inglaterra sabe que lo estás, y ha sido él el que me ha mandado buscarte, para… —Ella se interrumpió y despegó el abanico que tenía a mano derecha mientras la izquierda permanecía escondida a sus espaldas. Irlanda no pudo evitar fruncir sus labios—. ¿Podemos salir de aquí, por favor? Aunque sea para darnos un paseo y poder hablar…
Utilizó el dorso de la mano del abanico para posarlo en sus labios e intentar retener la cruda tos que se escapó de ellos, interrumpiendo sus palabras. En el proceso, Irlanda apreció cómo el sudor se perlaba y discurría por su frente, hasta el punto de manchar sus cejas, además de la curvatura de su espalda.
Cuando apartó la mano, inmediatamente se la restregó por la falda, dejando un trazo carmesí irregular por las telas.
Irlanda suspiró, recogió su libro y se puso en pie. El palomino la miró con intriga, y ella acarició su cuello antes de quitarle el pestillo a la puerta y empujarla con lentitud. Bélgica se pegó a la pared del frente mientras tenía su mano derecha sobre su pecho, que se alzaba de forma irregular. Irlanda levantó su chal blanco del gancho de la pared y se lo puso sobre los hombros, para después hacerle un gesto hacia el exterior.
Bélgica esbozó una sonrisa antes de despegarse de la pared y seguirla.
Irlanda se detuvo una vez que el frío golpeó sus mejillas para inspirar hondo y cerrar sus ojos unos cuantos instantes. O al menos eso era lo que pretendía, porque estuvo tanto tiempo como necesitaron los pasos contundentes de Bélgica en aumentar su intensidad hasta posicionarse a su lado.
Ella despegó sus párpados y se giró hacia Bélgica y su tensa sonrisa.
Fue entonces cuando pudo percatarse del sobre que sostenía en su mano izquierda, que ella metió por debajo del pequeño abrigo que llevaba. Irlanda frunció el ceño, aunque Bélgica solo presionó sus labios.
—Primero necesito hablar contigo y que… —Se interrumpió para ponerse la mano en el pecho y volver a inspirar hondo. Aquella vez estuvo acompañada por un silbido y el principio de una tos que ella se esforzó por interrumpir, ocasionando que su cuerpo se sacudiese múltiples veces hasta que por fin pudo contenerse e incorporarse de nuevo—. Q-Que nos demos una vuelta juntas, como solíamos hacer tiempo atrás.
Irlanda se mordió el labio inferior y se recogió los extremos del chal antes de girar sus ojos hacia el frente. Sintió ganas de resoplar al apreciar el arco de hojas a modo de interrupción del muro de setos rectangulares perfectamente cortados. El color verde brillante de sus hojas era eclipsado por las pequeñas motas con un centro blanco y alrededores carmines, que se revelaban como rosas en cuanto se daban tres pasos en su dirección.
A muy poca distancia, se erigía la casa de Inglaterra; un edificio de tres plantas constituido por ladrillo rojo en el que había cinco ventanas por nivel hasta llegar al último previo al tejado, de un tono sumamente oscuro, en el que se multiplicaba por dos con un pequeño soportal. A Irlanda siempre le había parecido la combinación de cinco edificios residenciales propios de Londres pegados, pese a que el hecho de que la puerta estuviese incrustada en la ventana del centro, cubierta por un pequeño dintel que sobresalía, y que poseyese dos soportales en los costados y mayor anchura que estas tiraban un poco por tierra su teoría.
Ella se giró hacia los establos, hacia el pequeño bosque que reposaba por detrás de aquel edificio de una sola planta y con la mayor parte de la superficie cubierta por la vegetación, y ni siquiera sintió la tentación de devolverse hacia la casa.
Era muy consciente de que, en cuanto atravesase el arco del jardín, entraría un laberinto inexpugnable hasta llegar a la puerta principal. El hecho de que a Bélgica o a Gales les resultase tan fácil cruzarlo e Irlanda tuviese que eliminar ciertos obstáculos para hacerlo le decía que había algo más allá de lo que podía percibir a simple vista.
Inspiró hondo, removió sus hombros por el picor y devolvió sus ojos hacia Bélgica, que ya se había adelantado hasta la ladera que precedía al bosque.
Arrugó la nariz mientras sus zapatos se hundían en el barro.
¿En qué momento había tenido que dejar atrás sus botas?
—Por más que aprecie a Albert, tengo que mantenerme alejada de los caballos —empezó Bélgica, después de haberse situado a su lado—. En cuanto me acerco a él me cuesta mucho más respirar, ni hablar del tema del establo, y suficiente que he convencido a Inglaterra de que me dejase salir de su casa para hablar contigo.
Irlanda resopló, para después observar por el rabillo del ojo el sobre que sostenía. Bélgica frunció sus labios y apretujó la carta, que mantenía en el punto en el que Irlanda era incapaz de atisbar nada más allá de la forma del papel.
Ella puso sus ojos en blanco antes de centrarse en la vegetación entre los árboles.
—¿Y sobre qué querías hablar?
Bélgica suspiró y se detuvo de una manera abrupta.
—Esta carta ha llegado desde Dublín para ti. —Le tendió el sobre, aunque sus dedos seguían cubriendo el centro y le evitaban atisbar con claridad las palabras ahí escritas—. Y, si yo no hubiese llegado directamente a Londres y pasado varios días en casa de Inglaterra en la ciudad, probablemente no te hubieses enterado de su existencia.
Irlanda frunció su ceño y se cruzó de brazos al ver cómo ella volvía a retirar el sobre de su alcance.
—¿Y crees que es algo que me sorprenda de él?
Ella recolocó uno de sus tirabuzones.
—Sé lo que es que tus campos estén arrasados, y que una parte de tus gentes estén muriéndose porque no tienen nada que llevarse a la boca. Y, bueno… —Sus labios se presionaron con fuerza. Sus ojos se cubrieron de una pequeña capa brillosa que le hizo temer a Irlanda que se rompiese, aunque no tuvo la oportunidad de hacerlo antes de que ella se los restregase con el dorso de su mano—. El sufrir la enfermedad que les sobrecoge en nuestras propias carnes. Y soy consciente de que no puedo pedírtelo, pero… —Infló su pecho—. Aunque no te lo creas, Inglaterra está también velando por tu bienestar, y todos nos merecemos un descanso en estos tiempos tan…
Irlanda resopló.
—Bélgica, sé que tu… —Cerró sus ojos con fuerza—, aprecio por mi hermano te ha impedido siempre ver la realidad, pero…
—No es solo que le tenga aprecio, Irlanda. —Ella frunció sus labios—. Es que realmente veo que lo está intentando. Está preocupado por tu situación, y está haciendo lo mejor que sabe hacer.
—¿Cómo que lo mejor que sabe hacer? Está intentando mantener las cosas bajo su control, Bélgica, porque es consciente de cómo están. Me tiene aquí, alejada de mis propias gentes, y sin poder recibir noticia o escribir una carta con la certeza de que le llegará al remitente.
Bélgica arrugó su ceño y apretó sus labios, aunque extendió el brazo que sostenía la carta. Irlanda se la arrancó sin piedad, para por fin leer el remitente.
Su corazón se aceleró al reconocer la caligrafía de O'Connell.
Tiró de la solapa sin piedad, y sacó la carta de su interior mientras sus pies la alejaban del bosque. En ella, O'Connell le decía que lamentaba mucho no haberla tenido junto a él, pero habían obrado de la mejor forma que habían podido. A continuación, le anunciaba que la delegación de los ciudadanos de Dublín, de la que él había formado parte, se había reunido con el Lord Teniente a principios de mes —le dirigió una breve comprobación a la esquina superior derecha, en la que se indicaba que se refería a noviembre—, y este les había dicho que no había de qué preocuparse.
Que el asunto estaba en manos de profesionales.
Ella sintió ganas de romper la carta en pedazos, pero terminó por inspirar hondo.
Por supuesto, O'Connell no se fiaba de ellos, por lo que se había trasladado a Londres.
Terminaba la carta anunciando que debía estar pendiente de otra carta, o, en el caso de que no le llegase, debía acudir a verle cuanto antes. Que la recogida de la cosecha les daba datos alarmantes.
Apenas hubo retirado sus ojos del papel se encontró con el rostro de Bélgica, que había entrelazado sus manos encima de su falda y la miraba con la cabeza ligeramente ladeada y sus cejas rodeadas de pequeñas arrugas.
Sus pupilas brillaban con un sentimiento que, muy a pesar de Irlanda, no podía respetar.
—Si haces lo que creo que se te está pasando por la cabeza, estarás cediendo a la provocación de Inglaterra y volveréis a lo mismo de siempre —comentó Bélgica mientras se reacomodaba la gruesa tela que cubría sus hombros y tenía su mirada fija en sus zapatos, cubiertos por completo por el barro, hasta que alzó su cabeza para añadir—: Y, sobre todo, no te permitirá volver a Dublín pronto.
Irlanda resopló, aunque apartó sus ojos de ella un breve instante para centrarse en la tarea de doblar la carta a pesar de la brusca forma en la que sus manos se sacudían. El inspirar hondo no hizo nada para que se detuviesen.
Tras devolverla al interior del sobre y guardarlo bajo la tela de su vestido, Irlanda volvió a alzar su rostro en su dirección.
—Yo también busco la tranquilidad, Bélgica. Y sé que no la encontraré de esta manera.
A continuación, se giró sobre sus talones y no tardó en volver a los establos, en los que se adentró sin demasiado reparo. Arrugó ligeramente la nariz ante el hedor a paja combinado con el desprendido por los caballos, aunque tampoco le resultó demasiado molesto. En cuanto dio dos pasos hacia el interior, Albert asomó su morro amarronado.
Un mechón de sus crines blancas se había posado sobre su frente, separado del resto, y el caballo necesitó sacudirse para volver a llevarlo hacia los alrededores de su oreja izquierda.
Irlanda inspiró hondo y extendió su palma delante de él para que este posase sus belfos y le permitiese acariciar su rostro.
—Algo me dice que te hubieses llevado muy bien con Aoife.
El palomino la miró con sus ojos oscuros, relinchó en respuesta y dio un paso hacia delante. Irlanda le dio unos golpecitos en el principio del cuello y se separó para darle la espalda, con el fin de recoger las botas y sentarse en el suelo para quitarse los zapatos embarrados. Una vez que las botas le llegaron hasta las rótulas, pegó sus rodillas a su pecho y suspiró.
Aprovechó entonces para meterse la mano debajo del vestido y rascarse el hombro derecho, lo que solo le provocó un alivio momentáneo antes de que le comenzase a picar con más fuerza. Y, para más inri, en cuanto extrajo la mano, pudo notar cómo su dorso había desarrollado una serie de bultos de un tono más rosado que irrumpían entre sus pecas y provocaban un ardor infernal que le hizo morderse el labio inferior.
Solo el pequeño tinte verdoso que podía apreciar en sus heridas le impedía pensar que había tenido la mala suerte de contraer sarna, o Dios no lo quisiese, tifus, en Inglaterra.
Pero, fuese lo que fuese, tenía la sensación de que la estaba matando lentamente.
Antes de levantarse, ella se recolocó el chal de tal forma que cubriese aquel horrible escote del vestido.
Se había olvidado de Albert hasta que este consideró apropiado morder una de las esquinas de su chal y hacerle interrumpir su paso hacia la salida. Ella la miró con el ceño fruncido, y el caballo golpeó la puerta con su pezuña un total de tres veces antes de soltar el chal y sacudir su cabeza hacia delante.
Irlanda giró su cabeza y apreció la brida y la silla enganchadas en la pared.
Suspiró antes de devolver sus ojos hacia él.
—Este no es el momento.
Sus orejas se dirigieron hacia atrás, aunque ella no pudo hacer nada más que suspirar y salir del establo. Una vez que hubo cruzado el umbral, giró su cuello hacia donde antes había estado Bélgica, aunque de ella no quedaban más que las huellas de sus zapatos marrones en contraste con la vegetación que las rodeaba.
Inevitablemente, sus ojos se volvieron a posar sobre el arco de entrada al laberinto.
Ella inspiró hondo y dio los primeros pasos en su dirección.
Sin embargo, arrugó la nariz al captar el olor de las rosas.
¿A Inglaterra nunca se le había pasado por la cabeza utilizar su jardín para avivar las llamas?
Qué impropio de él.
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Justo cuando llegó a la entrada, atisbó al caballo alazán pastando delante de la puerta. El animal alzó sus orejas y su cuello en cuanto se acercó, y levantó su cuello para observarla con lo que le parecieron ojos entrecerrados.
Irlanda le mantuvo la mirada durante varios segundos hasta que el caballo sacudió su cola y se apartó a un paso lento. En cuanto ella recorrió el espacio que la separaba del pequeño soportal, la puerta se abrió y Gales cruzó el umbral.
Sus ojos no tardaron en encontrarse, a pesar del mechón castaño que amenazaba por cubrir una fracción de su rostro. Hacía unos segundos, su ceño había estado ligeramente arrugado, y sus cejas se encontraban formando una línea; con solo un vistazo, su frente se había quedado lisa y los extremos se habían curvado hacia la frente.
Irlanda se permitió relajar también su expresión.
Por las pupilas de su hermano pasaron un montón de preguntas, aunque Irlanda no terminó por concretarlas antes de que su rostro volviese al estado anterior, pese a que las cejas estaban un poco más curvadas.
—Hablaremos luego —terminó por musitar, para después rebasarla. Irlanda se giró de inmediato para contemplar cómo le daba la espalda mientras se dirigía hacia el carruaje de madera clara, con un ornamento dorado justo en la puerta, al otro lado de la verja del que tiraban dos caballos; uno castaño, con las crines de un color azabache que relucía bajo el escaso sol y el otro completamente blanco.
Gales llevaba un traje de un azul tan oscuro que casi parecía negro, en el que la chaqueta era tan larga que le cubría la totalidad de sus muslos.
Una vez que hubo abierto la puerta y el cochero hubo azuzado a los caballos, el carruaje no tardó en desaparecer de su campo de visión y ella inspiró hondo antes de girarse de vuelta hacia la casa.
La puerta había retrocedido hasta el punto de brindarle una visión plena del vestíbulo.
Aunque tampoco la necesitaba.
El recibidor tenía una distribución rectangular, mucho más amplio que el suyo en Dublín, y la mayor parte de la superficie del suelo era ocupada por una alfombra con detalles orientales en el grueso marco que rodeaba a la zona roja con puntos simétricos. Las paredes eran de una tonalidad cálida, y quedaban interrumpidas por cuatro accesos distribuidos dos a dos, sin ninguna puerta que los separase, además de los cuadros que ella decidió obviar. Sin embargo, la mayor parte del pasillo se encontraba ocupada por una escalera ascendente y un ventanal, que en esos momentos permanecía abierto.
Su corazón se aceleró al captar el olor azucarado, aunque se tranquilizó con los toques de lavanda que lo continuaron.
Ella inspiró hondo antes de proceder hacia la primera puerta a mano izquierda, de la que podía escuchar simples murmullos y alguna que otra risa. Fuese lo que fuese, se desvaneció en cuanto Irlanda dio un paso en su dirección.
En la sala había un sofá y dos sillas de tapicería verde rodeando a una mesa de suficiente longitud como para abarcar más espacio que las tres piezas. Sobre la superficie de la mesa había un mantel, en el que permanecía apoyada una bandeja de porcelana con dos tazas del mismo material, aunque en ellos había unos trazos lila y verde que se conjuntaban para formar una gran multitud de flores. A un costado de la habitación, había una pequeña hoguera recubierta por madera clara y un vallado metálico que brillaba ante el resplandor de las tenues llamas ardiendo en el receptáculo.
Leños de menor anchura se encontraban desperdigados en sus proximidades.
Inglaterra y Bélgica se habían acomodado en las sillas, colocadas un poco más cerca de lo que Irlanda recordaba. Se notaba en sus comisuras que la sonrisa de Bélgica se había contraído, aunque con un simple vistazo también podía percatarse de que su tez se había vuelto aún más pálida y que tenía sus manos presionadas sobre los brazos de su silla.
Apenas pudo girar su cabeza hacia su hermano antes de carraspear y volver a captar su atención.
—Si me disculpáis, voy a retirarme a descansar un poco. —Dirigió sus ojos hacia Inglaterra y esbozó una pequeña sonrisa—. Ha sido un gusto pasar unos días contigo, pero mañana tengo que empezar a preparar mi vuelta. Probablemente, Leopoldo ya me esté echando de menos.
Extendió su abanico y empezó a sacudirlo frente a su rostro, por el cual ya caían pequeños regueros que brillaban incluso bajo la escasa luz de la habitación.
Inglaterra giró su cabeza hacia ella y asintió.
Bélgica se detuvo unos instantes a su lado y, pese a que Irlanda pudo percibir cómo sus ojos se clavaban en sus costados, no hizo ningún amago de llevar su atención hacia ella. Su mirada estaba fija en su hermano, que había decidido fruncir el ceño y torcer el gesto a la vez que la imitaba.
—¿Qué quieres ahora? —cuestionó Inglaterra.
Irlanda despegó sus labios, aunque sus pensamientos se vieron interrumpidos por un resoplido de Bélgica antes de que esta saliese de la habitación mediante pasos que resonaron en la madera. Aun así, ninguno de los dos desvió su mirada en su dirección.
Él inspiró hondo una vez que el sonido se hubo desvanecido y se impulsó con los reposabrazos para ponerse en pie. Irlanda frunció el ceño, y más cuando Inglaterra sacudió su cabeza hacia la silla, cuya tapicería aún permanecía deformada.
Irlanda profundizó su ceño fruncido y lo miró.
—¿Pensabas que no me iba a enterar nunca?
Él bufó y se agachó para recoger la bandeja que reposaba sobre la mesa. Salió escopeteado de la habitación hacia la puerta que daba hacia la cocina, sin que Irlanda tuviese tiempo para protestar. Ella resopló y apretó sus puños, para después inspirar hondo y dejarse caer en el asiento. Al hacerlo, se quedó sin aliento por unos instantes antes de removerse sobre la tapicería e inspirar hondo.
Sacó el sobre de debajo de sus ropas y volvió a extraer el papel.
En ese momento, volvió a captar el aroma a lavanda creciendo en intensidad, y alzó su rostro en su dirección.
Inglaterra había vuelto a entrar en la habitación con la misma bandeja de antes, aunque en su superficie destacaban dos tazas de las que emanaban dos hilillos de humo. Estos ascendían hasta la barbilla de su hermano, punto en el cual se bifurcaban y comenzaban a disminuir en intensidad.
Una vez que hubo dejado la pieza de porcelana sobre la mesa, Irlanda se percató de que entre las dos tazas había un sobre amarillento con un sello de intenso color carmesí encima de un periódico. Inglaterra los apartó con tal rapidez que no fue capaz de siquiera captar las letras en su superficie, y se los llevó con él cuando se dejó caer en la silla.
—Y esto es lo que hace que uno sea un buen anfitrión; ofrecer una taza de té —musitó él.
Después de separar el sobre y el periódico, le tendió el segundo.
Irlanda lo miró con el ceño fruncido.
—¿Qué es eso?
Inglaterra sacudió el periódico con tanta fuerza que ella terminó por resoplar y recogerlo entre sus manos. Irlanda barrió vagamente la superficie con los ojos antes de alzar su rostro hacia su hermano, que no tardó en sacudir su cabeza.
—¿Ya te has olvidado hasta de cómo leer? —Se encorvó hacia la mesa para recoger la taza y aproximarla a sus labios una vez que su espalda volvió a contactar con la pieza—. Búscalo y te aseguro que lo encontrarás. Y, cuando quieras, puedes disculparte e incluso darme las gracias por mi insistencia.
Él estiró una de sus comisuras a la vez que le daba un pequeño sorbo a la porcelana, interrumpiendo el paso del humo que salía de ella.
Irlanda sintió ganas de empujar la taza y causar que se derramase sobre el chaleco azul oscuro y el pañuelo que llevaba puestos.
Hacerle retorcerse del dolor, por más que eso no pudiese arreglar nada.
Tuvo que morderse el labio inferior y agachar su rostro de vuelta al periódico. Sus ojos terminaron atraídos hacia el nombre de Robert Peel, que destacaba en uno de los recuadros. Ella arrugó la nariz al apreciar las palabras «programa de ayuda», y las protuberancias no hicieron más que ir en aumento conforme fue recorriendo la columna.
Una vez que hubo terminado, Irlanda inspiró hondo y volvió a alzar su rostro hacia su hermano, que tenía su atención fija en la carta que reposaba sobre su regazo.
En cuanto ella carraspeó, Inglaterra devolvió sus ojos hacia ella y parpadeó.
—¿Por qué esa cara tan larga? —preguntó él antes de tomar otro sorbo de su taza.
—¿Y a tu brillante Primer Ministro no se le ha ocurrido detener las exportaciones de grano?
Inglaterra resopló, para después inclinarse sobre la mesa y dejar la taza sobre la bandeja de porcelana. Durante esos instantes, no retiró su mirada de ella salvo para asegurarse de que soltaba el recipiente en el punto que deseaba.
Porque sería una verdadera pena que aquel regalo se rompiese por un descuido, ¿cierto?
—No sería suficiente. Y ya se está invirtiendo mucho en traer grano de América y de esta isla para alimentar a la población como para hacer caso a tus ocurrencias. —Sacudió su cabeza hacia la bandeja—. ¿No vas a siquiera probar tu té?
Irlanda intentó retener el gruñido, aunque la manera en la que Inglaterra chasqueó la lengua le indicó que había fallado. Ella inspiró hondo antes de girar su rostro hacia la bandeja y recoger la taza para acercarla a sus fosas nasales.
A pesar de que su estómago rugió ligeramente y sus mejillas enrojecieron, el olor dulce que emitía le hizo arrugar la nariz. No tardó en volver a dejarla sobre la bandeja y apoyar su espalda en la silla, aunque se inclinó hacia delante para recoger sus rizos y hacerlos caer a través de su clavícula.
Inspiró hondo, se cruzó de piernas y recolocó el periódico sobre sus muslos.
Tuvo que pasarse la lengua por los labios.
—Va a haber gente que ni siquiera va a poder acceder el grano a pesar de su bajo precio. Que apenas tiene dinero porque come solo de la patata y al animal al que puede acceder si el terrateniente lo considera oportuno. —Entrelazó sus manos sobre su regazo e hizo presión con sus uñas sobre su piel—. Y en esas zonas…
Inglaterra resopló.
—Peel ha derogado las Leyes de los cereales, la medida estrella de su partido, para poder llevaros maíz. Se ha suicidado políticamente. Y, por si no lo has leído, hay ofertas de trabajo para que puedan conseguirlo. Si no quieren, siempre les quedan los asilos. —Él se puso en pie de un salto, con el sobre entre sus manos y rodeó la silla para ponerse frente a la hoguera y agacharse con el fin de recoger uno de los leños antes de volver a ponerse en pie. Irlanda despegó sus labios, aunque su hermano la interrumpió con un chasquido de su lengua—. Acabo de llegar de Londres y no me apetece seguir con la misma conversación de siempre. —Giró su cabeza hacia ella—. Está todo bajo control, ¿te queda claro?
Arrojó al sobre a la chimenea, y las llamas no tardaron en producir pequeños orificios negros en el papel hasta consumirla por completo al cabo de los segundos.
Irlanda tuvo la impresión de que sus labios se habían quedado resecos, aunque pasarse la lengua por encima de ellos apenas consiguió nada.
—¿Ahora tiras las cartas sin siquiera leerlas? —masculló ella mientras volvía a entrelazar las manos sobre su regazo.
Él se giró sobre sus talones en su dirección.
—No iba dirigida a mí.
Irlanda frunció su ceño.
Su hermano resopló antes de empezar a caminar hacia la salida de la habitación en un completo silencio. Aunque sus ojos en un principio decidieron seguirlo, al final se terminaron desviando de vuelta a la hoguera.
Fue capaz de apreciar las marcas negras sobre los leños en los que previamente había quedado posado el sobre.
Irlanda inspiró hondo y se forzó a desviar su atención hacia otra parte. De una forma inconsciente, comenzó a frotar sus dedos sobre el dorso de su mano.
No había forma de recuperar lo perdido.
