17 de agosto, 1847; Proximidades de la sierra de Ajusco, México.
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Con todo el dolor de su corazón, ella se vio obligada a quitarse el pañuelo, levantarse de la orilla del río y recogerse las faldas con una mano mientras se adentraba en el agua. Cuando llegó al lugar en el que estaba la yegua bebiendo, ya había quedado empapada por debajo de las rodillas.
Ella puso los ojos en blanco.
—Estás loca —masculló al animal mientras enganchaba sus dedos en la brida y le hacía alzar su cabeza del agua.
La yegua no se lo puso nada fácil hasta que su morro se hubo despegado del cauce del río, instante en el cual pareció poner los ojos en blanco. Irlanda resopló a la vez que apoyaba su pañuelo en el rostro y cuellos del caballo, con tal de apartarle la espuma que se había acumulado en aquellas zonas.
Una vez que lo hubo separado de su pelaje, ella lo sumergió en el río y lo sacó para estrujarlo antes de frotarlo por su cuello color ocre. La yegua se mantuvo quieta mientras lo hacía, hasta el punto de que, tras remojar el pañuelo por cuarta vez, Irlanda se percató de que había cerrado los ojos.
Irlanda inspiró hondo mientras peinaba sus crines de color chocolate entre sus dedos.
—Si no hacemos más descansos, te vas a morir antes de poder llegar hasta él —musitó.
No obtuvo respuesta.
Se permitió esbozar una sonrisa a la vez que la seguía refrescando, y no necesitó que pasara mucho tiempo para que de sus labios se escapase una pequeña melodía. En cuanto Irlanda apoyó sus manos en ella y apreció que gran parte del calor había desaparecido, dejó el paño sobre las crines de la yegua y formó un cuenco con su mano libre antes de llevársela a su frente.
No pudo evitar soltar un pequeño gañido en el momento en el que el agua contactó con su frente y cuero cabelludo. Aquello le dio el valor para alzar su rostro hacia el cielo, solo para resoplar al cruzarse con el Sol en el punto más álgido del firmamento.
De inmediato devolvió sus ojos hacia las aguas del río, donde el reflejo no podía hacerle tanto daño, y necesitó parpadear para que aquella mancha verdosa terminase por desaparecer de su campo de visión.
Hacía apenas dos días que les había caído una tormenta.
Y, si Irlanda no hubiese escuchado el trueno, sentido el impacto de las gotas y observado el destello violeta en el horizonte nublado, probablemente no se lo hubiese creído. Las amplias hojas de los árboles a su alrededor apenas parecían mojadas, y tampoco les otorgaban mucha protección ante la intensidad de los rayos del Sol.
Ella inspiró hondo mientras volvía a hundir su mano en el río y se apresuraba a llevarla hasta su cara. El alivio apenas duró unos cuantos segundos antes de escuchar un resoplido a su lado.
Irlanda frunció su ceño y dirigió sus ojos hacia la yegua, que había entrecerrado sus ojos y aplastado sus orejas contra su cráneo. De inmediato, giró su cuello en la dirección en la que apuntaba el morro de la yegua, encontrándose a un muchacho de cabellos castaños y uniforme azul y blanco que se había agachado con tal de meter sus manos en el agua.
Toda la piel al descubierto estaba teñida de un rojo intenso, que contrastaba con la palidez que había predominado en ella la primera vez que se lo había encontrado.
Irlanda relajó la tensión de sus hombros cuando él alzó su rostro hacia ella y esbozó una sonrisa.
—Sé que le dije que no me acercaría mucho para no molestar a la yegua, pero en el campamento no estamos demasiado frescos. —Levantó sus manos, con las que había formado un cuenco, e inclinó su cabeza para introducir sus labios y la punta de su nariz en ellas. Una vez que la integridad del agua se le hubo escurrido de entre los dedos, él suspiró y volvió a hundirlas en el agua—. Lo siento.
Irlanda empujó ligeramente el cuello de la yegua antes de sacudir su cabeza en dirección al muchacho.
—No te preocupes, Murphy. Está loca y no sabe hacer otra cosa que mirar mal a todo el que pille.
Robert Murphy se encogió de hombros.
—No puedo culparla por tener prisas por llegar a dónde quiera.
Ante lo que sonó como un grito en la lejanía, Robert se tomó la libertad de girarse en la dirección de la que había venido mientras se llevaba la mano hacia el puente de la nariz y se sorbía los mocos. Apenas le hizo un gesto con el brazo antes de volver a adentrarse en la arboleda.
Irlanda miró a la yegua, que había vuelto a hundir su morro en el río y creaba una serie de burbujas con el movimiento de sus fosas nasales, y se levantó las faldas para deshacer el camino que había hecho hasta allí y volver a dejarse caer en la orilla.
Por supuesto, no había podido evitar que la parte trasera de sus faldas se mojase, aunque, teniendo en cuenta que su rostro estaba tan empapado como si lo hubiese hundido en las profundidades del río, no creía que tuviese que preocuparse mucho por las telas.
Se agachó para recoger el fusil y volver a colgar su correa de su hombro antes de avanzar hacia la arboleda.
Un resoplido le hizo detenerse y girarse hacia la yegua con sus brazos en jarras. Esta había separado su hocico del agua y la miraba con la cabeza ligeramente ladeada.
—Ahora vuelvo.
Esta resopló y volvió a hundir su morro en el río para seguir burbujeando.
Irlanda no la miró dos veces antes de meterse entre los finos troncos, aunque en cuanto empezó a adentrarse casi se chocó de bruces con Robert Murphy, que fruncía su ceño. Este gesto se redujo considerablemente en arrugas cuando sus ojos coincidieron con los suyos, para terminar soltando un pequeño suspiro.
—Nos movemos —musitó, con sus ojos fijos en los botones amarillentos de su chaqueta mientras los toqueteaba con sus dedos—. A juntarnos con el resto en el frente de Ciudad de México. —Inspiró hondo antes de alzar sus ojos en su dirección y suspirar—. Mi familia le debe mucho, señora, así que no me gustaría que nuestros caminos se separasen de esta forma, pero no puedo arriesgarla.
Irlanda puso sus ojos en blanco mientras se cruzaba de brazos.
—No será la primera ni la última vez que vea el frente.
Una de las cejas de Murphy se arqueó, y, a pesar de que despegó sus labios, de ellos no salió palabra alguna antes de volver a juntarse. No tardó en asentir con la cabeza y girarse sobre sus talones, con tal de empezar a alejarse, aunque, a medio camino, devolvió su rostro hacia ella con su boca abierta. Las palabras que deberían haber llegado a sus oídos se perdieron gracias a un relincho a sus espaldas.
Ella resopló y puso sus ojos en blanco mientras dirigía su atención de vuelta a Robert Murphy.
Este se encogió de hombros y despegó de nuevo sus labios.
—¡Murphy! —La voz a sus espaldas hizo que el muchacho pegase un bote, y no se molestó en siquiera hacerle un gesto antes de darle la espalda y correr hacia el lado contrario con un «¡Ya voy!» que le pareció que escapaba de sus labios. Aunque fue incapaz de confirmarlo debido a la distancia.
En cuanto intentó dar un paso en su dirección, se encontró con un tirón en su falda. Irlanda ni siquiera tuvo que girarse para reconocer a la yegua; el olor a sudor que la impregnaba era demasiado difícil de camuflar a esos niveles, y sostuvo su falda con tal de tirar de ella.
—Tranquila, que no me he olvidado de ti —masculló.
Pero la yegua no tuvo la decencia de soltar la tela de entre sus dientes. No hasta que Irlanda se hubo girado y salido de la arboleda y les hubo dado un pequeño tirón a sus faldas.
Irlanda de inmediato recogió el pañuelo de sus crines y lo guardó en su zurrón, para después enredar sus dedos en sus mechones y dar un pequeño salto con tal de subirse en su lomo. Una vez que estuvo acomodada, ella inspiró hondo y azuzó a la yegua.
A pesar de los tirones a las riendas, el animal no tardó en girarse hacia el río y se lanzó con tal de cruzarlo, incluso si hubo un momento en el que casi todo el cuerpo a excepción de su cabeza estuvo sumergido bajo el agua.
Irlanda tampoco se salvó; el vestido de hombros para abajo pesó cómo si tuviese abrazando a un muerto cuando la yegua se decidió a salir en la otra orilla.
Fue casi un milagro que ni aquello lograse frenar su ritmo.
El caballo a continuación se metió en la arboleda del lado opuesto, obligando a Irlanda a taparse el rostro con el brazo y a cerrar los ojos mientras las ramas bajas la fustigaban. Tuvo que morderse el labio inferior para evitar que los golpes le arrancasen algo más que un siseo.
Aun así, sus dedos y talones le siguieron ofreciendo un agarre de hierro, incluso cuando parecía que habían salido de la arboleda y ella abrió los ojos solo para contemplar cómo la yegua se levantaba sobre sus patas traseras y agitaba las delanteras en el aire.
Una vez que volvió a tener las cuatro pezuñas en el suelo, Irlanda resopló y se recolocó el cabello.
—Y yo que pensaba que nos estábamos empezando a llevar bien —musitó.
La yegua ladeó su rostro hacia ella, aunque de inmediato sus orejas se vieron completamente verticales sobre su cráneo. Agachó entonces su cabeza, y el silencio del claro permitió que Irlanda pudiese escuchar claramente el sonido de su respiración mientras olisqueaba.
Cuando ella hizo lo propio, su estómago se revolvió ante un hedor a carne quemada.
Irlanda golpeó los costados de la yegua y, al apreciar que esta no se movía, ella resopló. Sus dedos aseguraron la correa del fusil a sus espaldas mientras descendía de un salto, y no pudo evitar trastabillar cuando sus pies contactaron con las hojas caídas en el suelo, ocasionando varios crujidos en el proceso.
Un escalofrío recorrió su espalda al captar otra serie de sonidos muy similares una vez que ella se hubo quedado completamente quieta. El hecho de que su corazón quisiese acelerarse justo en aquellos instantes le hizo más complicado identificar la dirección de la que habían venido.
Aunque los jadeos y los movimientos que lo acompañaron fueron suficientes para que Irlanda pudiese enfocar su vista en una figura tendida bocabajo en medio de la vegetación. Ella observó en silencio cómo el hombre apoyaba sus manos a sus costados y las utilizaba para separarse del suelo, con su cabello azabache lacio cayendo sobre su rostro.
En cuanto sus rodillas fueron capaces de flexionarse y separarse del suelo, él despegó una de sus manos y se la llevó hacia un costado de su rostro, cruzando la cortinilla que formaba su cabello.
Irlanda no pudo evitar morderse el labio inferior ante el grito que el hombre profirió mientras que por su mano comenzaba a discurrir un hilillo carmín.
La yegua sacudió su cuello y avanzó hacia él a un paso lento hasta apoyar su morro sobre su mejilla. El hombre soltó un pequeño chillido, aunque lo ahogó cuando giró su rostro en dirección al animal y abrió sus ojos de forma desmesurada.
O, más bien, el ojo que no se cubría con la mano.
—¿María? —musitó. Su mirada no tardó en pasar de la yegua a ella, instante en el cual su ceño se frunció—. ¿Irlanda?
Ella inspiró hondo mientras le daba un golpecito a María en los cuartos traseros.
—Hola, México —masculló Irlanda. Ante una clara falta de respuesta de parte de su homólogo más allá de una sacudida de cabeza, sus ojos se desviaron hacia su chaqueta, que al nivel del pecho poseía un pequeño agujero con el entorno chamuscado.
Un carraspeo le hizo devolver su atención hacia su rostro, en el que pudo apreciar sus labios apretados.
—¿Y qué… haces aquí?
Irlanda se encogió de hombros.
—Tu yegua loca me ha arrastrado desde Estados Unidos.
México esbozó una pequeña sonrisa y posó su mano libre sobre el morro amarronado de María. El gesto no tardó en desaparecer en cuanto devolvió su ojo hacia Irlanda y suspiró, para después apoyar su mano entre la vegetación y darse un impulso.
Ella recorrió la distancia que lo separaba de él para sostenerle los hombros y aplicarle la fuerza necesaria para que volviese a sus rodillas. México frunció su ceño y separó sus labios, pero Irlanda le sujetó la muñeca de la mano que tapaba el otro ojo y arrancó sus dedos de este.
Un chorro rojo salió despedido al instante, casi a la vez que el alarido de los labios de México, e Irlanda presionó su dedo gordo para taponarlo mientras arrugaba su nariz. Restregó su mano libre por la mejilla sobre la que el chorro había dejado un rastro cálido, y después la llevó hacia el borde de su vestido.
Gruñó al apreciar que la tela seguía húmeda.
Justo cuando iba a tirar de ella, sintió una presión cálida y grimosa sobre la mano que mantenía en el ojo de México, y ni siquiera tuvo que levantar su mirada en su dirección para apreciar que había hecho descender sus cejas.
—Suéltame —masculló.
Irlanda resopló mientras llevaba sus ojos hacia el único de México.
—¿Y permitir que te desangres aquí mismo? —Desgarró una parte de su falda y estrujó la tela húmeda antes de acercarla a su cuenca. Chistó al apreciar que México había abierto la boca, tentada a meterle el gurruño de tela si mantenía sus labios despegados por más tiempo. Por suerte para él, no tardó en sellarlo con un gañido y le permitió empezar a envolver el paño en la cabeza, sin apartar el dedo—. ¿Qué ha pasado?
—Eso se lo puedes preguntar a tu sobrina —musitó.
Ella parpadeó y dirigió su atención hacia el ojo de México, que mantenía entrecerrado.
—Llevo sin verla desde hace varios meses.
La presión de las cejas azabaches ocasionó una serie de arrugas en su ceño.
—¿Y cómo conseguiste liberar a María?
Irlanda suspiró y llevó su atención hacia el paño, al que ya le había dado bastantes vueltas alrededor de su cráneo. Hizo un pequeño nudo antes de volver a arrancarse otro trozo de la tela, que tuvo que volver a presionar para después introducirla debajo de la que le cubría el ojo. Aprovechó entonces para extraer su dedo con cuidado de mantener la presión del pañuelo, que no hizo más que aumentar cuando ella rehízo el nudo varias veces.
La tela no tardó en teñirse en gran parte de rojo.
A continuación, se restregó el dedo en la tela del vestido, aunque no consiguió librarse de la sensación del denso líquido. Logró clavarse las uñas en sus palmas con suficiente fuerza como para reprimir el estremecimiento.
México soltó su muñeca y llevó sus dedos rojizos hacia su vendaje, dejando pequeñas manchas allí donde los apoyaba. La miró con el ojo bien abierto.
Irlanda se encogió de hombros.
—Es una forma de solventarlo, aunque lo mejor sería que te lo cambiase en cuanto lleguemos al campamento. —Se resistió las ganas de llevarse los dedos al cabello con un simple suspiro—. ¿Está muy lejos?
Sus párpados se estrecharon.
—¿Por qué debería llevarte hacia el campamento? —masculló él mientras apoyaba sus manos en la vegetación y volvía a estirar sus rodillas. En cuanto logró levantarse, su pie tropezó con el otro, y se hubiese caído si ella no se hubiese alzado para agarrar su hombro y tirar para que volviese a sentarse.
Él chasqueó la lengua antes de ceder y manchar aún más sus pantalones, que hacía tiempo que se habían vuelto marrones. No tardó en alzar su ojo entrecerrado de vuelta a ella.
Irlanda puso sus brazos en jarras.
—¿Para que no te mates por el camino y te pueda poner algo en condiciones? Y para también tratarte esa herida. —Señaló con un dedo el agujero con la tela quemada a su alrededor, que México se apresuró a taparse con la mano limpia—. Por más que parezca cauterizada.
—¿Y por qué debería fiarme de ti? —siseó.
Ella despegó sus labios, aunque la misma mirada entornada de México le recordó que aquello no era una opción. No después de lo que fuese que hubiese pasado. Dio una pequeña patada a la hierba a su alrededor antes de suspirar y señalar a la yegua de crines chocolates, que se había acostado al lado de su dueño.
—Ella ha sido quien me ha traído hasta aquí, y no creo que lo hubiese hecho si creyese que te voy a hacer algún daño.
María relinchó y con su morro golpeó con suavidad el hombro de México. Este sumó más arrugas a su frente, pese a que la mayoría quedasen cubiertas por el apaño de telas y los mechones azabaches de su flequillo.
—¿Y cómo conseguiste sacarla?
Irlanda resopló.
—Virginia me dejó en su casa y me dio permiso para pasar por los establos, y ahí fue donde me encontré a la loca de tu yegua, que golpeaba las puertas pese a no estar consiguiendo nada. —Se encogió de hombros—. Y yo la ayudé, aunque no se fue hasta que me monté en ella.
México se mantuvo en silencio durante unos cuantos segundos.
—María no está loca —susurró.
Irlanda puso sus ojos en blanco y llevó su atención hacia la yegua. En ella ya no había ojos entrecerrados, resoplidos o bruscas sacudidas de su cola, sino un simple brillo en sus orbes castaños mientras mordisqueaba la chaqueta de México.
No pudo evitar morderse el labio inferior antes de volver a cruzar sus miradas.
—Al menos déjame que…
—¿Cómo sabes que no te siguieron? —preguntó, con sus cejas alzadas.
Irlanda lo señaló con la mano antes de volver a dejarla sobre su cintura.
—Ya había salido cuando me acerqué a los establos. Y, por lo visto, tú te has cruzado con ella mucho antes que yo.
El joven solo parpadeó y descubrió la herida de su pecho mientras inspiraba hondo. Sus labios se apretaron cuando se llevó la otra mano de vuelta al nudo del pañuelo, que simplemente palpó y recolocó los mechones a su alrededor.
Tras lo que él debía suponer suficiente, su rostro se volvió a alzar hacia ella, con su único ojo brilloso bajo la escasa luz del Sol que se filtraba a través de las hojas de los árboles más altos. Irlanda bufó y él agachó su cabeza, hasta el punto de que su flequillo lacio cayó sobre su frente y prácticamente tapó por completo sus orbes.
—Tu sobrina… me pegó la boquilla del fusil en el pecho y después me metió una bayoneta por la cuenca —masculló. Irlanda lo miró con los ojos entrecerrados, aunque el desvío de su mirada hizo que lo obviase.
—¿Hace cuánto tiempo?
Él se encogió de hombros.
—A saber.
—¿Cuál fue el día en el que te disparó?
—Creo que… —Se restregó la frente con los dedos—. Principios de agosto. —Levantó su rostro y apartó sus cabellos de su frente antes de estrechar su párpado—. ¿Cuánto tiempo pasó desde entonces?
Irlanda inspiró hondo y extendió su brazo hacia él.
México apoyó sus dos manos en el suelo y se dio un impulso con tal de ponerse en pie. Irlanda no pudo evitar poner sus ojos en blanco antes de sujetarle el brazo para evitar que se cayese de bruces. Sintió cómo él se tensaba bajo su mano, aunque ella prefirió mantener su agarre firme hasta que lo hubo ayudado a subirse de vuelta en María.
Una vez que lo hubo soltado, Irlanda se agachó para recoger el fusil entre el pasto, cuya superficie había quedado mojada. Cuando colgó la correa de su hombro y devolvió sus ojos hacia México, observó que él extendía un brazo en su dirección.
Ella negó con la cabeza.
—¿Puedes siquiera enfocar tus ojos para apuntar con él? —cuestionó con el ceño fruncido. México suspiró mientras desviaba su mirada, e Irlanda aprovechó para enredar sus dedos en la brida—. Tú no te preocupes, que yo te protejo hasta el campamento.
México juntó sus cejas y frunció sus labios. Irlanda torció el gesto.
—Los soldados que me podrían suponer un problema son… —Tragó saliva—. Ya sabes. Estadounidenses. No sé qué consecuencias podría tener para ti el…
Irlanda suspiró mientras se recolocaba la correa de los fusiles en sus hombros. A pesar de la dificultad para manejar ambas armas, sabía que era mejor no dejar ninguna por ahí. Ya era suficiente con la sangre seca que impregnaba la cama de hojas.
—No tienes que preocuparte por mí.
No necesitó más que un ligero tirón para que la yegua se moviese a sus espaldas. Pudo escuchar el murmullo de su ropa mientras se removía en su espalda e inspiró hondo. Un hedor metálico llegó a su nariz con tal de llenarla de arrugas, aunque se convenció de acelerar el ritmo de sus pasos.
Los árboles los mantendrían a salvo.
—¿Por qué estás aquí, Irlanda? —cuestionó México, en un simple susurro.
Sus pies se detuvieron casi al instante antes de girarse en su dirección. Este la miraba con su ceja arqueada y con sus labios apretados, en un gesto que se le antojaba demasiado familiar pese a que pocas veces habían tenido una conversación de esta índole.
Ella inspiró hondo y tiró de la brida de la yegua para que continuase.
—¿Dónde está el campamento?
—Probablemente cerca de aquí.
Irlanda alzó su rostro hacia él con el ceño fruncido.
—¿Cómo que probablemente?
México torció el gesto mientras se encogía de hombros. Antes de que este pudiese siquiera despegar sus labios, Irlanda resopló y tiró de la brida de María, que no tardó en volver a avanzar a un paso lento.
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20 de agosto, 1847; Churubusco, Ciudad de México, México.
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El campamento, por supuesto, no estaba donde México lo recordaba.
Aunque ella había aprovechado los pequeños momentos que parecían tener de calma para hacerle bajar de la yegua y limpiarle las heridas. Su vestido se había secado después de tantas horas caminando que sus pies habían comenzado a dolerle, y se había seguido rasgando las faldas hasta que habían quedado por sus rodillas.
Menos mal que los pantalones habían estado ahí para salvaguardar la piel de sus piernas.
Porque ya tenía suficiente con las ampollas en sus manos y rostro.
Afortunadamente, no había tenido que recurrir a los uniformes limpios de los cadáveres, que cada vez se iban haciendo más abundantes junto a las piezas de artillería. Irlanda pudo ver por el camino un cañón que había perdido ambas ruedas y permanecía acostado a un lado del terreno, con el dorado corrompido por un negro intenso en el brocal.
Intentó no mirar hacia sus espaldas, porque si ya Irlanda sentía su estómago revuelto cada vez que tenía que pasar por encima de un cuerpo —y más cuando estos desprendían un olor a podrido que le hacía agradecer que la mayoría estuviese boca abajo—, no se podía imaginar cuál sería su expresión.
No se percató de que México había recuperado el control de sus riendas hasta que María empezó a adelantarla. Irlanda alzó su rostro hacia México y frunció su ceño al apreciar que él extendía su brazo en su dirección.
—¿Qué ocurre?
Él sacudió la mano que le ofrecía, con una ceja ligeramente arqueada.
—Súbete.
Irlanda resopló antes de poner sus ojos en blanco.
—Voy bien a… —Sus palabras se vieron interrumpidas por una serie de gritos en una mezcla de dos idiomas, que se vieron igualmente solapados por múltiples estruendos. Irlanda se vio obligada a aceptar su mano, aunque de inmediato se apresuró a soltarla mientras intentaba acomodarse en el lomo de la yegua.
Trató de arrebatarle las riendas de las manos, pero México lanzó un codazo que le hizo imposible siquiera sujetarle la muñeca. Al final, ella suspiró y se contentó con sujetar la rienda con dos dedos mientras apoyaba la otra mano en su hombro.
Casi le pareció escuchar que México soltaba un siseo al asegurar su agarre. La falta de cualquier movimiento le hizo clavar aún más sus dedos mientras este apuntalaba el costado de la yegua y le hacía pasar al galope.
En dirección a la artillería.
Irlanda tuvo que abstenerse de poner sus ojos en blanco.
Avanzaron a esa velocidad hasta un punto en el que se encontraron en una calle entre edificios residenciales, con las ventanas abiertas y un gran bullicio. Irlanda tuvo que alzar su mentón con tal de encontrarse a una marea azul de soldados, que respondían con gritos en inglés y disparaban con los fusiles hacia los edificios, desde los que se les lanzaba una especie de proyectiles.
Piedras, según pudo apreciar al observar el suelo.
No pudo reprimir una maldición cuando una de ellas pareció encontrar en la cabeza de México una gran diana, causando que su cuerpo se echase hacia el lado en el que ella sostenía su hombro. Irlanda logró que no saliese disparado y lo agachó sobre el cuello de María mientras le arrebataba el control de las riendas. Pese a sus quejas, él le terminó facilitando la tarea al llevar su mano hacia el lugar del impacto de la piedra mientras mascullaba algo que ella no alcanzó a entender.
Irrumpieron entre los soldados estadounidenses, pillándoles tan de sorpresa que apenas tuvieron tiempo de girarse hacia ellos y dispararles. Y las balas que lograron salir de los cañones los esquivaron gracias al repentino acelerón de la yegua.
—¡Hacia los verdes! —gritó México, en un intento de levantarse. Ella gruñó al empujar su espalda para hacerle mantener su posición, intentando evitar que cualquiera de las piezas de la artillería en el espacio terminase por rematar la faena y dejarlo ciego.
O algo mucho peor.
Ella ni siquiera tuvo que tirar de las riendas para que María diese un giro y le permitiese tener a la vista el puente hacia el que se dirigían, como antesala a un edificio de piedra con cúpulas rojizas terminadas en lo alto en lo que le parecían cruces. Pese a no ser más alto que el resto de las estructuras que lo rodeaban, Irlanda no pudo apartar sus ojos de este. Por supuesto, para llegar hasta él tendrían que superar el frente, que se había establecido en mitad del puente.
Irlanda tiró de las riendas mientras apuntalaba uno de sus costados, aunque la yegua sacudió su cabeza y relinchó. México le sujetó la muñeca con tal de disminuir la presión; Irlanda le dio un pequeño codazo para aflojar la fuerza que sus dedos ejercían.
—No vamos a pasar por el mismo frente —masculló Irlanda, obligada a entrecerrar sus ojos ante el constante latigazo del aire contra ellos.
—¡No hay otra forma de cruzar! —exclamó él al cabo de los segundos.
Cuando ya estaban inmersos en toda la soldadesca estadounidense.
Irlanda pudo apreciar cómo los mexicanos del otro lado abrían sus ojos de forma desmesurada al fijarse en ellos, aunque, gracias a que las tropas habían dejado un espacio en medio por el que corrían soldados y gentes, lograron llegar al otro lado sin más riesgo que el de la artillería enemiga.
Aun así, María no se detuvo hasta las proximidades de la fachada del edificio.
Irlanda fue la primera que se bajó de ella y se dirigió hacia su morro, por el que la yegua estaba expulsando una gran cantidad de espuma. Sus costados se hinchaban de forma extremadamente rápida, y no pudo evitar dirigir su rostro hacia sus alrededores con tal de encontrar el cuerpo de agua más cercano, que era el que acababan de cruzar con el puente.
En cuanto México descendió del lomo de la yegua —con algo de ayuda de su parte—, envolvió su cintura con su brazo y la empujó hacia el edificio. Irlanda frunció el ceño y le golpeó el brazo para que se apartase.
—Siento mucho haberte metido en esto. —Él juntó sus manos ante su pecho mientras Irlanda ponía sus brazos en jarras. A continuación, agachó la cabeza para añadir—: Pero ahora no puedo hacer nada para sacarte de aquí, así que, por favor, métete en el convento y ponte a salvo.
Irlanda le sujetó el brazo antes de que pudiese volver a subirse a la yegua, y él se giró de vuelta hacia ella con la ceja alzada.
—Tengo que terminar de curarte. No puedo dejar que te vayas con esas heridas.
México negó con la cabeza.
—Da igual. —Sacudió su brazo, aunque Irlanda clavó sus dedos sobre su brazo hasta el punto de hacer que apareciesen arrugas en la tela que lo rodeaba—. Suéltame, por favor. Tengo que terminar con esto de una vez.
Irlanda resopló.
—Tú no vas a ir a ningún lado con esas heridas, así que, si yo entro al convento, tú te vienes conmigo.
Ella entrecerró sus ojos al ver que México mantenía el único que le quedaba fijo sobre los de Irlanda. Pese a que el color de sus iris le hizo difícil sostenerle la mirada, el hecho de que estuviese tuerto logró que él fuese el primero en desviar su rostro, movimiento que fue acompañado por un chasquido de lengua.
Irlanda creyó captar un grito que mencionaba la palabra «convento» por encima de la artillería, que hizo que México relajase su rostro.
Aun así, ella empleó algo más de fuerza para arrastrarlo a través del umbral del edificio. Una vez que tanto México como María estuvieron dentro del recinto, Irlanda se sintió libre de soltarle el brazo y empujarlo hacia el interior. Más allá del pequeño muro en su costado izquierdo, ella fue capaz de apreciar los campos de maíz que crecían hasta el punto de impedirles la visión de la pared en paralelo.
Cruzaron aquel pasillo a la mayor velocidad que le fue posible, en parte debido a los soldados que pasaban corriendo a su lado y que incluso habían llegado a chocar con su hombro.
Tras alcanzar el interior, instó a México a que se sentase, cosa que él obedeció con un pequeño gruñido. Irlanda se descolgó los fusiles y los dejó sobre el muro, y por la ventana pudo apreciar cómo la densidad de los soldados que discurrían por aquel pasillo había aumentado de una forma considerable.
Su ceño se frunció ligeramente al apreciar ciertos hombres con uniformes azules entre ellos.
—¿Qué pasa? —cuestionó.
Irlanda llevó sus ojos en su dirección antes de sacudir la cabeza y agacharse junto a él. Afortunadamente, la presencia de ropas apiladas le permitió evitar que su falda se acortase y le dio una tela mucho más adecuada para la tarea.
Aunque, en cuanto despegó ligeramente el gurruño sobre el ojo, pudo apreciar que le había dejado de sangrar.
—¿Ves algo?
México frunció su ceño, para después negar con la cabeza. Irlanda inspiró hondo, pese a que un hedor desconocido hizo que su estómago se retorciese sobre sí mismo, y volvió a estrujar la tela y meterla por debajo de la venda.
—¿Qué pasa? —volvió a preguntar México. El gran estruendo de los pasos a su alrededor, sobre todo en el piso superior, le permitió ignorarlo en favor de atar la venda alrededor de su pecho. Para cuando llevó sus ojos de vuelta al rostro del joven, su ojo se había abierto de forma considerable hacia el centro de la habitación—. ¿General Anaya?
Irlanda giró su cabeza en la dirección de su mirada, encontrándose a un hombre de cabello castaño escaso, ojos marrones desnivelados entre sí y labios pequeños y apretujados, con una gran cantidad de arrugas por debajo de su nariz y vestido con un uniforme verde intenso.
—Juan Rodríguez. —El hombre parpadeó antes de levantar sus cejas. Le dirigió una breve mirada a Irlanda antes de devolverla hacia México—. ¿Dónde estuviste todo este tiempo?
A Irlanda le pareció que sus mejillas se enrojecían ligeramente, aunque su piel tostada y la escasa iluminación hicieron que le resultase difícil cerciorarse de aquello.
—Como ya me dijo, General, fue una muy mala idea aceptar su invitación.
La boca del hombre se torció ligeramente mientras se adelantaba y le ofrecía su mano. A pesar de la forma en la que Irlanda lo miró con el ceño fruncido, México aceptó el gesto y logró ponerse en pie con algo de ayuda de su mano en la pared.
—Necesito que…
Irlanda resopló a la vez que las palabras del hombre sonaban de fondo y volvía a ponerse en pie. Se restregó las faldas y recogió las prendas, para después girarse y apreciar que tanto México como el general la miraban con atención.
—¿Otra irlandesa? —cuestionó el hombre. Ella frunció el ceño.
—¿Otra? —Su voz y la de México resonaron a la vez.
El hombre les respondió con un suspiro y le hizo un gesto hacia México para que lo acompañase. En cuanto se hubieron alejado lo suficiente, Irlanda pudo escuchar un estruendo desde el exterior, aunque los maizales no le permitieron contemplar lo que estaba pasando. Por si acaso, recogió uno de sus fusiles antes de dirigirse hacia donde podía detectar un hedor metálico.
A pesar de que llevaba varios años sin escuchar ni un ápice del idioma, a Irlanda no le resultó difícil comprender los susurros de los soldados asomados por las ventanas con el fusil en mano y los de los hombres y mujeres que atendían a los heridos. Uno de los doctores no tardó en posar sus ojos sobre ella y arrugar su ceño.
—¿Puede entenderme? —preguntó.
Irlanda se apresuró a asentir con la cabeza.
—Y hablar. Aunque lo justo.
Agradeció que él no pudiese escuchar aquellas palabras que habían salido de su garganta, algo agarrotada. El doctor asintió con la cabeza, para después sacudirla hacia lo que ella supuso que era el fusil.
—¿Y sabe disparar? —No esperó a que respondiese para añadir—: Debería reunirse con John Riley y con el resto de los irlandeses en el piso de arriba.
Ella frunció el ceño mientras despegaba sus labios, aunque el estruendo que sacudió los maizales del exterior y los cimientos del convento le hizo cerrar la boca. El estremecimiento del edificio hizo que una pequeña fracción de arenisca cayese sobre su cabello al descubierto. Irlanda se apresuró a quitársela con los dedos y, al ver que no daba resultados, comenzó a agitar su cabeza.
Sin embargo, no tuvo éxito.
Y un segundo estruendo llevó a la sala a prolongar el silencio hasta que dos hombres uniformados se acercaron a la camilla de un hombre inconsciente, que mantenía su mano sobre su pecho y una venda envuelta en torno a la totalidad de su rostro, recogieron las barras de cada extremo y lo levantaron.
—¡Hay que trasladar a los heridos! —exclamó uno de ellos.
La habitación no tardó en sumirse en un completo caos con los murmullos de los propios heridos y los intercambiados por el personal. Los ojos de Irlanda se ladearon hacia un joven con una venda envuelta en torno a su muslo derecho y una chaqueta azul. Sus rasgos le resultaron bastante familiares; su cabello rubio rizado y ojos claros, además de aquella sonrisa medio escondida tras esos labios apretados, le hicieron hurgar en sus recuerdos.
Irlanda parpadeó.
—Hola, señora —musitó él, en gaélico.
—¿Garrick?
El muchacho se apresuró a asentir con la cabeza mientras extendía sus brazos hacia ella. Pese a que ella tenía sus ojos entrecerrados, no dudó en recoger sus manos y ayudarle a ponerse en pie, para después envolver un brazo alrededor de su cintura y acomodar el del muchacho en sus hombros.
Al primer paso, la venda de la pierna de Cormac Garrick comenzó a mancharse de un tono rojizo, lo que obligó a Irlanda a presionar su mano contra el muslo. Notó el temblor que recorrió todo su cuerpo y se apresuró a mirarle con el ceño fruncido.
Él se limitó a encogerse de hombros a la vez que tragaba saliva.
—No puedo controlar esta clase de cosas.
Irlanda inspiró hondo antes de seguir el camino hacia las escaleras.
—¿Me quieres decir entonces qué demonios haces aquí? Porque no me creo que seas un prisionero de guerra —masculló—. Y espero que seas consciente de la locura que estás haciendo.
Cormac se encogió de hombros.
—Sabe muy bien usted, señora, que los otros nunca nos han tratado bien y nos han acusado, desde el momento en el que entramos en el Ejército, de ser unos traidores. —Cerró sus ojos con fuerza y siseó cuando su pie impactó con el primer escalón, por lo que necesitó que Irlanda lo arrastrase hasta el descansillo, en el que por fin inspiró hondo—. ¿Por qué estaríamos luchando por un país que hace de Inglaterra en este conflicto?
Irlanda se mordió el labio inferior, aunque se apresuró a gruñir y fruncir su ceño.
—No teníais por qué demostrarles que tenían razón —dijo entre dientes—. Este conflicto no nos incumbe a ninguno de nosotros.
El muchacho arqueó su ceja mientras sus labios se fruncían, aunque no llegaron nunca a despegarse. Irlanda se alegró de que no lo hiciesen; desde luego, él no iba a obtener una respuesta. O al menos no satisfactoria.
En cuanto llegaron al piso superior, el edificio se sacudió de nuevo e Irlanda tuvo que apoyar su hombro en el muro más cercano para evitar caer al suelo con Cormac. Inspiró hondo antes de recolocar el brazo del muchacho sobre su hombro y separarse de la pared con tal de seguir el camino compuesto por gotas de sangre.
Sus ojos no pudieron evitar barrer sus flancos mientras sus pies avanzaban, fijándose en cada uniforme azul que era capaz de captar. Se detuvo al apreciar la nuca de un hombre cubierta por unos cabellos castaños, que estaba apoyado en una ventana.
—¿Murphy?
El joven apenas tuvo que girar su rostro para que ella reconociese su nariz.
Irlanda se mordió el labio inferior, a pesar de que Robert ni siquiera pudo terminar de girarse antes de que un fuerte estallido le obligase a devolver su mirada hacia la ventana y asomar su cañón por ella. Ante un tirón de parte de Cormac, Irlanda soltó un pequeño gruñido y retomó su paso.
—Sabemos los peligros que esto conlleva. —La voz de Garrick le hizo poner sus ojos en blanco y darle un pequeño codazo. Él no quiso hacerle caso—. Pero creemos en la causa. Y queremos hacer algo, ya que no podemos actuar en Irlanda.
Ella giró su cabeza hacia el rostro del muchacho con el ceño fruncido.
—¿Y crees que eso servirá de algo? Tienes una herida en el muslo, que, como te descuides, te vas a desangrar. ¿Y de qué habrá valido tu sacrificio? De nada —masculló—. No habrá ninguna recompensa.
Su sonrisa se desvaneció casi al instante, con sus cejas presionadas formando arrugas en su ceño.
—¿Y si sirve de algo? ¿Y si alguno de nosotros, aunque solo sea uno, hace algo que merezca la pena? Porque yo estoy dispuesto a sacrificarme por ello.
Irlanda negó con la cabeza antes de devolver sus ojos hacia el frente. Soltó un pequeño suspiro al apreciar que, por fin, los hombres de la camilla la habían depositado ya cerca de una esquina del cuarto, y se agachó para permitir que Cormac se sentase con cuidado y las piernas extendidas.
Su cuerpo cayó con pesadez sobre el suelo, y su rostro de inmediato se inclinó hacia el frente. El corazón de Irlanda se aceleró al captar que estaba sumamente pálido, y le puso los dedos en el mentón para levantarlo antes de darle unos golpecitos en la mejilla.
Los ojos de Garrick estaban entreabiertos, aunque no tardaron en terminar de abrirse mientras inspiraba hondo. Irlanda le dejó la nuca apoyada sobre el muro a sus espaldas y rasgó las prendas que llevaba en su brazo con tal de envolverlas sobre la de su pierna, manchada completamente de rojo.
—No me vengas a dar el discursito para ahora morirte desangrado —siseó, a la vez que sus dedos formaban varios nudos sobre ella. Dejó de aplicar telas cuando apreció que se habían quedado impolutas.
Él solo esbozó una sonrisa.
Irlanda puso sus ojos en blanco mientras se ponía en pie y empezaba a sacudirse la falda. Deshizo el camino que había hecho hasta allí en sentido contrario, con cuidado de no chocarse con el resto de los heridos transportados.
Sin embargo, antes de que pudiese llegar hasta donde estaba Murphy, se cruzó con México, que llevaba una cantimplora de hojalata en una mano. Su ojo se cruzó con los suyos antes de suspirar.
—¿Puedes venir conmigo un momento?
Irlanda puso los brazos en jarras mientras de sus labios escapaba un resoplido.
—¿Para qué?
México extendió el brazo que sostenía la cantimplora hacia ella. Irlanda la miró con los ojos entornados, aunque terminó por aceptarla y desenroscar la pequeña tapa. Al acercarla a su nariz, ella se vio recompensada por un olor al que no había tenido acceso durante tanto tiempo que no creía que fuese sano.
Antes de acercarla a sus labios, reunió todas sus fuerzas para volver a poner el tapón en su sitio.
—¿Por qué me das esto?
México extendió su brazo en la dirección en la que acababa de dejar a Cormac. Ella frunció el ceño, pese a que terminó por suspirar y girarse sobre sus talones, para después retomar su paso siguiendo las gotas de sangre que manchaban el suelo. Sin embargo, antes de que pudiese llegar al área, México le puso la mano sobre el hombro para detenerla frente a unas escaleras.
Irlanda parpadeó.
Él simplemente chasqueó la lengua y empezó a descender por los escalones. Ella no tuvo más remedio que seguirlo, aunque con los ojos fijos en el suelo y con cuidado de no dar un paso en falso. Y menos con los temblores de los cimientos del edificio.
Una vez que se detuvo frente a una ventana, él se asomó más allá de su marco antes de suspirar, descolgarse el fusil de su hombro y sentarse en el suelo. Irlanda frunció su ceño al apreciar que, por supuesto, no había en la ventana nada más que tallos verdosos del maizal.
—Pensaba que te gustaba la cerveza.
Irlanda devolvió sus ojos hacia él, y después hacia la cantimplora entre sus manos. Sus labios se fruncieron, pero se forzó para mantener la posición de sus cejas.
—¿De qué quieres hablar como para que la necesites?
México se encogió de hombros, pese a que la venda le impidió que hubiese mucha diferencia entre el alto de sus brazos y su clavícula.
—Es un acto de buena fe. Por toda la ayuda que me brindaste antes.
—Eso fue un acto de buena fe —masculló mientras se recogía lo que quedaba de su falda para sentarse en el suelo; justo enfrente de donde estaba él con sus rodillas flexionadas.
El ceño de México se llenó de arrugas.
—¿Por qué estás aquí, Irlanda? —Él le alzó la mano antes de que pudiese siquiera despegar sus labios, gesto que hizo que ella encogiese su nariz—. ¿Por qué te subiste en María y la acompañaste hasta aquí para encontrarme, para después curarme las heridas y venir conmigo, sabiendo en lo que te estabas metiendo? ¿Por qué, si no quieres ayudarnos?
Irlanda parpadeó y se aseguró de dejar la cantimplora en el suelo mientras se cruzaba de brazos.
—Lo que le estaba diciendo a Cormac no tiene nada que ver con mis motivaciones para estar aquí.
El gesto de México no cambió ni un ápice. Y, si lo hizo, a Irlanda le pareció que más bien había entrecerrado sus ojos.
—¿Y cuáles son esas… motivaciones? —Algo en la forma en la que su voz flaqueó antes de aquella última palabra hizo que ella abriese sus ojos de forma desmesurada y sintiese su garganta cerrarse.
Aunque no tardó en fruncir su ceño.
—Créeme que, si hubiese sido por mí, ni siquiera me hubiese subido en un barco hacia América. Y mucho menos sabiendo todo lo que he tenido que aguantar en el camino. —Flexionó sus rodillas sobre su pecho, sin importarle que la piel de sus muslos hubiese contactado con el suelo de piedra, recogió la cantimplora y desenroscó la tapa. Inspiró hondo y cerró sus ojos para captar el fuerte olor afrutado—. La última vez que lo vi como tal fue en 1792, y la última carta me llegó en 1801. Te aseguro que tú has tenido mucho más contacto que yo en los últimos tiempos.
Se aproximó la boquilla a la boca y la inclinó hasta dejarla en vertical. El torrente de líquido dulce contactó con su lengua, e Irlanda se enfocó por tragar sucesivas veces hasta que no le llegaron más que pequeñas gotas. Ella presionó sus párpados a la vez que el alcohol ardía en su garganta, para después quitarse la boquilla de los labios y soltar un pequeño suspiro.
Maldito Inglaterra.
—No lo creo. —El murmullo de México le hizo volver a abrir sus ojos y mirarlo con el ceño fruncido. Este dirigía su mirada hacia el pavimento, apretaba sus labios y arrastraba su suela por encima de la arenisca.
Su corazón se aceleró ligeramente, pese a que también se le podría atribuir cierto mérito al temblor que sacudió el edificio e hizo que separase su espalda de la pared.
—En cierto modo… —No se percató de que aquellas palabras se habían escapado de sus labios hasta que México alzó su rostro hacia ella. A pesar de la presión en su garganta, no pudo detenerse ahí—. María sentía que estabas en peligro, y… No podía no hacer algo. A pesar de no tener medios para demasiado.
Los labios de México se separaron, solo para terminar por emitir un sonido ahogado.
Irlanda le agradeció el silencio que lo continuó con los labios fruncidos y una ligera sacudida de cabeza. Ya sus ojos habían comenzado a arder con lo que ya había dicho; no creía necesitar más.
Y menos algo que era tan evidente.
México se apoyó en los bordes de la ventana posterior y se dio un pequeño impulso para ponerse en pie. Una vez hubo logrado enderezar sus piernas, se inclinó hacia ella y extendió su brazo, aunque Irlanda negó con la cabeza mientras se restregaba los ojos. Se esforzó por ponerse de rodillas y después levantarse con un pequeño salto.
Él carraspeó.
—Tienes que salir de aquí. Cuanto antes.
Ella puso sus brazos en jarras mientras volvía a fruncir su ceño.
—¿Y por dónde voy a salir? —cuestionó, con cierta sorna.
México presionó sus labios, aunque terminó por girarse a recoger el fusil y volver a subir las escaleras. Irlanda decidió seguirlo sin hacer desaparecer ni una sola arruga de su rostro. En el camino, sus ojos se desviaron de nuevo hacia sus costados, pese a que, por más que se empeñó, no pudo volver a localizar a Murphy.
Su frente se llenó de pliegues.
Ella se vio obligada a detenerse al chocarse con el hombro de México.
—Espérame aquí, por favor.
Antes de que Irlanda tuviese la oportunidad de despegar sus labios, él le dio la espalda y se marchó sin siquiera girarse en su dirección. Ella bufó y se cruzó de brazos, a pesar de que su atención se vio de inmediato atraída hacia una serie de armas apiladas.
Irlanda se agachó con tal de recoger un fusil entre sus manos. Un estruendo del edificio mucho más cercano que los anteriores le obligó a apoyarse en la pared para evitar caerse de bruces. Y, sin que ella tuviese ninguna oportunidad de reaccionar, el muro estalló en mil pedazos y su cuerpo fue lanzado hasta impactar con la pared contigua.
Cayó de medio lado en el suelo con un golpe que hizo que el aire abandonase sus pulmones. El hecho de que su vista estuviese borrosa no le impidió detectar la forma de varias llamas, que iban creciendo en intensidad. Irlanda intentó moverse, pero su cuerpo no le respondía.
Y que sus oídos pitasen no impedía que se filtrasen los gritos a su alrededor.
Al sentir un ardor en su mano, ella cerró sus ojos con fuerza.
La oscuridad fue acompañada por una insensibilidad bien recibida.
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2 de septiembre, 1847; Proximidades de Ciudad de México, México.
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Su cabeza palpitaba.
Tras inspirar hondo, Irlanda arrugó su nariz mientras se esforzaba por abrir sus ojos. El extraordinario peso de sus párpados hizo que le resultase difícil completar la tarea, aunque, en cuanto lo consiguió, la luz que llegó a ellos la obligó a parpadear para acostumbrarse.
Irlanda no pudo reprimir una tos, que interrumpió el traqueteo que escuchaba en sus proximidades. Ella clavó sus codos en la tela con tal de incorporarse, aunque poco consiguió antes de que una mano se presionase sobre su hombro y la obligase a volver a hacer contactar su espalda con el suelo.
Sin embargo, encontró que su cuerpo estaba inclinado.
Notó una fría superficie posarse sobre sus labios.
—Bebe. Lo necesitarás. —Las palabras tardaron en tomar sentido en su cabeza.
Ella volvió a despegar sus párpados, solo para encontrarse con unos ojos verde oliva. Uno de ellos tenía la pupila rosada, al igual que el resto del iris, aunque seguía siendo capaz de apreciar pequeños fragmentos aceitunados. Irlanda parpadeó mientras su corazón se aceleraba, pese a que las cejas y los cabellos azabaches que caían sobre su frente hicieron que terminase por resoplar.
Aceptó de buen grado la bebida que le ofrecía, hasta el punto de alzar ligeramente sus comisuras al captar el amargor en su lengua. Él le apartó el vaso, por más que Irlanda se hubiese inclinado para no perder el contacto.
—Tampoco te bebas toda la cerveza —musitó México antes de aproximar el vaso a su boca y darle un pequeño sorbo. Se percató de que ahora sus orejas y mentón estaban cubiertos por un paño, mientras que el resto de su rostro parecía curado, a excepción del ojo en proceso y los varios rasguños a su alrededor—. Que no me sobra.
Irlanda se acomodó sobre su asiento mientras ponía sus ojos en blanco. En el proceso, su ceño se frunció a la vez que captaba unas enormes hojas que tapaban gran parte del azul del cielo y el Sol.
—¿D-Dónde estamos? —cuestionó, con la voz ronca—. ¿D-D-Dónde e-están…?
México apartó sus ojos de los suyos.
Ella se mordió el labio inferior. Sus ojos se empañaron, para después sentir un pequeño reguero discurriendo por su mejilla.
—Perdimos —musitó, con sus ojos rojos en diferentes tonalidades cada uno. Irlanda pudo apreciar cómo su nuez destacaba en su garganta—. Otra vez. Y creo que tu sobrina nos dejó marchar sin más, porque sus soldados me liberaron. —Inspiró hondo—. Tienes que salir de aquí. Cuanto antes.
—¿Q-Qué pasó con…?
México hinchó sus fosas nasales.
—Son desertores —respondió, con un hilillo de voz—. He escuchado muchas cosas a lo largo de los días, pero… No creo que lo hayan conseguido. Ninguno. Salvo, quizá… —Se encogió de hombros—. Bueno, quizá John Riley, porque él desertó antes de la guerra, aunque…
Incluso con la pesadez de sus extremidades y su aparente insensibilidad, Irlanda fue capaz de levantar su brazo y cubrirse la boca con su manga con tal de ahogar un pequeño sollozo, que no hizo más que incrementar en intensidad y cantidad. México tuvo el detalle de ponerse en pie y apartarse mientras ella luchaba por controlar las sacudidas de su cuerpo y las lágrimas que se amontonaban en sus ojos.
Una vez que por fin se tranquilizó, ella se llevó las manos hacia sus cabellos grimosos. Sin embargo, en cuanto las yemas de sus dedos contactaron con la superficie, la sensación de ardor le hizo sisear y apartar sus manos a gran velocidad para ponerlas a la vista.
Su corazón se aceleró en su pecho, hasta el punto de que ella llegó a creer que se le iba a escapar.
Aunque la mayor parte estaban cubiertas por una serie de vendas que le impedían desplegar sus dedos, Irlanda podía apreciar sus yemas rojas y arrugadas bajo unas uñas con extremos romos.
El olor que desprendía no le dejaba lugar a dudas.
—La munición explotó. —La voz de México la sobresaltó. Antes de que ella pudiese girar su cabeza en su dirección, él apoyó su espalda en el tronco más cercano y se dejó caer hasta estar a su nivel—. Por unas granadas que lanzaron. Fue un gran destrozo. —Él alzó sus manos, e Irlanda pudo apreciar pequeñas quemaduras en el dorso de una y los dedos de la otra—. Y la nueva que llegó era inservible. Fue prácticamente imposible de remontar.
Irlanda inspiró hondo mientras depositaba sus manos sobre su pecho con sumo cuidado.
—¿Ha terminado ya la guerra? —masculló.
México apretó sus labios, aunque terminó por negar con la cabeza.
—N-No. —Intentó alzar sus comisuras para formar una pequeña sonrisa, pese a que el brillo de sus ojos delataba la debilidad del gesto—. Pero, por lo que he oído, la plaga de la patata en tus tierras sí.
Ella necesitó unos cuantos segundos con tal de asimilar las noticias y poder levantar su espalda de los cojines. México se acercó para poner su mano sobre su hombro y ayudarla, y luego sostuvo uno de sus hombros para levantarla.
Irlanda se dio cuenta entonces de que estaba envuelta en un abrigo que le cubría más allá de las rodillas.
En cuanto sus piernas lograron sostenerla, ella se sacudió su agarre con cierta suavidad y se mordió el labio inferior.
—¿D-De verdad?
México asintió con la cabeza mientras envolvía sus dedos alrededor de su muñeca y tiraba de ella. Fue entonces cuando reparó en que María estaba a poca distancia de ellos, con la cabeza gacha y una especie de bolsa colgando de su grupa.
—Por lo que escuché, sí.
Irlanda inspiró hondo y decidió abstenerse de preguntar. Después de todo, no serviría de nada. Su atención fue captada por un disparo en la lejanía, que le hizo encogerse ligeramente. México solo chasqueó la lengua, sonido que hizo que María alzase sus orejas y comenzase a aproximarse en su dirección.
Ella se abrazó con sus brazos.
—Pues si tienes una guerra que luchar, vete con María y yo ya me buscaré la vida para volver.
México fue rápido a la hora de negar con la cabeza.
—María te va a llevar hasta el puerto más cercano en el que puedas tomar un viaje de vuelta a tu país, y yo te daré el dinero necesario para ese pasaje.
Irlanda resopló sin fuerzas.
—¿De verdad te crees que va a costar dinero el viajar al país más pobre? Si me quieres ayudar, me basta con un caballo que me pueda llevar hasta el puerto más cercano y ya. —Se mordió el labio inferior—. Es lo único que necesitas brindarme.
—María es la única yegua que te sabe llevar hasta allí. —Recogió el ronzal entre sus manos y lo acercó a Irlanda. Una vez que ella lo hubo recogido entre sus brazos, él se aproximó hacia la bolsa—. Además, si te descubren es muy probable que te cuelguen. Y sé que nunca me lo perdonaría si te pasase algo, así que, por favor, acepta mi oferta.
Después de levantar la solapa, México sacó de ella un pequeño cuchillo con una funda de cuero y mango con ciertos detalles dorados. Un escalofrío recorrió la columna de Irlanda al reconocer la inscripción en el latón y la obligó a dar unos pasos hacia su espalda.
—No puedes darme eso —masculló.
Él suspiró.
—Puede darse el caso de que la necesites. De varias formas.
Irlanda se cruzó de brazos.
—No hace falta que me des algo así. Puedo ir con un fusil o un pistolete.
—Por un fusil no te darán tanto dinero como por esto.
Ella sintió la obligación de pasarse su lengua por sus labios secos, pese a que no lograron el efecto deseado.
—No puedo…
—Sí puedes. — México volvió a meter el cuchillo en la bolsa de María, para después sellarla con cierta saña—. De hecho, debes hacerlo. Cuanto antes.
Irlanda empezó a cerrar su mano en un puño, aunque el dolor intenso que invadió sus dedos al doblarlos le hizo desistir. Terminó por optar por un bufido.
—Eso fue un regalo para…
—Eso fue algo que dejó tirado en mi casa y que nunca recogió, así que seguramente esté más dispuesto a que tú lo tengas —farfulló, acompañado por un movimiento frenético de sus manos que se detuvo alrededor de sus hombros—. Así que, por favor, ¿puedes subirte de una vez al caballo, irte cuanto antes y dejarme en paz?
Irlanda no pudo hacer más que apartar la mirada ante aquellos ojos entornados. Con su ceño fruncido y sin mediar más palabra, ella hizo un esfuerzo para dar un salto y que su estómago quedase apoyado en el lomo de la yegua. Tras varios intentos, fue México quien le sostuvo de la cintura y la levantó hasta que lo logró.
Una vez que se hubo acomodado, ella gruñó e intentó apartarse el cabello de la cara con sus nudillos antes de girar su cabeza hacia él.
—¿Eso es lo que has hecho con su espada? ¿Venderla? —masculló.
México apretó sus labios y chasqueó su lengua, aunque su expresión no tardó en relajarse en cuanto volvió a fijar sus ojos en los suyos. Los mechones de su flequillo le impidieron discernir con claridad la posición de sus cejas, las arrugas que estas ocasionaban y el brillo en sus pupilas, pese a que podía intuirlo.
—Buena suerte —musitó él, con tono neutro.
Irlanda simplemente sacudió su cabeza y le dio unos golpecitos en los costados a María.
El galope que inició no fue tan agresivo como el de hacía meses antes.
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15 de octubre, 1847; Filadelfia, Pensilvania, Estados Unidos de América.
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A pesar del temblor de sus piernas y su nariz arrugada, Irlanda permaneció apoyada en la baranda de la cubierta hasta que a la tierra se la hubo comido el océano.
Ella soltó un pequeño suspiro antes de sacar de su zurrón el periódico de la mañana, en el que se reiteraba que la cosecha de la patata en sus tierras había sido, por primera vez en dos años, exitosa. Esto constituía, según el periódico, el desmantelamiento de unas cocinas de sopa que el Gobierno británico se había visto obligado a establecer debido a la situación de miseria.
Lo leyó unas cuantas veces, con tal de asegurarse de que no era algo que su vista borrosa le había hecho entender. Aunque prefirió que esa fuese una excusa para no buscar más noticias.
Dobló el periódico y se lo puso debajo del brazo antes de cruzar la cubierta hasta la escotilla que llevaba a la antecámara, en la que no había apenas ni un alma. Nada de murmullos mitigados, oraciones silenciosas y ojos brillosos; simplemente nada.
Recogiéndose las faldas de su vestido, Irlanda se obligó a tener un especial cuidado a la hora de asegurarse de que sus dedos y pies estaban en un lugar sólido, puesto que no creía que hubiese dos escaleras superpuestas temblando bajo ella.
Tampoco ayudaba que sus hombros pesasen, o que en sus manos se estuviesen formando pequeñas heridas por encima de las anteriores cada vez que se atrevía a doblar sus dedos.
En cuanto sus pies se posaron sobre las tablas, Irlanda cesó el tembloroso agarre sobre las barandas y se dejó caer sobre una de las camas. No pudo reprimir un pequeño gruñido cuando su espalda se posó sobre el duro colchón y pudo relajar sus extremidades.
Se obligó a levantarse para quitarse las botas con bastante esfuerzo y dejarlas caer a un borde de la litera. Ella se apartó los cabellos del rostro antes de volver a darle reposo a su espalda. Abrazó el zurrón entre sus brazos y cerró sus ojos, aunque se obligó a abrirlos al escuchar unos pasos que retumbaban por la estancia.
Irlanda introdujo su mano en el zurrón con tal de asegurarse que la pieza de latón se encontraba escondida bajo el resto de los bártulos. Cuando fue a extraer su mano, sus dedos rozaron una tela áspera, y ella se esforzó por tenerla agarrada para extraerla.
En cuanto lo consiguió, Irlanda se sopló los dedos y extendió el pañuelo entre las palmas de ambas manos. Incluso si la oscuridad le impedía apreciar su color azul oscuro, ella casi veía los detalles florales rojos en cada esquina.
No pudo evitar que una tos se escapase de sus labios, acompañada por un sabor metálico, y ella se colocó el pañuelo encima de su rostro mientras se volvía a dejar caer sobre el colchón y sellaba sus párpados.
Las sacudidas del barco pronto se volvieron inapreciables.
