20 de enero, 1706; Proximidades de Madrid, Reino de Castilla, España.
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Cuando apreció que el caballo palomino de Francia se adelantaba, Irlanda gruñó y golpeó los costados de Aoife con sus talones con el fin de ponerse a su altura.
Tras girar su cabeza hacia él, fue recibida por su perfil, en el que podía apreciar el bigote recortado, sus labios fruncidos y sus rizos dorados envolviendo su rostro y bloqueando la mayor parte de su campo visual.
Sus ojos se posaron sobre la fachada del palacete una vez que cruzaron el umbral del arco de piedra. La garganta de Irlanda se cerró en cuanto despegó sus labios, por lo que necesitó carraspear.
—Creo que lo mejor sería que yo fuese quien entrase.
Por primera vez desde que habían salido de Palacio, Francia dirigió sus ojos azules hacia ella. Pese a que sus labios seguían claramente presionados, una de sus comisuras se había torcido y su ceja izquierda había quedado alzada.
—Adelante, entonces. —Le hizo un gesto con la mano enguantada hacia la puerta.
Antes de bajarse de Aoife, Irlanda fijó sus ojos en Francia, cuyo único movimiento parecía ser el batido de sus pestañas tan rubias que apenas eran visibles desde algunos ángulos. Por supuesto, después de varios segundos, su ceño se fue arrugando e Irlanda se obligó a inspirar hondo mientras se peinaba el flequillo con los dedos.
—No hace falta que me esperes aquí. Procuraré volver a Palacio antes de que Mahony salga hacia Alicante.
Francia hizo revolotear sus pestañas.
—¿Con él?
Irlanda suspiró antes de descender del lomo de la yegua, acariciar su cuello y recoger el ronzal entre sus manos. Aprovechó para recolocarse la fina tela que cubría sus hombros, su escote y su espalda y recogerse las faldas de su vestido verde con los dedos que le quedaban libres.
Al volver a girarse hacia Francia, comprobó que este tenía sus ojos fijos en ella y su bigote se había torcido junto a su gesto.
—Lo intentaré. —Irlanda resopló al apreciar cómo él alzaba una de sus cejas y fruncía sus labios—. Sabes cómo es, Francia. Si él no quiere, yo, por más que lo intente, no puedo convencerle.
—Pues es precisamente por eso por lo que te he traído hasta aquí, así que encuentra la forma.
A continuación, Francia tensó las riendas e hizo que su caballo se diese la vuelta hacia el arco de piedra que delimitaba el terreno. Le dirigió una mirada de reojo antes de cruzarlo e iniciar un galope ligero, con el que no tardó en transformarse en una mancha azul y dorada y mezclarse con las montañas en la lejanía.
Irlanda inspiró hondo y tiró del ronzal para que la yegua la siguiese hacia el pequeño puente. Una vez hubieron llegado al final, ella puso sus manos sobre las puertas con el fin de empujarlas hacia el interior.
Necesitó ejercer una mayor fuerza de la que había pensado en un inicio para que los portones dejasen el espacio necesario con el fin de pasar. Su movimiento vino acompañado de un horrible chirrido que hizo que un escalofrío recorriese su columna, aunque la presión de sus manos sobre la cuerda le permitió mantenerse estática mientras entraba en el patio.
Tras volver a juntar los portones, Irlanda soltó la cuerda de Aoife y se permitió dirigirse hacia la escalera escondida tras los establos, que parecían completamente vacíos. El sonido de las suelas sobre el pavimento resonó por las paredes, y ni siquiera el canto de los pájaros se atrevió a acompañarla.
O el relincho de un caballo.
Su corazón se estremeció en su pecho, aunque no permitió que aquello la detuviese.
En cuanto recorrió el estrecho pasillo y se asomó por la rendija de la puerta del pequeño salón, Irlanda carraspeó.
—¿España?
Sus ojos se posaron unos instantes sobre el retrato encima de la chimenea, pese a que sabía que sus brillantes ojos y su sonrisa no le otorgarían respuesta alguna. Se obligó a inspirar hondo antes de continuar por el laberinto que la llevaría hacia su habitación.
La puerta cerrada hizo que su corazón se revolviese en su pecho, y sus dedos se enredaron en la clavija antes de empujarla. Se adentró hasta llegar al dosel y separar las cortinas, a pesar de que la ausencia de un aroma intenso ya le había indicado que se encontraría la cama hecha, sin ninguna clase de arruga.
Ella resopló y, pese a que volteó su rostro hacia la puerta del despacho, se apresuró a salir de la habitación.
Tanto en ese piso como en los dos superiores, las puertas de las habitaciones estaban cerradas a cal y canto. Apenas le hizo falta empujar la más cercana, aquella pintada de verde, para resoplar ante su descubrimiento.
Irlanda continuó subiendo las escaleras con su ceño fruncido hasta que, a medio camino de la que conducía hacia la buhardilla, captó un olor amaderado y se detuvo de forma súbita.
La ausencia del sonido de sus pasos le permitió apreciar los murmullos, casi incomprensibles, que provenían del piso de arriba.
Irlanda se sujetó las faldas antes de continuar, con el corazón en un puño.
En cuanto llegó al final de las escaleras, sus ojos no tuvieron que moverse mucho para encontrarlo agazapado sobre la mesa y con sus labios presionados entre sí, restregándose los párpados con los dedos de una mano mientras que la otra mantenía abierto el libro por las páginas que parecían absorber su atención.
Sus cabellos, pese a estar contenidos en una pequeña coleta que caía por su espalda, estaban incluso más revueltos que cuando volvía de la mar o de una de sus múltiples guerras en Europa. Y el abrigo blanco que tenía encima apenas se sostenía en sus hombros.
Irlanda inspiró hondo.
—¿España? —Sus dedos se presionaron sobre sus faldas.
España alzó su rostro hacia ella, con su boca abierta de forma desmesurada antes de que sus comisuras se curvasen ligeramente hacia arriba.
—Irlanda. —Sus labios comenzaron a temblar, aunque consiguió mantener la sonrisa—. P-Pensaba que estabas en… —Tragó saliva—. Pensaba que seguías en P-París con tus hombres.
Ella se atrevió a dar un paso en su dirección, con cuidado de no pisar los múltiples tapices enrollados a sus pies, para después negar con la cabeza.
—Se han trasladado aquí, a la Corte de tu Rey en Madrid.
España parpadeó, e Irlanda pudo apreciar con claridad su nuez resaltando en su garganta.
—¿M-Mi R-Rey? —Las arrugas que sus cejas formaban en su frente temblaron.
Irlanda juntó sus manos antes de asentir con la cabeza.
—Tu Rey, Felipe, que te lleva esperando desde que instaló su Corte aquí.
Sus ojos verdes se clavaron en los suyos antes de inspirar hondo y devolverlos hacia las páginas de su libro.
—Y-Yo n-no tengo R-Rey. —Soltó una carcajada rota antes de apartar su mano de su frente y girar su muñeca en el espacio—. De e-eso e-e-es l-lo que se trata todo e-esto.
A Irlanda le pareció que una lágrima discurría por su mejilla, aunque no tuvo forma de comprobarlo debido a que insistía en permanecer a contraluz. Ella apretó sus puños por detrás de sus faldas, hasta el punto de sentir cómo sus uñas se clavaban en su piel.
—¿De verdad vas a permitir que Inglaterra elija a tu futuro Rey?
España volvió a presionar sus labios y desvió su cabeza hacia el costado izquierdo a la vez que su mandíbula se tensaba. Ella siguió el movimiento de sus ojos, que no tardaron en posarse en un pequeño arcón con figuras de colores vivos pintadas en su superficie.
—¿Y de verdad te piensas que voy a permitir que sea Francia quien lo haga?
Irlanda llevó su mirada hacia él de nuevo y puso sus ojos en blanco, resistiendo las ganas de resoplar.
—Al menos sabemos que Francia siempre estará en contra de Inglaterra, que es lo que debería importarte.
Él cerró sus ojos con fuerza y se los restregó con los dedos antes de volver a abrirlos en su dirección. El temblor que apareció en sus manos no tardó en trasladarse a sus hombros, y, por un instante, el corazón de Irlanda se detuvo.
—Francia es del todo menos confiable. —Él empujó la silla hacia las ventanas a sus espaldas, apoyó sus manos en su superficie y se puso en pie con lentitud—. No podemos estar seguros de nada, ¿o acaso has olvidado la Guerra de los Treinta Años? ¡¿En qué lado estaba tu estimado Francia entonces?!
—¡Al menos tengo la certeza de que Francia está ahora haciendo algo contra Inglaterra, y no está aquí, faltando por completo a su deber como un inútil! —Las palabras se le escaparon de sus labios, al mismo volumen que el arrebato anterior de España—. Y tampoco me está pidiendo que me quede aquí con él e ignore todo lo demás.
Este abrió sus ojos de forma desmesurada, e Irlanda pudo apreciar cómo una pequeña capa acuosa cubría y enrojecía sus pupilas, para después volver a dejarse caer sobre la silla con un estruendo.
Irlanda inspiró hondo y despegó sus labios, pero España fue más rápido.
—Fue un acuerdo para tu propio… —Chasqueó su lengua al apreciar que ella continuaba con el ceño fruncido—. Pues adelante, v-v-vete c-con él —musitó, para después cerrar sus ojos y restregarse los párpados con sus dedos. Cuando Irlanda no dio señales de moverse ni un ápice, España inspiró hondo—. Vete.
—España…
—Déjame solo —masculló mientras sus nudillos resaltaban en la mano que mantenía entre las hojas del libro.
Ella se mordió el labio inferior, aunque, tras varios segundos de deliberación, optó por girarse sobre sus talones y volver a aproximarse a la escalera. Al escuchar cómo España se sorbía la nariz y resoplaba, Irlanda apoyó su mano sobre el reposabrazos y presionó sus uñas contra la madera.
—No te equivoques; no te librarás de mí tan fácilmente.
Descendió por los escalones con los pasos más silenciosos que pudo, aunque no fue hasta llegar al primer piso que pudo volver a captar los murmullos incomprensibles. Irlanda bufó y dirigió sus ojos hacia la puerta de la habitación que había dejado abierta.
La tentación era fuerte, pero continuó de vuelta hacia el salón, desde donde pudo escuchar un par de ladridos provenientes del patio exterior. Frunció su ceño y giró su rostro en dirección a la ventana, aunque esta únicamente le proveyó una vista de los marcos en paralelo del primer piso.
Irlanda puso sus ojos en blanco.
Se vio obligada entonces a recorrer el pasillo y bajar las escaleras hacia el patio. El frío que picó sus mejillas en cuanto atravesó el umbral vino acompañado por un olor similar a la brisa marina, e Irlanda no tardó en arrugar la nariz.
La expresión no hizo más que empeorar cuando pasó por el último escalón y se cruzó con los ojos entrecerrados de Portugal. Este acababa de descender de un caballo de pelaje dorado y crines oscuras, recibido por un Pelayo que sacudía su cola desde los soportales, y se había dirigido a un paso rápido hacia las escaleras antes de detenerse súbitamente al percatarse de su presencia.
Él parpadeó mientras sus manos recolocaban su chaqueta azul.
Irlanda puso sus ojos en blanco.
—Tampoco quiere hablar contigo —masculló.
Si Portugal le respondió, ella hizo oídos sordos.
A continuación, dirigió su atención hacia Aoife, que la esperaba cerca de la puerta, antes de recogerse las faldas y caminar hacia ella. Al pasar por el costado de Portugal, sus hombros chocaron con una fuerza tal que Irlanda trastabilló y necesitó desviarse unos cuantos pasos con tal de estabilizarse.
Le pareció que Portugal mascullaba unas maldiciones a sus espaldas, aunque no pudo asegurarlo al desconocer el idioma en el que habían sido expresadas.
Una vez hubo llegado hasta Aoife, ella inspiró hondo y se giró hacia las escaleras, solo para encontrar que el lugar que antes había ocupado estaba vacío.
Notó cómo su corazón se encogía.
Sin embargo, aquello no impidió que se subiese a la yegua y la azuzase en dirección a la puerta.
Ya se ocuparía de aquello más tarde.
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20 de noviembre, 1846; Dublín, Irlanda.
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Irlanda golpeó la puerta de color azul con sus nudillos antes de retirarse y recoger el periódico de debajo de su brazo. Sus ojos se enfocaron a duras penas en su superficie en busca de noticias sobre su urgente situación, que no tardó en encontrar en la propia portada.
Se mordió el labio inferior mientras leía, al acecho de información que no conociese de antemano.
Desde luego, el nuevo Primer Ministro, John Russell, parecía empeñado en que recordase a Robert Peel con agradecimiento y le había dado la razón a Henry en lo del desmantelamiento de la comisión de ayuda.
Ella inspiró hondo y devolvió su atención hacia la puerta, que volvió a tocar con impaciencia.
Aquella vez, la pieza de madera no tardó en desaparecer de su vista para dejar paso a Rachel, la muchacha de cabellos rubios y ojos oscuros, que en primera instancia le mandó una sonrisa.
—Buenas, señora. ¿Qué tal le han ido las cosas por Connacht?
Irlanda ni siquiera necesitó hacer nada para que la expresión de la otra decayese.
—Vengo a hablar con el señor O'Connell.
El gesto de la muchacha se tensó de inmediato, e Irlanda procedió a fruncir el ceño. Rachel giró su cabeza hacia el interior antes de devolver sus ojos hacia ella y suspirar.
—No está.
Irlanda parpadeó mientras doblaba el periódico entre sus manos y lo utilizaba con tal de abanicarse. Por más frío que llegase a su piel, este desaparecía de forma prácticamente inmediata.
Necesitó sacudir su cabeza para que su vista volviese a enfocarse en Rachel.
Su mano se apoyó en la pared de la puerta.
—¿Y… c-cuándo ha dicho que volverá?
Los labios de la muchacha prácticamente desaparecieron de su rostro antes de que esta se encogiese de hombros.
—B-Bueno… Está de peregrinación en Roma. Aunque… —Juntó sus manos mientras intentaba recuperar su sonrisa—. Debería ser capaz de transmitirle sus preocupaciones a su hijo, John.
Ella negó con la cabeza y, cuando la muchacha volvió a despegar sus labios, Irlanda alzó su mano para conseguir interrumpir sus palabras.
—Muchas gracias. Contactaré con él cuando pueda.
La muchacha siguió con la frente arrugada y le hizo un gesto hacia el interior de la casa.
—¿Quiere pasar mientras tanto? Estoy segura de que al señor O'Connell no le importaría que hiciese uso de su casa en estos tiempos.
Irlanda volvió a negar con la cabeza. La muchacha terminó por suspirar, aunque sus labios apretados y el brillo de sus ojos hablaron mucho más que las comisuras que trató de alzar, y cerró la puerta con lentitud.
Ella no esperó a que desapareciese de su vista para girarse sobre sus talones y recorrer la distancia que la separaba de Aoife, a la que se subió con un pequeño salto. En cuanto se irguió sobre ella, Irlanda se vio obligada a ponerse una mano sobre el pecho e inspirar hondo para luchar contra el poco fondo que parecían haber desarrollado sus pulmones.
Aoife inició un ligero trote sin que ella se diese cuenta, con el que la llevó de vuelta a la calzada principal de Dublín. El aire que impactaba contra su cara le sirvió para deshacerse de una gran parte del calor que la había estado abrumando, aunque decidió no cantar victoria demasiado pronto.
En el resto del camino, sus ojos se vieron atraídos de inmediato por la fachada de piedra de la universidad, aunque volvió a resistirse y azuzó a la yegua para que pasase a un galope que le permitiese alejarse del lugar lo antes posible.
La vista de Irlanda se volvió borrosa ante la sensación por la velocidad que llegó a alcanzar la yegua, y no se aclaró hasta que el animal se detuvo de forma gradual y la fachada grisácea de la parte trasera de la casa apareció ante sus ojos.
Ella inspiró hondo.
Enredó sus dedos en las crines de Aoife y no fue hasta conseguir un agarre firme que se atrevió a bajarse de su lomo. Sus pies aterrizaron sobre el pasto con cierta estabilidad, aunque el primer paso le hubiese hecho caer a las escaleras de cara si no se hubiese aferrado a la barandilla a uno de sus costados.
Aoife emitió un breve relincho, e Irlanda puso sus ojos en blanco mientras subía por la escalinata a la mayor velocidad que se podía permitir sin que su cabeza comenzase a dar vueltas.
Imitó las acciones que había realizado al llegar, hacía unas cuantas horas; abrió los portones, esquivó la mesa del comedor y se deslizó por el pequeño salón hasta cruzar la puerta hacia el vestíbulo, para después posar su mano sobre la clavija y atraer la pieza de madera hacia sí misma.
Una vez que hubo cruzado el umbral, se aseguró de que la puerta quedase cerrada y se dirigió hacia el centro de la habitación. A pesar de la oscuridad que imponían las densas cortinas sobre las ventanas, Irlanda pudo detectar las partes cubiertas por el papel verde.
Inspiró hondo antes aproximarse a las ventanas, apartar las cortinas con un brusco tirón y suspirar cuando la luz se abrió paso al interior. Suspiró mientras ataba los lazos que mantendrían las telas apartadas, y sus ojos no pudieron evitar registrar el patio delantero.
Resopló al apreciar que estaba vacío, pese al pinchazo en su pecho que experimentó casi a la misma vez.
A continuación, se dirigió hacia uno de los lados de las estanterías y rasgó parte del papel verde de la pared que se había arrugado debido a la humedad. No pudo evitar sisear ante el picor en sus palmas cuando la pintura se adhirió a la piel de sus dedos, aunque no por ello dejó de arrancar los pedazos restantes de aquella sección.
En algún momento tendría que hacerlo.
Levantó su falda con tal de que su pie empujase los fragmentos hacia una de las esquinas antes de girarse de vuelta hacia la mesa. Tras sentarse en la silla frente al mueble, ella se permitió dejarse caer sobre el respaldo y suspirar.
Necesitó mirar un momento sus palmas, en las que no habían tardado en crecer ampollas cubiertas por unas virutas verdes.
Ella resopló antes de posar sus ojos sobre la clavija del cajón, que no tardó demasiado en abrir.
Se inclinó para atraerlo hacia sí y extraer papel y pluma para ponerlos sobre el escritorio. Aun así, a Irlanda le resultó imposible retirar su atención del interior; con el movimiento previo, la punta de un sobre amarillento había destacado entre la pila, acompañado por un pequeño cordón.
En contra de su raciocinio, su mano sujetó la esquina y la extrajo con lentitud.
Su vista se volvió borrosa en cuanto pudo reconocer la letra. Resopló, para después devolver el sobre al interior y cerrar el cajón con un estruendo.
Irlanda inspiró hondo mientras se restregaba los ojos con los dedos y se sorbía la nariz.
Tras unos cuantos segundos, ella se irguió y sacó la pluma del tintero para posar la punta sobre el papel. La pesadez de su cabeza le impidió empezar a escribir hasta que fue capaz de pensar en cuáles serían sus primeras palabras, instante en el que ella soltó un gruñido por la mancha de tinta en el papel que la obligó a devolver la pluma al recipiente.
Unos golpes en la puerta la sobresaltaron e hicieron que su corazón se acelerase. Al girar su cabeza hacia su espalda, descubrió a un caballo alazán pastando, con las bridas y la silla puestas. Irlanda se mordió el labio inferior y llevó su rostro de nuevo hacia el sofá.
Ella se quedó completamente quieta durante unos instantes.
Incluso con la pared que les separaba, fue capaz de escuchar el chasquido de su lengua que precedió a los siguientes golpes.
—Irlanda, sé que estás ahí. —Hizo una pequeña pausa, e Irlanda, a pesar de no tenerlo delante, se lo podía imaginar sacudiendo su cabeza—. Te pido que no hagas que mi agradecimiento por no hacerme gastar un mes en ir a la otra punta de tu isla desaparezca. Por favor.
Irlanda se permitió apretar sus puños y restregarse los ojos antes de arrastrar la silla hacia su espalda para ponerse en pie. Intentó que sus pies fuesen lo más ingrávidos posible mientras se dirigían hacia la puerta, aunque su corazón latiendo en sus oídos le impedía apreciar si estaba siendo exitosa.
Una vez que posicionó su mano en el pomo, hubo una parte de ella que protestó.
Se aseguró de acallarla con una sacudida de cabeza antes de girar su muñeca y atraer la puerta hacia sí.
En cuanto la figura de su hermano quedó a la vista, Irlanda se aseguró de dirigirle un ceño fruncido. Inglaterra, sin embargo, parpadeó, con sus cejas alzadas durante unos cuantos instantes antes de hacerlas descender para arrugar su ceño y carraspear mientras se recolocaba la solapa de su abrigo oscuro.
—¿Me vas a dejar pasar o pretendes que me muera aquí de frío?
Irlanda resopló para acallar sus pensamientos antes de retroceder unos cuantos pasos y permitir que entrase. Inglaterra puso sus ojos en blanco y accedió al vestíbulo, en el que comenzó a quitarse el abrigo.
Ella aprovechó ese momento para bloquear la puerta de su despacho con su cuerpo y posicionar sus manos en su espalda para cerrarla.
Su hermano no traía más que el pestazo del sudor encima, pero tampoco podía descartar que la idea se le fuese a pasar por la cabeza más adelante. Una vez que hubo colgado el abrigo en el perchero, él la miró con el gesto torcido e Irlanda se cruzó de brazos.
—¿No me vas a ofrecer ni un té?
Irlanda procuró inspirar hondo.
—Acabo de llegar, y no creo que mis armarios se hayan llenado por arte de magia. —Le hizo un gesto hacia la puerta del salón, que permanecía abierta—. Adelante, acomódate donde quieras.
Inglaterra llevó su rostro en dirección a la sala, aunque inmediatamente después lo devolvió hacia ella. Una de sus cejas se curvó hacia arriba al despegar sus labios, pese a que su frente continuó arrugada.
—¿Y… Cómo está la familia?
Ella no pudo evitar presionar sus uñas contra las palmas de sus manos.
—No es de tu incumbencia.
Inglaterra parpadeó, y a Irlanda le pareció que sus labios se fruncían ligeramente.
—¿De verdad no me importa? —Su tono contuvo un matiz que a ella se le antojó peligroso.
Irlanda se cruzó de brazos antes de profundizar las arrugas de su ceño.
—Quizá estarían mejor si tu Gobierno no los matase a construir caminos y raíles que no llevan a ninguna parte y les diese el sueldo el día prometido. —Ella entrecerró sus ojos y puso sus brazos en jarras mientras Inglaterra la miraba sin inmutarse—. Y la comida sigue sin llegar, así que…
Su hermano decidió entonces girar su cuello hacia el salón y dio unos cuantos pasos hasta cruzar el umbral. Pese a que dedicó un momento para atisbar sus alrededores, no tardó en desaparecer en el interior de la habitación. El cambio del crujido del suelo por unos pasos secos le hizo suponer que su respuesta anterior no había sido suficiente.
—Creo que la señora Pots debe haber dejado algo de té, además de una tetera, por aquí. —Pudo escuchar una serie de rechinidos y estruendos que se repitieron en diversas ocasiones hasta ser interrumpidos por un suspiro—. Y, por si te lo preguntas, ella no volverá. No creo que tenerla trabajando contigo sea una buena manera de compensar sus servicios a mi persona.
Irlanda puso sus ojos en blanco.
—Viviré con ello —masculló.
Si Inglaterra pudo escucharla por encima del alboroto que estaba ocasionando en la cocina, no tuvo manera de comprobarlo.
Ella se vio obligada a apoyar su mano en el marco de la puerta ante una repentina ola de debilidad que le hizo tropezarse con sus propios pies, y, al intentar inspirar hondo, se cruzó con un tope en sus pulmones. Irlanda se adentró en la habitación antes de dejarse caer sobre la dura superficie de la silla y cerrar sus ojos para intentar evitar las virutas de colores que habían invadido su visión.
Un pitido en sus oídos creciente en intensidad no tardó en eclipsar el siseo de fondo.
A pesar de la pesadez y la tentación de quedarse en la absoluta oscuridad, ella frunció el ceño y procuró separar sus párpados para el momento en el que Inglaterra se adentró en la habitación con una bandeja de metal con dos tazas humeantes.
Sus ojos no volvieron a reparar en ella hasta que hubo depositado la bandeja sobre la mesa a su lado. Inglaterra recogió una de las tazas, aunque, en vez de dejarse caer en su asiento, su hermano caminó en su dirección y le puso la orilla del recipiente sobre los labios.
Ella soltó un gruñido al captar el aroma a lavanda tan cercano.
Inglaterra puso sus ojos en blanco antes de hincar una de sus rodillas en el suelo e insistir con la taza, hasta el punto de que Irlanda terminó por despegar sus labios y permitió que el líquido hirviendo se filtrase a través de ellos.
Pese a que en un principio tuvo el instinto de escupirlo, el tragar hizo que diese un pequeño bote.
Su hermano le colocó las manos sobre la taza y se aseguró de que dos dedos rodeasen el asa antes de proceder a separarse. Le dio la espalda para dirigirse hacia su asiento para, una vez habiéndose acomodado, inclinarse con tal de reclamar su taza y darle el primer sorbo.
Tras unos cuantos minutos de silencio, Irlanda volvió a reunir la fuerza para fruncir su ceño.
—¿Por qué estás aquí, Inglaterra?
Este posó sus ojos sobre ella antes de sacudir su cabeza y pegar la taza a sus labios. Irlanda agachó su rostro hacia el turbio líquido que contenía la taza, carente de humo desde hacía un rato, y lo devolvió hacia su hermano cuando contempló por el rabillo del ojo cómo este dejaba el recipiente sobre la bandeja.
A continuación, se metió la mano por debajo de la chaqueta para extraer un pequeño sobre doblado.
—Si no te hubieses escapado a hurtadillas, hubieses estado en Londres para recibir a Australia. Él, por lo menos, esperaba que estuvieses presente.
Irlanda contempló con los ojos entrecerrados la carta que Inglaterra le ofrecía. A pesar de las arrugas que tenía el papel, pudo reconocer su impoluta caligrafía en parte del doblez.
Tuvo que morderse el labio inferior para reprimir una sonrisa a la vez que recogía la carta de entre sus manos. El papel desprendía un aroma tenue y extremadamente familiar, aunque no se sintió capaz de aproximarlo a su nariz, y mucho menos de despegar la solapa.
—También Bélgica. —La voz de Inglaterra hizo que Irlanda devolviese su atención hacia él. Su hermano había apoyado su codo sobre el reposabrazos y había posado su mentón sobre sus nudillos—. Para la Navidad. Aunque, si quisiésemos llegar para recibirla, tendríamos que irnos de inmediato.
Ella no tardó en resoplar mientras dejaba la taza sobre la bandeja. Apoyó entonces sus manos en los reposabrazos y acompañó la fuerza ejercida por ambas con un pequeño salto que le permitió ponerse en pie.
—No voy a volver a Londres. Ni mucho menos a York.
Su hermano chasqueó la lengua.
—Si te crees que vender el vestido que yo te encargué es una buena forma de evitarlo, puedo recuperarlo en cualquier momento.
Irlanda apretó sus puños, aunque de inmediato inspiró hondo al notar la textura del papel perjudicado que tenía en una de ellas.
—No voy a salir de esta casa.
Inglaterra se permitió bufar y tirar de una de sus comisuras.
—Permíteme que lo dude.
Ella se mordió el labio inferior con fuerza antes de girarse sobre sus talones y salir de la habitación.
Abrió la puerta contigua con un empujón con su hombro, y, en cuanto se encontró entre aquellas cuatro paredes, se aseguró de cerrarla con la mayor fuerza que pudo. Comprobó entonces que la silueta de su hermano continuaba en la silla, aunque sentía sus ojos como si la estuviese mirando desde el otro lado de los cristales.
Debía asegurarse de ponerle una llave más adelante.
Se dirigió hacia el escritorio y arrastró la pequeña silla de madera oscura con cierta dificultad hasta posicionarla delante de la puerta. Por si acaso, Irlanda también empujó el escritorio hasta que contactó con el otro mueble antes de cruzar la habitación hacia el sofá, en el que se dejó caer cuando estuvo lo suficientemente cerca.
Apenas se quitó el chal de sus hombros y el pañuelo que cubría su cabello antes de reclinarse en el respaldo y soltar un ligero suspiro. Selló sus párpados con el fin de otorgarle descanso a sus ojos, aunque se obligó a separarlos para observar la carta de Australia.
Tras apreciar que la luz que provenía del exterior se había vuelto anaranjada, ella barrió sus alrededores con sus ojos antes de rendirse.
Ella arrancó la solapa de la carta y sacó el papel para desdoblarlo.
Sus ojos apenas pudieron distinguir las primeras letras, y, tras intentar escudriñar aquel bloque borroso e irregular de tinta durante varios minutos, se vio obligada a dejarlo.
Dejó caer su nuca sobre la parte más mullida y notó sus labios secos y rígidos, al igual que el resto de su rostro. Pasó su lengua por ellos, aunque apenas logró nada.
Su estómago rugió hasta el punto de resultar doloroso.
Irlanda simplemente puso sus ojos en blanco.
Sus articulaciones le resultaban tan pesadas que ni siquiera se planteó la opción de ponerse en pie.
Sus párpados se cernieron sobre sus ojos, y ella apenas opuso resistencia.
La oscuridad y entumecimiento fueron bien recibidos.
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13 de julio, 1744; Versalles, Francia.
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Irlanda atravesó los portones cubiertos de oro mientras se mantenía colgada del brazo de España. Sus ojos verdes habían estado fijos en el frente y sus labios apretados con tanta fuerza que habían agriado el resto de su expresión, aunque Irlanda no podía culparle.
Era muy consciente de que su sola presencia se debía a sus propios deseos.
Pero lo había encontrado necesario.
Cuando uno de los criados, vestido con una librea de un color azul brillante y una peluca grisácea, se acercó a ellos, Irlanda permitió que fuese España quien explicase en un francés inmaculado por qué estaban allí. Los ojos del hombre se iluminaron, y procedió a asentir con la cabeza antes de hacerles un gesto con la mano para que lo siguiesen.
Recorrieron tantos pasillos iguales que a Irlanda le pareció que estaban dando vueltas, y el constante crujido bajo sus pies y las intensas fragancias que le llegaban no ayudaron a mejorar la sensación de mareo que la invadía.
España, por otro lado, le otorgó una cierta estabilidad mientras caminaban, hasta el punto de sostener su cintura cuando no pudo evitar trastabillar. Él la miró con una ceja arqueada, pero Irlanda se apresuró a inspirar hondo y hacerle un gesto de la mano para quitarle importancia.
Él devolvió sus ojos hacia el frente casi de inmediato.
Irlanda arrugó su ceño antes de girar su rostro en la dirección en la que miraba, solo para encontrarse al criado sosteniendo una de las puertas de oro y haciéndoles un gesto hacia el interior. Ella se volvió a enganchar del brazo de España, y juntos se aproximaron al umbral, desde donde pudo detectar a Francia desparramado en un sillón excesivamente ornamentado con el que casi les daba la espalda.
Sus cejas estaban tapadas por los mechones rizados que cubrían su frente.
En cuanto dieron un par de pasos hacia el interior, España se detuvo de forma repentina y carraspeó, causando que Francia girase su cuello en su dirección. Sus ojos azules brillaron nada más posarse sobre ellos, y sus labios se curvaron hacia arriba a la vez que se levantaba de la silla con un grácil salto y se giraba sobre sus talones.
—Bienvenidos. —Frunció sus labios e hizo un gesto con la mano al sofá frente a la silla en la que había estado segundos antes. Irlanda evitó de forma deliberada girar su rostro en aquella dirección—. Ya estaba comenzando a pensar que no ibais a venir, y yo me estaba cansando de insistir en que no tardaríais.
Fue respondido por un gruñido y el inicio de una palabra, interrumpida por un gesto de la mano de Francia. Este no tardó en entrelazar sus manos y dirigir sus ojos hacia ella.
Irlanda suspiró y giró su cabeza hacia España antes de separar su brazo del suyo y sacudirse las faldas. A continuación, dio unos cuantos pasos hacia el centro de la habitación y apoyó su mano en el respaldo del sillón.
La mata de rizos castaños de su hermano y sus ojos ligeramente entrecerrados no tardaron en recibirla. Escocia se encorvó hacia delante y extendió su brazo en dirección a la silla, aunque Irlanda se cruzó de brazos.
Escuchó unos murmullos de parte de Francia a sus espaldas, pese a que no le dio demasiada importancia hasta que el estruendo de la puerta le hizo devolver su atención hacia la posición que habían ocupado la última vez.
Por supuesto, no estaban.
Ella inspiró hondo antes de girar su rostro de vuelta hacia su hermano. Sus ojos coincidieron de inmediato, aunque Escocia no hizo ningún amago de despegar sus labios.
Irlanda terminó por resoplar.
—He oído rumores sobre lo que están tramando tus gentes.
Escocia necesitó recolocarse la falda de tartán azulada y ladear su rostro hacia la ventana.
—… Algo he escuchado yo también.
Ella volvió a cruzarse de brazos y profundizó las arrugas de su ceño.
—Supongo que habrás hecho más que escuchar, puesto que, según Francia, has sido tú el que ha insistido en que viaje hasta aquí para hablar contigo.
Su hermano devolvió sus ojos, de la misma tonalidad verde que los suyos, hacia ella.
—Muchas de tus gentes defendieron al último Rey Estuardo. Y… —Se permitió aflojar el paño que rodeaba su cuello—, me gustaría saber cuáles son tus pensamientos al respecto. Sobre el… nuevo aspirante.
Irlanda apoyó su mentón sobre sus brazos apoyados en el respaldo.
—Jacobo II se vio forzado a otorgar ciertas concesiones debido a las circunstancias, según las palabras que me llegaron de los que estaban junto a él —masculló—. Pero seguía queriendo gobernar sobre Inglaterra. —Volvió a erguirse y se aseguró de alisar la tela sobre sus hombros y pecho a la vez que sus puños se presionaban—. Y la última vez que intentaron convencerme de que apoyar a un Rey inglés era una buena idea no salió muy bien, ¿o no lo recuerdas?
Las tupidas cejas de Escocia se cernieron sobre sus ojos. Cuando su gesto se torció y sus labios se despegaron, el brillo de sus pupilas hizo que Irlanda frunciese el ceño y apretase sus puños. Al parecer, aquello fue suficiente para ahogar sus palabras y hacerle soltar un sonido gutural.
—… Pero es una oportunidad —terminó por decir, y apoyó sus manos sobre sus rodillas para impulsarse y ponerse en pie—. No podrá olvidar fácilmente que nosotros fuimos quienes le pusimos en el trono.
Irlanda resopló antes de poner sus ojos en blanco.
—No saldrá bien, Escocia.
—¿Y crees que conseguir esa independencia que deseas será mucho más fácil, Irlanda? —Dio dos pasos hacia ella y extendió su brazo en su dirección, que Irlanda intentó apartar de un manotazo. Por supuesto, esto solo hizo que ambos frunciesen aún más su ceño—. Hay que empezar con algo como esto.
Irlanda negó con la cabeza y se giró sobre sus talones con tal de dirigirse hacia la puerta. Una vez que tuvo la clavija entre sus dedos, ella inspiró hondo antes de voltear su cabeza hacia su hermano, plantado en mitad de la habitación.
—No saldrá bien. —Y mucho menos cuando, por lo que había podido escuchar, Francia se estaba casi desentendiendo de ello.
Y, sin esperar respuesta, Irlanda abrió la puerta y se coló por la rendija, para inmediatamente después cerrarla tras de sí.
Siguió el rumbo del pasillo con tal de llegar a donde fuese que estuviesen España y Francia.
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21 de noviembre, 1846; Dublín, Irlanda.
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Una vez que el aire volvió a sus pulmones, el sonido de unos golpecitos secos la obligó a recuperar la conciencia. Su boca tenía un intenso sabor metálico que le hizo arrugar la nariz, aunque se obligó a despegar sus párpados.
Fue una tarea ardua; no supo cuánto tiempo empleó, pero sí que había sido suficiente para recuperar el control de sus brazos y llevarlos hacia su boca con tal de limpiarse el líquido espeso que sentía discurrir por su barbilla.
Sus ojos se posaron sobre sus dedos, solo para descubrir el líquido carmín que se había adherido a sus yemas. Intentó reprimir el escalofrío que recorrió su columna, aunque los golpecitos atrajeron de nuevo su atención y le obligaron a girar su rostro en su dirección.
Un cuervo negro y de grandes dimensiones la miraba desde el otro lado del cristal.
Ella no pudo evitar fruncir el ceño, y más con el papel que el ave traía retenido en su pico curvado.
Irlanda necesitó poner sus manos pringosas sobre el borde del sofá e inspirar hondo antes de dar un salto. Por supuesto, no tardó en trastabillar, aunque logró aferrarse a no-sabía-qué y pudo mantenerse en pie con tal de dirigirse hacia el cuervo.
—Lug. —Su voz salió ronca de su garganta. El cuervo entrecerró sus ojos—. ¿Qué haces aquí?
Lug soltó un graznido y extendió sus alas de un negro puro antes de impactar el cristal con el pico de una manera más tosca. Ella necesitó de unos instantes para encontrar el mecanismo y lograr abrir el ventanal, tras lo que el cuervo dio un salto y se posó en la superficie de madera del alféizar.
A continuación, Irlanda pinzó el papel y el cuervo despegó sus mandíbulas para permitirle extraerlo.
En cuanto apoyó las yemas de sus dedos en él, las esquinas del papel se tiñeron de carmesí, aunque a Irlanda no pudo importarle menos mientras lo extendía.
Lo primero que pensó al ver la caligrafía fue que Dougal necesitaba más lecciones también de ortografía y gramática en gaélico, puesto que aquella carta no tenía ni pies ni cabeza.
Con letra temblorosa, había escritas una serie de palabras dispersas que ni siquiera seguían una lógica al carecer de oración, como «Henry», «Galway» o… «comisaría».
Ella volvió a recorrer la carta con sus ojos, intentando encontrar algo que pudiese resultar útil para formar una oración con un mínimo de sentido. Pero le resultó imposible. Irlanda alzó su cabeza hacia Lug, aunque este de inmediato graznó y alzó sus alas en respuesta.
—Ojalá pudieses hablar —masculló.
Lug entrecerró sus ojos e hizo unos sonidos guturales que no terminaron de cobrar sentido.
De inmediato devolvió su atención hacia la carta, aunque el líquido carmín había avanzado por todo el papel hasta el punto de dejarlo ilegible. Ella gruñó y la arrojó al suelo, para después jadear y abrazarse los costados con un brazo ante la presión de sus costillas.
El revoloteo de las alas de Lug consiguió sacarla de sus pensamientos.
Irlanda intentó inspirar hondo y después tiró de la mesa y la silla con el fin de acceder a la puerta. Una vez hubo salido de la habitación, se pasó la mano por la frente con tal de apartar el cúmulo de sudor.
Arrugó la nariz al detectar aquella desagradable mezcla de olores, aunque el hecho de que pareciese provenir del piso superior le dejó vía libre para cruzar el salón hacia el patio trasero. Se detuvo una vez que hubo cruzado el umbral de la puerta para localizar a la yegua.
A pesar del olor a tierra mojada, Aoife la esperaba al final de la escalinata con el pelaje seco y, al verla detenida, pateó el suelo con impaciencia.
Irlanda resopló y procuró descender por las escaleras lo más rápido posible. Cuando hubo recorrido apenas cuatro, la yegua volvió a bufar, y ella puso sus ojos en blanco.
—Ya voy, ya voy —masculló.
Casi fue un milagro que, acompañada por el dolor en las articulaciones y lo resbaladizo que estaban los escalones, no se cayese antes de poder subirse a su lomo con la respiración entrecortada.
En cuanto estuvo colocada, Aoife comenzó un galope endiablado que la hubiese tirado al suelo si se hubiese agachado unos segundos después.
No hizo nada para detenerla.
