Los piratas Corazón eran una amplia y variada tripulación de rufianes, desde animales capaces de entender el habla humana, hasta a usuarios de frutas del diablo, pero lo que no tenían era una mujer en todo el grupo. Así que provisionalmente Serah se había apoderado de una habitación para ella sola, pegada al cuarto del capitán y a más distancia del camarote de hombres.
En las primeras horas de su estancia allí, Bepo –así se presentó el oso– le había mostrado el submarino. Era sencillo, tres plantas más la cubierta. La tercera planta era la sala de máquinas y el almacén, la segunda eran los dormitorios, cocina/comedor y baños, y arriba, junto a la puerta, estaba la sala de mando donde se modificaba el rumbo y Law discutía con sus capitanes los futuros planes, además de la enfermería.
En general, lo poco que había tratado con ellos fue agradable. Los piratas que más hablaban con el capitán eran los más extrovertidos. Uno de ellos, alto y pelirrojo, le había dicho que era preciosa. Serah se lo había agradecido con una pequeña sonrisa y el chico casi se cae al suelo del dramatismo. Se dió cuenta de la urgencia con la que necesitaban que hubiera alguna mujer a bordo.
Ahora estaba en su cama, tumbada boca arriba. Notaba la ropa pegada a su cuerpo por el sudor, era incómodo. Aún llevaba puesta la gabardina negra de Law, necesitaba darse un baño para quitar todo ese rastro de mal olor. Notó una presencia por el pasillo, caminando hacia su habitación. Unos toques tímidos le hicieron abrir la puerta metálica segundos después.
–Señorita –le saludó el oso, pero iba acompañado de otro compañero– Lamento no disponer de mejor ropa.
Serah agradeció el mono naranja chillón y unas botas marrones que posiblemente eran dos números más que el suyo, prefería llevar eso que vestir la ropa que llevaba aún en el burdel. Bepo le había explicado dónde estaban las duchas, iba de camino a ello pero otro tripulante la detuvo en el pasillo.
–El capitán quiere realizarle un chequeo completo antes de llegar a la siguiente isla –le informó el hombre.
–¿Una revisión? –preguntó, extrañada– ¿Es médico?
–Y uno de los mejores del mundo –el hombre se rió antes de seguir su camino.
Esto último dejó pensativa a la mujer pero luego retomó el recorrido a la enfermería a ver a Law.
La mujer entró en la impoluta enfermería, donde le esperaba su provisional capitán. El olor a desinfectante y limpieza era totalmente abrumador. Había dos camillas separadas por cortinas, varios armarios repletos de medicinas y utensilios médicos, un escritorio con dos sillas, y al final de la habitación, una puerta que conducía a otro cuarto –el sofisticado quirófano del que disponía el submarino.
Serah se encaminó a donde estaba Law, que permanecía sentado en un pequeño taburete, encorvado sobre un cuaderno y ocupado escribiendo algunos datos.
El pirata portaba unas gafas para ver de cerca y se había puesto una bata blanca sobre su ropa normal, dándole un aspecto totalmente diferente. Llevaba el pelo despeinado y unas ojeras pronunciadas. Él le señaló la camilla para que tomase asiento y empezasen la revisión lo más pronto posible.
–Eres una caja de sorpresas –le dijo Serah mientras él sacaba un bolígrafo de la bata.
–¿Por qué razón? –preguntó, sin apartar la vista del papel.
–De todas las profesiones que existen, ¿doctor? Era lo último que pensé de ti –rió.
–Me lo dicen a menudo –se encogió de hombros y decidió empezar con la entrevista– Edad y fecha de nacimiento.
– Once de Marzo, veintiséis años.
Law asintió mientras garabateaba algo rápidamente.
–¿Peso? ¿Altura?
–No lo sé –murmuró, mirando con tristeza al doctor.
–No pasa nada –se levantó de su asiento y le señaló una báscula con cinta para medir al otro lado de la habitación.
Serah se levantó de la camilla y se pesó tal y como dijo Law, luego éste bajó la barra de metal para medir la altura.
– Cincuenta kilos, metro ochenta y siete –dijo en voz alta.
Ella se bajó del aparato y volvió a su anterior asiento.
–¿Grupo sanguíneo? –se mordió el labio, si no sabía su peso, ese dato menos.
–No lo sé.
El doctor sacó un bote alargado transparente de un portatubos que tenía sobre su mesita y luego un par de jeringas estériles del primer cajón. Posteriormente, se colocó unos guantes de nitrilo en ambas manos, intentando ser lo más limpio posible.
Una vez armado el kit de sacar sangre, pidió a la chica que se sentase en una de las sillas y él se sentó enfrente. Tomó su brazo con cuidado y lo ató con una tira azul para frenar el riego sanguíneo y que le fuera más fácil localizar la vena. Serah solo lo miraba proceder en silencio, se veía tan profesional.
–¿Te mareas con la sangre? –preguntó, mientras le pinchaba con aquella milimétrica aguja, la chica solo hizo una mueca y procuraba mirar a algún punto fijo de la habitación.
–Creo que no –respondió.
El médico terminó de llenar un par de tubos y los guardó en otro sitio para realizar los análisis después. Luego se sentó de nuevo en la silla, frente a la mujer.
–¿Fumas o bebes? –siguió.
–Solo si me obligan –fueron sus palabras.
Law entendía el significado, la vida que había llevado no era precisamente de libertad. Escribió un claro "no actualmente" en esa pregunta.
–¿Alguna enfermedad hereditaria o tratamiento? ¿Operaciones? ¿Vacunas?
–Nada de nada, que yo sepa.
Es más, no recordaba haber ido ninguna al médico, ni de niña –su familia era demasiado pobre para permitírselo. Así que aquello era su primera experiencia. Debía agradecer a su organismo no haber enfermado, porque las prostitutas enfermas no duraban mucho vivas.
–¿Alergias conocidas?
Ella volvió a negar con la cabeza. Law terminó de escribir en una hoja y ya había pasado página para empezar otra. La siguiente pregunta iniciaría el primer momento tenso que tendrían los dos. Trafalgar sabía que no era plato de buen gusto indagar sobre esas cosas, teniendo en cuenta su vida, era remover traumas. Pero necesitaba saberlo por su salud, así que tomó aire disimuladamente y siguió preguntando.
–¿Has mantenido relaciones sexuales? –había levantado la mirada del papel para hacer contacto visual y que no fuera tan frío– Y si es así, vaginales u anales.
Sorpresivamente Serah no dijo nada en relación al tema, no pidió parar, no se enfadó por la pregunta, no se sintió humillada. Pero si que despertó recuerdos desagradables. Vivir esclavizada y siendo violada día y noche no era vida. Sus ojos se apagaron, él pudo notarlo. Bajó la mirada a sus manos, le dolía pero debía continuar.
–Ambas –respondió, intentando que no se le quebrara la voz.
El doctor tomó nota, y dejó unos segundos de espacio hasta volver a insistir con la pregunta.
–¿Con qué frecuencia?
–Casi todos los días.
La mujer comenzó a temblar en el asiento, así que Law decidió que era el momento de parar. Había otra pregunta relacionada sobre si usaba o no protección –por el tema de las enfermedades de transmisión sexual–, pero sabía que no era el momento de decirlo en alto. Él ya había visto la manera en la que vivía, obviamente nunca hizo nada con su consentimiento.
–Siento ser tan insistente, es por tu bien –le intentó calmar usando el tono de voz más amable que encontró.
La chica levantó la mirada hacia él, tenía los ojos rojos, amenazando con empezar a llorar. A Law le daba rabia no saber cómo reaccionar, era una persona seria y distante pero también empática –sobre todo con sus pacientes. Pero no era experto en psicología, no sabía qué palabras usar, ni qué decir para calmarla. Tampoco podía asegurar que jamás le volvería a pasar nada malo, él no controlaba el mundo ni lo que ocurría a su alrededor.
–Lo sé, y gracias por todo –ella le sonreía a pesar de las lágrimas que llenaban sus mejillas– No sé cómo puedo pagar esto, que me sacases de allí y ahora la revisión…
Pero si que hizo una promesa silenciosa, una más añadida a la venganza de hace trece años que tenía pendiente. Derrotaría a la familia Doflamingo y todos sus aliados, para que ella fuese libre de una vez por todas.
–No hay ninguna deuda, no te preocupes –se limitó a decir antes de levantarse de su escritorio y marcharse, pero antes depositó su mano en el hombro en un intento de consolarla– Has sido muy fuerte, ahora descansa.
La mujer asintió y él se marchó, agradeció la intimidad. Se secó las lágrimas de los ojos, y recordó que necesitaba urgentemente una ducha. Tal vez el agua caliente le ayudaba a calmar los nervios. Había iniciado una nueva vida donde tenía tanto que sanar, y para su suerte tenía un médico cerca.
