14 de agosto, 1778; Veracruz, Virreinato de Nueva España.
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Apenas parecía que hubiesen pasado varios meses desde que España había entrado en su habitación, con una sonrisa que había brillado con los primeros rayos del Sol por la mañana.
Irlanda lo había mirado con el ceño fruncido, hasta que él se había dejado caer sobre el borde de la cama y le había tendido una hoja de papel. Incluso si su primera impresión había sido arrugar la nariz ante el olor a agua marina que esta desprendía, al final había tenido a bien recogerla entre sus manos.
Las arrugas de su frente habían desaparecido en cuanto había leído la dedicatoria.
Había alzado su rostro hacia él con los ojos bien abiertos.
No había hecho falta siquiera que por sus labios saliese alguna palabra coherente para que España asintiese con la cabeza.
—Es la señal que habíamos estado esperando.
Irlanda había parpadeado antes de posar sus ojos de nuevo en el papel. Por supuesto, su sobrina había considerado oportuno que todo el espacio de la carta estuviese ocupado por una simple frase, sin ninguna clase de punto que le otorgase la mínima pausa, y también por manchurrones de tinta que lograban que algunas partes fuesen ilegibles.
Pero no afectaba a la comprensión del mensaje.
—Y… ¿cuál es el próximo paso? —Irlanda había doblado el papel, para después devolvérselo a España.
Su sonrisa había flaqueado ligeramente.
—Viajar a América. Mi Rey y su Gobierno están pensando en ofrecerle a los ingleses el mediar en el conflicto, por lo que mi presencia no sería en absoluto descabellada. Además, tengo asuntos que resolver con mis hijos. Y, bueno, Francia ya ha llegado a las colonias. —Se había reacomodado el abrigo de solapas rojas y tela blanca antes de volver a mirarla—. ¿Qué te parece?
Irlanda había vuelto a arrugar su ceño mientras se cruzaba de brazos.
—¿Cómo que qué me parece?
Él había alzado sus comisuras con ligereza.
—El barco sale en una semana. No nos costará demasiado preparar los arcones para unos cuantos días, porque siempre le puedo decir que…
Irlanda había arrugado la nariz.
—¿Pretendes que vaya contigo en el barco hasta América?
España había asentido con la cabeza. Antes de que ella tuviese oportunidad de replicar, él le había puesto un dedo sobre sus labios mientras apretaba los suyos. Su sonrisa hacía tiempo que había desaparecido de su rostro.
—Es la única oportunidad que te puedo ofrecer contra Inglaterra. —Sus ojos se habían desviado hacia uno de los costados de su cara, y sus dedos no habían tardado en seguirlos hasta enredarse en sus rizos anaranjados—. Por el momento.
Irlanda había inspirado hondo.
—¿Y para eso es necesario que me pase varios meses en un barco?
Solo de pensarlo se le había revuelto el estómago.
España se había encogido de hombros, para inmediatamente después ponerse en pie de un pequeño salto. Irlanda se había sentido libre de quitarse las sábanas de encima y hacer colgar sus piernas del borde de la cama. El camisón apenas había podido protegerla de la brisa que entraba por la ventana abierta, aunque, antes de que ella tuviese la oportunidad de ponerse en pie, España se había asegurado de cerrarla.
—Es un viaje largo, y puede haber percances, pero vamos juntos. —Había esbozado una pequeña sonrisa a la vez que se ponía de medio lado—. Y yo tengo bastante experiencia. Además… —Había inspirado hondo, con sus ojos verde oliva fijos en los de Irlanda, que no podía hacer más que aumentar la cantidad de arrugas en su frente—. Hay una parte que tú puedes jugar en esto.
Mientras Irlanda había caminado por la rampa de madera hacia la cubierta del barco, colgada del brazo de España, no podía hacer más que condenar la sonrisa y la explicación que la había proseguido como culpables de que aceptase su desgracia.
Durante el trayecto hacia su camarote, España le había dado la estabilidad que aquel armatoste y la mezcla de olores fallaban en ofrecer hasta dejarla sentada en la hamaca. Sin embargo, en cuanto Irlanda se había asegurado de que esta dejaba de moverse, España había desaparecido a través del umbral de la puerta.
—Ahora te traigo algo que te puede ser de ayuda —había dicho, antes de salir de la habitación.
Irlanda había arrugado el ceño mientras apartaba sus ojos de la entrada y daba un pequeño salto para volver a posar sus pies sobre el suelo de madera. La hamaca estaba situada en uno de los costados de la habitación, justo al lado de otra, mientras que en el lado contrario descansaba una cama de una sola plaza.
España le había dicho que la hamaca la ayudaría a mitigar cualquier balanceo del barco, pero Irlanda no había quedado demasiado convencida.
En la otra mitad de la habitación había un escritorio, con la silla con el respaldo más alto colocado de espaldas al ventanal. Ella no había podido evitar poner sus ojos en blanco. Ni siquiera tantos años juntos podían hacerle entender por qué tenía esa manía.
Irlanda había rodeado la mesa, flanqueada por dos sillas, hasta detenerse de espaldas a la ventana y apoyar un brazo en el respaldo del asiento principal. Sobre el escritorio, ella había podido atisbar un libro de cubiertas rojas y de inmediato había extendido su mano hacia este, aunque un portazo la había obligado a alzar su rostro.
España se había adentrado en la habitación con dos vasos repartidos entre sus dos manos.
Irlanda había pensado en un inicio que era vino, aunque pronto lo había descartado con la recepción de un olor amargo que superaba por mucho al amaderado. Aun así, España había continuado su paso por la habitación hasta depositar uno de los vasos junto a ella.
Su amplia sonrisa había sido lo único que le había convencido de recoger el vaso y posicionar el cristal sobre sus labios. Su nariz se había arrugado casi al momento, aunque había seguido inclinando el recipiente. En cuanto el líquido había contactado con su lengua y había sido consciente de su acritud, Irlanda había apartado el vaso e hinchado sus mejillas.
—Tienes que tragar —le había pedido España—. No servirá de nada si lo escupes.
Ella había gruñido mientras hacía el esfuerzo de obedecerle, para justo después abrir sus ojos y mirar a España con el ceño fruncido. Este no había hecho más que suspirar y tomar un sorbo, y, a pesar de que se notaba que lo había intentado, no había sido capaz de contener las arrugas que habían aparecido alrededor de sus cejas.
Irlanda había puesto sus ojos en blanco antes de dejar el vaso en la mesa y cruzar sus brazos.
—Dime la verdad, ¿qué le has puesto al vino para arruinarlo de esta manera?
España había chasqueado la lengua.
—Limón. —Había tenido la osadía de volver a aproximar la orilla del vaso a sus labios y darle otro sorbo, aunque la forma en la que había torcido el gesto tampoco le había pasado desapercibida—. Y créeme que lo agradecerás cuando estemos en alta mar y descubras el jarabe. Eso sí que es asqueroso.
—¿Y no puedo evitarlo?
Él había negado con la cabeza mientras le daba otro sorbo. Aquella vez, por lo menos, había sido capaz de contener la mayor parte de sus arrugas, aunque el que estas se hubiesen concentrado en torno a sus ojos no lograba disimularlo demasiado.
—Créeme que la alternativa es mucho peor. —Había recogido el vaso de Irlanda y había extendido el brazo que lo sostenía hacia ella. Por supuesto, Irlanda en un principio se había abstenido de hacer ningún ademán hacia el recipiente, pero la insistencia de España había terminado por sacarle un gruñido a la vez que le arrancaba el vaso. Su sonrisa no había hecho más que ensancharse a la vez que alzaba su mano ocupada—. Brindemos.
Con la nariz arrugada, ella había terminado por hacer contactar el cristal con el suyo.
Pese a que después no había hecho siquiera el amago de presentarlo de nuevo ante sus labios.
España no había tardado demasiado en beberse la integridad del contenido del vaso antes de depositarlo sobre la mesa. A continuación, se había acercado y había rodeado su cintura con su brazo, aunque Irlanda no había permitido que depositase sus labios sobre los suyos.
Y menos con el olor que desprendía.
Al final, se había contentado con un beso algo pegajoso sobre su mejilla.
—Me voy a ayudar a cargar lo que quede y asegurarme de que Lucero esté bien acomodado antes de partir —había musitado a su oído—. Y probablemente lo hayamos hecho para cuando vuelva, así que, si quieres, súbete en la hamaca para amortiguar el balanceo inicial. Si tenemos suerte, será un viaje tranquilo.
Irlanda le había mirado con el ceño fruncido.
España había soltado el inicio de una carcajada antes de separarse y dirigirse hacia la puerta. Una vez había cruzado el umbral, él se había asegurado de dejarla cerrada.
Ella simplemente se había dejado caer sobre la silla principal.
Y no podía decir que el viaje hubiese sido desagradable, por más que por longitud estaba cerca de resultárselo —España había traído en sus arcones entretenimientos como libros que Irlanda no había tenido antes en sus manos y juegos de cartas, además de su propia presencia, pero nada había logrado evitar su aburrimiento—, aunque un simple olor que se filtraba a través de la madera aquella misma mañana hizo que su corazón saltase en regocijo.
España la miró con la ceja arqueada, a la vez que recogía la taza de la mesa. Su cabello caía libre por ambos lados de su rostro, culminando en unos rizos alrededor del principio de su cuello.
—¿Puedes oler la tierra a la vista?
Irlanda asintió sucesivas veces con la cabeza, con sus ojos fijos en lo que el cristal revelaba ante ella. España separó sus labios por unos segundos antes de juntarlos y estirar sus comisuras.
Ella solo resopló. Mientras España terminaba de tomarse su desayuno, Irlanda se dirigió hacia su arcón con tal de sacar el vestido de un color azul oscuro y de una tela mucho más fina que con el que había embarcado, además de las mangas más cortas y de extremos holgados. A continuación, tuvo que recorrer toda la habitación con tal de recoger el resto de prendas que, casualmente, habían quedado esparcidas por el suelo.
Responsable de que se hubiese pasado la mayor parte del viaje en camisón —aunque ella no podía negar su parte de culpa; él apenas tenía los pantalones que se había puesto al despertar—, España se levantó de la silla y caminó hasta su lado, con el fin de empezar a enredar con los lazos en torno a su cintura.
Irlanda puso sus ojos en blanco.
—Por más que hayas visto tierra, aún falta bastante para atracar en el puerto —musitó España, a la vez que se aseguraba de adecentar su cabello con los dedos de la mano desocupada—. Aún podemos esperar.
Ella negó con la cabeza y se sacudió las manos de España de encima con tal de poder introducir el vestido por su cabeza. Por supuesto, en cuanto estuvo colocado, él de inmediato le recogió el cabello y lo hizo caer por uno de sus hombros.
—Estoy harta del mar, océano o cómo se llame, y ya me da igual lo que tenga que esperar para volver a tierra… —Se estremeció al sentir cómo la yema de uno de los dedos de España rozaba parte de su clavícula, causando que este apartase su mano de inmediato y retrocediese.
Irlanda inspiró hondo mientras se cubría la piel al descubierto con un fichú de fina tela blanca.
—Lo siento… —empezó España, para después interrumpirse con un sonido gutural bastante evidente.
—Sé que no debería molestarme cuando en esa parte ya ha desaparecido, pero…
España cubrió una de sus manos con las suyas, para después depositar un casto beso en la zona que la había alterado.
—No, no te preocupes —musitó él.
Irlanda cerró sus ojos y se permitió disfrutar del pequeño silencio que continuó a sus palabras, con su hombro apoyado sobre el pecho de España para aprovechar el vaivén de su respiración. Este, por supuesto, fue irremediablemente interrumpido por una serie de golpes en la puerta.
Ella gruñó.
A España se le escapó una ligera carcajada.
—Don Antonio, si me permite un momento…
España inspiró hondo.
—Si quieres, vete hacia la cubierta mientras yo resuelvo este asunto —murmuró mientras con sus dedos le recolocaba un mechón—. Intentaré reunirme contigo antes de que el barco llegue al muelle, ¿de acuerdo? Y, si al final te arrepientes de estar esperando, siempre puedes ir con Lucero.
La sonrisa que le dirigió no tardó en elevar sus comisuras, aunque ella se esforzó por poner sus ojos en blanco. Irlanda no empleó demasiado tiempo en separarse y reacomodarse el cabello y las faldas del vestido, para después resoplar ante nuevos golpes a la puerta mientras se dirigía hacia ella.
En cuanto hubo despegado la pieza del marco de madera, hizo un esfuerzo por pasar por el lado del hombre sin siquiera rozarlo. Ignoró las primeras palabras que él y España intercambiaron antes de pasar a ámbitos más privados, que le alcanzaron mientras caminaba por los pasillos.
Necesitó de un momento para apoyar su mano en la pared ante la repentina debilidad de sus rodillas debido a unos bruscos balanceos del barco, aunque no tardó demasiado en recomponerse antes de dirigirse hacia la salida. Una vez hubo empujado las puertas hacia la cubierta, un muro de aire sumamente cálido golpeó su rostro y le hizo arrugar la nariz y los labios de inmediato.
La intensa luz del Sol la obligó a entrecerrar sus ojos y ponerse una mano para cubrirlos, aunque de inmediato sintió cómo le quemaba el dorso.
Y ni hablar de la bofetada de la brisa marina.
Casi podía imaginarse las palabras de España si hubiese estado junto a ella.
—Bienvenida a las Américas —masculló para sí misma.
Una vez que sus ojos y sentidos tuvieron la oportunidad de acostumbrarse ligeramente, ella avanzó hacia el mástil central. El brillo que se reflejaba en el océano amenazó con volver a cegarla, aunque los ojos de Irlanda encontraron un mayor interés en el pegote de siluetas anaranjadas que resaltaba en aquella línea verde entre el oscuro azul del océano y el claro del cielo, sin apenas una nube en el horizonte.
Todo el blanco que le faltaba a la cúpula parecía haber sido arrebatado por el cuerpo acuoso, puesto que delante de ellos había un gran número de galeones cuyas inmensas velas resultaban azotadas por el viento huracanado.
—Seguramente habría encontrado mejor acostumbrarse al clima si estuviese lloviendo, ¿cierto? —La voz de un hombre le hizo girar su rostro hacia uno de sus costados. Entre una barba blanquecina con varias calvas, este le ofrecía una sonrisa. Irlanda hurgó en sus recuerdos por si España se lo había presentado, aunque no encontró pista alguna—. En estas fechas, tan raro es que haya un cielo tan azul así como que esté lloviendo a cántaros.
Ella resopló.
—Hubiese sido un detalle que hubiese estado lloviendo. Una mejor bienvenida.
El anciano emitió un gañido.
—No cuando se está llegando a tierra.
Irlanda lo miró con sus labios fruncidos, pese a que pronto suspiró y se dirigió hacia la parte anterior del barco. Tuvo que aferrase a las barandas de uno de los extremos con el fin de intentar lograr su objetivo, aunque tuvo que desistir a medio camino debido a que la madera comenzó a resultarle demasiado caliente al tacto.
Además de que, desde ese punto, podía distinguir la pasarela que se erigía por delante de los muros de la ciudad. Su corazón se aceleró cuando unas gotas impactaron contra su rostro, aunque logró mantenerse firme en su posición.
España no apareció hasta que el barco estuvo bien atracado en el muelle, momento para el cual Irlanda ya había descendido del galeón y se había refugiado bajo la tímida sombra que la nave le ofrecía. Por cada poro de su piel discurría una cantidad tal de líquido que Irlanda casi podía imaginarse que estaba sumergida en el mar que la rodeaba, y el dorso de su mano se había quedado tan rojo que apenas era capaz de distinguir sus pecas.
—El Sol es un poco más pegajoso.
Irlanda resopló.
—¿Un poco más pegajoso? —cuestionó con sorna mientras se apartaba el sudor de la cara y giraba su rostro en la dirección de la que había venido la voz de España.
Este, ya completamente vestido, tenía a uno de sus costados a un Lucero tranquilo, con sus orificios nasales grisáceos hinchados y sus orejas puntiagudas en vertical y bien anchas, captando el barullo de la multitud que ocupaba el puerto. Que Aoife hubiese odiado.
Al otro costado, un muchacho que miraba fijamente a Irlanda con sus orbes verde oliva. Su piel era de un tono más tostado que la de España, y sus cabellos lisos, aunque durante esos años los había creído de un negro azabache, dejaban ver una cierta tonalidad castaña bajo la luz del Sol. Sus rasgos se habían afilado desde la última vez que lo había visto, hasta el punto de que su mandíbula ya no poseía aquella forma redondeada. Llevaba una chaqueta de color verde y solapas azules.
Justo en el lado disponible del muchacho, sus ojos se cruzaron con una yegua de crines color chocolate y el morro de una tonalidad marrón oscura si se comparaba con la capa ocre claro del resto de su pelaje. Sus ojos estaban entrecerrados, de una manera similar a los de su dueño, aunque se estrecharon aún más cuando Irlanda osó mantenerle la mirada. Al sacudir su cabeza, a ella le pareció que su cuello era bastante parecido al de Lucero, aunque menos musculado.
Un carraspeo logró sacarla de su trance y hacerle devolver sus ojos hacia el muchacho, que tenía su rostro ladeado hacia España.
—Si me disculpáis, padre, creo que es hora de que vayamos avanzando.
Este asintió con la cabeza, aunque le dirigió a Irlanda un breve vistazo antes de señalarla con una sacudida de la cabeza.
—Como ya te comenté en una carta, ella va a necesitar primero un caballo.
El muchacho devolvió sus ojos hacia ella con su gesto suavemente torcido antes de ponerse de medio lado y sacudir el brazo. En menos de varios segundos, un mozo apareció con el ronzal de una yegua de un color tan blanco como la nieve recién caída, con el mismo arco en el cuello que los caballos que había podido apreciar en Sevilla, ya ensillada.
Irlanda arrancó el ronzal de las manos del mozo antes de extender la suya hacia su morro y permitir que ella le olisquease la palma.
En cuanto devolvió sus ojos hacia España, este tenía una sonrisa dibujada en sus labios mientras se preparaba para subirse a la silla. Una vez que ella se hubo acomodado en el lomo de la yegua, ambos ya le habían dado la espalda con sendos corceles e iniciado un paso lento.
El animal no tardó en avanzar a una velocidad que les permitiese llegar hasta ellos, aunque Irlanda tiró de las riendas y le dio unos golpecitos en el costado para disminuir su paso hasta dejar una distancia prudencial.
No sería ella quien interrumpiese su conversación, pese a que el hecho de que el barullo no le dejase escucharla le hizo arrugar su nariz.
Aunque sus ojos se entrecerraron en un momento al ver cómo España extraía su espada de su cinto y sostenía una de las muñecas de su hijo para depositar el arma en su palma. En cuanto España retiró sus manos, el muchacho extendió el brazo en el que sostenía la funda de cuero, aunque él no hizo ningún amago por recogerla.
Mientras aquello ocurría, a Irlanda le llegó una mezcla de olores algo familiar, aunque no pudo procesar exactamente de qué. Por lo menos, no hasta que giró su cuello hacia uno de sus costados, donde se encontró un rostro pálido, con ojos azules brillantes y un cabello rubio apagado recogido bajo una capucha. Iba en un corcel con una predominante capa marrón.
En los labios de la muchacha había una sonrisa dentuda.
—Perdona por importunarte de esta forma, tía, pero Nueva España no me había dicho que tendría que esperar tanto tiempo —susurró.
Irlanda frunció su ceño.
—¿Qué haces aquí, Virginia? ¿Tú no deberías estar…?
La encapuchada la interrumpió encogiéndose de hombros.
—Francia me está cubriendo.
Ella puso sus ojos en blanco y, si no hubiese tenido sus manos en las riendas para retener a la yegua, se hubiese cruzado de brazos.
—Da igual. No deberías estar aquí, tirando por tierra toda la planificación —masculló.
Virginia llevó su mano hacia el extremo inferior de la capucha e hizo el amago de quitársela. Irlanda le sujetó la muñeca a tiempo para impedírselo. Ella la miró con el gesto torcido.
—No creo que pa… Inglaterra se vaya a creer, ni por un segundo, que a España no le interesa ayudar al lado contrario, así que no estoy arriesgando nada. Solo… —Se irguió sobre su montura y dirigió sus ojos hacia el frente. Irlanda ni siquiera tuvo que seguir su mirada para saber qué había llamado su interés—. Solo quiero información. Información que Francia se ha estado negando bastante tiempo a darme.
Irlanda incrementó la profundidad de las arrugas de su ceño.
—¿Y crees que yo te la voy a dar?
Ella devolvió sus ojos azules hacia ella e hizo que sus labios se curvasen en una sonrisa.
Irlanda resopló y dio una cierta rienda suelta a la yegua.
Aquello, por supuesto, no la libró de que Virginia la alcanzase mientras se adentraban en las calles de la ciudad, con la misma pregunta en sus labios.
Pero Irlanda se rehusó a revelarle lo que quería.
No cuando no estaba segura de si ella misma conocía todas las respuestas.
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27 de enero, 1847; Nueva York, Estados Unidos de América.
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La apertura de la escotilla le permitió ver la luz natural por primera vez en… ¿meses?, ¿años?
No tenía manera de saberlo.
Necesitó parpadear para acostumbrarse a su presencia.
Justo después, despegó sus labios e inspiró hondo. Por primera vez en un tiempo indeterminado, el aire no amenazó con quemarle los pulmones.
A sus oídos llegó el llanto del bebé a su lado, como tantas otras veces lo había hecho. Aunque no tenía forma de demostrar que su madre, que había cerrado sus rígidos dedos alrededor del brazo de Irlanda, hubiese tenido la misma suerte.
El silencio continuó hasta la llegada de un estruendo desde el exterior y una figura que irrumpió el paso de la luz.
—¡Ya hemos llegado! —tronó una voz, demasiado reconocible para su gusto—. ¡Levantaos y empezad a salir del barco de la forma más ordenada posible! ¡Tendréis que estar un tiempo en un centro establecido por las autoridades de la zona, así que daos prisa!
Al principio, apenas hubo movimiento. Ni siquiera Irlanda pudo encontrar la fuerza para flexionar sus rodillas y conseguir ponerse en pie, o al menos no hasta que el hombre a su lado se levantó junto a su esposa y sus dos hijos. Después fueron un hombre y una pareja, que dejaron atrás a una pálida mujer con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre su pecho entre su cobertura formada por mantas.
Luego Edward Murphy, que se inclinó sobre la cama de su hijo y le dio unos golpecitos con los dedos en las mejillas. El sonido del frote de las uñas contra la piel cesó. El muchacho no tardó en inspirar hondo y hacer revolotear sus párpados, para que después su padre le diese la mano para levantarlo de la cama.
El hombre apenas le echó un vistazo y, en cuanto el niño puso sus manitas sobre la primera barra de la escalera, Irlanda devolvió sus ojos hacia el frente y flexionó sus rodillas antes de ponerse en pie y dirigirse hacia el costado de la cama de Henry. Los dedos de la mujer se separaron de su brazo sin demasiado esfuerzo.
Le puso la mano en el hombro y lo sacudió.
—V-Vámonos.
Al no recibir respuesta, Irlanda resopló y rodeó su brazo con sus dedos con tal de tirar de él. La rigidez de su cuerpo lo hizo imposible, aunque sí que logró que Henry entreabriese sus ojos.
—N-No p-puedo m-más.
Ella soltó un gruñido.
—Levántate —masculló Irlanda, pese a que él ya había sellado sus párpados con fuerza—. Por lo que más quieras. En unos cuantos meses volverás a estar con tu hermano y con tu padre y te podrás olvidar de mí, pero no puedes hacerme esto.
Sus ojos ardían mientras sus uñas se clavaban en las telas que cubrían el brazo de Henry.
Por la mejilla de este tuvo la osadía de discurrir una pequeña lágrima.
—N-No p-puedo. —Su voz salió rota de su garganta mientras las arrugas se acumulaban en su frente—. N-No s-siento l-las p-piernas ni l-las m-manos, y-y…
—No puedes hacerme esto, Henry MacDougal —siseó—. No ahora.
Él abrió uno de sus ojos y fijó su pupila nublada sobre Irlanda. Ella gruñó, aunque un escalofrío recorrió su columna en cuanto sintió que sus uñas contactaban con algo duro bajo las telas.
De su boca salió un pequeño sollozo que hizo que ella entrecerrase sus párpados.
—D-Dile a-a D-Dougie q-que… —Se detuvo para hinchar su caja torácica, pese a que todo lo que consiguió fue emitir un sonido agónico. Posó su mano abierta y llena de pequeños cortes sobre su pecho antes de empezar a cerrarla en un puño y arrastrar sus uñas por las telas—. Q-Que…
Irlanda le sujetó la muñeca y la apartó de la superficie con tal de sacudirla. Ella despegó sus labios, aunque fue interrumpida por una brusca exhalación y la sensación de que la extremidad se había vuelto mucho más pesada.
No tuvo otra opción que soltarla y dejarla caer de vuelta en su pecho.
Sus párpados se habían vuelto a abrir ligeramente, aunque solo podía ver el borde inferior de su iris en todo el blanco del orbe. Ella colocó su mano por encima de los labios entreabiertos del joven, sin encontrar nada más allá que el calor que emitía su piel, cada vez menos evidente.
Ella se mordió el labio inferior mientras cubría su rostro con las mantas y cruzaba sus brazos sobre su pecho.
—Podrías haberte rendido mucho antes —masculló. Sintió sus ojos arder, aunque no hubo nada que pudiese aliviar la sensación—. Podrías no haberme hecho venir hasta aquí, y…
Una presión sobre su hombro le hizo sobresaltarse y girarse de forma brusca en su dirección. Prácticamente se chocó con Edward Murphy, que la miraba con sus ojos amarronados brillosos y sus labios apretados hasta el punto de desaparecer en su rostro. No tardó en desviar su mirada hacia sus pies.
—Lo siento mucho, Caitlín. —Juntó sus manos sobre su regazo y comenzó a juguetear con sus dedos—. Sé que no hay manera de consolarla después de la pérdida que ha sufrido… Pero, si me permite hacer algo…
Ella presionó sus uñas en sus palmas a la vez que negaba con la cabeza. Sus ojos no pudieron evitar volver a posarse sobre el cuerpo que yacía sobre la cama.
—No hace falta que te preocupes por mí, Murphy. —Inspiró hondo, para inmediatamente después arrugar la nariz al captar una mezcla de olores que, desde luego, no había percibido durante el tiempo que había pasado en aquel interior—. No hace falta que hagas nada.
Irlanda se pasó su lengua seca por sus labios y acomodó sus faldas con tal de atenuar los dobleces que había adquirido durante el viaje. En cuanto se giró hacia las escaleras, se encontró con que Murphy continuaba en la misma posición en la que había estado antes.
Sus cejas estaban arqueadas, con los extremos interiores curvados hacia los primeros mechones que sobresalían por su frente. Irlanda lo miró con el ceño fruncido, momento en el que él aprovechó para suspirar, apartar sus manos de la escalera y dirigirse hacia ella.
—Tengo familia aquí bastante bien instalada. —Sus comisuras se elevaron de una forma casi inapreciable—. Uno de los hijos de mi hermano llegó aquí junto a su madre en los primeros meses de la plaga y ha conseguido un puesto en el Ejército estadounidense, así que, si usted quiere… —Hizo el amago de extender su mano en su dirección, aunque de inmediato encontró mejor el guardarla en el bolsillo de su chaqueta—. Al menos hasta que logre el dinero suficiente para regresar.
Irlanda arrugó ligeramente su ceño.
—Yo… —Se mordió el labio inferior—. Se supone que también tengo familia bastante bien instalada.
Las fosas nasales del hombre se hincharon de una forma desmesurada.
—No nos importaría que se quedase con nosotros hasta que lograse establecer contacto.
Ella se sorbió la nariz y despegó sus labios, aunque de inmediato desistió y volvió a cerrarlos. Murphy le hizo un gesto hacia las escaleras, e Irlanda se recogió las faldas mientras avanzaba hacia la pieza de madera. Su corazón se aceleraba cada vez que se veía obligada a pasar por encima de los múltiples cadáveres que cubrían el suelo.
La mayoría tenían el rostro tapado, o, si lo tenían al descubierto, sus ojos cerrados les hacían parecer inmersos en un plácido sueño. Hubo una niña que llamó su atención de una forma especial; sus mejillas estaban regordetas, casi sonrosadas, su cabello rubio pálido enmarcaba su rostro y sus pequeños labios esbozaban una pequeña sonrisa.
(Irlanda casi podía sentir la pesadez de la envidia en su interior.)
Un carraspeo de Murphy la obligó a apartar sus ojos de la niña y continuar con su camino.
Tras enredar sus dedos sobre la primera barra que tuvo a su alcance, giró su rostro hacia el conjunto de literas sobre el que descansaban varios cadáveres. Unos cuantos mechones rubios y lacios se vieron destacados por uno de los tímidos haces de luz que se filtraban desde la escotilla.
—No se merecía esto —musitó Murphy, una vez que ella hubo girado su rostro hacia el frente y retomado su tarea de subir por la escalera. Sus pies agarrotados sufrieron de forma especial el clavarse en las barras.
En cuanto su cabeza salió a cubierta, Irlanda cerró sus ojos e inspiró hondo, permitiéndose unos segundos para disfrutar de la brisa fresca que soplaba. Incluso si iba acompañada por ese hedor tan desagradable.
—Él selló su propio destino cuando decidió que sus actos merecían la pena. —Irlanda no se percató de que aquellas palabras habían salido de ella hasta que escuchó un pequeño suspiro a sus espaldas.
Se apresuró a despegar sus labios y superar unas cuantas barras, para después tantear el borde del hueco. Sus dedos se clavaron en las grietas entre tablones mientras sus rodillas y su cadera algo oxidadas ponían de su parte para que las primeras se apoyasen sobre la cubierta.
Una vez allí, Irlanda se sentó y volvió a inspirar hondo mientras se abanicaba la cara con una mano, buscando librarse del calor que había regresado para abrumarla. Después de unos cuantos segundos, ella intentó levantarse, aunque sus piernas cedieron y la hicieron caer de vuelta al suelo, desde el que pudo apreciar los tres mástiles del barco con las velas recogidas.
El rostro de Edward Murphy no tardó en aparecer por el hueco de la escotilla, con una ceja ligeramente arqueada.
—Y, si tan claro lo tenía, ¿por qué lo acompañó hasta aquí?
Irlanda fijó sus ojos en los suyos mientras fruncía sus labios, tan secos que las comisuras le escocían. Tras varios segundos de deliberación, terminó por encogerse de hombros.
Era imposible que la comprendiese. Apenas era capaz de hacerlo ella misma.
Pero el hombre continuó mirándola.
—Quizá porque… pensaba que tenía más ganas de vivir —terminó por balbucear.
Murphy, que ya había atravesado la escotilla y se encontraba en pie sobre la cubierta, puso sus brazos en jarras y torció el gesto.
—No puede estar enfadada con él por morir.
Ella alzó su barbilla hacia él antes de resoplar. Aquello solo arrugó la frente del hombre, que dio unos cuantos pasos en su dirección para después extender su brazo hacia ella. Irlanda miró su mano, aunque la pesadez de sus hombros le hizo desistir y dirigir sus ojos hacia sus costados.
Dos hombres uniformados, con bigotes y gorros cilíndricos con viseras que cubrían la mayor parte de su rostro, se encontraban a ambos lados del fin de la rampa. Detrás de ellos, un hombre con gafas circulares sentado en un atril y una pluma entre sus dedos iba escribiendo en el libro abierto que tenía delante.
A sus costados había dos filas de asientos, bien ocupados por rostros que reconocía del viaje.
Una tos seca proveniente de aquel punto causó que un escalofrío recorriese su columna y se viese obligada a devolver su atención hacia Murphy. Trató de estirar sus piernas antes de flexionarlas sobre su pecho y hacer fuerza con sus manos para ponerse en pie.
Necesitó varios intentos hasta resultar exitosa y poder sacudirse las faldas.
Sin embargo, la suciedad se había adherido bien a la tela.
—¿Caitlín? —cuestionó Murphy en voz baja.
Sus comisuras se tensaron. Fue capaz de detectar por el rabillo del ojo cómo este había curvado su brazo en torno a su propio torso, aunque Irlanda le hizo caso omiso y dio sus propios pasos hacia la rampa.
Un carraspeo de parte del hombre le hizo apretar sus puños y mascullar una maldición.
Se negó a girarse hacia él.
—Él siempre estaba enfadado conmigo porque pensaba que lo que yo estaba haciendo no era suficiente. Hizo lo que él creía que yo debía hacer, y ya puedes ver tú a lo que eso le llevó.
Avanzó hacia la rampa, sin poder evitar que sus brazos revoloteasen cuando la primera tabla rechinó bajo las suelas de sus pies. Desafortunadamente, aquel gesto atrajo la atención de los soldados, lo que la obligó a inspirar hondo y presionar sus manos en las telas de sus faldas para completar aquel camino con el máximo de dignidad que le fuese posible.
Los pasos se aceleraron a sus espaldas.
—¿Y qué era lo que estaba haciendo usted?
Sus uñas se presionaron sobre sus palmas a la vez que se detenía y giraba su cuello hacia él. Este se había cruzado de brazos y la miraba con el ceño lleno de arrugas.
Irlanda sintió sus ojos escocerle.
—Lo único que podía —siseó, para después devolver su vista hacia el frente y retomar sus pasos con la mayor celeridad que le fue posible.
Notó los ojos de los soldados en ella cuando cruzó a su lado, aunque su atención estaba fija en el hombre con el registro. En cuanto se detuvo frente a él, este se cubrió la boca con un puño y carraspeó mientras sumergía la punta de la pluma en el tintero.
Irlanda se pasó la mano por su frente seca.
—Caitlín…
Una presión sobre su hombro le hizo fruncir el ceño.
—Kathleen Kirkland —completó el capitán del barco, cuyo pestazo a alcohol obligó a Irlanda a arrugar la nariz mientras se sacudía para apartar su mano de encima—. Y tiene los dientes muy blancos para alguien que se ha pasado tanto tiempo en un barco rodeada de enfermos.
El hombre del registro musitó unas palabras ininteligibles antes de proceder a rasgar la pluma en el papel.
Irlanda clavó sus uñas en sus palmas.
—Quiero hablar con Amelia Jones.
El hombre del registro alzó su rostro de vuelta hacia ella, con sus ojos abiertos de forma desmesurada antes de que su ceño terminase por llenarse de arrugas. A un costado, escuchó un chasquido de lengua y cómo los pasos del capitán se iban haciendo cada vez más lejanos junto al rechinar la madera.
—¿Con quién? —Depositó su pluma en el tintero, emitiendo un fuerte tintineo.
Irlanda puso sus ojos en blanco.
—Sabes muy bien con quién.
El hombre le mantuvo la mirada con sus orbes claros y cerrados en rendijas. Irlanda resopló y frunció sus labios mientras duraba aquel duelo, en el que, por supuesto, tuvo que ser el hombre del registro el que chasquease su lengua. A continuación, se levantó de su silla, apoyó sus manos en el atril y se inclinó hacia ella.
—¿Y quién eres tú para reclamar su presencia?
Irlanda se cruzó de brazos.
—Soy su tía. —Se inclinó sobre el atril y disminuyó el volumen de su voz—. Y una de las razones por las que este país es como es, por más que ella a veces insista en no recordarlo.
El hombre parpadeó y sus labios se despegaron por unos cuantos segundos, pese a que justo después volvieron a juntarse con una mayor presión. Se acomodó la chaqueta antes de dejarse caer en la silla de nuevo.
—Ahora mismo no está aquí.
Irlanda juntó sus manos sobre su regazo.
—La esperaré.
La nuez del hombre destacó en su garganta.
—Y está ocupándose de algo mucho más importante y que requiere más de su atención… —masculló.
—La espera… —Un golpe seco a sus espaldas le hizo girarse con rapidez sobre sus talones. El cuerpo de un muchacho había caído al suelo, en el que se sacudía sin control, dejando un hueco en el banco que no tardó en rellenarse. Edward Murphy se tiró de rodillas hacia él, gritando el nombre de su hijo. Irlanda abrió sus ojos de una forma desmesurada al contemplar cómo comenzaba a sacudirlo—. Ponlo de costado. —Los ojos amarronados del hombre se alzaron hacia ella mientras se aproximaba y se ponía de rodillas—. Y no lo toques. El niño lleva rascándose un sarpullido en la mano desde hace varios días; lo más probable es que tenga tifus.
Una exclamación ahogada colectiva inundó sus alrededores mientras Murphy la miraba con el ceño fruncido. Después de varios segundos en los que no se detenía, decidió apartar sus manos y permitir que Irlanda lo pusiese de costado y se lo llevase a las piernas.
El muchacho estaba extremadamente caliente en las zonas rojizas de su rostro, con los ojos entreabiertos y la boca abierta con espuma discurriendo por sus comisuras. Al apoyar su oreja sobre su regazo, las sacudidas se fueron haciendo cada vez menos violentas, hasta el punto en el que el niño cerró por completo sus ojos y volvió a respirar con normalidad.
Irlanda inspiró hondo antes de apartarle los mechones anaranjados de la frente.
Después alzó su rostro, solo para encontrarse con los ojos marrones de Edward.
—¿Se recuperará? —musitó, con la voz rota.
Ella se mordisqueó el labio inferior mientras devolvía sus ojos hacia el muchacho.
—Solo Dios lo sabe.
—Señora, ¿puede acompañarnos con el niño? —cuestionó una voz a sus espaldas. No necesitó mirar por encima del hombro para apreciar el detalle de que era un soldado—. Aunque todos aquí vayan a estar en cuarentena, nos gustaría separar a los verdaderamente enfermos.
Irlanda asintió vagamente con la cabeza. A la vez que recogía el cuerpo del muchacho entre las mantas, se inclinó hacia Murphy, quien arqueó su ceja.
—Mantente lejos de todos. Así tendrás más probabilidades de huir de la enfermedad.
Sin esperar respuesta, ella acomodó a un Aodhan que musitaba incoherentes palabras en gaélico sobre su pecho y se puso en pie, siguiendo la dirección que el agente le indicaba.
Y solo Dios sabía que no podría olvidar la manera en la que sus gentes se hacinaban, enfermas, creyendo haber alcanzado la salvación solo para morir a sus puertas.
Era una suerte que sus lágrimas se hubiesen acabado hacía meses.
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15 de mayo, 1847; Nueva York, Estados Unidos de América.
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Cuando sus manos tocaban aquella maraña de lino, ella se sentía un poco más cerca de casa.
Sus pies parecían naturales en los pedales de la rueca; lo habían hecho desde la primera vez que la había tocado, hacía ya mes y medio. El tacto de la madeja ya enrollada mandaba una chispa de júbilo a través de todo su cuerpo, que se acrecentaba una vez que colocaba los hilos en el telar y podía empezar a constituir el enrevesado dibujo de la prenda.
La presencia de múltiples mujeres que acompañaban su cántico en gaélico por todo el pequeño habitáculo que constituía el taller no hacía más que favorecer a aquella sensación.
Y el hecho de que todas portasen el mismo pañuelo para cubrir su cabello y aquellos vestidos de colores simples pero pulcros le hacía recordar tiempos anteriores. Tiempos que ni las mujeres más canosas y de rostro arrugado podían rememorar.
Y aquello llenaba su corazón, pese a la situación en la que se encontraba.
Aquella mañana, Irlanda había tenido tiempo de enseñarles una nueva canción para su repertorio, entonarla ya varias veces y terminar un pequeño pañuelo con el detalle de una flor en cada esquina.
Lo acercó a su nariz para conseguir captar su suave aroma antes de doblarlo y dejarlo sobre la cómoda de madera a uno de sus costados. Sus ojos se desviaron un momento hacia el reloj, cuyas agujas se habían quedado quietas señalando el número doce.
Irlanda mantuvo su atención en el aparato, y, cuando observó que no se movían de aquel punto, no pudo evitar resoplar. Arrastró su silla hacia sus espaldas; hacia aquella ventana que consistía en su única fuente de luz durante el día, para después encaminarse hacia el reloj.
Los cantos y sus pasos se detuvieron con un chasquido de la puerta, que no tardó en abrirse para revelar al señor Thompson, con chaqueta y pantalón grisáceos y un chaleco especialmente estirado en la parte de su barriga pronunciada. En su mano llevaba un bastón, que hizo contactar varias veces con el costado exterior de su zapato derecho cuando se detuvo a pocos pasos del marco y barrió la habitación.
Por supuesto, sus ojos se tuvieron que fijar y entrecerrar sobre Irlanda.
El añadido de los labios fruncidos le hizo elevar su espeso bigote mientras sus patillas se encogían.
—Callaghan, por favor. —Le hizo un gesto con la mano en su dirección—. Necesito hablar contigo.
Irlanda se permitió girar su cabeza hacia la mujer que había estado a su lado, quien se encogió de hombros, antes de suspirar y acercarse a Thompson. Este levantó su bastón hacia la puerta, y ella tomó la delantera hasta detenerse en el pasillo.
Una vez que Thompson hubo cerrado la puerta, carraspeó y se llevó los dedos regordetes hacia el bolsillo de la chaqueta, del que sacó un pequeño sobre. Tras este extender el brazo que lo sostenía en su dirección, Irlanda se sintió libre de recogerlo.
Era algo pesado y tintineaba al movimiento.
Irlanda frunció el ceño en dirección a su empleador, sin intención de abrir el sobre.
—¿Qué…?
—Vete. Te doy el sueldo de este mes porque te lo has ganado, pero no puedes seguir trabajando aquí.
Ella estrujó el sobre en la mano en la que lo sujetaba.
—No puedes…
—Sí, sí puedo. Y, es más; es una obligación hacerlo —respondió, señalando hacia las escaleras con el bastón—. Y no te molestes por intentar conseguir empleo por la zona, porque no lo vas a encontrar.
Irlanda puso sus brazos en jarras y despegó sus labios, aunque Thompson golpeó la pared con su bastón y rebuscó en el interior de su chaqueta hasta extraer un periódico de gran grosor encogido sobre sí mismo. A continuación, lo desdobló a base de sacudidas antes de mostrárselo. Irlanda arrugó la nariz. En una de las secciones de la portada aparecía un mensaje que tanto ella como el resto de sus gentes tenían grabado en la memoria desde hacía meses.
—Pues bien que tienes el taller lleno de irlandeses por el bajo sueldo que aceptan —masculló ella. Thompson inspiró hondo y apartó sus ojos de ella, lo que hizo que las arrugas de su frente se volviesen más prominentes—. ¿Puedo preguntar qué he hecho mal?
El hombre negó con la cabeza sin siquiera atreverse a mirarla.
—Vete. Y resuelve tus asuntos.
Irlanda gruñó antes de recoger sus faldas, de un marrón oscuro, y bajar por las escaleras. Se detuvo un momento en el descansillo de estas con tal de guardarse el sobre en el pequeño zurrón que llevaba, para después inspirar hondo y continuar descendiendo.
En cuanto salió del edificio, se encontró con la puerta abierta de un carruaje de madera tirado por dos caballos de un negro intenso en la calzada de piedra. Ella frunció el ceño, aunque de inmediato pudo comprender que no era de su incumbencia y se giró hacia el costado derecho.
Su camino se vio interrumpido por un hombre con una larga chaqueta de un azul intenso y un casco cilíndrico. Irlanda intentó rebasarlo, pero el policía le sujetó del brazo para después lanzarla en dirección al carruaje.
Ella gruñó cuando fue a girarse y vio que tres hombres uniformados la habían rodeado, cortándole el paso.
Su corazón se aceleró al observar que su única opción era el interior del carruaje. Hizo un último amago de rehusarse a entrar, que fue interrumpido por un empujón que ocasionó que su hombro se chocase con la pared interior del armatoste. La puerta quedó cerrada de inmediato, y el primer movimiento del coche causó que se sentase en la tapicería.
Una vez que llevó sus ojos hacia el frente, se encontró un rostro pálido y unos ojos azules con un brillo misterioso que enmarcaba una gran maraña rubia oscura. En sus labios había dibujada una sonrisa que hizo que Irlanda se clavase las uñas en las palmas.
—Hola, tía —saludó, acompañada por una sacudida de su mano envuelta en un guante negro. Irlanda se percató entonces de que ella llevaba una chaqueta azul oscura con las hombreras doradas y un pantalón blanco—. Lamento no haberte venido a recoger antes, pero es que… —Los flecos de las hombreras y los mechones que se posaban sobre ellas se sacudieron a la vez que ella movía sus hombros—. He estado bastante ocupada.
—Virginia… —empezó con un siseo.
Ella la interrumpió con el inicio de una carcajada algo seca, pese a que sus labios seguían elevados y sus ojos azules se clavaban en ella.
—Me temo que ahora soy un poco más que eso. Se suelen referir a mí como América.
Irlanda puso sus ojos en blanco.
—¿Por qué me has metido a la fuerza en el carruaje?
La presión de sus finas cejas rubias hizo que su ceño se arrugase.
—¿A la fuerza? No, no, no. Qué va, no ha sido a la fuerza. —Sacudió sus manos por delante de su rostro—. Yo he venido hasta aquí porque me dijeron que tú querías hablar conmigo. Y yo lo que he hecho ha sido darnos un lugar privado para hablar de lo que tú quieras mientras nos dirigimos a mi casa que tú ya conoces, en Virginia.
Irlanda se cruzó de brazos.
—¿Quién te ha dicho que yo quiera irme contigo?
Virginia parpadeó, con la boca entreabierta.
—Bueno, a ver, la verdadera pregunta es por qué no vendrías conmigo. Yo puedo ofrecerte seguridad y una casa más espaciosa que el zulo en el que has estado metido con… ¿cuántas? —Se puso la mano en el mentón—. ¿Veinte personas o así?
Irlanda negó con la cabeza mientras extendía su mano hacia la barra de apoyo de la puerta.
—No puedo irme ahora.
Virginia se adelantó asintiendo con la cabeza. Sujetó su muñeca con tal fuerza que Irlanda se vio obligada a desenredar sus dedos de la barra y la miró con el ceño arrugado una vez se hubo zafado de su agarre.
—Claro que puedes. De hecho, nos estamos yendo.
—Virginia…
Su sobrina chasqueó la lengua.
—América, tía, América. O Estados Unidos si lo prefieres, aunque a mí me parece una forma de complicarse por nada. Y, ¿qué pasa? ¿Te preocupa que a la familia no le llegue el dinero? —Dio unos cuantos golpecitos al costado del carruaje, causando que se detuviese de una forma tan abrupta que Irlanda tuvo que extender sus brazos para no caerse de bruces—. Dame el sobre y se lo llevarán a la familia Murphy. —Ella extendió su mano a Irlanda, que sacó el sobre de su zurrón.
Sin embargo, no lo depositó en su mano.
—Hay una parte de este dinero que estoy ahorrando para volver en barco.
Virginia soltó el inicio de una carcajada algo ácida mientras le arrebataba el sobre de la mano con tal rapidez que no tuvo oportunidad de retenerlo entre sus dedos. Después, abrió la puerta y extendió su brazo para bloquear el intento de Irlanda de salir mientras le entregaba el sobre al policía.
El carruaje volvió a estar cerrado en menos de un parpadeo.
La marcha se retomó en menos de dos.
—No te preocupes, tía. —Se puso la mano en el pecho—. Yo me aseguraré de que tengas el dinero para volver y no tengas que preocuparte por nada. Pero, antes, tienes que pasarte un tiempo en mi casa. Por tu propia seguridad, vamos. Tengo unos establos que te van a encantar; ya he visto la cara que has puesto con los dos que tiraban del carro.
Virginia soltó una risita. Irlanda arrugó la nariz.
—¿Y por qué no me devuelves a Irlanda directamente? ¿Ha sido Inglaterra?
Sus comisuras decayeron con cierta ligereza.
—Bueno, hay veces en las que es mejor mantenerse alejada del lugar del que se ha venido. Por lo que cuentan los periódicos, estáis sufriendo el mismo infierno, y me halaga que hayas elegido América para hacerlo. Espero que Australia, o incluso Canadá, no se sientan demasiado mal por tu preferencia. Pero hay cosas que hay que aceptar.
Ella frunció el ceño.
—Sabes muy bien que…
—Ya, lo sé, es una pena que Henry MacDonald muriese nada más llegar. Ya podría haberse muerto antes, aunque no creo que hubieses estado muy de acuerdo en que su cuerpo se tirase al mar. —Se inclinó hacia ella con una mano cubriendo un costado de sus labios y bajó el volumen de su voz—. He oído sobre tiburones que siguen a los barcos que van a Canadá porque saben que tienen bastante alimento.
Los ojos de Irlanda se abrieron de una forma desmesurada ante el ardor que los invadió, aunque se clavó las uñas para poder volver a entrecerrar sus párpados.
—MacDougal —gruñó, con la voz estrangulada.
Su sobrina volvió a sacudir los flecos de las hombreras.
—Sigue siendo una pena. —Se llevó los mechones por detrás de sus orejas—. Aunque, la verdad, si hubiese estado vivo tampoco nos lo pudiésemos haber llevado. Yo te estoy ofreciendo esta oportunidad porque eres mi preciada tía y porque sé que esa casa es un lugar especial para ti, pero no confiaría tanto en un criminal declarado.
Irlanda inspiró hondo tras apoyar su espalda sobre el asiento y cruzarse de brazos.
—Y, si tanto dices que confías en mí, ¿por qué no me has permitido al menos despedirme de padre e hijo?
—Cuestiones de seguridad. Nada más simple que eso. Y ya es suficiente que esté aquí para recogerte cuando tengo tantas cosas que hacer en otro lado. A mis superiores no les va a gustar cuando lo sepan. —Golpeó sus nudillos contra la superficie de madera, y el carro pasó a ir a una mayor velocidad—. Y no te preocupes, que estaremos pocos días en este armatoste. Desgraciadamente, no hay opción de tren, pero Frederic y Penny son dos de los caballos más rápidos que tengo en mis establos. Además, iremos haciendo descansos.
Virginia inspiró hondo y pasó entonces a golpear los bordes del asiento. Cruzó sus piernas y empezó a girar el pie que quedaba más alto.
Irlanda lo tomó como una señal para posar sus dedos en las cortinas y echarlas a un lado, permitiendo el paso de un pequeño haz de luz al habitáculo. Pudo ver que, por un costado del camino, crecía un exuberante pasto alto verde que brillaba bajo el Sol.
—Yo que tú no haría eso. —Virginia recogió la cortina y la volvió a emplear para cubrir la ventana—. Entra mucha luz, y creo que lo más apropiado es que aproveches el viaje para dormir un poco. Así que venga, duerme.
Irlanda parpadeó mientras se cruzaba de brazos. En el proceso, sus labios no pudieron evitar formar un pequeño mohín.
Consideró más apropiado devolver sus ojos hacia la pequeña cortina, pese a ser consciente de que no podría hacer nada con ella. Después de un rato, los cerró, esperando que el sueño la llevase a un mejor lugar y le quitase el cansancio de encima.
Por supuesto, no lo hizo.
Irlanda suspiró.
Dios velase por los Murphy, porque parecía que a ella hacía tiempo que la había abandonado.
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30 de mayo, 1847; Norfolk, Virginia, Estados Unidos de América.
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La casa apenas había cambiado desde la última vez que la había visto. Seguía siendo un edificio de fachada blanca con el techo aparentemente plano —aunque sabía que había una barandilla que ocultaba una techumbre triangular de teja verde—, con un soportal tan alto que la superficie se aprovechaba como una terraza para la ventana superior.
El camino hasta allí estaba compuesto por piedras planas de una tonalidad rojiza.
Cuando el carro se detuvo, Virginia fue la primera en ponerse en pie con tal de abrir la puerta y dar un salto hacia el exterior. Irlanda se removió en su asiento antes de verse obligada a curvarse y cubrirse los labios ante un ataque de tos, para después inspirar hondo y volver a dejarse caer sobre el respaldo.
—Tía, venga, bájate ya —le exigió Virginia, asomando su cabeza por un costado de la puerta—. Ya hemos llegado, así que ya eres libre para hacer lo que quieras sin salir de aquí. Te puedo asegurar que no hay nada mejor para lo que sea que tengas que esta brisa.
Ella se reacomodó los mechones que sobresalían de debajo del pañuelo y se aferró a la barra metálica que tenía disponible a ambos costados. Forzó a sus piernas a sostenerla mientras descendía por el escalón del carruaje, aunque no pudo evitar un pequeño traspiés cuando las suelas de sus botas contactaron con el suelo.
Por suerte, logró mantenerse firme mientras ascendía por la estrecha escalinata.
Virginia se adelantó y desbloqueó la puerta, para después extender su brazo en dirección al interior. Irlanda se detuvo sobre la moqueta de un color azul oscuro e inspiró hondo mientras sus ojos barrían el área.
El vestíbulo apenas había cambiado; la madera de la escalera y la baranda que la acompañaba estaba cubierta por la misma capa de pintura blanca, aunque se notaba que le había dado un retoque en las pequeñas gritas, y los arcos de madera de acceso a las diferentes habitaciones seguían sin ninguna clase de impedimento, permitiéndole echarle un vistazo a la inmensa sala de estar a mano derecha, que en ese momento estaba a oscuras.
No le hizo siquiera falta asomarse para imaginarse aquellas cortinas azules sobre la cristalera.
Un ligero empujón en su hombro la obligó a adentrarse hasta las escaleras. Su atención se fue de manera irremediable hacia la pared del fondo, que, al contrario que el resto de los muros, tenía un pequeño marco rectangular formado por líneas amarillentas.
Pudo atisbar, ya en el piso superior, como la marca se repetía con gran frecuencia por las paredes del pasillo, aunque con diferentes dimensiones.
—No he tenido tiempo de preparar siquiera servicio, pero llamaré para que vengan el ama de llaves y el mayordomo habitual antes de irme. —Virginia puso sus ojos en blanco—. Espero que hayan disfrutado de todo su tiempo libre.
Sus orbes azules quedaron fijos en ella, e Irlanda necesitó asegurarse con los dedos de que el paño le seguía cubriendo la clavícula.
Después de varios segundos, su sobrina se encogió de hombros y continuó por el pasillo, acompañada por el crujir de la madera bajo sus pies. Ella se sostuvo las faldas mientras la seguía, con sus ojos posándose en las puertas por delante de las cuales pasaban.
Se mordió el labio inferior al percatarse de que había comenzado a contar de una forma inconsciente, tal como había hecho hacía varias décadas con tal de no perderse entre las puertas.
Casi podía escuchar su voz haciéndolo en su cabeza.
Su corazón comenzó a latir con fuerza cuando se percató de que Virginia se había detenido ante la pieza de madera en la que cesaba la cuenta. Miró a su sobrina con los ojos bien abiertos, aunque ella solo esbozó una sonrisa a la vez que se encogía de hombros.
—Pensé que lo mejor sería tenerte en un lugar con el que ya estuvieses familiarizada. —Introdujo la llave de metal con ciertas zonas cobrizas en la pequeña rendija antes de girar su muñeca y destrancar la puerta. Un ligero aroma amaderado llegó a su nariz—. No he cambiado nada desde la última vez que estuvisteis aquí.
Irlanda presionó sus puños a ambos lados de su falda mientras rebasaba a su sobrina. Además del tocador frente a la ventana, la cama con los doseles despegados y el armario, ni siquiera se había molestado en apartar la bañera de cobre.
Casi podía apreciar su espalda y el brazo extendido por el borde, además de su rostro ligeramente ladeado. Casi podía escuchar su pequeña carcajada mientras sus comisuras se estiraban.
Irlanda necesitó clavarse las uñas en sus palmas para recordarse que aquello había pasado hacía mucho tiempo y se giró de medio lado hacia Virginia. Ella entrecerró sus ojos al no poder encontrar una interpretación clara para la sonrisa que esta tenía en sus labios.
—Sabía que te gustaría. —Extendió su mano hacia Irlanda, con la llave colgando de uno de sus dedos. Esta lo tuvo difícil para mitigar un sonido gutural en respuesta—. Toma, voy a traerte un vestido y algo para prepararte un baño antes de irme.
Irlanda mantuvo sus brazos pegados a sus costados, gesto que hizo que Virginia pusiese sus ojos en blanco y le sujetase la muñeca para después dejar la fría pieza de metal entre sus dedos. Ella intentó esbozar una pequeña sonrisa, aunque resultó en un gesto torcido.
Virginia no pareció darse cuenta y se despidió con una ligera sacudida de su mano antes de salir por la puerta.
Ella caminó hasta el borde de la cama, en el que se dejó caer por capitulación de sus propias rodillas. El rechinar del colchón nada más contactar con él le hizo arrugar el ceño y soltar un pequeño gruñido. ¿Por qué había tenido que conservar incluso eso?
Por alguna razón, dejó caer su espalda sobre la cama de doble plaza. Al igual que hacía varias décadas, el techo que se observaba estaba pintado de un color azul oscuro, casi negro, sobre el que se encontraban esparcidos una serie de pequeños puntos que pretendían imitar las estrellas que iluminaban el firmamento.
Irlanda nunca las había tenido demasiado a la vista, pero no se suponía que el cielo quedase oscuro cuando diese la noche.
Ella conocía la historia de esa habitación.
Sabía cuál debería haber sido su dueño según los planes originales de Inglaterra, y por qué se le había terminado asignando a ellos. Recordaba cómo había puesto sus ojos en blanco y había insistido en que no la ocuparía.
Pero había sido en vano. Él lo había considerado un honor.
Irlanda cerró sus ojos y se dejó caer en el colchón cuando escuchó los pasos de Virginia en la habitación, el chapoteo del agua y el murmullo de la ropa. Cuando escuchó un estruendo en la puerta y despegó sus pesados párpados, casi tuvo la sensación de que se había quedado dormida.
Casi.
El rostro de Virginia no tardó en recibirla.
—Ya me voy, ¿de acuerdo? Cualquier cosa que necesites fuera de estas cuatro paredes, por favor, pídeselo al mayordomo una vez que llegue. E insisto, por favor. Puedes ir a visitar las cuadras y montar algunos de los caballos, pero no te metas en el bosque.
Irlanda puso los ojos en blanco y resopló, aunque terminó por asentir con la cabeza. Virginia imitó el último gesto antes de suspirar y salir de la sala con gran rapidez. Tuvo el detalle de entornarle la puerta para que, una vez que los pasos se hubieron desvanecido y ella encontró la fuerza con la que volver a incorporarse, esta estuviese prácticamente cerrada.
Ella se puso de pie de un salto, con la sorpresa de que sus rodillas la mantuvieron. Caminó hacia la puerta y la empujó hacia su marco, para después meter la llave en la ranura y asegurarse de bloquearla. Se apartó con la llave puesta y se dirigió hacia el tocador, sobre el que pudo ver un sencillo vestido amarronado, unos finos pantalones y un remplazo de las telas debajo del vestido.
Se deshizo el nudo del pañuelo y lo depositó sobre el tocador.
A continuación, se pasó los dedos por el cabello. Por supuesto, los nudos en puntos altos de los mechones le hicieron desistir casi de inmediato. Empezó a desatar los lazos de su espalda con tal de quitarse el vestido, percatándose en el momento en el que se lo apartó de los hombros de lo pesado que era.
Sus ojos se desviaron hacia el ventanal, por el que se filtraban los rayos del Sol, aunque resopló. A esa distancia, probablemente nadie podría verla.
Cuando por fin consiguió quitarse todas las telas de encima y las arrojó a un lado de la bañera, Irlanda se abrazó los pechos con sus brazos a la vez que se introducía en la bañera. No pudo evitar estremecerse conforme el agua caliente contactaba con su piel, hasta que la práctica integridad de su cuerpo estuvo sumergida.
Ella inspiró hondo, con sus ojos fijos en el otro extremo.
—Desde luego, este era más tu campo que el mío.
Aun así, recogió la esponja de un lado de la bañera y se miró los antebrazos, con una tonalidad rojiza que contrastaba con el resto de su piel. Ella resopló y palpó el rastro con la esponja, intentando que tuviese el mínimo contacto con esta.
Una vez que hubo alcanzado cada punto de su cuerpo salvo su espalda, Irlanda dejó la esponja donde la había recogido y se llevó las manos al pelo, hacia las raíces. Se palpó con tal de encontrar aquellos pequeños bultos enganchados en su dolorido cuero cabelludo, que se arrancó sin ninguna clase de piedad y depositó en el agua.
Irlanda no tardó en apoyar sus manos en ambos extremos y darse un impulso para levantarse. El aire frío en comparación con la tibieza del agua le hizo temblar, aunque se mantuvo firme. En cuanto hubo tenido ambos pies fuera de la bañera, recogió la pequeña toalla y la restregó por todo su cuerpo, para después comenzar a ponerse las ropas.
El vestido era de una tela mucho más fina, que facilitó el deslizamiento cuando se lo colocó por la cabeza. No fue así con los pantalones, resultando tan holgados que Irlanda los tuvo que encajar debajo del lazo de la cintura.
Luego recogió los pañuelos que habían cubierto su cabello y sus hombros, con el fin de colocarlos en su sitio.
Se permitió suspirar un momento antes de aproximarse a la ventana, justo a tiempo para atisbar cómo una silueta azul y blanca con largos cabellos rubios salía a lomos de un caballo castaño de un enorme edificio de fachada de piedra grisácea y tejas anaranjadas. Ella entrecerró sus ojos mientras Virginia desaparecía de su campo visual a gran velocidad.
Irlanda se giró sobre sus talones y tomó la palangana con tal de sacar los bultitos de la bañera.
Una vez la hubo dejado sobre el tocador, caminó hasta la puerta y la abrió, aunque no se molestó en sacar la llave. Se recogió sus faldas para bajar las escaleras del otro lado del pasillo y después empujó la puerta del frente.
Sus botas se hundieron en la hierba alta que rodeaba al edificio hasta llegar a la estructura que había descubierto por la ventana. Sintió unos pequeños golpecitos húmedos en su coronilla, aunque no le pudo importar menos mientras cruzaba el umbral de la puerta.
El olor a animal nunca había resultado tan agradable.
Y el relincho que la recibió, de parte del caballo cuya cabeza de un color negro puro sobresalía de la primera cuadra, no hizo más que contribuir al sentimiento. Ella se aproximó con su palma extendida, y el caballo no tardó en arrastrar sus belfos por su piel con tal gracilidad que le hizo alzar sus comisuras y soltar una pequeña risa que hacía unos segundos había creído imposible.
Irlanda acarició el morro aterciopelado del caballo —el famoso Frederic, según pudo ver en la placa de la puerta—, antes de verse distraída por un estruendo al final de establo. Ella frunció su ceño, aunque no pudo evitar poner sus ojos en blanco mientras se encaminaba en la dirección de la que venían los porrazos.
En cuanto ella se detuvo delante de la última cuadra, la yegua relinchó y alzó su morro oscurecido.
Irlanda puso sus brazos en jarras cuando el animal entrecerró sus ojos hacia ella, con sus orejas aplastadas sobre su cráneo.
No pudo evitar recordar a Aoife, aunque sus iris amarronados nunca la mirarían con aquel brillo que aquella yegua le dirigía. Ni tampoco golpearía los tablones con aquella agresividad, hasta el punto en el que Irlanda llegó a temer que la puerta cediese ante su insistencia.
Ella se cruzó de brazos.
—¿Y a ti qué te pasa?
La yegua hinchó sus fosas nasales y sacudió su cabeza hacia la pared que delimitaba su establo. Irlanda siguió el movimiento con tal de encontrarse una brida colgada junto a un fusil, lo que le hizo devolver sus ojos hacia el animal con el ceño fruncido.
Este dio un paso hacia el frente, y la luz incidió de tal forma que hizo que los ojos de Irlanda se fijasen en el arco musculoso de su cuello. Parpadeó y avanzó hacia la puerta; hacia aquel pestillo que mantenía a la yegua encerrada.
—¿Qué haces tú aquí? —masculló.
A Irlanda le pareció que ponía sus ojos en blanco a la vez que soltaba un breve resoplido, pese a que le fue imposible estar segura. Sin pensarlo demasiado, sus dedos se cernieron sobre el pestillo y lo abrieron, para después apartarse cuando la yegua empujó la puerta hacia el sentido contrario.
Sin embargo, en contra de lo que hubiese pensado, ella permaneció estática y volvió a señalar hacia la pared.
Irlanda le empujó el cuello, de un color ocre claro.
—Ya eres libre. Vamos, vete antes de que alguien nos descubra.
Ella sacudió su cabeza de vuelta hacia la pared. Irlanda puso sus ojos en blanco y le enganchó la brida sin bocado en el morro. En el proceso, recogió el fusil y se lo colgó del hombro para que no molestase. La yegua permaneció quieta, permitiendo que ella ajustase sus correas a pesar de la pesadez de sus brazos. Incluso agachó su cabeza para facilitarle apartar sus crines superiores.
Pero ni así se movió.
Irlanda frunció el ceño.
—¿No estabas tan ansiosa por irte? Venga, vete con él.
Un brillo en las pupilas de la yegua cuando pronunció aquellas palabras hizo que su corazón se acelerase y se viese obligada a morderse el labio inferior. No tardó en añadirle un pequeño relincho mientras volvía a agachar su cuello y dirigía su morro hacia la salida de aquellos establos.
—No me puedes estar haciendo esto.
La yegua la miró con sus ojos entrecerrados. Irlanda tuvo ganas de tirarse de los pelos, pero, a su vez, sus dedos sujetaron las crines del animal. Suspiró y procedió a dar un pequeño salto para impulsarse y quedar subida a su lomo, aunque, en cuanto se acomodó, la yegua salió disparada de tal forma que se vio impulsada hacia sus espaldas.
Solo la presión de sus talones sobre sus costados evitó que saliese disparada.
Una vez que hubieron salido del establo, ella intentó apuntalar un costado, pero la yegua corría hacia el frente como si estuviese endemoniada, en dirección a aquel bosque.
—¡Señorita! —Escuchó a sus espaldas.
E Irlanda no tenía forma de detenerla.
