23 de noviembre, 1846; Galway, Condado de Mayo, Irlanda.
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«Henry ha renunciado a su temperamento rebelde en Galway, y ha decidido unirse a la policía irlandesa por un impulso inexplicable.»
Aunque sabía que aquello era prácticamente imposible.
«Debido a sus múltiples servicios, Henry ha sido recompensado por la policía en Galway, y he pensado que sería bueno que lo supiese, señora.»
Pero también sería muy impropio de su parte, y más con las últimas palabras que había intercambiado con el joven de Belmullet.
«Henry se ha metido en alguna clase de problema con la policía y está detenido, por lo que necesitamos de su ayuda para que vuelva a ser libre y pueda llevar dinero a casa sin entretenerse con tonterías.»
Su estómago se retorció sobre sí mismo.
Irlanda comprendió casi al momento en el que Aoife salió disparada que no debía haberse montado en ella. Pero su cerebro hirviendo —y Lug y Aoife; no podía quitarles su parte de culpa—, se había convencido de que recorrer más de la mitad de la isla sin las paradas habituales era una buena idea.
Y todo por Henry MacDougal.
Con el aire golpeando su rostro debido a la velocidad y obligándola a cerrar sus ojos, Irlanda casi consideró milagroso que sus dedos tuviesen un agarre tan firme sobre las crines pese al dolor que invadía sus falanges. Y algo similar ocurría con sus pies.
La yegua terminó por reducir el ritmo al llegar a Connacht; las casas dispersas por los campos que había visto durante todo el camino habían disminuido en la calidad de sus materiales de construcción, hasta el punto de que la mayoría tenía los ladrillos torcidos y parecían estar medio derruidas.
Ella no podía descartar que aquel fuese el caso.
Durante el recorrido al trote, Irlanda comenzó a atisbar a una serie de figuras que caminaban, algunas con cierta cojera y otras arrastrando los pies; algunas con trapos rudimentarios de colores simples y bordes deshilachados y otras con tan poca ropa encima bajo las que podía apreciar sus costillas y sus extremidades reducidas a palos. La mayoría temblaba por el frío que Irlanda no podía llegar a sentir, a pesar de que su cuerpo se estremecía de forma traicionera.
Se vio obligada a morderse el labio inferior y retirar sus ojos al apreciar que, cobijado por los brazos y el pecho esqueléticos de una persona cuyo torso permanecía desnudo y en el que se remarcaban sus vértebras, había un pequeño bulto envuelto por un trapo que ella supuso que, en algún momento, había sido una camisa.
Al principio fueron unas cuantas personas a ambos lados del camino, con el espacio de tres caballos entre cada una, por lo que fue medianamente soportable. Aun así, tuvo que retener una arcada al captar un hedor a podrido y que su rostro se viese atraído en la dirección de la que provenía.
Captó a poca distancia del camino una estructura de maderas sustentada por dos ruedas, con una gran cantidad de figuras tendidas sobre los tablones y el pasto a su alrededor.
Si le hubiesen quedado lágrimas, probablemente estarían discurriendo por su mejilla en aquellos instantes.
Ella inspiró todo lo hondo que pudo antes de devolver su mirada hacia el frente, para encontrarse con que la densidad de gente a su alrededor había aumentado. Aoife modificó de forma brusca su trayectoria y se salió del camino. No necesitó más que girarse ligeramente hacia sus espaldas para encontrarse a una serie de personas arrastrándose por la vegetación.
Irlanda dio un pequeño respingo al sentir cómo algo se cerraba alrededor de su pierna. La patada que profirió a continuación fue puro impulso, a pesar de que de inmediato giró su cabeza hacia el pequeño quejido que pudo escuchar.
Una mujer con los ojos marrones hundidos la miraba con sus cejas alzadas y sus ojos bien abiertos. Había un pequeño mechón que recorría parte de su frente hasta llegar al nivel de sus cejas, libre del trapo que lograba cubrir la mayor porción de su cabeza.
—L-Lo l-lamento. N-No era mi intención, p-pero… —Se puso la mano sobre la boca y ahogó un sollozo. Irlanda no pudo evitar fijar sus ojos en la criatura, que tenía clavados sus iris claros en ella; lo único que no tapaban los paños—. ¿T-Tiene a-a-algo d-d-de d-d-dinero p-p-para mí y-y-y m-mi hijo?
Irlanda se pasó la lengua árida por los labios.
Sus ojos ardían mientras los mantenía fijos en ella.
—Mamá dice que los de la ciudad nos engañarán si nos ven pidiendo, nos harán dormir en un buen lugar y después nos llevarán en un carro hasta alejarnos de la comida. —La voz chillona del muchacho le hizo devolver su atención hacia él—. Y…
La mujer lo calló con un pequeño golpe en el hombro antes de volver a mirarla.
—Perdone a mi hijo, pero…
Irlanda negó con la cabeza.
—Si podéis seguirme, os ayudaré a comprar algo de comida —musitó. Los músculos de Aoife se relajaron bajo sus piernas—. Aunque poco, porque… —Se mordió el labio inferior.
La mujer se sorbió la nariz. Sus ojos fueron recubiertos por una pequeña capa brillosa bajo los tenues rayos del Sol.
Casi pudo escuchar un graznido desde el cielo, pero no se molestó en alzar su rostro.
—N-No pasa nada. S-Si p-puede hacerlo… —A continuación, se agachó para envolver sus brazos alrededor de la cintura de su hijo y levantarlo hacia ella con cierto esfuerzo. Irlanda no tardó en sujetar su muñeca extremadamente huesuda, hacer fuerza para levantarlo y después dejarlo sentado delante de ella. Sintió un escalofrío en su espalda al notar que el niño era prácticamente un saco de huesos, y sus ojos no pudieron evitar desviarse hacia la multitud que había en uno de sus costados—. M-Muchas gracias.
Irlanda devolvió su rostro hacia ella y apenas pudo asentir con la cabeza.
Aoife mantuvo un paso lento que posibilitó que la mujer los siguiese hacia las calles de la ciudad. Incluso aunque lo intentó, ella fue incapaz de pasar por alto el hedor que desprendía y su respiración acelerada.
Sin embargo, el niño no cesaba de reír y balancear sus piernas encima del lomo de la yegua, sin que esta pareciese molesta. Irlanda se mordió el labio inferior antes de girar su cabeza hacia la madre, que había permanecido con la mano sobre los cuartos traseros de la yegua.
Esta levantó sus comisuras, pero no fue suficiente. Con apenas una capa de piel por encima del hueso, ella podía percibir cómo se hinchaban sus pulmones al mismo ritmo anormal que su hijo y cómo arrastraba sus pies, lo más pegados al suelo posible para intentar evitar que el temblor de sus rodillas desembocase en lo inevitable.
Irlanda inspiró hondo antes de descender de la silla de la yegua, obligada a contener la respiración cada vez que doblaba sus rodillas. En cuanto sus suelas contactaron con el pasto, tuvo la impresión de que se iba a dar de bruces con el suelo, aunque sus pies lograron sostenerla.
La mujer, por supuesto, fijó sus ojos en ella casi de inmediato y parpadeó, aunque una de sus cejas se arqueó en cuanto atisbó que Irlanda le hacía un gesto hacia el lomo de la yegua.
—N-No hace f-f-falta, s-solo…
Irlanda puso sus ojos en blanco.
—No vas a hacer nada por tu hijo desfalleciendo de hambre, así que, por favor, súbete al caballo.
La mujer la miró durante unos cuantos instantes, con sus ojos brillosos, antes de negar con la cabeza. Una de sus manos se cernió sobre la pierna colgante de su hijo.
—E-Estoy b-bien. Sigamos.
Irlanda mantuvo sus ojos sobre ella durante unos incontables minutos. A pesar de la forma en la que sobresalían sus orbes de su espacio en el cráneo, la mujer se empeñó en sostener su mirada con una ferocidad que se interrumpió cuando el niño musitó algo, y ella devolvió aquella sonrisa a su rostro mientras acariciaba la pequeña pierna.
Un suave resoplido de parte de Aoife le hizo desviar su atención hacia ella, e Irlanda suspiró antes de darle unos golpecitos en el cuello con tal de que retomase su paso.
No tardaron en atravesar el espacio entre los fragmentos de muralla e internarse en la ciudad.
Ella intentó evitar que sus ojos se posasen en la superficie maltrecha, aunque tampoco tuvo que esforzarse demasiado; su atención se vio atraída por otros tantos desdichados cubiertos por trapos que caminaban a ambos lados de la calzada principal. Uno de ellos se desvió hacia las fachadas de ladrillos de un lado y golpeó la puerta con toda la fuerza que le fue posible.
La respuesta fue un completo silencio.
Que no cambió incluso después de que se dejase caer sobre sus rodillas y empezase a gritar hasta que su propia voz se extinguió y sucumbió en el frío suelo con un golpe seco. Irlanda recitó una pequeña oración en su mente por el bien de su alma.
Al mismo tiempo, pudo escuchar un chillido de parte del niño, que fue acallado por unos susurros de su madre a su lado.
Irlanda no quiso girarse en su dirección, y continuó hacia el frente.
Pese a que hacía bastantes décadas que no ponía un pie en la ciudad, ella se guio por sus recuerdos para llegar a un pequeño establecimiento de fachada azul oscuro que recordaba, regentado por una familia con la que alguna vez tuvo la fortuna de coincidir en una simple y escueta cena en su pequeño hogar.
Los pies de Irlanda se detuvieron de forma repentina cuando por fin lo tuvo a la vista, y sus ojos ardieron, aún faltos de lágrimas, mientras se mordía el labio inferior.
Incluso cuando lo debería haber intuido al observar los hombres uniformados que rodeaban la zona.
El escaparate de cristal del establecimiento había quedado destrozado, con la mayoría de los fragmentos todavía esparcidos por el suelo, y la fachada se había ennegrecido, dejando entrever los cimientos de madera en aquellas zonas en las que estaba ausente. Por lo que podía apreciar, el interior había quedado convertido en cúmulos de cenizas.
A pesar de que tenía pinta de haber sido hacía tiempo, el olor a quemado seguía en el ambiente.
Uno de los policías uniformados de un color azul oscuro y un casco con forma de cubo caminó hacia ella con sus manos por delante.
—Discúlpeme, pero no puede acercarse más —le comunicó en inglés.
Irlanda se detuvo y se cruzó de brazos.
—¿Qué ha pasado?
Los ojos claros del policía se fijaron en ella antes de que este parpadease y sus cejas se arqueasen. Sus labios se presionaron durante unos cuantos segundos antes de suspirar y levantarse el casco para recolocarse su flequillo rojizo, del mismo tono que el bigote y las patillas.
—Unos vándalos atacaron la mayor parte de los establecimientos de la ciudad. Creemos que hemos pillado a los cabecillas; unos desgraciados que habían llegado para trabajar en las obras del ferrocarril, pero, aun así, estamos vigilando la zona para pillar a los demás —farfulló.
Su corazón comenzó a latir con fuerza y, sin darse cuenta, Irlanda había entrelazado sus dedos sobre su falda. Intentó fruncir su ceño, pero le resultó imposible.
No habría sido capaz, ¿cierto?
—¿Qué ha sido de é-él?
El hombre parpadeó antes de desviar su rostro hacia el frente y erguir su espalda.
—No puedo revelar información al respecto.
Irlanda se clavó las uñas en sus palmas.
Aunque tras varios segundos de pensamientos, ella inspiró hondo y se giró sobre sus talones hacia donde estaba Aoife junto a sus dos acompañantes. Bajo la atenta mirada de la madre, Irlanda se aproximó a la bolsa colgada en una parte de su grupa y de ella sacó un saquito, para después volcarlo y depositar en su mano unas cuantas monedas.
—Lo siento, pero necesito encargarme de esto —musitó, a la vez que cerraba su mano y la aproximaba a la mujer—. Tendréis que ir solos hasta allí.
Por las mejillas de esta cayeron dos regueros de lágrimas que se unieron en su mentón, y no tardó en extender su brazo en su dirección. Irlanda depositó el dinero en su raquítica palma antes de que esta cerrase sus dedos en torno a las monedas y se apresurase a envolver su brazo alrededor de la cintura de su niño.
Al observar los tambaleos de la mujer, Irlanda decidió apartarla con suavidad y ser ella quien bajase al muchacho y lo dejase en el suelo. El dolor de sus hombros apenas le supuso problema.
La mujer le reiteró su agradecimiento antes de recoger la mano de su hijo y aproximarse al policía, quien se permitió balancearse sobre sus pies.
Irlanda consideró aquel un buen momento para recoger el ronzal de Aoife y perderse en las calles de la ciudad. Aoife se apresuró a adelantarla con un trote ligero, con una velocidad adecuada para que ella pudiese seguirla sin emplear demasiado esfuerzo.
Por suerte o por desgracia, la calle estaba desierta salvo por los mendigos y los policías en los alrededores de los locales vandalizados, por lo que fue un camino silencioso. E inquietante.
Irlanda no pudo evitar morderse el labio inferior.
Y casi captó un sabor metálico cuando identificó el viejo caballo que había llevado a Dougal a Belmullet. Este se giró en su dirección e hinchó sus fosas nasales antes de relinchar en un acto de identificación.
Se encontraba atado en la fachada de la comisaría de la ciudad.
Irlanda solo pudo intentar inspirar hondo, sin conseguir más que resollar. Al menos logró aguantarse la tos. Tras posicionarse delante de la puerta principal, ella soltó el ronzal y utilizó una de sus manos para limpiar el sudor de su frente.
Al acceder al interior, ella reconoció a O'Barry y a MacDougal sentados en un banco de madera. En cuanto sus miradas coincidieron con los iris marrones del muchacho, este se puso en pie de un salto y se apresuró en su dirección. Sus ojos estaban hinchados y rojizos, y, bajo la escasa luz de la estancia, se destacaban dos senderos sobre sus mejillas, además del brillo de sus pupilas.
En unos cuantos pasos hubiese sido capaz de llegar hasta delante de ella si no hubiese sido por el hombre uniformado que levantó su brazo para detenerlo.
A continuación, el policía se giró hacia ella con una de sus cejas arqueadas.
—¿Usted es Kathleen Kirkland? —preguntó en un inglés impecable.
Irlanda solo pudo gruñir antes de morderse el labio inferior y obligarse a asentir con la cabeza.
—He venido a buscar a…
El hombre negó con un movimiento del cuello.
—No puede verlo, lo siento —la interrumpió. En cuanto Irlanda lo miró con el ceño fruncido, el hombre agachó la cabeza y torció el gesto—. Son órdenes que tengo que cumplir.
Sus uñas se clavaron sobre sus palmas a la vez que su mirada se desviaba hacia O'Barry, que se había adelantado para poner sus manos sobre los hombros de MacDougal y alejarlo del policía. El anciano cruzó sus ojos con los suyos y apretó sus labios antes de suspirar y asegurarse de que el muchacho volvía a tomar asiento.
Cuando Eoghan comenzó a evitar su mirada, esta se cernió sobre Dougal, que tenía sus labios presionados hasta el punto de prácticamente ser invisibles sobre su rostro.
—¿Dónde está tu padre, Dougal?
El muchacho parpadeó y se restregó los ojos con la manga de su chaqueta.
—Enfermo. —Sus labios se presionaron y miró de reojo al policía junto a ella—. Como Henry.
Irlanda inspiró hondo, con su mirada fija sobre el muchacho.
—¿Lo hizo?
Dougal se sorbió los mocos antes de asentir ligeramente con la cabeza.
—P-Pero fue por una situación desesperada. —Sus ojos enrojecieron, y nuevas lágrimas se desbordaron de las cuencas de sus ojos para caer libre por sus mejillas—. N-No le habían p-pagado, y-y n-no teníamos c-comida, y…
El resoplido del hombre uniformado lo interrumpió, e Irlanda alzó su rostro hacia el del policía. Lo recibió la mata de cabello de su nuca y la espalda de su chaqueta, con la visera de su casco ensombreciendo el ángulo visible de sus cejas y ojos.
—Acceder a cualquier asilo de pobres es una mejor opción que asaltar los establecimientos para bloquear la alimentación de toda la ciudad. —Interrumpió sus palabras con un resoplido—. Ya tenemos suficiente con los mendigos. Además, tu hermano solo se ha buscado un viaje a Australia.
Su corazón comenzó a latir con fuerza.
—¿Puedo acceder a verlo? —Su voz salió ahogada de su garganta.
El policía se giró sobre sus talones hacia ella, con el ceño arrugado.
—Le he dicho…
—Como personal que pueda analizar cuál es su estado.
—Pero…
Irlanda puso sus brazos en jarras.
—Si ya lo vais a mandar a Australia, ¿qué más da que yo vaya a revisarlo para que no se muera y su cuerpo se pudra en la celda?
El policía cerró sus ojos con fuerza, inspiró hondo y después despegó sus párpados a la vez que levantaba una mano en su dirección.
—Señora… —Sus comisuras intentaron curvarse hacia arriba mientras apretaba su puño—. No tiene permitido verlo. Son órdenes.
Irlanda resopló.
—¿Le ha visto un médico? —Ella dio un paso hacia el hombre antes de que tuviese la oportunidad de negar con la cabeza—. Entonces, dime. ¿Qué tiene, además de, supongo, fiebre? ¿Inflamación de las encías con sangrado? ¿Cicatrices que no se curan? ¿Vómitos? ¿Y cuál es el estado de las…? —Evitó dirigir sus ojos hacia sus costados, consciente de lo que se encontraría pese a su nula comprensión, y los entrecerró para centrarlos en los del policía—. ¿Tiene moco o sangre en las heces?
El policía parpadeó y despegó sus labios para empezar a boquear como un pez.
—… N-No l-lo he llegado a tratar hasta ese nivel.
Irlanda puso sus ojos en blanco.
—Pues tienes suerte, porque hay muchas opciones de que lo que tenga sea infeccioso. —Observó cómo los ojos del policía se desviaban hacia su vestido antes de que este diese un paso hacia sus espaldas y soltase un pequeño resoplido. No pudo pasar por alto que su tez había perdido todo color—. ¿Me permites ahora acceder a verlo con tal de revisar su estado?
Él parpadeó y giró su cabeza hacia el costado contrario en el que estaban MacDougal y O'Barry. Irlanda inspiró hondo antes de echar un vistazo hacia ambos, aunque se percató de que Eoghan había desaparecido y el muchacho la observaba, con sus ojos rojos e hinchados.
Sacudió una mano en su dirección.
Dougal no se inmutó, y ella terminó por devolver su rostro hacia el policía. Se percató de que este tenía puesta de nuevo su atención sobre Irlanda, con una pieza de cuero del que colgaban varias llaves que él hacía tintinear con cierta frecuencia. Cuando dio unos cuantos pasos hacia ella, se detuvo a una distancia prudente, carraspeó y le hizo un gesto para que se aproximase antes de volver a darle la espalda y continuar hacia la pequeña puerta del fondo, prácticamente oculta por la penumbra.
Irlanda no tardó en seguirle con unos cuantos pasos de distancia, que respetó incluso cuando el policía se detuvo de forma momentánea frente a la pieza de madera y apoyó su hombro en la puerta con el fin de abrirla.
Ni siquiera tuvo que despegarla por completo de su marco para captar una mezcla de hedores —el de heces entre ellos—, que le hizo arrugar la nariz. Tuvo que clavarse las uñas en sus palmas para no detenerse y conseguir cruzar el umbral hacia la oscuridad de la habitación.
—Debería cambiarse el fichú que le cubre los hombros. —La voz del policía le hizo girar su cuello hacia él con el ceño fruncido. Este tenía su rostro sumergido en la oscuridad, y sus arrugas apenas le resultaban visibles—. Y limpiarse mejor las comisuras. Se le ha quedado un poco de… —Necesitó carraspear antes de acelerar sus pasos y volver a detenerse—. Bueno, después de estar aquí, lo más recomendable sería que quemase las ropas.
Irlanda se abstuvo de comentar nada al respecto.
Él retomó su paso en silencio.
A partir de ese entonces, el resonar de sus pasos por el suelo pedregoso fue acompañado por murmullos y toses, que ocasionaron que un escalofrío recorriese su columna.
Logró contener su estremecimiento y seguir al hombre.
A veces, su cuerpo la traicionaba y su cabeza se giraba hacia sus costados para apreciar las múltiples jaulas a ambos lados, junto al gran número de figuras hacinadas tras las rejas. Los pequeños haces de luz que se adentraban en la habitación solo servían para hacer brillar la multitud de ojos que la observaban.
Su corazón se aceleró en su pecho.
Un carraspeo y el rechinar que lo continuaron hicieron que Irlanda acelerase su ritmo antes de girar su rostro de vuelta hacia el policía. Este la esperaba con una pequeña lumbre en su mano, mientras que con la otra mantenía la puerta de la jaula abierta.
Le hizo un pequeño gesto con la cabeza hacia el interior.
Irlanda recogió la vela de la mano del hombre antes de adentrarse a paso de tortuga. Mientras sus ojos se acostumbraban a la poca luminosidad y rastreaban el pequeño habitáculo, escuchó un estruendo a sus espaldas que le hizo voltear su rostro. Resopló al percatarse de que el hombre había cerrado la reja, para después recibir un pequeño suspiro.
—Es por motivos de seguridad.
Puso sus ojos en blanco. Por lo menos, la ventilación no había disminuido. Ni tampoco el hedor.
En cuanto devolvió sus ojos en dirección a la celda, una constante respiración sibilante le fue de gran ayuda para dirigirse hacia una de las esquinas. Allí, hecho un ovillo, había un joven cuyo cuerpo estaba escondido bajo una manta deshilachada a excepción de su rostro escuálido, inclinado sobre sus rodillas.
Tenía los ojos cerrados, aunque Irlanda solo necesitó apoyar sus rodillas en el suelo y dejar el platillo con la vela en el suelo para que sus párpados se despegasen y él alzase su rostro en su dirección. Ella frunció el ceño mientras este separaba sus apenas labios y no emitía sonido alguno.
Irlanda aprovechó para llevar sus dedos hacia su mentón y apretarlos en torno al hueso con tal de obligarle a alzar su rostro y, de paso, cerrar la boca. Su piel estaba extremadamente cálida y húmeda. Ella se mordió el labio inferior al apreciar los cuatro bultos rojizos que destacaban justo debajo de la mandíbula, que se incrementó cuando ella presionó una yema sobre el más próximo a su oreja izquierda y la frente del joven se arrugó y de sus labios salió un pequeño gemido.
Sus dedos de inmediato se cernieron sobre su boca, y poco pudo hacer el otro para evitar que se la abriese. Un escalofrío recorrió su columna al apreciar las encías hinchadas y de un color rojo vivo, hasta el punto de que casi podía verlas palpitar, además de aquel enorme elemento foráneo y de un tono más claro en su paladar.
—¿Desde cuándo te duele la garganta?
Tuvo a bien quitarle los dedos de los labios y permitirle escupir.
A pesar de que no tenía mucha piel que arrugar, él se esforzó con tal de que su ceño se notase fruncido.
—F-Fue otra c-cosa m-más en mi e-estado a la que tampoco le di importancia. —Su voz salió rasposa. Irlanda tuvo que apretar sus puños—. ¿Q-Qué haces aquí?
Ella se giró hacia el policía, cuya silueta podía apreciar apoyada en la celda.
—Necesita comer algo.
Hubo varios minutos de silencio, hasta el punto de que a Irlanda se le escapó un bufido antes de devolverse hacia el muchacho. Le apartó los mechones rubios lacios de la cara.
—Él ha hecho imposible que nadie pueda comprar algo para llevarse a la boca en esta ciudad. ¿Por qué se le debería dar comida?
Ella gruñó y miró fijamente a los ojos del joven antes de vocalizar con sus labios una palabra que le parecía que lo definía muy bien. Por supuesto, él le mantuvo la mirada.
—¿Tienes diarrea, Henry?
Henry intentó girar su rostro hacia otro lado y se refugió bajo las mantas, aunque Irlanda le volvió a sujetar el mentón y lo alzó hacia ella. Bajo su nariz podía ver un pequeño reguero brilloso que decidió no tocar por su propio bien.
El sonido de pasos desincronizado y el intenso olor a alcohol le hicieron desviar su atención por un momento. Irlanda resopló y se forzó a fijar sus ojos de nuevo sobre el joven, a pesar de que los latidos de su corazón amenazaban por abrumar sus sentidos.
—¿Dolor abdominal, Henry? ¿Retorcijones? Porque ya es evidente que has vomitado.
Él chasqueó la lengua antes de asentir con la cabeza. Sus ojos se desviaron hacia algo en su espalda, instante en el cual brillaron de una forma que nunca había visto y se abrieron de forma desmesurada, e Irlanda se obligó a sacudirlo y centrar su atención en ella.
Henry tragó saliva.
—¿C-Cómo e-e-está D-Doug…?
Irlanda inspiró hondo, pese al tope de sus pulmones, y se permitió soltar a Henry.
—No sobrevivirá al viaje a Australia. —Decidió cambiar al inglés.
—En tu compañía a lo mejor sí. —O el policía había cambiado de voz o ella estaba en lo cierto.
Ella apoyó sus manos delante de la vela con tal de ponerse en pie y sacudirse las faldas.
—No puedes meterlo en un barco cuando está tan enfermo. —Intentó luchar contra la sensación de su garganta, pese a que lo ahogada que salió su voz le demostró que no estaba teniendo éxito. Irlanda cerró sus puños, con sus ojos fijos en la figura de Henry—. No puedes enviarle por medio mundo cuando está de esta forma.
Escuchó cómo chasqueaba la lengua. Ya se podía imaginar la forma en la que sacudía la cabeza a sus espaldas.
—¿Por qué? ¿Acaso no era Australia tu favorito? Estoy bastante seguro de que le gustaría que le visitases, y más después de que te fueses de esa forma tan rastrera.
Irlanda inspiró hondo. Su nariz se arrugó al captar un intenso hedor a heces acompañado por un sonido ahogado, aunque ella procuró que su gesto no se inmutase mientras continuaba con sus ojos posados en el responsable.
—No puedes enviarlo a Australia.
Sus palabras fueron acompañadas por un resoplido.
—¿Y crees que sí sobreviviría el viaje a América? Sigue siendo un trayecto largo. Y tú no tendrías forma de volver.
Irlanda se giró sobre sus talones antes de arrojarse sobre los barrotes.
—No voy a irme a ningún lado —siseó.
A pesar de que su figura bloqueaba parte del halo cálido de la vela, sus ojos se entrecerraron al apreciar cómo este daba unos cuantos pasos hacia atrás y se ocultaba prácticamente por completo en la penumbra, hasta el punto de que solo fue capaz de percibir con claridad la parte superior de su rostro.
Incluso si no podía apreciar sus labios, la desigualdad entre sus mejillas le hacía fácil imaginarse aquella comisura estirada en uno de los lados de su rostro.
—¿Y vas a dejarlo solo? —Sus ojos, de una tonalidad verde esmeralda oscurecida, se desviaron hacia uno de sus costados—. Así seguro que no sobrevivirá.
Ella no fue capaz de contener el gruñido que se escapó de sus labios, aunque se negó a girar su cabeza hacia sus espaldas.
—Inglaterra… —masculló—. Si me puedes hacer el puñetero favor de…
Sus rubias cejas pobladas descendieron hasta arrugar su ceño. Pudo apreciar cómo su barbilla se alzaba y su comisura terminaba por caer.
—Irlanda, el muchacho que tienes a tus espaldas, Henry MacDougal, es un criminal que ya ha sido juzgado y se ha decidido deportar a Australia. —Sacudió su brazo hacia Irlanda, causando que esta no pudiese siquiera empezar su réplica—. No ha tenido ningún miramiento a la hora de atacar establecimientos honrados mientras cobraba un sueldo de mi Gobierno, así que yo no debería ni siquiera estar aquí, teniendo esta conversación contigo.
—Está enfermo —siseó ella, con sus dedos presionados sobre los barrotes hasta el punto de que la piel a su alrededor se tornó blanca—. Estaba enfermo y desesperado, porque para conseguir las energías para trabajar también necesita comida. Y tiene a un padre y a un hermano…
Su hermano la interrumpió con un bufido. Dio unos cuantos pasos en su dirección, y ella se percató de que se había cruzado de brazos.
—¿Y se supone que tiene que darme pena, Irlanda? ¿Por qué debería permitir que te salieses con la tuya y que el muchacho terminase en América, teniendo que desobedecer a un juez y pagar dos pasajes?
—No puedes permitir… —La voz salió temblorosa de sus labios pese a la presión que sus manos ejercían sobre las barras.
—¿Por qué? —repitió su hermano.
Irlanda sintió sus ojos arder mientras su corazón se aceleraba hasta tal punto que apenas era capaz de escuchar sus pensamientos. Inglaterra la miraba con fijeza, con una ceja ligeramente arqueada, y ella tuvo que compensarse con imaginarse cómo lo agarraba del cuello de la chaqueta y estrujaba su cuello contra el metal hasta que sus pupilas perdían su brillo y su cuerpo se desplomaba.
Pero la vida no era justa.
Necesitó cerrar sus ojos con fuerza. Ignoró el pinchazo en sus piernas, y se esforzó por mantener el control sobre ellas.
—Por favor —musitó.
—¿Qué?
Irlanda se mordió el labio inferior.
—P-Por f-favor, Inglaterra. N-No puedo permitir que se muera.
Aumentó la presión entre sus párpados, aunque aquello no le impidió imaginarse la sonrisa que debía ocupar el rostro de Inglaterra en esos momentos. Tampoco la expresión de Henry, que probablemente había sido el autor de un pequeño gañido que había escuchado a la vez que sus palabras.
Se vio obligada a abrir sus ojos cuando sintió que la superficie a la que estaba aferrada se movía. Irlanda terminó por soltar sus manos de los barrotes y cayó al suelo de rodillas, sin poder evitar un quejido ante la forma en la que sus rótulas contactaron con el duro suelo.
Necesitó parpadear y apoyar sus palmas en el grumoso suelo antes de alzar su rostro y ubicar a su hermano, con sus brazos cruzados y una de sus comisuras alzadas.
¿Tenía que abrir justo la puerta de la jaula?
Ella lo miró con su ceño fruncido.
Inglaterra solo chasqueó la lengua.
—Compraré los pasajes y te los entregaré antes de que termine el día. Saldrás cuanto antes y, a ser posible, no te moverás de la ciudad hasta que lo hagas —siseó mientras Irlanda se sostenía a los barrotes con tal de ponerse en pie. No fue fácil; el dolor en sus extremidades había vuelto, aunque lo consiguió tambaleante—. Yo mismo me encargaré de darte un lugar en el que quedarte. Y, por favor, cámbiate ese vestido. Aunque solo sea por las manchas de sangre que tienes encima.
Irlanda solo pudo responder con una tos que removió todo su interior.
Él resopló antes de rebasarla y caminar con pasos cortos hacia la puerta, hasta el punto de cerrarla con un gran estruendo.
Irlanda inspiró hondo y se giró hacia Henry, que parecía considerablemente más pálido que antes y había cerrado sus ojos.
—¿Puedes levantarte? —musitó. Al no recibir respuesta, ella se aproximó y puso su mano en su hombro con tal de sacudirlo. Su corazón se calmó ligeramente al percibir el calor que irradiaba y el ritmo acelerado de su respiración, aunque no terminó por suspirar hasta que él no hubo abierto sus ojos, pese a lo desenfocados que estaban—. ¿Puedes levantarte?
Henry tragó saliva.
Sin embargo, el rechinar de la puerta y la vuelta de la tímida luz del exterior le hicieron llevar su atención hacia sus espaldas. Pudo reconocer la silueta del policía a contraluz antes de resoplar y agacharse hacia el joven.
—Vamos junto a Dougal —murmuró ella. Henry alzó sus ojos nublados hacia Irlanda, y los músculos del cuello se tensaron antes de que un pequeño gañido se escapase más allá de sus labios. Una serie de pasos le hicieron llenar de arrugas su ceño—. Vamos a conseguir algo de comida para que te mejores antes de tomar el barco.
Los pasos se detuvieron.
Un carraspeo desde detrás la sobresaltó ligeramente y le hizo girar su cuello en su dirección. El policía mantenía su rostro alzado y sus brazos escondidos en su espalda, aunque podía apreciar un pequeño brillo en los iris marrones gracias a la lumbre de la vela.
—¿Puedo ser yo quien le lleve? —preguntó en un murmullo.
Irlanda resopló antes de negar con la cabeza.
—Tengo que…
—El muchacho ya se ha ido hacia el lugar. Lord Kirkland se ha asegurado de ello.
Su corazón se aceleró hasta el punto de que a Irlanda le dio la impresión de que iba a salir de su pecho y presionó sus puños hasta que sintió un ardor en la parte inferior de sus palmas.
—¿Con él?
El hombre parpadeó y se encogió de hombros.
—Ha enviado a alguien a hacerlo. —Dio unos cuantos pasos hacia el interior de la celda antes de hincar una rodilla en el suelo y extender sus brazos hasta depositar sus manos en los hombros de Henry. El temblor de este le fue visible—. Yo me ocuparé de llevarlo a él. —La miró por el rabillo del ojo—. Por razones de seguridad. Puedes salir ya de aquí.
Irlanda cruzó sus ojos con los de Henry. Este no tardó en soltar un pequeño suspiro, que pronto se transformó en una tos que lo mantuvo entretenido durante varios segundos.
Ella se mordió el labio inferior para después volver a ponerse en pie.
—Más te vale que llegue bien.
El policía apretó su mandíbula mientras lograba levantar a Henry del suelo. Este se mantuvo quieto hasta el momento que soltó un grito ahogado, para después arrojar una serie de patadas hacia el frente con las que Irlanda tuvo que retroceder hasta salir de la jaula.
Una vez fuera, se tapó la nariz antes de que sus pies la guiasen hacia el primer lugar en el que pudiese cerrar sus ojos y recibir el aire fresco, aunque fuese de forma momentánea. De inmediato la recibió un resoplido y un tirón en su manga, e Irlanda se alegró de ya no tener lágrimas antes de despegar sus párpados y mirar a la yegua.
Trazó su morro con sus dedos.
—Vete a casa —musitó—. Nos veremos más tarde.
Los ojos de la yegua parecieron entrecerrarse, pese a que no tardó en sacudir su cola y salir corriendo al galope por la avenida que había recorrido hacía unas cuantas horas.
Y, con ello, dejó a la vista dos cuerpos tendidos bocarriba sobre el suelo, inmóviles, que parecían ser una mujer envolviendo entre sus brazos a un niño. Irlanda se clavó sus propias uñas en sus palmas antes de girarse sobre sus talones en dirección contraria.
Que Dios cuidase de sus almas y de las de muchos otros, porque ella no se veía capaz.
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30 de noviembre, 1846; Galway, Condado de Mayo, Irlanda.
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Solo las manos de O'Barry sobre sus hombros lograban evitar que Dougal saliese corriendo hacia ellos. Irlanda no pudo evitar morderse el labio inferior e inclinar su cabeza hacia el anciano, quien lo recibió con un suspiro.
A continuación, agachó su rostro hacia Dougal.
Los ojos hinchados y brillosos del muchacho, pese a estar parcialmente escondidos tras sus mechones oscuros, le decían que su cumpleaños no estaba empezando demasiado bien. Una de sus manos estaba cerrada en un puño sobre sus piernas, con el fin de conservar lo único que podría mantenerlos vivos a su padre y a él hasta que volviesen.
Un temblor en el brazo alrededor de sus hombros le hizo girar su cabeza hacia Henry.
Las múltiples capas de tela gruesa y oscura que lo rodeaban apenas le dejaban ver más allá de sus ojos clavados en algún punto del frente y su flequillo rubio sucio, aunque aquello era suficiente como para atisbar cómo las gotas de sudor discurrían por su piel al descubierto. Sus pies resguardados en calcetines agujereados estaban posados en el suelo, sin prisa por moverse.
En cuanto Irlanda hizo un intento de girarse sobre sus talones, sintió la forma en la que el peso del joven recaía sobre ella, hasta el punto de desestabilizarse y casi caer al suelo de costado.
Por suerte, sus piernas lograron mantenerla y hacerla completar el giro hacia las embarcaciones.
Al silbido de la brisa que removía las enormes velas y le hacía arrugar la nariz se le sumaba el barullo de la multitud que iba de registro en registro, con la esperanza de que aquellos que ostentaban el poder de hacerlos salir del infierno apuntasen su nombre y aceptasen los míseros chelines que traían consigo.
Mientras rebuscaba en su zurrón, Irlanda no pudo evitar escuchar los llantos de una mujer en una mezcla entre inglés y gaélico. A pesar de que se esforzó por no hacerlo, terminó por girar la cabeza en su dirección.
El rostro arrugado del hombre que sostenía la pluma se encontraba impasible, con los ojos entrecerrados y el gesto torcido. Suspiró antes de encogerse de hombros.
—Si tuviera que hacerle caso a todas las viudas que me vienen aquí llorando porque no tienen dinero, yo tampoco tendría para mantener mi barco. —Ladeó su cabeza más allá de la mujer con el rostro rojizo por las lágrimas y cubierta de harapos—. ¡Siguiente!
Mientras dos muchachos se aproximaban hacia la viuda, esta giró su cuello en la dirección de Irlanda, ocasionando que sus ojos se encontrasen. El brillo en las pupilas de la mujer le hizo morderse el labio inferior hasta que captó un sabor metálico y apartó su mirada hacia el papel que había extraído de su zurrón.
Se dirigió entonces hacia uno de los atriles y le mostró el nombre al encargado, quien tras mirarlos unos segundos con el ceño fruncido tuvo a bien darles unas indicaciones. Irlanda se apresuró a seguirlas lo más rápido que sus pies y el peso de Henry le permitieron.
Aun así, los gritos pudieron llegar a sus oídos con suma claridad.
El extremo derecho del muelle estaba prácticamente desierto, con la excepción de aquellos que se encargaban de transportar la carga al interior del barco y un hombre sentado sobre un barril con un abrigo largo de colores apagados, entre el que se podían atisbar su chaqueta azul marino y sus pantalones grisáceos.
Uno de sus brazos surcaba su torso de un costado al contrario hasta esconder la mano debajo del sobaco del otro, cuya mano peinaba la poblada barba de un castaño oscuro que colgaba de su rostro.
Henry musitó algo inteligible que le hizo girar la cabeza en su dirección con el ceño fruncido.
—¿Qué has dicho? —masculló.
Escuchó cómo él tragaba con cierta dificultad.
—Esto está… mucho más despejado… —El bajo volumen de su voz facilitó que esta se rompiese.
Aquello solo sirvió para atraer un carraspeo desde uno de sus costados. Una vez que ella giró su cuello, encontró que el hombre barbudo había fijado sus ojos en ambos y arrugado sus labios.
—La gente no tardará en llegar, no se preocupe. —Hinchó su pecho—. Siempre llegan.
Irlanda necesitó un momento para inspirar hondo antes de aproximarse hacia el hombre, quien no tardó en arquear una de sus cejas.
—Tenemos dos pasajes reservados por Arthur Kirkland para su barco.
El hombre se puso en pie de una forma pesada y se acercó a ambos con los ojos entrecerrados.
—¿Tú eres su hermana? —cuestionó, para después poner una de sus manos en su mentón. Irlanda lo apartó de inmediato con un manotazo y un gruñido, lo que le arrancó al otro una escueta risotada—. Todavía tienes los dientes bastante blancos. Veamos cómo te llegan a Nueva York. Probablemente entonces te arrepientas de haberte fugado con el criminalucho este.
—No ha sido… —empezó Henry, aunque Irlanda le interrumpió con un codazo que le hizo toser.
Las uñas de su mano libre se clavaron en su palma mientras negaba con la cabeza.
—No merece la pena —masculló.
Aun así, Henry continuó mirando con los ojos entrecerrados al capitán del barco.
Este les hizo entonces un gesto hacia la rampa de madera, dirigiéndoles una sonrisa dentuda. Irlanda presionó su brazo que rodeaba las capas voluminosas sobre la cintura de Henry y le hizo avanzar hasta que la superficie comenzó a crujir bajo las suelas de sus botas.
Sus ojos se mantuvieron fijos en los pies de Henry, que este arrastraba por las tablas. Una vez que llegaron a la cubierta, el joven consiguió estabilizar sus piernas y dar unos cuantos pasos hacia la escotilla de la cubierta.
Ella se aseguró de que Henry estuviese sentado con las piernas estiradas antes de abrir el acceso. Una vez que lo hubo hecho, extendió su brazo hacia Henry, que aceptó su mano y se arrastró en su dirección hasta que sus pies tocaron las varas de las escaleras, por las que empezó a descender.
Los calcetines de Henry apenas habían contactado con el suelo de la antecámara cuando Irlanda sintió cómo la punta de un pie se clavaba en su estómago y le hacía perder el equilibrio. De sus labios escapó un gruñido.
—¡Vamos, que no tenemos todo el día! —La voz se filtró amortiguada por sus oídos, hasta el punto de resultar irreconocible.
Sus manos se agitaron frenéticas por la madera, aunque poco pudo hacer antes de caer por el espacio de la escotilla, acompañada por un coro de risas. Una de ellas era demasiado familiar.
El aire se escapó de sus pulmones en cuanto su costado contactó con la dura superficie.
Tras unos cuantos segundos en los que estuvo boqueando, se percató de que Henry no estaba debajo de ella. Sacudió sus brazos hasta que consiguió ponerse bocabajo y pudo lograr meter sus uñas en los espacios entre tablones para arrastrarse hacia delante, hacia las estructuras de las literas.
Se sintió entonces libre de toser de una forma áspera repetidas veces.
El dolor de sus extremidades no tardó en regresar.
Encontró los pies de Henry colgando de uno de los camastros. Extendió su mano en su dirección, aunque inmediatamente después captó unos dedos sobre sus hombros. Irlanda dio una patada, que resultó en que su tobillo quedase atrapado en un firme agarre.
—No se preocupe, señora. —Las palabras en gaélico lograron calmar en parte su tensión—. Solo estoy intentando ayudarla.
Irlanda permitió que la levantase del suelo, pese a que puso sus palmas en los tablones para intentar hacer parte de la fuerza. En cuanto pudo sentarse y flexionar sus rodillas, la recibió el rostro delgado de un hombre con ojos y cabellos castaños, además de los ojos hundidos. Sus ropas parecían extremadamente finas, oscurecidas por la humedad.
Este esbozó una sonrisa, que se vio interrumpida por una tos que le hizo girar su rostro hacia un muchacho acostado sobre una de las literas. Estaba envuelto en mantas, aunque estas no conseguían disimular el tono carmín que predominaba en sus mejillas.
—Soy Edward Murphy —musitó el hombre, con su mano extendida en su dirección—. Y este es mi hijo, Aodhan.
Irlanda inspiró hondo. Llevó sus dedos hacia su flequillo para asegurarse de que este seguía retenido por debajo del pañuelo, y luego hacia su cuello con tal de apretar el nudo.
Al ver que Murphy seguía mirándola con fijeza, ella se mordió el labio inferior.
—Caitlín.
Edward entrecerró sus ojos, aunque no dijo nada al respecto. Ella se arrastró hasta llegar al lado de Henry, y necesitó aferrarse a las esquinas con tal de ponerse en pie y que sus pies lograsen mantenerla. Irlanda le puso las manos en los hombros para apoyar la práctica integridad de su espalda sobre el duro colchón y, a continuación, sacó su cabeza de entre las capas para apoyarla sobre la almohada.
Irlanda se mordió el labio inferior.
Los bultos de su mentón seguían tan voluminosos y rojizos que cuando se los había revisado por la mañana, su piel ardía bajo su toque, sus ojos permanecían nublados y entre los dedos de Irlanda habían quedado mechones rubios de la manipulación del área. Requirió un momento para quitarlos y depositarlos sobre el colchón antes de introducir sus manos en el zurrón.
—¿Comiste antes de salir? —musitó.
Henry se pasó la lengua por sus ínfimos labios, aunque de inmediato arqueó sus cejas.
Irlanda resopló, para después extraer un pequeño bulto envuelto en un pañuelo de lino. Solo necesitó retirar una de las esquinas antes de arrancar parte de la corteza e introducirlo entre sus labios. Una vez que Henry hubo empezado a movilizar su mandíbula, con sus correspondientes arrugas en su frente, ella volvió a cubrir el panecillo por completo y lo guardó en su zurrón.
Esperaba que eso y el zumo de lima fuesen suficiente por el momento.
Irlanda flexionó sus rodillas para dejarse caer al suelo. Ante un picor en sus ojos, los cerró por un mísero instante e inspiró hondo, pese a que la brisa marina junto a otros olores que no quería reconocer le hicieron arrugar la nariz y toser de inmediato.
Apoyó su espalda en los bordes del camastro antes de despegar sus párpados y encontrarse los iris castaños de Murphy fijos sobre ella. Los extremos de sus cejas estaban elevados y sus labios se separaban con la sombra de una pregunta que Irlanda ya había escuchado demasiadas veces.
La presión de unos dedos en su antebrazo le hizo dar un pequeño bote y girar su cabeza hacia el costado.
—Perdóneme, señora, pero, ¿puede ayudarme? —Los ojos claros de una mujer con un bulto revoltoso en brazos la recibieron. Irlanda parpadeó y giró su rostro hacia sus alrededores para apreciar que se habían llenado de gente con ropas harapientas que apenas dejaba espacio entre sí—. C-Creo que a mi hijo le pasa algo. Tiene una tos extraña, y…
Antes de que ella tuviese siquiera la oportunidad de despegar sus labios, un murmullo al costado contrario la llamó con una petición similar, pero respecto a su marido. Y luego otro le tocó el hombro para que atendiese a su mujer. Un par de voces y una mano en su rodilla no tardaron en continuarlo con una súplica por uno de sus tres hijos, que se había sumergido en un sueño tan profundo que no podían despertarlo.
Al cabo de varios segundos, eran tantas que no tardaron en solaparse, e Irlanda era incapaz de decidir a quién debía darle prioridad. Y el constante contacto al que la sometían no hacía más que ocasionar un escalofrío por su espalda.
Pero no podía apartarse.
Y la inconsciencia no fue lo suficientemente piadosa como para acogerla en su seno.
