3 de marzo, 1848; York, Inglaterra.
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Las voces que al principio había escuchado de fondo no tardaron en aumentar en intensidad.
—¿Y no deberíamos hacer algo? Lleva mucho tiempo…
Fue interrumpido por un resoplido y un pequeño tintineo.
—¿Y qué quieres hacer, ponerle a oler pimienta? Si está muerta, es difícil que vaya a revivir con eso, así que no podemos hacer más que esperar. —La sorna en su voz le hizo gruñir ligeramente, haciéndole consciente de su garganta destrozada.
—Pero…
—Déjalo, muchacho. A veces se tarda demasiado en sanar, y más teniendo en cuenta que…
—Escocia.
Irlanda observó cómo su hermano sellaba sus labios y se giraba a observar a Gales, que tenía sus ojos fijos sobre ella desde el sofá en una de las esquinas y hacía un esfuerzo fallido por alzar sus comisuras. Este señaló con la cabeza en su dirección, y, en cuanto Escocia se giró e hizo coincidir sus miradas, dio un pequeño bote y se puso en pie.
—Irlanda…
Un resoplido interrumpió sus palabras, e hizo que ambos se girasen en la dirección de la que había venido. Inglaterra suspiró mientras se inclinaba sobre la mesa y dejaba el platillo con la taza de té en la superficie de madera.
—Ya era hora —masculló, para después apoyar sus brazos en los pasamanos a ambos costados y ponerse en pie. Por supuesto, seguía con su chaqueta de un rojo tan intenso que Irlanda tuvo que entrecerrar sus ojos. En cuanto se detuvo a pocos pasos de ella, él se giró hacia Australia, que la miraba con una de sus gruesas cejas de color castaño oscuro ligeramente arqueada—. ¿Ves? Solo había que esperar un poco para que se despertase, y no hacía falta la pimienta. Desde luego, no nos vamos a quitar nunca a mi querida hermana de encima.
Cuando devolvió su rostro en su dirección, Irlanda pudo apreciar que no estaba sonriendo.
Ella no hizo más que recolocarse el chal azul claro que tenía sobre sus hombros; la única prenda además de su ligero camisón. Inglaterra se tomó un momento para girarse sobre sus talones hacia el resto de sus hermanos, murmullar una serie de palabras a modo de disculpa y pasar por su lado con tal de abandonar la habitación.
A Irlanda le pareció que se inclinaba hacia ella para musitarle algo sobre que tendría que agradecerle más tarde, pero ni siquiera se molestó en girarse para mirarle con el ceño fruncido. No tenía fuerzas.
Y si sus rodillas no hubiesen estado demasiado ocupadas manteniéndola en pie, probablemente Inglaterra hubiese terminado cayendo al suelo de bruces.
En cuanto sonó el tan esperado portazo, Australia se levantó de su silla de un ágil salto y se aproximó a ella con una sonrisa en sus labios.
—Me alegro de que te hayas despertado ya, tía. Justo estaba a punto de volver cuando llegaron las noticias a Londres de tu regreso, y quise acercarme a verte. —A pesar de lo crecido que estaba, ella no pudo evitar posar sus ojos sobre los redondeles que aún conservaban sus mejillas y que se acentuaban y enrojecían mientras hablaba. Cuando sus comisuras decayeron ligeramente, el corazón de Irlanda las acompañó—. Por supuesto, no fue muy buen momento, y decidí que lo mejor sería retrasar mi viaje y esperar a que estuvieses mejor.
Irlanda intentó esbozar una sonrisa en respuesta, aunque, conociéndose, probablemente había torcido el gesto. Pero Australia ni siquiera se inmutó y extendió sus brazos a ambos costados. Ella inspiró hondo antes de asentir con la cabeza, para después encogerse ante el cálido abrazo que le dio el muchacho, engalanado con su traje de frac.
Sus ojos comenzaron a arder.
Los dos pares de orbes verde brillante que la observaban con atención le impidieron dar rienda suelta a sus emociones, y se apresuró a sorberse la nariz. Gales no tardó en aproximarse y tocar el hombro de Australia, lo que ocasionó que este se separase y pasase a mirarlo con el ceño ligeramente arrugado.
—Permite que se siente un instante, que debe estar aún algo débil.
Su gesto se relajó al asentir y dirigir sus ojos hacia ella. A continuación, caminó hasta el sillón que previamente había ocupado Inglaterra y apoyó sus manos en el respaldo. Irlanda necesitó inspirar hondo y avanzar con lentitud y sus piernas en tensión antes de dejarse caer en el asiento, que crujió bajo su peso.
Para esos momentos, Gales ya había regresado a su sillón y se había inclinado en su dirección, con sus manos entrelazadas en su regazo. En cuanto sus ojos se cruzaron, él dejó escapar un pequeño suspiro de sus labios.
Irlanda apreció cómo Escocia volvía a tomar asiento por el rabillo del ojo.
—¿Qué tal te encuentras? —preguntó Gales en voz baja—. Supongo que mejor que cuando llegaste a Liverpool, ¿no?
Ella se permitió parpadear a la vez que su ceño se fruncía.
—¿Liverpool?
Gales giró su rostro hacia su costado izquierdo, para después devolverse hacia ella con un pequeño suspiro. Pese a que su hermano despegó sus labios, no se atrevió a decir palabra hasta que Irlanda se removió en su asiento y consiguió extraer de su garganta un pequeño sonido.
—Desembarcaste en el puerto de Galway, aunque, debido a tu estado, pensamos que lo mejor sería trasladarte a Inglaterra. Supongo que cuando llegaste estabas medio consciente, pero, al descender del barco en Liverpool…
Sacudió sus manos con brevedad a la vez que su rostro volvía a inclinarse hacia el suelo.
—¿Y por qué no me dejasteis directamente en mi casa en Dublín?
Gales inspiró hondo mientras con sus dedos se colocaba su mechón castaño detrás de la oreja.
—Entiende que no podíamos dejarte ahí sin nadie que estuviese pendiente de ti. —Ante el ceño fruncido de Irlanda, su hermano se pasó la mano por la cara hasta dejarla en su mentón—. Alguien tendría que estar ahí para explicarte lo que había pasado y evitar que estuvieses tan desorientada cuando te despertases.
Ella se recolocó el chal en sus hombros mientras jugueteaba con sus dedos, percatándose en el proceso de que la longitud de sus uñas apenas superaba a la de sus yemas. El corazón de Irlanda se aceleró y su brazo se alzó con tal de alcanzar el extremo de sus cabellos, para justo después soltar un suspiro al apreciar que seguía al nivel de su pecho.
Reunió sus mechones en una coleta para después hacerla caer a modo de cascada por su espalda. Cuando por fin fijó sus ojos en los de su hermano, ella inspiró hondo.
—Sé muy bien lo que ha pasado, Gales. Lo he sabido desde el momento en el que me he levantado en esa habitación con los pulmones completamente destrozados, y… —Apreció cómo la mano de Escocia se presionaba sobre el apoyo dorado de su silla, y no pudo hacer más que bufar—. A lo mejor, la razón por la que…
—Tía. —La voz de Australia le hizo sellar sus labios y girarse hacia sus espaldas. En cuanto sus ojos se cruzaron con los suyos, Irlanda se permitió relajar la tensión de sus hombros—. Si quieres, puedes subir a asearte y luego damos un paseo por los jardines con tal de que puedas respirar el aire fresco. —Le dio un rodeo a la butaca antes de ofrecerle su mano—. Y en unos días me ofrezco a acompañarte de vuelta a Dublín.
Ella se giró un momento hacia sus hermanos, que tenían sendos ceños ligeramente fruncidos, para después devolverse hacia Australia y asentir con la cabeza.
—Me encantaría —musitó.
Australia le ofreció su mano, e Irlanda hizo un esfuerzo por sujetar su brazo y utilizar su firmeza con tal de ponerse en pie. Una vez que lo hubo conseguido, Australia le permitió colgarse de su brazo y abandonar la habitación con una velocidad adecuada para que ella pudiese seguirlo sin fatigarse demasiado, incluso por las escaleras.
Aun así, llegó a la puerta de su habitación envuelta en jadeos. Sin pensamiento racional mediante, se soltó de Australia con cierta brusquedad, empujó la puerta con su hombro y se dejó caer sobre la cama deshecha, entre aquellas cuatro paredes de un tono verde chillón. Una vez las rodillas hubieron dejado de temblarle, Irlanda inspiró hondo y volvió a alzar su rostro hacia Australia, que permanecía en el umbral de la puerta y la miraba con sus cejas alzadas con cierta ligereza.
—Voy a encargarte un baño, ¿de acuerdo? Y, la última vez que estuvo aquí, Bélgica me dijo que se había dejado unos cuantos vestidos por si los necesitabas, así que voy a ir a su habitación a buscarte unos cuantos.
Ella asintió con la cabeza, a pesar de que Australia ya le había cerrado la puerta y sus pasos comenzaban a disminuir en intensidad, y procedió a inspirar hondo. Sus pulmones no tardaron en arder, haciéndole soltar un resoplido. Apoyó sus manos en el borde de la cama y se impulsó con tal de levantarse.
Caminó entonces hacia la ventana y enganchó los dedos en el pestillo, con tal de desplazar la pieza y poder separar ambas piezas. Cuando el aire frío golpeó sus mejillas, Irlanda no pudo evitar que todo su cuerpo se estremeciese, y necesitó apoyar sus manos sobre el alféizar con tal de sostenerse. Tras varios minutos, ella se obligó a separarse y dirigirse hacia el pequeño armario, apoyado en la esquina que quedaba en diagonal a la cama.
Sus manos se engancharon en las clavijas y tiraron de las puertas hacia ella.
Irlanda frunció su ceño al encontrarse aquel vestido de un color verde intenso con el cuello desnudo colgado en la percha, que conservaba incluso los broches de los hombros y la cintura, en el interior del armazón de madera.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por unos golpes en la puerta.
—Ya está preparado, tía. ¿Quieres que te ayude a llegar hasta él?
Ella suspiró mientras cerraba las puertas del armario con torpeza.
—No hace falta. Ya voy yo misma.
Cuando llegó a la puerta y la abrió, Australia seguía ahí. La miró con la ceja ligeramente arqueada, aunque no hizo pregunta alguna a la vez que sus ojos descendían hasta encontrar el vestido que llevaba colgado de su brazo, de una tonalidad azul tan oscura que se fundía con el negro de la manga de su larga chaqueta. A excepción, quizá, de la costura blanca del cuello.
—También he pensado que te gustaría recuperarlo. —Extendió un pequeño pañuelo blanco en su dirección. Nada más poner sus dedos sobre él, Irlanda pudo reconocer la aspereza algo dañada del lino y se apresuró a tenerlo entre sus manos—. Está un poco dañado por la tarea de quitarle la sangre de encima, pero…
Ella asintió con la cabeza antes de alzar sus ojos hacia él.
—Gracias. —Levantó su brazo, pese a que su mano terminase recayendo sobre su hombro—. Te avisaré una vez que termine.
Australia volvió a alzar sus carrillos. No tardó en apartarse de la puerta y extender su brazo para que Irlanda tuviese a bien recoger el vestido, para después encaminarse hacia el baño, o, como también le gustaba llamarlo, el cuarto más alejado que había de su habitación. En cuanto atravesó el umbral de la entrada a aquella estancia hecha completamente de azulejos blancos y se aseguró de cerrarla con llave, ella depositó el vestido junto a su chal sobre una de las sillas más cercanas a la puerta y se aproximó a la bañera.
Pese al hedor que era consciente que desprendía, Irlanda no pudo hacer más que recoger una palangana y hundirla en la bañera. Ella captó un aroma dulce proveniente del agua, quizá incluso afrutado, aunque tampoco le dio demasiada importancia antes de sumergir su rostro en el recipiente.
Lo extrajo por falta de aire.
Y después procedió a hundir otras partes, como sus manos o sus pies, hasta que el calor del agua se hizo tan insoportable que se vio obligada a retirarlas. Se acercó su mano a la cara y comprobó que, por lo menos, el mal olor había desaparecido.
Se prometió que se permitiría disfrutar de aquello una vez que hubiese terminado, a la misma vez que se forzaba a recoger el vestido de la silla y ponérselo por la cabeza. No empleó demasiado tiempo en apretar los lazos en torno a su cintura gracias al espejo, recogerse el cabello en una coleta suelta, cubrirse el cabello con el pañuelo de lino, anudarlo y echarse el chal por encima de los hombros.
Cuando desbloqueó la puerta y la abrió, asomó la cabeza hacia el pasillo y se percató de que Australia seguía allí, en el mismo punto en el que lo había dejado cuando había salido de la habitación.
Él no tardó en girarse en su dirección, con su ceño ligeramente fruncido.
—Pero si apenas…
Irlanda inspiró hondo, salió de la habitación y se aseguró de cerrar la puerta detrás de ella.
—Me bañaré más tarde. Prefiero que me dé un poco el aire fresco. —Antes de que él tuviese oportunidad de responder, ella alzó su mano—. ¿Me puedes ir a buscar las botas, por favor?
Australia asintió con la cabeza casi de inmediato, para después adentrarse en su habitación. Para el punto en el que Irlanda hubo llegado junto a la puerta, el muchacho salió con unas botas de cuero en una de sus manos y se agachó con tal de dejarlas frente a ella.
Una vez que se las hubo puesto, fue fácil caminar por el resto de la casa hasta llegar frente a la puerta principal. Fue incluso más sencillo el por fin salir a los jardines y recibir el aire fresco en la integridad de su cuerpo, y aún más el dirigirse hacia el lado de la casa opuesto al laberinto.
El muchacho anduvo en silencio a su lado, permitiendo que las piernas de Irlanda se volviesen a acostumbrar a caminar por aquel terreno embarrado con sus faldas recogidas. No pudo evitar detenerse al escuchar unos relinchos a sus espaldas, pese a que no se le ocurrió girarse en su dirección sin antes observar que Australia se había detenido y la miraba con sus labios apretados y sus manos en los bolsillos de su chaqueta.
Irlanda puso los brazos en jarras.
—He ido a visitar estos meses a Aoife. Le he hablado de cómo estabas, aunque dudo que me haya entendido —respondió él, extrayendo de sus bolsillos un pequeño cilindro dorado. Apenas lo miró antes de volver a introducir su mano en la tela.
Ella se permitió alzar sus comisuras.
—Te sorprenderías de lo inteligente que puede ser —masculló.
—También he visto que había un caballo muerto en el patio trasero. —Australia, según pudo captar por el crujido del pasto, retomó su avance. Sin embargo, los pies de Irlanda se detuvieron a la vez que sentía cómo su estómago se retorcía sobre sí mismo—. Aunque parecía que a la yegua no le importaba demasiado, me he asegurado de sacarlo de ahí. Para ahorrarte cualquier vista y olor desagradables cuando vuelvas.
Irlanda se planteó despegar sus labios y hacer una pregunta, pero, muy en lo profundo de su corazón, sabía que era inútil.
Se había muerto.
El último del que tenía constancia que había sobrevivido.
Aunque, bueno, ahora no se merecía ese título.
—¿Tía? —cuestionó Australia—. ¿Todo bien?
Irlanda se pasó la lengua por sus labios antes de asentir con la cabeza.
—No te preocupes, no pasa nada.
Aun así, él se aproximó a ella y le ofreció su brazo. Irlanda lo aceptó sin demasiada dilación, permitiendo que fuese Australia quien decidiese que sus pies volviesen a moverse. Sin embargo, él no hizo nada por empezar a caminar de nuevo y pasó a mirarla con sus enormes ojos verdes, tan similares a cuando lo había visto por primera vez, cuando no era más que un niño.
—Tía, sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites, ¿cierto?
Ella apenas se molestó en asentir con la cabeza, aunque el silencio que continuó a sus palabras la forzó a inspirar hondo y captar el intenso olor a tierra mojada que flotaba por el área.
Por suerte, aquello fue suficiente para que él se decidiese a carraspear.
—Padre dijo que te decidiste a irte a América porque no tenías otra opción —musitó.
Irlanda resopló mientras sus dedos peinaban los mechones del flequillo que le sobresalía del pañuelo.
—Yo no quería ni subirme al barco, Australia. En eso sí que no tenía otra opción.
Él ladeó su cabeza hacia ella con sus labios fruncidos.
—¿Y por qué cambiaste el destino a América? ¿Por qué luego a México, y no a Canadá, que te podría haber brindado una casa y ayuda para volver en mejor estado? —cuestionó. Irlanda se mordió el labio inferior al apreciar que los ojos del muchacho estaban empezando a enrojecer—. ¿Por qué no a Australia directamente, donde podrías haber contado conmigo?
Ella simplemente se sacudió las faldas y llevó sus ojos hacia los bordes, que habían quedado descosidos.
—¿Virginia te ha mandado una carta o qué? —masculló.
Notó cómo Australia se erguía de forma brusca.
—No, no me ha mandado nada. Y no tendría por qué hacerlo. —Se recolocó las solapas de su chaqueta. Irlanda no se resistió a girarse hacia él y recolocarle el cuello de la camisa, que el viento le debía haber levantado. Australia la miró con los ojos bien abiertos, y no fue hasta segundos después que emitió un sonido gutural—. Según lo que he escuchado, era imposible que el… enfermo que acompañabas sobreviviese al viaje, por lo que…
—Era un MacDougal.
Australia entrecerró ligeramente sus ojos.
—¿Y eso qué…?
—Al principio, parecía sacado del mismo molde que Fionn. —Irlanda apenas reparó en que Australia la miraba con la ceja arqueada—. Pero me equivoqué. Y, aun así, tuve que darle una oportunidad. Bajé al barro por él, y así fue cómo me lo agradeció. Con la peor deserción posible.
El muchacho se quedó en silencio, aunque no tardó en retomar sus pasos y arrastrarla junto a él.
—He pensado que, si padre no te permite volver pronto a Dublín, a lo mejor podría traer a Aoife.
Irlanda puso sus ojos en blanco mientras sus comisuras no podían evitar alzarse.
—Buena suerte para meter a esa yegua en un barco. Y más a Inglaterra. —Se relamió los labios, para después añadir en voz baja—: Te aseguro que ella no aceptará chantajes.
Australia sacudió su cabeza en respuesta.
—Pues supongo que ella se quedará en Dublín.
—Así lo hará —musitó. Aprovechó la pequeña pausa para inspirar hondo—. Así lo hará.
Cuando el chapurreo de sus botas hundiéndose en el barro se convirtió en lo único que llenaba el ambiente, Irlanda se permitió suspirar y cerrar sus ojos. Era consciente de que Australia la llevaría hacia la arboleda. Al muchacho le gustaban demasiado los ambientes llenos de animales para su propio bien, y en esos momentos no se sentía capaz de detenerle.
Después se daría el baño.
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Australia la dejó justo en la puerta de la casa después de darle un abrazo a modo de disculpa.
Irlanda apenas sacudió la cabeza una vez se hubieron separado y empujó la puerta con su hombro, para inmediatamente después encontrarse a Escocia en el vestíbulo, con sus manos solapadas sobre su regazo. Nada más cruzar su mirada con la de su hermano, este separó sus labios.
Ella se cruzó de brazos, pese a que el olor amaderado que flotaba en el ambiente le impidió enfocarse por completo en él.
Después de varios segundos en los que no había hecho más que boquear, su hermano carraspeó.
—Creo que necesitamos hablar, Irlanda.
—No sabía que estaba tu hermana aquí, Escocia. Podrías haberlo mencionado antes. —La voz fue atenuada por la distancia, aunque, al reconocerla, Irlanda frunció su ceño y miró a su hermano, que resopló antes de agachar la cabeza—. Irlanda, por favor, toma asiento conmigo. —Escuchó unos golpecitos—. Tenemos té.
Ella se llevó las manos al pañuelo y se aseguró de que estaba bien atado, para después proceder a recogerse las faldas y entrar en el salón. Por supuesto, como se podría haber esperado, Francia estaba ahí sentado, con sus brazos extendidos encima de los respaldos y sus labios curvados.
Uno de sus mechones dorados caía sobre la mitad de su rostro, aunque él se apresuró a apartárselo con una ligera sacudida. Irlanda no pudo evitar percatarse de que llevaba una chaqueta de un tono azul oscuro, mucho más que el de sus ojos, con las hombreras relucientes y unos pantalones rojo chillón, que remarcaban aún más que tenía cruzadas las piernas.
—Toma asiento, por favor. —Extendió uno de sus brazos hacia el sillón de la izquierda—. Hace mucho que no nos vemos, y me gustaría que nos pusiésemos al día. —Sus labios se fruncieron al apreciar que Irlanda seguía inmóvil—. ¿A qué viene esa cara de pocos amigos?
—Tú no apareciste cuando yo te necesitaba, así que, ¿por qué iba yo a ponerme al día contigo?
Francia se pasó la mano por el rostro y se peinó el cabello hacia su nuca.
—Tenía mis circunstancias.
—¿La estúpida guerra en la que decidisteis enzarzaros? —masculló.
Él chasqueó su lengua antes de inclinarse para recoger su taza y darle un escueto sorbo, que pudo escuchar desde su posición. A ella no se le pasó por alto la forma en la que torcía su gesto.
Una vez que la hubo dejado de vuelta en la bandeja, soltó un suspiro.
—Sabes muy bien que eso no fue culpa mía. Y para esos momentos, tenía otros problemas. —Se toqueteó el bigote con sus dedos a la vez que hacía revolotear sus pestañas—. Además, luego hicimos un intento, a pesar de lo que tú ya habías firmado en aquellos momentos.
Irlanda puso sus ojos en blanco, aunque no tardó en suspirar y dejarse caer sobre el asiento que él le había indicado. Francia alzó sus comisuras y empujó la bandeja en su dirección, con tal de desplazar el humo que aún salía de la otra taza.
—¿Qué haces tomando té en la sala de Inglaterra, Francia? —preguntó mientras se agachaba a recoger la taza y entornaba sus ojos—. ¿Y cómo demonios se le ha ocurrido dejarte solo aquí?
Él parpadeó.
—No estaba solo.
—Para él es como si lo estuvieses. —Ella le dio un pequeño sorbo al té.
Los ojos de Francia se desviaron hacia uno de sus costados, hacia la puerta concretamente. Irlanda ni siquiera se molestó en seguir su mirada.
—¿Ah, sí? —Sus orbes azules volvieron a fijarse en ella—. Porque creo que hay cosas que han cambiado en los últimos años. —Hinchó sus fosas nasales—. ¿Qué tal estás tú, por cierto? Me han llegado muchas noticias de tu situación.
Irlanda decidió quedarse callada y observar cómo Francia se introducía la mano en la chaqueta, rebuscaba y terminaba por extraer una pequeña caja metálica. En cuanto la abrió, ella no pudo evitar poner sus ojos en blanco.
—¿Acaso te ha dado también permiso para fumar en esta sala?
Él se encogió de hombros mientras colocaba el puro entre sus labios. Puso sus dedos sobre el borde del sofá y se dio un impulso con tal de caminar hacia la hoguera y acercar la punta del cigarro al fuego. Una vez que la punta brilló con un rojo intenso, se lo volvió a acercar a la boca e inspiró hondo.
No se lo apartó hasta que no estuvo de nuevo en el sofá.
—No, pero si Portugal puede, yo también.
Irlanda resopló, a la vez que le daba otro sorbo. La lavanda no tardó en irrumpir entre sus labios, aunque necesitó despegarse la taza de la boca al contemplar que Francia la miraba con su fina ceja ligeramente enarcada.
—No creo que ni siquiera Portugal pueda.
Francia soltó un bufido.
—Entonces, ¿él puede sentarse en el salón de todo el mundo a fumar opio y yo no puedo ni siquiera un simple puro?
Ella se encogió de hombros.
—Según su lógica.
Él se volvió a pasar los dedos por su cabello mientras se retiraba el cigarro de sus labios y dejaba escapar una nube de humo. Irlanda se vio obligada a sacudir su mano libre para deshacerla y soltar una pequeña tos al respecto.
—¿Qué tal te encuentras, Irlanda?
—¿Qué tal tú, Francia?
Sus pestañas revolotearon a la vez que sus labios se fruncían.
—He salido unos días a acompañar a un Rey al exilio. —Se volvió a colocar el puro en la boca e inspiró hondo, con sus dos brazos de nuevo sobre el respaldo—. Espero que ya sea el último. —Hizo un gesto con la cabeza en su dirección—. ¿Y tú?
Irlanda dejó la taza sobre la mesa y se recolocó el chal sobre sus hombros.
—Supongo que no tengo que decir nada porque ya lo sabes.
Francia alzó sus comisuras.
—Pero me gustaría escucharlo de ti.
Ella inspiró hondo, pese a que el hedor que provenía del puro le hizo arrugar la nariz.
—No lo sé. Parece que… —Se encogió de hombros—. Parece que bien.
Una de las cejas rubias de Francia se arqueó.
—¿Bien? Yo no diría precisamente que bien.
Irlanda frunció el ceño.
Antes de que pudiese despegar sus labios, un carraspeo llevó su atención hacia Escocia, que había tenido a bien apoyar uno de sus hombros en el marco de la puerta y cruzarse de brazos. Sus ojos se cruzaron con los suyos, aunque de inmediato se desviaron hacia otro punto de la habitación.
—No lo sabe todavía.
—¿El qué no sé? —cuestionó Irlanda, llevando su rostro de vuelta a Francia.
Este inspiró hondo y le dio otra calada a su puro antes de encogerse de hombros. Ella entonces se giró de vuelta hacia Escocia, que no se había movido ni un ápice y se rascaba el rastrojo de su barbilla mientras sus ojos seguían en un lugar fijo de la habitación.
No se molestó en averiguar el objetivo; no había que ser demasiado perspicaz para saberlo.
Aun así, necesitó carraspear para que devolviese su mirada hacia ella.
—¿El qué no sabe todavía, Escocia? —preguntó Francia entre dientes—. Estamos expectantes. Y, si alguien tiene que saber qué es lo que ocurre en Irlanda, esa debería ser tu hermana.
Escocia resopló antes de musitar entre dientes algo incomprensible para ella.
—¿Te ha dicho algo Australia? —Por alguna razón, él se esperó a que Irlanda se cruzase de brazos y negase con la cabeza, con sus ojos entornados. Escocia bufó y cruzó el umbral de la puerta hacia ella, aunque se detuvo a medio camino para rascarse la nuca—. A ver, has tardado bastante tiempo en recuperarte desde que llegaste a Galway a finales de diciembre y a Liverpool en enero hasta marzo, así que… —Hizo un movimiento con su mano, que solo ocasionó que ella añadiese más arrugas a su frente—. ¿Qué es lo último que recuerdas? De la situación de tus gentes.
Irlanda se mordió el labio inferior con tal de retener un gruñido. Dirigió sus ojos hacia Francia, y parpadeó al apreciar que ya se le había consumido el puro y la miraba con la ceja arqueada y la cabeza ligeramente ladeada.
Resopló antes de devolver su rostro hacia su hermano. Sus manos arrugaron las telas de su falda.
—Que la enfermedad de la patata no había afectado a los cultivos de este año. —Su corazón comenzó a acelerarse en su pecho—. ¿O acaso…?
—Por lo que he oído, el invierno ha… sido duro.
Ella frunció su ceño.
—¿Cómo que duro? —Al apreciar que su hermano se había quedado en silencio y evitaba su mirada, Irlanda cerró sus puños—. ¿Qué significa eso, Escocia?
—Irlanda…
Ella apoyó sus manos sobre los reposabrazos y se impulsó, para después dirigirse hacia Escocia con el ceño fruncido.
—¿Qué está pasando? —El silencio le hizo inspirar hondo y rebasarlo con tal de salir de la habitación—. Me voy a Dublín.
—No puedes —respondió su hermano, a sus espaldas. A Irlanda no pudo importarle menos mientras empujaba la puerta principal y atravesaba el umbral—. ¡Irlanda, por favor!
El patio estaba tan vacío como se lo había encontrado cuando había llegado con Australia, así que no tuvo otra opción que recogerse las faldas y dirigirse hacia las verjas, que se hallaban entreabiertas. En el camino exterior, pudo apreciar la silueta de un caballo dorado, aunque la intromisión de las rejas no le permitió identificarlo con claridad. Aceleró su paso al escuchar un constante chapoteo a sus espaldas, pese a que, una vez llegó a la entrada, necesitó girarse con sus brazos en jarras.
Su ceño se arrugó al observar que era Francia quien se aproximaba resuelto por el campo, con sus labios fruncidos hasta que logró detenerse frente a ella.
Antes de que Irlanda tuviese capacidad de decir palabra, Francia rebuscó en su chaqueta y extrajo un sobre extremadamente grueso, que luego extendió en su dirección. Ella lo miró por unos cuantos segundos antes de recogerlo entre sus manos, parpadeando por lo pesado que resultaba.
Sus ojos barrieron la superficie del sobre, aunque no pudo encontrar nada escrito.
—Es todo lo que po… —Carraspeó, con su puño junto a sus labios—. Es todo lo que puedo hacer por ti. —La voz de Francia le hizo alzar su rostro de nuevo hacia él, que justo había pasado a sacudirse las hombreras con la mano—. El resto deberás arreglártelas tú sola. —Le puso la mano en un hombro antes de apartarla con suavidad y cruzar la verja. En cuanto dio algunos pasos hacia la silueta del caballo, giró su cuello de medio lado—. Por cierto, dile a tu hermano, si lo ves, que, en calidad de anfitrión, no ha mejorado ni un ápice.
Irlanda le echó un último vistazo al sobre mientras Francia se acomodaba en la silla del palomino.
Una vez que lo hubo azuzado para empezar un paso ligero, ella suspiró y se giró sobre sus talones de vuelta a la casa. En cuanto se percató de que Escocia la miraba con fijeza desde la puerta principal, Irlanda se pasó el sobre a una de sus manos, escondida tras los pliegues de su falda.
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15 de marzo, 1848; Dublín, Irlanda.
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Había algo en el ambiente que hacía que su corazón latiese con cierta inquietud cuando llegó frente a aquel portal azul. Irlanda se situó delante del muro y, tras poner sus manos en la verja y empujarla, se percató de que no podía apartarla de su camino.
Cuando hizo descender su rostro, se encontró con que la pequeña puerta de metal estaba encadenada.
Ella frunció el ceño antes de dirigir sus ojos hacia sus alrededores.
—¿Señora?
Irlanda se giró hacia sus espaldas, y se encontró con una mujer con los cabellos castaños algo cenizos recogidos en un moño y una tímida sonrisa sobre su rostro. Llevaba un vestido de color amarillento, con un pequeño libro entre sus manos enguantadas. Iba acompañada por un grupo de mujeres, aunque estas no tardaron en adelantarse en cuanto Irlanda se separó del muro en su dirección.
Sus ojos marrones brillaban de una forma que ella no terminaba de interpretar.
—Ellen, ¿acaso tu padre se ha trasladado a su casa en Kerry?
La mujer soltó un pequeño suspiro.
—Mis hermanos están ahora mismo en Londres. Creo que le sería mucho más fructífero viajar…
Irlanda resopló.
—No puedo volver a Londres, Ellen. Y mucho con los problemas que he tenido para llegar.
Ellen se puso el libro por debajo del brazo y agachó su cabeza.
—Mi padre falleció hace casi un año en su viaje de peregrinación a Italia. Y ahí fue enterrado.
Irlanda necesitó retroceder hasta que sus manos volvieron a contactar con el murete. La cesión de sus rodillas le obligó a tomar asiento en la superficie, y ella inspiró hondo para intentar que sus oídos dejasen de pitarle y su corazón se tranquilizase. Su visión se llenó de puntos de colores y, por varios instantes, pareció que el mundo había desaparecido.
Daniel O'Connell había muerto sin que ella se hubiese siquiera enterado.
De sus mejores bazas, a pesar de sus desacuerdos. Muerto.
Una presión sobre su hombro le hizo regresar a la realidad.
Ella se sacudió para quitarse la mano de encima y poder levantarse del muro. A pesar de la mirada que le dirigía Ellen, con sus cejas enarcadas, Irlanda inspiró hondo y se apartó el sudor que se había acumulado en la frente mientras se alejaba de la casa a la mayor velocidad que le fue posible.
—¡Mis hermanos pueden ayudarla! —Escuchó decir a sus espaldas.
Irlanda no pudo evitar resoplar al respecto.
Por suerte, el cochero que la había llevado desde el puerto seguía ahí mismo, por lo que Irlanda solo tuvo que rebuscar en su zurrón y extraer unas cuantas monedas que le ofreció al hombre encima del carro. Este esbozó una sonrisa que apenas pudo reconocer mientras las aceptaba y contaba, aunque ella solo puso los ojos en blanco antes de poner sus brazos en jarras y darle unos cuantos detalles hasta que el hombre asintió con la cabeza.
Suspiró entonces y caminó hasta la puerta para abrirla y dejarse caer sobre el pequeño asiento acolchado. El carro no tardó en ponerse en marcha y ella se acomodó en el terciopelo.
Si O'Connell estaba muerto, entonces no había tiempo que perder.
En el camino, sus dedos apartaron las cortinas de la ventana, y ella fue capaz de apreciar los escaparates rotos o simplemente vacíos de algunas de las tiendas. Por las calles apenas pasaban los carruajes y algún que otro hombre con una chaqueta larga y pantalones del mismo color apagado, que caminaba con rapidez.
Al pasar por delante de un pequeño puesto de venta de periódicos, sus ojos se fijaron de inmediato en el niño de la entrada, con una gorra tan grande que le cubría la integridad del cabello y proyectaba sombras en sus cejas y mejillas. Este llevaba un periódico enrollado en mano.
—¡La epidemia ha terminado en Dublín! —Sin embargo, los bultos en su mandíbula y la fragilidad de su agudo grito hicieron que ella se mordiese el labio inferior—. ¡Se marchó con el invierno!
—Y volverá con él —musitó.
Decidió volver a tapar la ventana con las cortinas. Rebuscó en su zurrón por una pequeña pieza de metal, que le provocó un escalofrío al contacto. En cuanto extrajo su mano de la bolsa, ella apoyó su cabeza en la pared con un golpe seco.
Se preguntó cuánto tiempo tardaría Inglaterra en darse cuenta.
Escuchó una serie de toquecitos en la superficie, que fueron creciendo en intensidad y fuerza. Ni siquiera la cobertura pudo aislarla del olor creciente en el exterior.
La lluvia, por supuesto, continuó incluso cuando el carruaje se detuvo y ella abrió la puerta.
Irlanda refugió su zurrón bajo sus manos con tal de cruzar el patio delantero de la casa. Las gotas impactaron con crudeza sobre su coronilla, hombros y espalda, aunque la dejaron en paz en cuanto se refugió en el soportal de la entrada.
Una vez allí, se sacudió las faldas y osó girarse de nuevo hacia el jardín, que apenas se vislumbraba detrás de la cortina que formaban los proyectiles caídos de las nubes. Ella resopló antes de retirar el pañuelo mojado que cubría su cabello y voltearse sobre sus talones de nuevo hacia la puerta.
Sacó la llave del zurrón, la metió en la cerradura y giró su muñeca, para después empujar la puerta. En cuanto el vestíbulo estuvo completamente a la vista, ella se sacudió las faldas, aunque su atención se vio retenida por una serie de sobres amarillentos tirados en el suelo de madera.
Ella frunció su ceño y dio un paso hacia delante con tal de identificar un total de cuatro cartas.
Con sus manos empapadas, Irlanda no tuvo otro remedio que recogerse las faldas, dar una zancada para evitar los sobres y cerrar el portón tras ella. Al aproximarse a la entrada del salón y apoyar su mano en la clavija, ella pudo escuchar un resoplido.
Irlanda inspiró hondo antes de empujar la puerta con su hombro y entrar en la habitación.
Se percató del olor a ahumado que flotaba en el ambiente, a pesar de que la hoguera estaba vacía y, por supuesto, un hedor a pelaje mojado. Tampoco tuvo que buscar demasiado; la propia yegua rodeó la mesa de la cocina y el sofá con tal de apoyar su frente en su hombro.
Ella parpadeó.
—¿Australia, cierto?
Aoife empujó su brazo, e Irlanda se vio obligada a apoyarse en el respaldo del sillón para no caerse de espaldas. La yegua pasó a mordisquearle la manga del vestido, aunque aquello no evitó que Irlanda se percatase de que las dos puertas de acceso al jardín trasero estaban abiertas de par en par y la madera del suelo estaba recibiendo la ferocidad de la lluvia del exterior.
Ella suspiró y le dio unos golpecitos en el cuello a la yegua antes de retirarse y caminar hacia las puertas con tal de cerrarlas. La parte baja de sus faldas se empapó hasta el punto de pegarse en sus rodillas y traslucir las medias, e Irlanda se vio obligada a clavarse las uñas para retener el repentino temblor de su cuerpo.
En cuanto le puso el pestillo, Irlanda volvió hacia el punto en el que Aoife se había tumbado y flexionó sus rodillas frente a la chimenea. Removió los leños con tal de tenerlos a la vista y, al percatarse de que había suficientes, los reunió y comenzó a cantar una arcaica melodía con sus ojos fijos en la madera.
Al cabo de unos instantes, una pequeña llama apareció en su superficie, que luego se fue extendiendo hasta lograr un tamaño considerable.
Irlanda aproximó sus manos hasta que el calor las secó, y después las apoyó en el suelo con tal de darse un impulso y ponerse en pie. A pesar de que sentía los ojos de Aoife fijos sobre ella, apenas le dio importancia mientras se dirigía hacia la puerta y se agachaba para recoger las cuatro cartas de la entrada.
Regresó resuelta al salón y se dejó caer en el sillón, para después posar sus ojos sobre las letras del dorso de la primera, aunque la tinta se había corrido. Irlanda arrugó la nariz. Nada de lo que había sobrevivido se le hacía conocido.
La arrojó sobre la mesa.
La siguiente era de Daniel O'Connell, desde Italia, con una mancha justo al lado del nombre.
Ella se mordió el labio inferior antes de apartarla y depositarla con cuidado sobre la carta anterior, que terminó por alinear con el borde de la mesa.
Después vino una a nombre de Eoghan O'Barry, proveniente de Erris, prácticamente intacta. A la vez que su corazón comenzaba a latir con fuerza, Irlanda se sintió con la libertad de apartar la última carta, la única de un rojo intenso, y dejarla junto a las demás antes de rasgar la solapa.
En cuanto extrajo el papel del sobre, la sacudió de forma brusca con tal de desdoblarla y la mantuvo así entre sus manos.
Sus ojos barrieron el papel.
En primera instancia, O'Barry se disculpaba porque no sabía cuándo aquella carta le llegaría, puesto que cuando la había visto parecía muy enferma, pero que necesitaban de su ayuda. El terrateniente, por alguna ley estúpida que habían decidido los ingleses, se había sentido con el derecho de expulsar a los MacDougal restantes de su hogar, y le rogaba que ella les diese un lugar donde quedarse.
Que William estaba muy enfermo, y no sabía cuánto tiempo durarían Dougal y él.
Y que ella sabía muy bien cuál sería su única opción si no podía hacer nada.
Irlanda tenía la vista borrosa, aunque aquello no le impidió apreciar cuál era la fecha en la que había sido escrita la misiva.
—30 de diciembre —musitó, en voz baja. No pudo evitar ahogar una maldición.
Un destello violeta se filtró a través de la ventana a pesar de la cortina, inmediatamente seguido por un gran estruendo. Ella se giró hacia Aoife, que se había puesto en pie en algún instante en el que había estado leyendo la carta, y suspiró.
Antes de que tuviese oportunidad de despegar sus labios, fueron iluminados por otro haz violeta. Irlanda inspiró hondo mientras esperaba por el trueno, que no llegó hasta que se hubo girado hacia Aoife y le hubo dado unos golpecitos en la base del cuello.
—Lo siento —musitó ella.
La yegua simplemente hinchó sus fosas nasales.
Irlanda apoyó sus manos en los reposabrazos del asiento y dio un pequeño salto con tal de ponerse en pie. A continuación, recogió todas las cartas mientras se mordía el labio inferior, aunque las terminó arrojando al fuego.
Las llamas crepitaron con fuerza.
Ella apenas les echó un segundo vistazo antes de caminar hacia las puertas traseras y abrirlas.
