5 de julio, 1846; Cardiff, Gales.

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Sus dedos apartaron las cortinas del carruaje, y le permitieron atisbar los precarios edificios de ladrillo rojo en torno a la calzada. A juzgar por los tambaleos que llevaban sufriendo varios minutos, esta debía estar en un estado similar o incluso peor.

En menos de un parpadeo, las estructuras desaparecieron para dejar paso a una explanada de tablones que llevaba a pequeños barcos de vela.

Irlanda inspiró hondo.

Nunca había pensado que estaría tan feliz de ver el mar.

—Podrías haber embarcado en el muelle de Liverpool —comentó Gales. Irlanda apartó su mano de la cortina, con tal de apreciar el semblante arrugado de su hermano y sus brazos cruzados sobre su pecho. En cuanto sus ojos coincidieron, él suspiró y permitió que su ceño se relajase—. Ni el muelle ni los barcos pueden garantizarte demasiada seguridad.

Ella juntó sus manos encima de la funda de tela oscura sobre su regazo.

—Si tú tuvieses que viajar sin que Inglaterra se enterase, ¿saldrías del puerto de Liverpool? ¿O de Plymouth?

Gales se mantuvo mirándola unos instantes antes de llevar sus ojos hacia sus zapatos y terminar por negar con la cabeza. Se adentraron en un silencio hasta que el carruaje se detuvo de una manera repentina, instante en el que Irlanda tuvo que apoyar sus manos en las rodillas de su hermano para evitar despegarse del asiento.

Su hermano solo se pegó al respaldo, con sus ojos bien abiertos, e intentó apartar sus piernas de la trayectoria de sus manos sin demasiado éxito.

Poco después del frenazo, Irlanda pudo volver a erguirse y resoplar.

—¿Y prefieres esto a montar a los dos caballos que nos han llevado hasta aquí? —masculló.

Irlanda recogió la funda de sus muslos antes de levantarse del asiento y envolver la clavija de la puerta con sus dedos. Estos no tardaron en empujarla hacia el exterior, y ella se sintió libre de dar un pequeño salto hacia la calzada, obviando el escalón en su camino.

Uno de sus tobillos se dobló al contactar con el suelo, aunque pudo volver a apoyarlo sobre la planta de sus pies y dar tres pasos para alejarse de la calzada. Irlanda inspiró hondo y se giró sobre sus talones, solo para ver cómo Gales se bajaba del carro, cerraba la puerta y mantenía una pequeña conversación con el cochero antes de que este asintiese con la cabeza y azuzase con la fusta a los dos caballos.

Su hermano se giró hacia ella y se pasó las manos por las solapas de la chaqueta para alisarlas mientras caminaba en su dirección. Pese a que su flequillo se había salido de control, el resto de su cabello se encontraba recortado y sin oportunidad de formar ni un simple rizo. Había elegido ponerse un traje sencillo, de colores apagados, salvo por el chaleco amarillo que podía apreciar bajo la chaqueta. Irlanda pudo notar una pequeña mancha oscura a la altura de su pecho, aunque no le hizo demasiado caso.

—Irlanda. —Se recogió el mechón con los dedos para encajarlo por detrás de su oreja y procedió a inspirar hondo, para después musitar—: Sabes que no estás sola en esto, ¿cierto? Que podrías haberme pedido que hablase con él, y, aunque no fuese a aceptar de primeras, cuando lo hiciese te permitiría ir con una mayor comodidad de lo que podrás conseguir en cualquiera de estos barcos.

Su gesto se relajó, y sus iris procedieron a brillar con un sentimiento que hizo que Irlanda se mordiese el labio inferior. Necesitó de un gran esfuerzo para fruncir su ceño y arrugar la nariz, absteniéndose de poner sus brazos en jarras por el bien de la funda.

—No creo que nunca hubiese llegado ese momento, y menos ahora, que se pasa la mitad del tiempo en Londres con el cambio de Gobierno y se niega a responder a las cartas que le mando —gruñó ella.

Gales suspiró y desvió sus ojos hacia sus manos, cuyos dedos habían empezado a juguetear entre sí. Irlanda no tardó en inspirar hondo para intentar tranquilizarse, captando en el proceso una ligera brisa acompañada del hedor a agua marina que pegó sus cabellos a su rostro, y se giró sobre sus talones hacia la dirección de la que provenía.

Su mirada se posó de inmediato en un pequeño barco con la vela desplegada, que se encontraba inmerso en un pequeño balanceo. Ella sintió cómo su estómago se retorcía sobre sí mismo, y dirigió su atención hacia sus alrededores, en los que una multitud de hombres se encargaba de despejar el muelle de cajas y barriles al cargarlos al interior del armazón de madera.

No pudo evitar sobresaltarse al notar una presión sobre su hombro, y giró su cuello hacia su hermano con el ceño fruncido.

Gales, sin embargo, mantenía sus cejas y comisuras curvadas.

—Soy consciente… —empezó.

Irlanda resopló, sacudió su hombro para quitárselo de encima y dio unos cuantos pasos en dirección al barco antes de volver a detenerse. No escuchó sonido alguno de parte de su hermano.

—No puedo soportarlo por más tiempo, Gales. —Presionó sus manos sobre la funda y, a pesar de la tela que se interponía en su camino, le pareció percibir un ligero ardor en sus palmas. Coincidió con aquel en sus ojos—. No soy una simple muñeca a la que pasear junto a él con la boca cerrada, y mucho menos para escuchar lo magnánimos que han sido los ingleses con nuestra situación cuando puedo sentir en mí que no es así. He tenido que vender los broches del vestido para poder obtener el dinero suficiente para un pasaje, y, aun así…

Se restregó los ojos y suspiró antes de girarse en dirección a su hermano, que la miraba con los extremos de las cejas elevados y sus comisuras relajadas. Ella puso uno de sus brazos en jarras y permitió que Gales volviese a posar su mano sobre su hombro.

—No te estoy pidiendo que vuelvas conmigo, porque por algo te he traído hasta aquí en el carruaje, pero sabes cómo reaccionará.

Ella frunció sus labios antes de encogerse de hombros.

—Pues lo esperaré en Dublín. —Un escalofrío recorrió su columna y causó que Irlanda girase su cuello hacia Gales. Si este lo había notado, no dio ninguna señal más allá de presionar sus dedos sobre su hombro antes de apartar la mano.

Gales asintió con la cabeza. El brillo de sus ojos, de la misma tonalidad de verde que los suyos, le transmitió mucho más de lo que podrían decir las palabras que amenazaban por salir de sus labios temblorosos.

Se mantuvo mirándolo hasta que se percató de que su hermano había sacudido la cabeza, e Irlanda se vio obligada a inspirar hondo y voltearse de nuevo hacia el barco. Recolocó la funda entre sus manos y se metió la mano en el bolsillo de su abrigo harapiento para sacar una pequeña bolsa, que volvió a introducir antes de retomar sus pasos hacia el barco.

Para aquellos momentos, el muelle se encontraba prácticamente vacío, con la excepción de dos hombres que cargaban un pequeño arcón. El de menor estatura entre ellos fue el primero en fijar sus ojos en ella, aunque continuó con su tarea de llevarlo hasta desaparecer tras los bordes de la cubierta.

Irlanda bufó y se adentró más en el muelle a un paso lento, sin poder retener la forma en la que su cuerpo se estremecía con cada crujido bajo las suelas de sus zapatos. En cuanto llegó al lado del barco, el muchacho de antes estaba descendiendo por la rampa con sus ojos fijos en ella y el ceño fruncido.

—¿Qué se le ha perdido por aquí? —Arrastró las palabras por su lengua a una gran lentitud, hasta el punto de resultar casi incomprensible.

Casi.

—Necesito un barco a Dublín —cuestionó Irlanda, y sacó su mano del bolsillo con el fin de cruzarse de brazos.

El joven parpadeó y giró su cabeza hacia el interior durante unos cuantos instantes antes de devolverla hacia ella y fruncir el ceño.

—Es para transporte de mercancías.

Irlanda se forzó a poner sus ojos en blanco y volvió a meter la mano en el bolsillo, para extraer de él la integridad de la bolsa de cuero. La atención del hombre se fijó en esta en cuanto ella la sacudió y produjo un pequeño tintineo.

—¿A Dublín? —masculló.

Los labios del muchacho se despegaron antes de voltear su cabeza hacia el interior del barco. Tras unos cuantos instantes, sus ojos volvieron a posarse sobre la bolsa, y este puso sus brazos en jarras y suspiró.

—Va a Dublín. Y no es un viaje agradable en la antecámara. Pero bueno.

Ella presionó sus dedos sobre la bolsa, y sus labios se secaron, aunque se resistió a pasarse la lengua al mismo tiempo que el muchacho se aproximaba a ella con la mano delante. Irlanda sintió unos ojos clavados en su espalda, pero solo le dedicó una pequeña oración en su mente mientras sacaba las monedas de la bolsa. Pese a que intentó quedarse con algunas, el hombre se negó a apartarse de su camino.

Irlanda frunció el ceño, y, durante unos cuantos instantes, le mantuvo la mirada. Tras una corriente de pensamientos un tanto variopintos, ella suspiró y volcó la bolsa sobre su mano. Esta tenía una cantidad de monedas tal que, con la adición de las últimas, la mayoría se desparramó sobre la madera del muelle.

El muchacho se dejó caer sobre sus rodillas para empezar a recogerlas, e Irlanda puso sus ojos en blanco mientras lo rebasaba y hacía de tripas corazón al avanzar por la madera hacia la escalera de la cubierta a la antecámara, inmersa en tinieblas.

Una vez que se sentó con cierta delicadeza sobre el suelo de madera, que percibió húmedo incluso con las capas de tela que protegían su piel, inspiró hondo.

Aun así, no pasó mucho tiempo hasta que refugió su rostro entre sus manos y pegó sus párpados y labios con fuerza para intentar que las lágrimas y la bilis permaneciesen en su interior.

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7 de julio, 1846; Dublín, Irlanda.

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Los cristales se encontraban tapados por cortinas opacas que le impedían ver más allá de ellas.

Irlanda se esforzó por considerarlo una ventaja mientras rodeaba el edificio hacia el patio trasero, que, por supuesto, permanecía empantanado por las lluvias que habían recibido su vuelta. Ella se recogió sus faldas y hundió sus botas en el barro del prado, para después chasquear la lengua.

No tardó demasiado tiempo en escuchar un relincho en respuesta.

Sus ojos se fijaron en la estructura rectangular incrustada en los árboles que delimitaban el patio, donde pudo distinguir la figura de un caballo sentado de panza sobre el heno que cubría el suelo de piedra. Ella resopló, sin poder evitar que una de sus comisuras se alzase.

Desde luego, nunca podría decir que era tonta.

Conforme más se aproximaba, Irlanda pudo distinguir los tablones de madera oscurecida en el exterior por el impacto de la lluvia, el armazón de piedra y un techo que sobresalía en la porción de pared ausente. Aoife se puso sobre sus cuatro pezuñas y giró su cuello hacia ella, aunque no hizo ningún esfuerzo para acercarse hasta que Irlanda no estuvo resguardada por el techo.

La yegua pegó su morro a su hombro mientras ella acariciaba su cuello. En algún momento, a Irlanda le pareció que Aoife emitía un sonido similar a un gorjeo, y ella puso sus ojos en blanco antes de entrelazar sus dedos entre sus crines y comenzar a desenredarlas. En cuanto los nudos le empezaron a suponer una mayor dificultad, Irlanda se separó de la yegua hacia el pequeño armario a uno de los costados.

Aoife la siguió hasta el mueble e hinchó los orificios de su nariz en el instante en el que ella abrió una de las puertas. Una vez tuvo el cepillo entre sus dedos, un estruendo la sobresaltó y le hizo girarse hacia Aoife, que tenía las orejas pegadas al cráneo.

Irlanda frunció su ceño, aunque no tardó en distinguir la silueta del morro de un caballo asomándose por el borde de una de las paredes del refugio.

Las arrugas de su tez desaparecieron en cuanto el animal se mostró por completo, y pudo apreciar el pelaje de un tono negro que apenas era capaz de relucir bajo el escaso Sol, a excepción de los calcetines marrones cercanos a sus pezuñas.

—¿Adonis? —musitó.

El caballo ni siquiera reparó en ella y continuó adentrándose en el refugio, lo que causó que Aoife resoplase. Irlanda abrazó el morro de la yegua y frunció su ceño, aunque el caballo se limitó a doblar su musculoso cuello para remover los fajos de heno con sus belfos con cierta desesperación.

Aoife volvió a pegar sus orejas en su cráneo, pero Irlanda la empujó antes de aproximarse al caballo y ponerse de cuclillas. Ella extendió su palma hacia el semental, que, pese a que se mantenía mascando la paja, había comenzado a sacudir su cola.

Irlanda se mordió el labio inferior al percibir el hedor que desprendía.

En cuanto se dejó caer sobre el suelo, el caballo levantó su cabeza y retrocedió de espaldas, acompañado por un bufido. Pese a que ella contuvo la respiración, el animal levantó sus patas delanteras y las sacudió en el aire, con un relincho bastante agudo, antes de dejarse caer sobre el suelo y empezar un galope hacia uno de los costados del refugio, tras el cual desapareció.

—¿Qué haces tan lejos de casa? —murmulló para sí misma.

Aoife pareció querer responder con un golpe de su herradura sobre la piedra y un resoplido que revolvió los pocos cabellos que no estaban sujetos por el paño. Irlanda inspiró hondo y se esforzó para ponerse en pie, para después peinarse los rizos con los dedos y sacudirse la suciedad de las faldas.

Inevitablemente, su atención se volvió a fijar en la casa, a la vez que su corazón se aceleraba.

La yegua apoyó su frente en su espalda y la empujó hacia delante, y ella se sintió libre de girarse de nuevo hacia Aoife. El animal resopló y ocasionó que un grupo de mechones se desviase y cubriese su ojo derecho.

—¿Es un terreno seguro? —preguntó ella.

Aoife la miró fijamente con sus ojos castaños, e Irlanda se mordió el labio inferior antes de levantar su falda y volver a recorrer el patio trasero hasta la escalinata. En el proceso, giró su cabeza varias veces hacia la yegua, que había decidido permanecer en el refugio, hasta que terminó de subir los escalones de piedra blanquecina y sus dedos se posaron sobre el pomo de una de las puertas.

Lo sostuvo entre sus manos y atrajo la pieza hacia sí, frunciendo el ceño cuando el movimiento apenas le supuso esfuerzo. Coló su cabeza por el espacio que había dejado entre ambas puertas y olisqueó la sala de estar, sin poder captar nada más allá del polvo concentrado en el interior.

Se permitió suspirar antes de separar los portones, hacer que su cuerpo entero cruzase el umbral y volver a cerrarlos a sus espaldas.

Irlanda inspiró hondo, pese a que hacerlo le produjo un picor en su garganta con el que apenas fue capaz de aguantar la tos. Una vez que el ataque hubo pasado, se apresuró hacia las ventanas para desbloquear el pestillo y permitir que la brisa se abriese paso en la estancia.

A un lado del marco de una ventana, ella pudo apreciar cómo el papel de la pared se había arrugado y oscurecido, con varias motas blancas en su superficie. Irlanda arrugó la nariz, aunque apartó su atención casi de inmediato gracias a unos golpes en la lejanía.

Ella resopló. Ya tendría tiempo para aquello más adelante.

Irlanda se dirigió hacia la puerta frontal y, con el corazón en un puño, se miró en uno de los espejos del vestíbulo. El abrigo que había robado de un armario había quedado descolorido, y la parte frontal de las faldas de su vestido tenía una gran mancha con tonos verdosos por un incidente en la antecámara. Ella se mordió el labio inferior y formuló una pequeña oración para que el color marrón oscuro del vestido lo disimulase.

Otro golpe la sobresaltó.

Inspiró hondo antes de poner su mano sobre el pomo.

—¿Quién es? —cuestionó, para después pegar su oreja en la superficie de madera.

Un carraspeo la recibió.

—Un humilde servidor, mi señora. He escuchado que ha vuelto, y quería hablar con usted cuanto antes.

A Irlanda le faltó tiempo para hacer girar el pomo con un movimiento de su muñeca y atraer la puerta hacia sí misma. El hombre, de cabellos castaños y canosos rizados, mandíbula cuadrada y hombros rectos, abrió de una forma desmesurada sus ojos oscuros en cuanto la vio aparecer, y ella tuvo que inspirar hondo para resistirse a tirarse de los pelos.

Por supuesto, el hombre no tardó en ponerse la mano sobre el pecho y esbozar una pequeña sonrisa. Irlanda tardó unos cuantos segundos en apartarse para permitirle pasar, aunque él se agachó con cierta dificultad y apoyó sus manos en el suelo.

Ella parpadeó.

—O'Connell, ¿qué estás…?

—Un momento, señora. —Daniel O'Connell extendió su mano para recoger la funda del suelo, e Irlanda se mordió el labio inferior. Al momento de levantarse, retiró la mano que Irlanda le ofrecía con suavidad y necesitó apoyarse en el suelo para lograr la fuerza para volver a estirar sus rodillas. Una vez que lo hizo, se limpió la frente con su manga y le ofreció la funda arrugada con una pequeña sonrisa—. ¿Esto es suyo?

Irlanda asintió con la cabeza con cierta torpeza antes de que O'Connell se la dejase en las manos. Necesitó unos cuantos segundos para volver a apartarse y permitirle la entrada a través del vestíbulo. Cuando ella fue a cerrar la puerta, sus ojos se fijaron en el carruaje aparcado junto a la fuente, aunque terminó por sacudir su cabeza y encajar la pieza en su marco.

A continuación, se giró de vuelta hacia O'Connell, que llevaba su mirada entre las puertas de la derecha y de la izquierda. Irlanda carraspeó para hacer que girase su cabeza hacia ella y le señaló la que le quedaba a mano izquierda, que había dejado entreabierta.

O'Connell no tardó en empujarla y adentrarse en la estancia, e Irlanda lo siguió con la máxima presteza que le fue posible. El hombre la miró, y ella suspiró antes de encogerse de hombros y extender su brazo en la dirección de uno de los sillones.

Era idéntica a la de la casa de Inglaterra, salvo por la paleta de colores de los muebles, y su hermano era de los únicos que alguna vez la había utilizado.

Daniel O'Connell se dejó caer sobre el sillón con gusto, e Irlanda dobló la funda sobre el respaldo de la silla contraria y suspiró.

—¿Quieres que te traiga algo? —cuestionó Irlanda.

El hombre se apresuró a negar con la cabeza.

—No, no hace falta.

Aun así, Irlanda se giró sobre sus talones y rebasó la mesa del pequeño comedor hasta la cocina, ignorando las siguientes quejas que vinieron de parte de O'Connell. El movimiento de sus hombros para alcanzar los armarios superiores le hizo arrugar la nariz y morderse el labio inferior, aunque se esforzó para separar las puertas.

Cuando el primer par de baldas apareció con nada más que recipientes de porcelana, ella resopló.

Cuando el último lo hizo, Irlanda estampó las puertas con la mayor fuerza que le fue posible.

Una vez que volvió a la sala de estar, suspiró y se atusó las faldas antes de dejarse caer en la silla frente a O'Connell. Se abstuvo de apartar su mirada de sus dedos hasta que el hombre carraspeó y le hizo alzar de forma inconsciente la cabeza.

Sus cejas castañas se curvaron a la vez que sus labios se apretaban.

—Discúlpame que no haya podido volver hasta este momento, pero…

O'Connell negó con la cabeza mientras se inclinaba sobre el asiento y juntaba sus manos.

—No tiene por qué, señora. Es en parte mi culpa.

Irlanda arrugó la nariz a la vez que su ceño se fruncía.

—No podías hacer nada al respecto.

El hombre inspiró hondo y volvió a apoyar su espalda contra el asiento. Aprovechó entonces para levantar uno de sus brazos de los apoyos del mueble e introducir una mano en el bolsillo derecho, del que, tras varios quejidos ahogados, extrajo una pequeña hoja de papel.

Irlanda fijó sus ojos sobre el recuadro, aunque O'Connell lo dejó colgando entre sus dedos y suspiró.

—El Acta de Unión fue un error.

Ella se mordió el labio inferior para intentar detener un resoplido. La ceja arqueada de O'Connell cuando volvió a fijar sus ojos castaños sobre ella le dieron la impresión de que no lo había conseguido.

Irlanda se pasó la lengua por sus labios áridos y soltó un suspiro.

—No hay día en el que no me lo repita, O'Connell.

El hombre emitió un carraspeo algo más bronco de lo normal, se puso la mano sobre el tramo de garganta al descubierto y se giró hacia la ventana abierta más cercana. Cuando devolvió sus ojos hacia ella, Irlanda negó con la cabeza. El ceño de O'Connell se llenó de arrugas, aunque no tardó demasiado en relajarse y presionar sus labios entre sí.

Irlanda casi pudo apreciar la edad del hombre en las imperfecciones de su rostro.

—En los días que pasó en Londres, ¿tuvo la oportunidad de hablar con la Reina? —cuestionó el hombre, y no fue hasta que hubo terminado la frase que tuvo el valor de devolver sus ojos en su dirección. Ella encontró óptimo llevar su atención más allá del marco de la ventana, desde donde le pareció escuchar un graznido—. Estoy seguro de que…

—Buckingham Palace fue uno de los pocos destinos que, afortunadamente, logré evitar —lo cortó ella, con su máxima concentración puesta en que su ceño se frunciese.

O'Connell se rascó la frente con un par de dedos.

—Ya, pero…

Irlanda alzó su mano, y el hombre terminó por sellar sus labios y desviar su rostro hacia la mesita que quedaba a su costado. Ella arrugó su nariz y entrelazó sus dedos sobre su regazo, para después llevar sus ojos hacia el trozo de papel que seguía sosteniendo una de sus manos.

Ella se removió en el cojín sobre el que estaba sentada.

—¿El papel tiene algún propósito?

O'Connell dio un pequeño bote y devolvió su rostro hacia Irlanda. Ella sacudió su cabeza hacia el papel, y el hombre alzó la mano que lo sostenía y volvió a apoyar su espalda en el asiento.

—Es una carta de mi hijo, John, desde Londres. —Se restregó los ojos con su mano libre, para después dejarla de sostén para su cabeza—. Dice que ha recibido noticias de que la plaga ha vuelto un año más.

Aquello hizo que Irlanda frunciese su ceño.

—¿Cómo pueden saberlo? Todavía no ha llegado ni al punto de recogida.

Él soltó un pequeño suspiro.

—Lo que escucha, señora. Nos han llegado reportes del mismo hedor en los campos y la putrefacción en las hojas que el año pasado, pero, como la primavera pasada se plantaron en mayor cantidad… —Se inclinó hacia ella y extendió su brazo para poner una mano sobre una de las suyas. Irlanda se mordió el labio inferior; su vista permanecía borrosa por más que parpadease—. Por supuesto, aún no podemos saberlo hasta la recogida, pero…

Irlanda apartó su mano y se apresuró a limpiarse la nariz. Al no tener ningún pañuelo disponible, tuvo que hacer descender su brazo con disimulo y restregar sus dedos por la superficie de tela ya estropeada.

—Necesito un poco de sinceridad, O'Connell.

Él volvió a incorporarse y asentir con la cabeza.

—Por supuesto, señora.

Sintió que su garganta se cerraba, aunque, de alguna forma, se las ingenió para continuar.

—¿Cuáles fueron los efectos de la plaga del año pasado?

O'Connell torció el gesto.

—Según lo que he escuchado, las tardías medidas de Peel amortiguaron los daños de la pérdida de la cosecha y evitaron males mayores. Pero fueron insuficientes en muchos puntos. Especialmente en las zonas más pobres.

El corazón de Irlanda latía con tal fuerza en su pecho que había llegado a la conclusión de que se le saldría de un momento a otro. Su lengua estaba tan seca como sus labios, o incluso más, aunque ella la pasó sobre los segundos de todas formas.

—¿Connacht?

O'Connell suspiró, gesto que ella consideró más que suficiente para apretar sus puños.

—Y hay algo más. Robert Peel ya no será el Primer Ministro, por lo que…

Irlanda necesitó volver a alzar su mano y, para su cierta sorpresa, O'Connell se detuvo y presionó sus labios. Sus ojos castaños quedaron fijos en ella, que terminó por darse un impulso para ponerse en pie. Pese a que sus rodillas estuvieron a punto de ceder en cuanto las requirió, Irlanda logró sujetarse en el respaldo del asiento, con su mano apoyada justo encima de la funda.

La recogió para colgarla de su antebrazo y dar tres pasos en dirección a O'Connell.

(Procuró ignorar las arrugas que rodeaban sus cejas y ojos.)

—Necesito que vendas esto.

O'Connell parpadeó a la vez que extendía sus brazos en su dirección y permitía que se la dejase. En cuanto él pudo colocar la funda en su regazo y desatar unos cuantos nudos, sus ojos se abrieron de una forma desorbitada.

—Esto es…

—Te aconsejo que no lo mantengas mucho tiempo abierto.

Él llevó sus ojos entre el interior de la funda y ella, aunque su atención se vio inmediatamente atraída por la tela verde que el color apagado de la funda no lograba mitigar.

—Pero este vestido… —Alzó su rostro hacia ella—. ¿Está segura de que quiere venderlo?

—Lo ha hecho un sastre con todo el cariño del mundo, pero necesito el dinero que me puedan dar por él. Y tengo que volver a Erris en cuanto lo consiga.

O'Connell se quedó en silencio un momento, y sus dedos volvieron a anudar los lazos que había deshecho segundos antes. Entonces se colgó la funda de un brazo, que pegó a su pecho, mientras se ayudaba de los bordes de la silla para levantarse.

No tardó en recortar la corta distancia que los separaba y suspirar.

—Esto me va a llevar un tiempo.

Irlanda inspiró hondo.

—Y esperaré a que lo hagas para irme.

O'Connell se restregó los ojos, y se mantuvo en silencio durante unos cuantos segundos antes de cruzar su mirada con ella.

—Señora, ¿le importaría si durante la espera se quedase en mi casa? —El hombre apoyó su mano en su hombro antes de que ella tuviese oportunidad de siquiera arrugar la nariz—. Si Lord Kirkland viene a buscarla a Dublín, probablemente no se espere que se vaya a quedar allí, y, en el caso de que toque a mi puerta, no tengo ninguna obligación de permitir que se la lleve. O incluso podemos trasladarnos a Derrynane House. Por supuesto, todo si usted quiere.

Irlanda se giró sobre sus talones hacia la puerta contigua al salón, que permanecía completamente cerrada. Después, dirigió sus ojos hacia las paredes, cubiertas de aquel papel verde brillante sobre el que nunca se había apoyado nada.

Ella inspiró hondo y no tardó demasiado en voltearse de vuelta hacia O'Connell y asentir con la cabeza.

Por alguna razón, sus ojos ardieron en ese entonces.

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4 de septiembre, 1652; Torre de Londres, Inglaterra.

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Podía recordar la cálida y dolorosa caricia que se había ido extendiendo desde las plantas de sus pies hasta la mitad de su espalda a un paso tortuoso. También el roce en sus muñecas cuando había intentado moverlas.

Apenas había podido captar más que un abrumador hedor que se había hecho cada vez más intenso y había ocasionado que su garganta quedase a carne viva, pese a sus esfuerzos para no dejarse llevar por el pánico.

Los gritos que la rodeaban, en un idioma que aborrecía, se habían transformado en murmullos de forma repentina, y el ardor de sus muñecas había desaparecido en un instante. El retirarse del fuego solo había avivado el dolor, y hubiese caído al suelo de bruces si no hubiese tenido dos férreos agarres sobre cada uno de sus brazos.

Después, había sido arrastrada hasta aquel habitáculo de piedra, con un ventanal taponado.

Allí, en la oscuridad y en el silencio, también podía rememorar los chillidos en su propio idioma, los bultos en la cara del niño que había acudido a buscarla y el hedor a podrido que había desprendido su cuerpo la última vez que lo había visto, tendido en el suelo junto a su madre, ambos con los ojos cristalizados y carentes de brillo.

Los pensamientos desaparecían en cuanto se movía ligeramente y las telas rozaban la piel de su espalda, llevándola a una espiral de dolor en la que se esforzaba por no sacudirse y no inspirar hondo para no hacerla aumentar.

El crujido de la puerta no logró despertarla aquella vez.

Tampoco el repiqueteo de los pasos.

Sus ojos simplemente se cerraron al apreciar el resplandor que amenazaba por deslumbrarla, sin que nada le dijese cómo debía reaccionar al respecto.

Sus labios se curvaron ligeramente al captar el ligero aroma amaderado; el primero agradable con el que había tenido contacto en… un tiempo.

Fue el suave roce de sus nudillos sobre su mejilla lo que le hizo despegar sus párpados y despertar, aunque los ojos verdes y las comisuras levemente alzadas que la recibieron le hicieron pensar que seguía dentro de un sueño.

Irlanda. —Su voz reverberó en el espacio.

Ella despegó sus labios, pero de ellos no consiguió que saliese nada más que un gemido quebrado.

Sus ojos se cubrieron de una capa que brillaba bajo la escasa luz a la vez que la recogía entre sus brazos. Irlanda se mordió el labio inferior con fuerza, esperando el ardor mientras sus dedos contactaban con la piel alrededor de su cintura y sus hombros, pero nunca apareció.

Se sintió libre de apoyar su mano sobre su manga abullonada y áspera, con el fin de hacer fuerza para poder sentarse sobre el suelo. Apretó sus labios para ahogar un sollozo, aunque la caricia de los dedos de España sobre su mejilla le hizo más fácil apaciguarlo.

Inspiró hondo antes de volver a cruzar sus ojos con los suyos. Le resultó más fácil de lo que había pensado al apreciar que España se había sentado junto a ella, con una de sus rodillas doblada cerca de su pecho.

—¿C-Cómo…? —Su voz salió rota, e hizo que se obligase a apretar sus labios.

España tomó una de sus manos entre las suyas con sumo cuidado.

—Oliver Cromwell sigue sin tener potestad para juzgar a ningún vasallo de mi Rey —murmulló.

Su mano se presionó contra la suya cuando Irlanda no pudo evitar estremecerse con el nombre, y la otra pasó a tocar sus cabellos. Ella percibió por el rabillo del ojo las puntas de su pelo, reducidas hasta la altura de sus hombros y con un tinte mucho más oscuro, aunque España lo acarició como si no ocurriese nada.

Irlanda necesitó sorberse la nariz.

—¿Y-Y el r-r-resto?

Él esbozó una pequeña sonrisa mientras situaba sus rizos por detrás de su oreja.

—Cárdenas se encargará de librar a quienes pueda, como ya lo ha conseguido con el sobrino de O'Neill. —España la envolvió de nuevo entre sus brazos, de tal forma que parecía que las heridas habían desaparecido, aunque aquella vez la pegó a su pecho para después levantarla. Por más que Irlanda quisiese apoyar su frente en su hombro, tuvo que abstenerse de cerrar sus ojos, incluso después de que depositase un beso sobre su coronilla—. Vámonos a casa. A Madrid. Sin ninguna otra preocupación.

Ella inspiró hondo y asintió con la cabeza.

Se negó a resistirse mientras él la llevaba hacia el exterior de aquella celda, aunque no pudo evitar estremecerse cuando el aire frío picó la piel de sus piernas y sus mejillas. Aun así, la calidez que España desprendía la mantuvo a salvo hasta que el cielo volvió a ser sustituido por un pequeño techo de tablas y una lámpara compuesta por cuatro velas algo gastadas.

Fue entonces cuando captó una serie de murmullos en aquellas cuatro paredes, en un idioma que no tardó en identificar. Irlanda apoyó sus manos en sus hombros y comenzó a revolverse entre sus brazos, y España ejerció una mayor presión hasta inmovilizarla.

De inmediato, Irlanda siseó y lo obligó a aflojar su agarre.

Aunque no lo suficiente como para permitir que se cayese.

Él hinchó su pecho y chasqueó la lengua antes de dejarla con delicadeza sobre el borde de la cama y pasar a darle la espalda. A pesar de que se había encorvado por instinto, Irlanda alzó sus ojos y pudo apreciar sus puños apretados en sus costados. El silencio no tardó en inundar la habitación.

—Por favor, traedme el arcón que tenía conmigo y avisad al embajador de que tomaremos el barco al final del día. —Levantó sus brazos con el fin de alzar sus mangas y dejarlos al descubierto. Los ojos de Irlanda de inmediato se fijaron en los huesos de sus muñecas, que resaltaban debajo de la piel, aunque decidió desviarlos de inmediato—. Podéis retiraros. Os veré más tarde.

Hubo una pequeña respuesta a coro antes de los pasos y el portazo que les puso fin.

España suspiró y se giró sobre sus talones hacia ella, para después hincar una rodilla en el suelo y dirigirle una amplia sonrisa.

Irlanda soltó un pequeño resoplido.

—Discúlpame por no tener ninguna bañera disponible, pero ya suficiente que me han permitido utilizar esta habitación para que puedas adecentarte… —Sus palabras fueron interrumpidas por el pequeño chasquido de la puerta, tras la cual arrastraron un pequeño baúl. En cuanto la integridad de este llegó al interior, la pieza de madera volvió a contactar con el marco. España inspiró hondo antes de ponerse en pie, con sus labios apretados—. Me he imaginado que querrías salir de aquí con un mejor aspecto.

Lo levantó del suelo y lo cargó hasta dejarlo a un lado.

España se volvió a agachar y rozó con uno de sus dedos las plantas de sus pies.

Irlanda apartó la pierna e inspiró hondo de forma brusca.

—Lo siento —musitó España, a la vez que se levantaba para darle un beso en los labios—. Yo puedo…

Ella se removió en el borde de la cama y llevó sus ojos hacia el arcón.

—Sería mejor que me fueses poniendo las medias o las botas para poder salir cuanto antes. Quiero… —Necesitó parpadear para disipar la opacidad en sus ojos e inspirar hondo—. Quiero salir de aquí.

España se quedó mirándola, con sus labios apretados, sus ojos brillosos y cejas curvadas hacia arriba. El mechón castaño central de su frente se rizaba justo delante de su ceño, e Irlanda tuvo que morderse el labio inferior.

—Por favor, Irlanda… No tienes que hacer esto.

Irlanda gruñó y se inclinó sobre el arcón para abrirlo y extraer las ropas dobladas.

No pudo evitar sisear por el inmenso ardor que invadió sus muñecas cuando una de las telas rozó la zona, soltando las prendas en el proceso.

España chasqueó su lengua antes de recogerlas y volver a posicionarlas sobre el borde de la cama. Sus ojos coincidieron, aunque Irlanda ignoró la petición que estos volvían a hacerle al apartar su mirada y dirigirla hacia sus piernas.

Aquello no le evitó escuchar el sonido gutural que emitió antes de recoger una de las prendas y sacudirla para extenderla. Con suma lentitud, España introdujo las medias a través de sus pies y fue estirándolas poco a poco. Cada vez que Irlanda siseaba, él se detenía a mirarla y arqueaba su ceja a la espera de que ella asintiese con la cabeza, por lo que avanzaba con tal lentitud que ella terminó por apartar sus manos y subirla hasta la cintura, obligándose, en el proceso, a dar pequeños saltos sobre el colchón.

El dolor empañó sus ojos.

España inspiró hondo antes de tenderle el vestido de un azul intenso, que ella se puso sin demasiado cuidado mientras él le ataba los costados, y después las botas. Irlanda necesitó inspirar hondo antes de apoyar la planta de uno de sus pies en la suela.

La otra le hizo casi imposible el retener un alarido, aunque se mordió el labio inferior al contemplar cómo España la miraba. Una vez que hubo terminado, su homólogo se puso en pie y recogió un paño de la mesa al lado de la cama con el fin de limpiarle los derroteros de sudor que discurrían por su frente.

Irlanda se mantuvo en silencio, sin moverse demasiado, hasta que él terminó y le tendió la mano. Ella la aceptó de inmediato. Su firme sostén consiguió que pudiese ponerse en pie y no cediese justo después ante el ardor en las plantas de sus pies.

Al primer paso, ella tuvo que morderse el labio inferior con fuerza.

España soltó su mano y pasó a rodear su cintura con sus brazos, e Irlanda cruzó sus ojos con él antes de que este pasase sus dedos por su frente y le quitase una parte del sudor.

—Vamos poco a poco, ¿de acuerdo? —musitó en su oído.

Ella asintió con la cabeza.

Apenas pudo cruzar el umbral de la puerta sin sentir que volvía a caminar sobre las brasas con los pies descalzos, aunque el agarre de España hizo que le resultase menos tortuoso. Se permitió apoyar su mejilla en su hombro, envolver uno de sus brazos con una mano y que él cargase con una parte mayor de su peso.

España no hizo ninguna muestra de que le importase.

Continuaron con su camino hasta el patio exterior, donde la atención de Irlanda se vio atraída hacia una figura con un jubón marrón con mangas amarillas que caminaba junto a una de las fortificaciones. Su vista estaba dirigida hacia el frente, aunque Irlanda no pudo evitar que su corazón se acelerase.

El sombrero de ala ancha negra con una pluma roja no le impedía atisbar la primera y única capa de su cabello en crecimiento, que todavía no lograba llenar el espacio que les correspondía.

La mano que había apoyado sobre el brazo de España se presionó sobre su manga, y él se encargó de que continuase con su paso. Irlanda alzó su rostro hacia el suyo, aunque, si España se había percatado de su presencia, no parecía darle demasiada importancia.

Al igual que Inglaterra.

Irlanda suspiró y volvió a refugiar su rostro en las mangas de España.