20 de julio, 1846; Cabo de Erris, Condado de Mayo, Irlanda.

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El olor le había obligado a taparse la nariz con un paño.

Apenas podía recordar en qué punto del camino había comenzado, aunque sí que había azuzado a Aoife para que acelerase su ritmo. La yegua había mantenido la velocidad hasta que sus cascos habían contactado con el pavimento, e Irlanda se había sentido libre de saltar de su lomo y aterrizar sobre la calzada.

Sus pies trastabillaron, aunque fue capaz de apoyar su hombro en el muro a su lado e inspirar hondo antes de despegarse y sacudirse las faldas.

Barrió sus alrededores con sus ojos solo para fruncir su ceño al encontrarlos vacíos.

Su corazón se aceleró y se apresuró a recoger el ronzal de Aoife antes de recorrer la calzada para llegar a la casa del extremo. Al extender su brazo hacia la puerta, Irlanda volvió a girar su cabeza hacia el resto de la villa, y, tras comprobar que seguía tan vacío como unos instantes atrás, hizo contactar sus nudillos con la superficie.

Esperó varios segundos, pese a que la puerta no se movió ni un ápice. Irlanda resopló y volvió a aproximar su mano a la superficie, aunque, al captar lo que le parecían unos sonidos amortiguados desde el interior, optó por pegar su oreja a la madera.

No tardó demasiado en reconocer aquella voz temblorosa, leyendo a un ritmo tan tortuoso que ella no pudo evitar arrugar la nariz. Aun así, inspiró hondo antes de impactar su puño contra la puerta una vez más.

La lectura se vio interrumpida, y a ella le pareció que incluso había contenido la respiración.

Irlanda resopló antes de separarse y tocar la puerta con sus nudillos.

—¡Dougal MacDougal! Sé que estás ahí. Abre, por lo que más quieras.

A pesar de su distancia con la puerta, pudo escuchar un estruendo y la rotura de algo de cristal, al igual que la maldición en gaélico de labios de MacDougal justo antes de que este separase la pieza de madera de su marco y la recibiese con los labios fruncidos.

Irlanda se tuvo que recordar que ni siquiera había pasado un año desde la última vez que le había visto, porque MacDougal había dado un pequeño estirón y su cabello había crecido hasta cubrirle la práctica integridad de sus ojos. Los pantalones ya le quedaban pequeños y dejaban a la vista sus piernas arqueadas, al igual que la chaqueta, bajo la cual destacaban especialmente los huesos de su joroba.

Tras apreciar que estaba descalzo, ella se giró hacia Aoife; hacia la bolsa que descansaba sobre su lomo. Suspiró y devolvió su atención hacia Dougal, que se había recogido el flequillo por debajo de la gorra y mantenía sus brazos escondidos tras su espalda.

—Mi padre no está en casa —musitó él, con una voz aguda—. Ni mi hermano.

El corazón de Irlanda se aceleró al despegar sus labios, aunque no hizo falta que formulase la pregunta para que los ojos de Dougal enrojeciesen y se cubriesen de una capa cristalina.

Levantó sus ojos hacia el interior de la habitación al captar el olor a cera consumida, con el fin de atisbar una pequeña luz proveniente de la mesita de noche junto a la cama. Sobre la superficie del colchón descansaba un pequeño relicario, cuya falta de brillo se hacía aún más evidente entre las sábanas arrugadas con algunas manchas carmesí.

En cuanto devolvió sus ojos hacia MacDougal, comprobó que este también había girado su cabeza en la misma dirección y sus labios estaban temblorosos. Irlanda le puso la mano en el hombro y le empujó con suavidad hacia la habitación, sin apenas resistencia, mientras su otra mano se aseguraba de cerrar la puerta principal.

Dougal apoyó su espalda y sus manos en la pared antes de girar su cabeza hacia ella.

Sus ojos se cruzaron, aunque la atención de Irlanda se vio atraída de inmediato por la cubierta desgastada de un libro a los pies del muchacho. Ella flexionó sus rodillas con tal de extender su brazo y recogerlo entre sus manos antes de volver a ponerse en pie.

—¿Qué tal van tus lecciones? —cuestionó Irlanda.

MacDougal inspiró hondo mientras sus ojos se desviaban hacia sus pies sucios. Sus labios se hicieron prácticamente invisibles en su rostro.

—El señor Barry ha intentado ayudarme, pero no ha tenido mucha paciencia. Dice que necesito saber actuar ahora que estoy solo la mayor parte del tiempo.

Ella suspiró y devolvió sus ojos hacia las sábanas manchadas. En el interior de la habitación, fue capaz de detectar una especie de barreño de metal bajo la cama, y, pese a sus impulsos, devolvió su atención hacia Dougal y le tendió el libro.

MacDougal agachó la cabeza para mirar la cubierta con el ceño fruncido antes de suavizarlo y hacer coincidir sus ojos oscuros con los suyos.

—¿Puedes ir a buscar al señor O'Barry, por favor?

Dougal parpadeó y separó su espalda de la pared.

—Ayer ya se quedó conmigo todo el día, y no creo que hoy…

—Dile que soy yo la que quiere hablar con él.

El muchacho volvió a despegar sus labios, e Irlanda frunció su ceño. Este no tardó demasiado en cerrar la boca y soltar un pequeño resoplido mientras recogía el libro de entre sus manos. A continuación, le dio la espalda y, en menos de dos parpadeos, la puerta volvía a estar cerrada con un estruendo.

Irlanda inspiró hondo a la vez que se aproximaba a la cama, se recogía el cabello para hacerlo caer por su espalda y flexionaba sus rodillas hasta dejarlas sobre el frío suelo. El aroma de la vela terminó por transformarse en un hedor a podrido que le hizo arrugar la nariz una vez hubo alcanzado la parte inferior del somier. Se obligó a extraer el barreño de debajo.

El fondo del recipiente estaba cubierto por una sustancia de un tono oscuro, entre la cual pudo detectar varias figurillas de superficie irregular y oscura que reconoció como dientes en cuanto los sostuvo entre sus manos.

No pudo evitar fruncir el ceño tras volver a dejarlos en el barreño.

Después, se puso en pie y comprobó las sábanas, en las que, además de las manchas, pudo apreciar mechones azabaches con ciertas zonas canosas.

Para ese entonces, su corazón latía con tal fuerza que se transmitía en forma de temblor a sus manos.

El crujido de la puerta le hizo dar un ligero bote y esforzarse por girar su cuello hacia el vestíbulo.

Aquello le valió para captar el instante justo en el que Dougal le daba la espalda y corría hasta quedar oculto por el pequeño muro que la separaba del vestíbulo. En la misma zona que había ocupado antes el muchacho, O'Barry suspiró y ocasionó un estruendo de menor magnitud antes de dar unos cuantos pasos para desvelar por completo su cuerpo.

Él cruzó su mirada con la suya y juntó sus manos por delante de su regazo.

Irlanda se mordió el labio inferior.

—¿Escorbuto? —cuestionó ella.

El señor O'Barry avanzó hasta la mesa a un costado del habitáculo, rodeando deliberadamente los fragmentos de cristal esparcidos en el suelo, y se apoyó en su superficie.

—Durante unos cuantos días después de su ida, Arlene pareció revivir. La vi pasear colgada del brazo de William, como si volviesen a ser unos jovenzuelos. Le brillaban los ojos y sonreía como si nunca nada le hubiese ido mal. —Él inspiró hondo y agachó su cabeza hacia sus manos—. Cuando se hizo claro que la cosecha había fracasado, los ingleses empezaron a vender comida en Belmullet. Era a poco precio, pero, como bien sabrá, señora, los MacDougal no se la podían permitir. El estado de Arlene no duró mucho: su cara adelgazó hasta extremos prácticamente inhumanos y volvió a la cama, donde permaneció hasta fallecer. William…

Irlanda parpadeó.

—¿De escorbuto? —reiteró.

El anciano inspiró hondo.

—No comió nada, señora. Su ración se la entregaba a Henry las pocas veces que llegaba de trabajar, o a Dougal sin que se diese cuenta. Escondió los síntomas… —Sacudió su cabeza hacia la palangana a sus pies—, y cuando William se dio cuenta, ya era demasiado tarde. Fue en noviembre del año pasado, y aún les faltaba bastante invierno. —Su ceño se arrugó antes de devolver sus ojos hacia ella—. ¿Se puede imaginar cómo William consiguió el dinero para comprar la comida, sin sacrificar necesidades como la ropa o los muebles?

Irlanda apoyó sus manos sobre el suelo antes de darse un impulso y ponerse en pie. Se sacudió la falda, de un color azul oscuro, y suspiró a la vez que se recolocaba el paño que cubría gran parte de su cabello.

Pese a que la respuesta se encontraba en la punta de su lengua, optó por negar con la cabeza y lamerse los labios resecos.

El anciano murmulló una oración y se santiguó mientras devolvía su mirada hacia el suelo.

—Los trajecitos que Arlene le había tejido a la criatura, y, una vez que ella falleció, su vestido. Aun así, apenas fue capaz de comprar una mísera cantidad para sus hijos y para él. —Alzó sus ojos entrecerrados hacia ella—. ¿En qué momento es justo eso, señora?

Irlanda inspiró hondo.

—He traído dinero de Dublín, Eoghan. En el camino he gastado un poco para comprarle unos zapatos a Dougal, pero quedará suficiente para este invierno si se complica en demasía. Para los MacDougal y… para todo aquel que lo necesite.

Eoghan la miró con fijeza, y, pese a que separó sus labios, de ellos no salió más que un suspiro a la vez que se separaba de la mesa.

—El muchacho necesita a alguien que se quede con él, señora. Y yo tengo mis propios hijos de los que ocuparme, así que…

Irlanda asintió, con sus ojos fijos en el barreño a sus pies.

—Iré a buscarlo yo misma una vez que haya terminado de limpiar.

Eoghan no tardó en sacudir su cabeza en su dirección antes de inclinarse ligeramente y salir del habitáculo sin apenas hacer ruido en el movimiento de la puerta. Pudo escuchar un resoplido desde el exterior y unas palabras en tono jubiloso de parte del señor O'Barry que delataron de inmediato a la emisora del primer sonido.

Irlanda puso los ojos en blanco, aunque la vista de la cama hizo decaer su humor.

A continuación, se quitó la chaqueta y la depositó sobre la superficie más cercana que pudo encontrar, para después apretar el nudo del paño sobre su cabeza.

Con su mirada fija en el relicario, Irlanda se sintió libre de cerrar unos instantes sus ojos y santiguarse, a la vez que de sus labios salía una pequeña oración. Una vez despegó sus párpados, ella tomó la pieza entre sus manos y la depositó en la mesita con suma lentitud, encima de la almohada que previamente había apartado.

Arrancó entonces las sábanas de su superficie y formó con ellas un gurruño entre sus manos. En el proceso, fue capaz de apreciar la extremada fragilidad de la tela, que se había visto agravada por el tiempo y la exposición a la enfermedad.

En el colchón también pudo apreciar ligeras manchas, aunque tampoco les dio demasiada importancia.

Una vez que dejó la sábana en la palangana, barrió la habitación con sus ojos y suspiró antes de agacharse con tal de recoger el recipiente del suelo.

Su mirada se desvió hacia una pequeña puerta en una esquina, que quedaba escondida por uno de los pilares de la choza. Sus pies de inmediato la llevaron hacia la pieza de madera, que empujó sin demasiada fuerza con su mano libre.

Incluso sin adentrarse y con la escasa luz que proporcionaba la vela, fue capaz de apreciar los tres colchones que cubrían la práctica totalidad del suelo de la estancia. El más cercano a la puerta tenía las sábanas perfectamente colocadas, y conservaba un relativo blanco prístino.

En cuanto se acercó, arrugó la nariz ante un hedor adicional, cuya fuente pronto reconoció en la mancha de un color verdoso que ocupaba uno de los extremos del único colchón con canapé.

Ella suspiró.

Ya se ocuparía de aquello más tarde.

Al salir de la casa y asegurarse de que la puerta se quedaba cerrada, Aoife despegó sus belfos del pasto y se dirigió hacia ella con un trote ligero. La bolsa en su lomo había quedado ligeramente desviada, e Irlanda necesitó despegar la solapa de esta para comprobar que no había nada fuera de lugar.

Ella recogió el ronzal de Aoife, aunque la yegua apenas opuso resistencia durante el camino.

Irlanda volvió a necesitar un paño sobre su nariz al verse obligada a cruzar de nuevo los campos, y su corazón se encogió al comprobar que O'Connell no mentía; las hojas que tenía a la vista poseían una textura rugosa, y en sus superficies conformaban un mosaico de diferentes tonalidades de verde, marrón y blanco, con la que recordaba normal en el cultivo siendo la que menos espacio ocupaba.

En el otoño del año pasado, entre un tercio y una mitad de la cosecha se habían perdido debido a la plaga. Pero no recordaba que los campos hubiesen tenido un aspecto tan… horrible en los meses anteriores.

Su estómago se retorció, y necesitó tragar para evitar que la primera arcada consiguiese su objetivo.

Requirió de un empujón de parte de Aoife para seguir andando más allá de las camas de tierra y que sus pies la guiasen hasta la pequeña estructura de piedra cilíndrica, cuyos ladrillos eran evidenciados por el musgo que se había instalado en los huecos entre ellos. En el borde superior había incrustada una pequeña pieza de metal circular, en la que permanecía atada una cuerda algo deshilachada.

Irlanda dejó la palangana en los alrededores antes de sostener la cuerda tensada con una mano y deshacer el nudo con cierta lentitud. Una vez que quedó libre, ella se aseguró de que la otra tuviese un buen agarre antes de comenzar a ceder ante el escaso peso de la cuerda.

Tras un chapoteo, Irlanda se permitió bajar un poco más antes de volver a tirar de la cuerda.

Ella inspiró hondo mientras sus brazos se tensaban y la piel de sus dedos comenzaba a arderle.

Maldito fuese el lago que había decidido no formarse en la zona.

Cuando por fin tuvo el cubo entre sus manos, Irlanda arrojó el agua al interior de la palangana, y se vio obligada a resoplar al comprender que aquello no sería suficiente. Hasta tres veces tuvo que volver a hundir y sacar el cubo hasta que el barreño quedó prácticamente a rebosar, e Irlanda se dejó caer sobre sus rodillas para empezar a frotar las manchas de la sábana.

El primer movimiento ya ocasionó que el agua se desbordase y calase su falda.

Irlanda presionó sus dientes sobre su labio inferior y resistió las ganas de clavar sus uñas en cualquier cosa que tuviese al alcance mientras continuaba frotando.

Una y otra vez.

Aoife siguió pastando sin ninguna preocupación aparente.

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Ella dejó extendida la sábana en un tendedero cercano a la playa.

A pesar del obstáculo que le supuso la brisa marina, terminó siendo esta la que le permitió apreciar que las manchas que había intentado limpiar habían quedado eliminadas en su práctica totalidad.

Irlanda se apartó un mechón del rostro, puso sus brazos en jarras e inspiró hondo.

Pese a que sus manos le seguían temblando por el camino hasta allí, ella no tardó en recoger el barreño del suelo y aproximarse a la playa, con su nariz arrugada de forma reglamentaria.

Durante ese corto trayecto, a sus oídos pudo llegar una voz bastante familiar, que, al contrario de lo que había captado horas antes, lidió con gran facilidad con una oración. Irlanda terminó por acompañar las palabras con el movimiento de sus labios hasta que la figura del emisor se hizo presente ante sus ojos.

Ella se adentró en la arena hasta llegar a la orilla, desde la que arrojó el agua rojiza que contenía el barreño.

Aquello hizo que la lectura cesase, e Irlanda se giró hacia él con su ceño fruncido.

Dougal parpadeó en el momento en el que sus ojos se cruzaron.

—Antes me has dicho que no habías avanzado demasiado en tus lecciones de lectura. —Puso sus brazos en jarras—. Y lo que escuché al llegar a tu casa no fue la fluidez que he podido captar ahora.

El muchacho llevó sus ojos hacia sus espaldas, aunque sus cejas continuaban alzadas.

—P-Prácticamente me lo sé de memoria de tantas veces que me lo habéis leído. M-Me sigue costando tanto como antes, aunque a-ahora, p-pues… —Él tragó saliva mientras sus ojos comenzaban a envolverse en una capa brillosa—. Yo q-quiero leer, p-pero a-a l-los d-d-demás p-parece que o-os r-r-resulta siempre t-tan f-f-fácil…

Irlanda inspiró hondo y se permitió relajar su ceño. Giró su cabeza hacia Aoife, que estaba a su lado, y no tardó en desplegar la solapa y extraer un par de zapatos cuyas punteras conseguían reflejar los rayos del Sol antes de volver junto al muchacho.

Ella le extendió la mano que sostenía los zapatos.

Dougal volvió a parpadear con sus ojos fijos en ellos.

—¿Eso es para… m-mí?

Irlanda asintió con la cabeza, para después flexionar sus rodillas y dejarse caer sobre la arena. Desde esa posición, ella le puso los zapatos sobre el regazo, en el poco espacio que dejaba libre el libro. Este levantó sus manos del suelo y las sacudió para quitarse los granos de encima antes de aproximar sus dedos a los talones.

Sin embargo, no llegó a apoyarlos en su superficie y su mirada se desvió hacia el barreño que las olas intentaban volcar en la orilla.

—¿V-Vas a limpiar por fin los colchones? —musitó, con la voz prácticamente ahogada.

Irlanda fue capaz de apreciar una lágrima que discurría por su mejilla y no pudo evitar suspirar mientras dirigía su mirada hacia el frente.

—Necesitáis dejar de dormir en la misma habitación sin ventanas. —Devolvió sus ojos hacia el muchacho, y, tras unos cuantos segundos de duda, decidió posar su mano sobre el hombro más cercano—. Volvamos, ¿de acuerdo? Dejaremos las lecciones para otro momento.

Dougal se sorbió la nariz y se la limpió con la manga antes de asentir con la cabeza.

Cuando le vio las intenciones de ponerse en pie, ella le puso la mano sobre el hombro e hizo presión para que no pudiese completar sus acciones. Él la miró con sus labios fruncidos.

Irlanda puso sus ojos en blanco.

Recogió entonces el libro de su regazo para ponerlo sobre el suyo y aseguró los zapatos sobre la arena. Ante las arrugas que se mostraban en su rostro, ella se rasgó una parte de la falda y sujetó uno de los pies del muchacho por el talón, para después empezar a frotar la tela contra su piel y separar todos los granos de arena que pudo.

Dougal sacudió el pie y soltó una risita ahogada al momento de pasar por el paño por los huecos entre sus dedos, aunque ella solo resopló mientras apretaba su agarre. Suspiró una vez que pareció limpio y dejó el pie sobre el libro en su regazo.

Su mano libre no tardó en encontrar el zapato correspondiente, encajarlo en el pie y ajustar los cordones antes de culminar con un nudo.

—Parecen las orejas de un conejo —musitó MacDougal.

Ella parpadeó y alzó su rostro hacia el muchacho, con los ojos fijos en los cordones. Sus labios se despegaron, aunque fue incapaz de encontrar una respuesta apropiada y optó por recoger el otro pie y empezar con el proceso.

—Intenta que el interior del zapato no se llene de arena, ¿de acuerdo?

Tendría que comprar unos calcetines más tarde.

Le pareció apreciar por el rabillo del ojo que Dougal asentía con la cabeza, pese a que no tuvo manera de comprobarlo. En aquella ocasión, el muchacho logró que el tirón fuese menos agresivo y la risita prácticamente inaudible, y, cuando hubo encajado el zapato y tirado de los cordones, sus dedos doblaron los dos extremos e Irlanda se quedó mirándolos fijamente.

Inspiró hondo antes de girar su cabeza hacia el muchacho.

—Llegas a esta forma y a continuación las enrollas para hacer pasar una por delante de la otra y apretar. —Sus dedos realizaron las maniobras que sus palabras describían prácticamente a la vez, aunque ella necesitó girarse para comprobar que había sido satisfactorio. Una vez que lo hizo, Irlanda dejó el talón sobre la arena y sujetó el libro antes de ponerse en pie—. De acuerdo, pues nos vamos.

Pese a que el muchacho había comenzado a levantarse por sí mismo, Irlanda le ofreció su mano. Dougal la miró con su ceño ligeramente arrugado, pero terminó por envolver sus huesudos dedos alrededor de los suyos y aceptar la fuerza que ejerció para ayudarlo.

Él se apresuró a dar sus primeros pasos con los zapatos, un tanto patosos por su parte y con sus brazos extendidos a ambos lados.

Irlanda puso sus ojos en blanco y se agachó para recoger el barreño vacío. Ella volvió a sacudirlo hacia el mar para eliminar los restos antes de fijar su atención en la sábana que el viento revolvía en dirección contraria.

El bajarla del tendedero no fue tan difícil, a pesar de que su relativa humedad le hizo tener reparos a la hora de doblarla y volver a meterla en la palangana.

Cuando inmediatamente después barrió sus alrededores con sus ojos, encontró que Dougal se hallaba junto a Aoife fuera de la línea de la playa. La yegua chupaba la mano del muchacho con ánimo, y este plasmaba en su rostro una sonrisa de oreja a oreja.

Irlanda sintió un ligero pinchazo en el corazón al apreciar cómo el gesto se disipó en cuanto ella se hizo visible, aunque sacudió su cabeza poco antes de detenerse frente a ellos. Aoife dirigió su cuello en su dirección, y lo habría hecho por completo si Dougal no estuviese sujetando el ronzal con fuerza.

Sin embargo, a la yegua no pareció importarle.

—¿Puedo ir sobre ella? —cuestionó Dougal, con un tono algo más agudo. Irlanda puso sus brazos en jarras, y las comisuras del muchacho temblaron—. Para que no se me manchen los zapatos.

Irlanda soltó un suspiro y le hizo un gesto con la cabeza. Dougal dejó libre el ronzal de la yegua y utilizó una pequeña piedra de los alrededores de la playa para dar un pequeño salto, aunque sus dedos no lograron anclarse y sus suelas volvieron a tocar el suelo.

Ella tuvo que dejar la palangana sobre el pasto antes de envolver su cintura con sus brazos y levantarlo hasta que sus manos alcanzaron las crines y pudo colocar sus piernas a ambos lados de su lomo. Dougal no tardó en recuperar su sonrisa.

—Sujétate bien y no te sueltes, ¿de acuerdo?

El muchacho asintió con la cabeza, a pesar de que justo después osó golpear las costillas del animal con sus talones. Aoife soltó un resoplido, e Irlanda gruñó y se apresuró a capturar el pie más cercano entre sus dedos para hacer que Dougal se tensase, hiciese caer sus comisuras y terminase por detener sus movimientos.

Irlanda necesitó mirarlo a los ojos temblorosos durante unos segundos antes de soltarlo y alcanzar el ronzal.

—Yo la dirijo; tú quédate ahí quieto mientras vayas en ella, que tus talones ni siquiera alcanzan los costados y puedes hacerle daño.

Pasó su mano por el cuello de Aoife y después se agachó a recoger la palangana.

No tardaron demasiado en proseguir el paso.

Los pies de Irlanda hormigueaban, aunque cumplieron y la llevaron de vuelta a la pequeña villa. MacDougal se mantuvo callado durante todo el camino, pese a que Irlanda había despegado sus labios en diversas ocasiones.

Sin embargo, nunca había encontrado el tema ideal.

Su atención siempre se había visto atraída hacia las hojas podridas en sus alrededores.

Fue la detención de Aoife la que le hizo salir de sus pensamientos y alzar su rostro hacia ella con el ceño fruncido. La yegua resopló y sacudió la cabeza hacia delante, e Irlanda no tardó en girarse en la dirección que le había indicado.

Las arrugas de su ceño no hicieron más que acentuarse en cuanto sus ojos se cruzaron con el asno, con una capa cobriza de pelaje abundante en mal estado y patas deformadas, enganchado de un carro de madera cuyos tablones desprendían un hedor a podrido. El animal fijó sus ojos en ella durante unos cuantos segundos antes de encontrar mucho más divertido la ventana que tenía enfrente.

Por alguna razón, la puerta había quedado abierta.

—El caballo de papá se escapó hace casi un año —musitó MacDougal, a sus espaldas—. El burro casi se lo dieron gratis.

Irlanda soltó el ronzal antes de girarse hacia el muchacho y aproximarse para envolver sus brazos alrededor de su cintura y ayudarle a bajarse. Dougal se mantuvo quieto durante todo el proceso hasta que lo dejó en el suelo, instante en el cual hizo el amago de correr hacia la casa, aunque la presión de los brazos de Irlanda le impidió hacerlo.

—¡Suéltame! —exclamó Dougal.

Ella resopló.

—Este no es el momento para que entres en la casa.

Dougal dejó de resistirse prácticamente de inmediato.

Irlanda consideró apropiado soltarle y ponerle las manos en el hombro con tal de girarlo en su dirección. Una vez que consiguió que sus ojos se fijasen sobre los suyos, ella inspiró hondo y devolvió sus ojos hacia Aoife para volver a recoger su ronzal y ponérselo entre las manos.

Levantó sus comisuras.

—¿Me la cuidas mientras tanto?

Él asintió con la cabeza de una manera ciertamente torpe, aunque Irlanda decidió no tenérselo en cuenta y quitó sus manos de sus hombros. A pesar de que su corazón estaba empezando a acelerarse, Irlanda se aproximó a la puerta y cruzó su umbral asegurándose de dejarla cerrada tras de sí.

Apenas tuvo que dar un par de pasos para superar el muro del pequeño vestíbulo y encontrarse la figura de un hombre sentado en el borde de la cama. Estaba encorvado, con sus cabellos rubios lacios cayendo sobre sus manos juntas e impidiéndole ver su rostro, a pesar de que no le hacía demasiada falta para imaginarse las arrugas alrededor de sus cejas y comisuras.

Irlanda no se molestó en dar un paso más antes de suspirar.

Los hombros del que tenía enfrente comenzaron a temblar en respuesta.

—¿H-Ha s-s-sido u-u-usted l-l-la q-q-que h-ha q-q-quitado l-l-la s-s-sábana? —Ni siquiera esperó a su respuesta antes de alzar su rostro. Sus ojos estaban rojos e hinchados, al igual que la punta de su nariz—. N-No tiene n-n-ningún derecho a…

Irlanda inspiró hondo pese a su corazón desbocado.

—William, no puedes dejar que tus hijos vivan en esta… pocilga.

El hombre ante ella apretó su mandíbula.

—¡E-Es m-m-mi e-esposa! N-No e-e-estaba…

—William, el cuerpo de tu esposa ya está… —Irlanda optó por callar cuando él dirigió sus ojos enrojecidos en su dirección, con una pequeña masa gelatinosa por debajo de su nariz. Necesitó suspirar antes de continuar—. Ella no estaba aquí; no estaba en la sábana o en la palangana, y esto se había vuelto insalubre. —Dio un pequeño paso hacia el interior de la habitación—. ¿Qué quieres, que Dougal termine en un asilo para pobres?

Las arrugas alrededor de sus cejas rubias se hicieron algo más prominentes.

—Los ingleses no pueden quitarme a mi hijo —siseó, con voz ronca.

Irlanda se mordió el labio inferior antes de cruzarse de brazos.

—Sabes muy bien que pueden llevarse a un niño con la excusa de que está desatendido. Y no les faltaría razón. —Ella se sintió libre de dar otro paso hacia el interior al apreciar cómo sus ojos se abrían de forma desmesurada—. William, Dougal no se puede quedar solo aquí durante varios días.

La nuez del hombre destacó en su garganta.

—P-Pero… —William se limpió la nariz con el extremo de la manga—. T-Tengo que i-intentar c-conseguir dinero para c-c-comer. N-No p-p-puedo e-esperar aquí con él, pero t-tampoco p-puedo p-p-permitir que m-m-me acompañe y me v-vea… —Su voz se quebró.

Él se mantuvo boqueando, aunque de sus labios no salieron más que sonidos incoherentes. Irlanda no tardó en recorrer la distancia que lo separaba de él y sentarse a su lado.

—Tengo dinero para vosotros durante el invierno.

William giró ligeramente su cuello en su dirección antes de sorberse la nariz y negar con la cabeza. Sus mechones rubios volvieron a caer sobre sus ojos.

—No será suficiente. El señor me está exigiendo pagar la renta pese a que le he asegurado que lo haré en cuanto tenga el dinero, y Henry… —Él se restregó los ojos—. Solo sé que aporta una pequeña suma de dinero. Llevo sin verlo como tal desde el entierro, y… —Hizo coincidir sus miradas—. No me siento capaz de perseguirle por todo Connacht, señora. No cuando tengo tantas cosas de las que preocuparme.

Irlanda suspiró y dirigió sus ojos hacia el pequeño relicario, cuya superficie mate impedía que la lumbre de la vela se reflejase por completo sobre él.

—¿Está en Belmullet?

William se encogió de hombros, con su mirada fija sobre la uña de su dedo gordo, sucia y con el extremo superior desgastado.

—Según lo que me han dicho los hijos de O'Barry.

Ella dio un ligero brinco para ponerse en pie y se sacudió las faldas.

—Durante el tiempo que pueda, yo me ocuparé de Dougal y de la casa. Y, si Henry no ha aparecido para la recogida de la cosecha, iré a buscarle, ¿de acuerdo? —No esperó a que William asintiese con la cabeza para darle la espalda y dirigirse de nuevo hacia el vestíbulo.

Escuchó un carraspeo proveniente de la habitación que acababa de abandonar, aunque no permitió que aquello la detuviese de cruzar el umbral de la puerta.

Para su sorpresa, una vez que barrió sus alrededores con sus ojos y encontró a Aoife pastando, apreció que Dougal estaba junto a ella, sentado sobre las hierbas. Tras haber dado un par de pasos en su dirección, el muchacho no tardó en fijar sus ojos en ella e intentar ponerse en pie.

Irlanda lo interrumpió con un gesto de su mano, y Dougal se dejó caer de nuevo sobre el jardín.

Una vez que hubo llegado a su lado, ella puso sus brazos en jarras.

—¿El señor O'Barry te ha enseñado a escribir?

El muchacho arrugó su ceño antes de negar con la cabeza.

Irlanda suspiró.

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3 de octubre, 1846; Belmullet, Condado de Mayo, Irlanda.

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Una vez que se vieron rodeados por una serie de casas en construcción, Irlanda chasqueó su lengua para que Aoife disminuyese su ritmo y giró su cabeza hacia su espalda.

Dougal seguía intentando acomodarse sobre el lomo extremadamente curvado del caballo, pese a la distancia ya recorrida. El animal, con una capa marrón cacao, avanzaba con un paso largo y suave, salvo en los momentos en los que el muchacho se reacomodaba en su lomo y pasaban por un bache, en los que se permitía sacudir la cola.

El señor O'Barry se lo había prestado a Dougal en el pretexto de que era bastante paciente.

Irlanda puso sus ojos en blanco.

Y no se había equivocado.

En cuanto MacDougal se percató de que lo estaba mirando, se irguió y apuntaló el costado del caballo. Este soltó un resoplido antes de iniciar un trote ligero que hizo al muchacho llegar a su lado con una tímida sonrisa.

Irlanda inspiró hondo y le hizo un gesto hacia delante, donde aquel estrecho pasillo a modo de calle parecía desembocar en una plaza con un suelo de piedra regular. Aoife no tardó en retomar su paso, y los ojos de Irlanda se vieron atraídos por un imponente edificio de ladrillo oscuro en construcción, con cinco puntos en los que la fachada terminaba en flecha.

El tejado carecía de la totalidad de sus tejas, y había ventanas cuyo marco ni siquiera contenía un cristal. Los andamios de construcción permanecían vacíos, oscurecidos y envueltos por la maleza que también escalaba por los huecos entre los ladrillos.

A pesar de la aparente tranquilidad que transmitía el silencio que les rodeaba, Irlanda no pudo evitar morderse el labio inferior.

—Creo que ese es el asilo de pobres. —La voz de MacDougal le hizo girar su cabeza en su dirección—. Aquí papá venía a hacer la cola para que los ingleses le vendiesen la comida.

Ella frunció el ceño.

—En Belmullet no hay asilos de pobres.

El muchacho se encogió de hombros.

—A lo mejor lo han construido debido a la plaga. Para ayudar a repartir en este año, pero… —Sus ojos se desviaron hacia el edificio—. No parece haber ningún puesto organizado como el que describió.

Irlanda apretó las riendas entre sus manos con el fin de lograr que los latidos de su corazón dejasen de abrumarla. A continuación, se pasó la lengua, árida, por sus labios, aunque no consiguió encontrar la comodidad que pretendía.

Al menos resistió la sacudida del escalofrío.

—Vamos a buscar a tu hermano, ¿de acuerdo? —Que sus labios estuviesen temblando no pareció transmitirse a sus palabras, pero, aun así, Irlanda se mordió el labio inferior—. Debe estar por las obras del canal.

El muchacho mantuvo sus ojos sobre el edificio hasta que a ella se le ocurrió silbar y hacer que el caballo se moviese, tras lo que Dougal se sobresaltó y pegó sus piernas al pelaje cacao. De inmediato, dirigió sus ojos en su dirección con su ceño arrugado y despegó sus labios.

Sin embargo, Irlanda se giró hacia el frente y azuzó a Aoife para que acelerase el ritmo.

Una vez en la plaza, ella barrió sus alrededores con sus ojos, aunque no hizo siquiera el amago de detener a la yegua tras no encontrar ni rastro de aquel cabello rubio sucio entre las pocas personas que habían coincidido con ellos.

Pudo apreciar cómo el sonido de los cascos a su espalda se volvía mucho más pausado y lejano durante unos cuantos instantes, para después regresar a su intensidad habitual.

En cuanto llegaron a la calle principal, interrumpida por fosos rectangulares en los que, al asomarse, se debería haber apreciado una corriente de agua similar a la de las calzadas de Dublín, Aoife se ralentizó por sí sola. Irlanda se bajó de la yegua y pasó a caminar cerca de los establecimientos a su costado izquierdo, cuyos alrededores examinó con los ojos entrecerrados hasta que se detuvieron en una figura que, de lejos, le parecía una copia de William a sus veinte años.

La cercanía, por supuesto, le hizo percatarse de sus mejillas hundidas, la curvatura diferenciada de su nariz, y, pese a la cubierta que le ofrecían las mangas abullonadas de su camisa negra, la delgadez de sus dedos y muñecas no llegaba a quedar oculta.

Además, la tela se había oscurecido alrededor de sus hombros, y su frente brillaba en las zonas que no quedaban cubiertas por su flequillo irregular.

Irlanda frunció su ceño al apreciar que tenía entre sus manos un folleto, y lo observaba con sus ojos entrecerrados y arrugas alrededor de sus cejas.

Ella despegó sus labios.

—¡Henry! —La voz de MacDougal hizo que la frente del joven se relajase.

Sin embargo, en cuanto alzó su rostro del papel, sus ojos se cruzaron con los suyos, y su frente volvió a marchitarse a la vez que sus labios se despegaban. Irlanda puso sus brazos en jarras, aunque una de sus manos se lanzó para arrebatarle el papel.

Aquello hizo que Henry volviese a juntar sus labios y se cruzase de brazos.

Irlanda aprovechó entonces para arrastrar sus ojos por la superficie del folleto. Una vez hubo terminado, volvió a alzar su rostro hacia él, con el ceño completamente fruncido.

—¿Qué se te ha perdido a ti en Galway?

—Un trabajo para pagar la comida, quizá, se me ocurre —gruñó en respuesta, para después quitarle el papel de sus manos. Irlanda tampoco hizo demasiado por mantenerlo—. ¿Qué haces aquí, por cierto? ¿Ya te has cansado de irle oliendo el culo a los ingleses y has decidido por fin actuar y no ver cómo nos exterminan uno a uno? ¿O es simplemente que tu hermano te ha dado rienda suelta para venir hasta aquí?

Ella desvió su mirada hacia MacDougal, que se había bajado del caballo y tenía sus ojos abiertos de manera exagerada fijos en Irlanda, y soltó un resoplido antes de devolver su atención hacia Henry.

No se iba a molestar en explicarle algo que simplemente no podía entender.

—Eres tú quien va a trabajar por los ingleses. —No pudo evitar que su garganta se cerrase en la última palabra, aunque logró mantener la cabeza bien alta—. ¿O es que acaso por no saber leer no te has enterado de que es una oferta del propio Gobierno británico?

Henry chasqueó la lengua e hizo el amago de sacudir sus brazos en el aire.

Sus ojos se dirigieron hacia la espalda de Irlanda; hacia su hermano.

—Los ingleses quieren que compremos nuestra propia comida matándonos a trabajar. No van a volver a traernos grano, porque han desmantelado la comisión de ayuda en el nido de enfermedades. Así que, ¿qué más quiere que haga? —Ladeó su cabeza y entrecerró sus ojos—. ¿Quieres saber quién de la familia morirá esta vez, Dougie? Porque yo estoy expectante. —Devolvió su mirada hacia Irlanda—. ¿A quién vas a abandonar en la enfermedad, eh?

Ella procuró inspirar hondo.

—No pienso discutir contigo, Henry.

Henry osó esbozar una sonrisa sin demasiado humor.

—Por supuesto. —Le hizo un gesto con la mano que sostenía el folleto a su hermano, que se acercó con un paso lento y con una eventual mirada de reojo hacia Irlanda. Ella no se abstuvo de poner sus ojos en blanco antes de encogerse de hombros y cruzarse de brazos—. Ahora, Dougie, ¿me dices lo que realmente pone?

Dougal tomó el papel con sus manos temblorosas antes de fijar sus pupilas oscuras en el papel y carraspear.

—Es… un empleo por obras públicas en Galway. —El muchacho volvió a mirarla, y ella asintió con la cabeza—. C-Con el fin de salir de la s-situación de d-dependencia y l-la p-pobreza que l-las m-medidas del anterior Primer Ministro no han h-hecho m-más que p-prolongar al s-suministrar alimento. E-El pago es de entre 8 y 10 l-libras al día.

—Lo que no llega para mantener a una familia —interrumpió Irlanda, con sus ojos fijos en Henry.

Este resopló y arrancó el folleto de las manos de Dougal. Pese a que la boca del muchacho se abrió de una forma exagerada, su hermano esbozó una pequeña sonrisa y le revolvió los rizos azabaches. Cuando su mirada se posó en Irlanda, sus comisuras parecieron decaer ligeramente.

—Al menos estoy haciendo algo.

Sin otra palabra mediante, Henry se giró sobre sus talones y les dio la espalda para dirigirse hacia un corrillo de jóvenes. Irlanda creyó reconocer los rasgos de O'Barry en uno que se aproximó a palmear la espalda de Henry, pero tampoco le dio demasiada importancia antes de suspirar y llevar sus ojos hacia Dougal.

Pese a que su atención estaba sobre su hermano, no necesitó más que una sacudida en el hombro para devolverla hacia ella.

—Ven conmigo, MacDougal. V amos a resolver unas cuantas cosas antes de volver.

Él parpadeó y separó sus labios, aunque sus palabras pronto se transformaron en balbuceos que hicieron que Irlanda suspirase y apoyase su mano en el cuello de Aoife. Esta soltó un leve resoplido mientras ella barría con sus ojos los objetos expuestos tras el cristal del escaparate, entre los que se encontraba un pañuelo de trazada gruesa teñido de un tono verde.

No pudo evitar arrugar su nariz.

—No quiero ir a Dublín. —La voz de Dougal le hizo girar su cabeza en su dirección y fruncir el ceño. El muchacho solo apretó sus labios—. Puedo quedarme solo, o incluso con Henry en Galway si es necesario, pero no quiero ir.

Irlanda intentó inspirar hondo a la vez que sus puños se cerraban, escondidos tras sus faldas.

—No voy a… —Se interrumpió con un gruñido ahogado—. Hablaremos de eso más tarde.

Y devolvió sus ojos hacia el paño antes de tirar del ronzal de Aoife y hacerla avanzar tras ella.

No tardó en escuchar el resto de los pasos.