Sueños infinitos
El viaje había resultado demasiado largo, pese a que no hizo el camino a pie, sentía las piernas adoloridas, y una punzada en la cintura que subía por su espalda, tensando sus hombros. No se quejó, su acompañante lo no hacía y lo que menos deseaba era parecer impertinente.
Ya había anochecido, por lo que empezaba a preocuparle que pasaran en vela conduciendo. Francamente no se sentía capaz de soportar toda la noche en esas condiciones, cuando de pronto notó una luz amarillenta detrás de una colina.
—Casi llegamos —dijo Naraku.
Kikyō tuvo la impresión de que se trataba de un incendio, pero no sentía el calor, solo esa intensa luz irrumpiendo el cielo nocturno, y a medida que se acercaban, el ruido la sobrecogió.
¿Cómo era que tanta gente estaba despierta a esa hora?
Supo que estaba genuinamente emocionada cuando el cosquilleo en su vientre llegó hasta la palma de sus manos. Tan solo lo que veía, era mucho más grande que cualquier festival al que había ido, y no sabía si le atraía o, por el contrario, el bullicio le repelía.
Las calles tenían más autos circulando, también había carretas y carritos tirados por personas.
La luz, los aromas, el ruido, todo era sobre estimulante, y no pudo contener un escalofrío mientras recordaba el ofrecimiento de su benefactor, la advertencia sobre que incluso los originarios de la ciudad no siempre lograban sobrevivir, y comprendió que no lo había dicho a la ligera.
—Es aquí —anunció el hombre deteniendo por fin el auto.
La casa frente a la que estaban se asemejaba en tamaño a un antiguo palacio abandonado que estaba cerca de la aldea, pero no parecía en absoluto derruida o cuando menos tradicional, nunca antes había visto algo parecido. Era alta, con muros de piedra de un color rosa muy pálido y muchas ventanas.
¿Cómo mantenía el calor en invierno?
Sin percatarse, se había quedado mirando el lugar y Naraku aguardaba junto a la puerta para ayudarla a bajar.
Kikyō bajó la mirada, avergonzada de las formas en las que se podía interpretar el modo en que se había quedado mirando su casa.
Al dar el primer paso, confirmó lo que ya sabía, que tenía las piernas entumecidas y estuvo a punto de caer, pero Naraku la sostuvo a tiempo.
—Lo siento.
—No te preocupes, necesitas descansar. Vamos adentro.
Abrió la puerta usando una llave de bronce y empujó en lugar de deslizar, y entonces, un olor a estofado le recordó que no habían comido nada más que unas sencillas bolas de arroz que preparó con su última ración.
—Llama a Kagura —dijo de pronto Naraku.
Una niña pequeña, pálida y de cabellos blancos, se sobresaltó. Kikyō sintió un escalofrío, es pequeña no tenía expresión alguna, y sus ojos asemejaba más a un vacío infinito. Ella solo había visto esa mirada en quienes entendían que estaban por morir.
La niña asintió y corrió.
—Vamos arriba.
—Pero, mis cosas...
—Descuida, haré que las suban.
La condujo hasta la tercera planta, y en el camino no pudo sino asombrarse aún más de la belleza del sitio. Los muros estaban decorados con finas figuras de ramilletes de flores más o menos desde la mitad hacia el techo, y de este colgaban unas lámparas que claramente no eran velas.
El piso perfectamente pulido tenía una alfombra estrecha por la mitad y ninguno de sus pasos crujía. Y aunque creyó que sería un sitio frío, resultó lo contario. Lo que no pudo evitar pensar fue que, pese a la iluminación, mucho más generosa que incluso las casas más grandes que había visitado, era un lugar muy oscuro.
Finalmente se detuvieron ante una puerta. Naraku se adelantó para abrirla y la invitó a pasar.
—Te quedarás aquí —le dijo.
La pieza era tan grande como su pequeña casa, pero definitivamente más prolija, con muebles que claramente superaban la expectativa de cualquiera, no solo de una chica como ella.
—Las sábanas de la cama están limpias, hago que las cambien todos los días, aunque no se usen las habitaciones. Puedes acomodar tus cosas en este armario o la cómoda de allá, y acá está el baño.
Abrió otra puerta revelando algo que solo le había parecido un lujo, porque claramente era de uso privado y no para el servicio de toda la casa.
—Por favor, descansa un poco mientras disponen la cena.
—Gracias.
Naraku le dirigió una mirada que no supo interpretar, pero sintió claramente cómo se encendían sus mejillas. Esa amabilidad resultaba excesiva. Para ella estaba bien si solo la dejaba en el sótano con los demás miembros del servicio.
—Te dejo, debo dar indicaciones al personal.
Ella se inclinó mansamente, y él dejó el lugar cerrando por fuera.
Una vez sola, no pudo evitar mirar a su alrededor. Nunca había deseado la vida de una princesa, no le molestaba su modesto hogar, sino las circunstancias del entorno, aun así, no podía quejarse del giro que había dado su vida, con todo y que sus temores no se habían disipado.
Se acercó a la cama. Era diferente a la que el médico tenía en su casa, empezando por el tamaño, pero conservaba la idea de altura, totalmente opuesto al tatami y sin poder resistirse, se sentó en la orilla.
Era tan suave.
El dolor de su cintura empezaba a atenazar sus hombros, así que se permitió recostarse, y tan solo ese simple acto le proporcionó una sensación de alivio que no creía posible.
—¿Qué estoy haciendo? —preguntó al aire.
Cerró los ojos, estaba realmente cansada.
Un frío bastante conocido se apoderó de su cuerpo, y el escalofrío subsecuente la despertó. Se incorporó lentamente, asimilando el lugar nuevo en que estaba, sin embargo, el profundo silencio le pareció extraño, ya que esperaba que el bullicio de la calle siguiera.
No obstante, el silencio era más sobrecogedor que en el bosque, por lo que los murmullos resultaron más nítidos de lo que nunca había escuchado.
Tienes que correr...
Tienes que correr...
Realmente había creído que la dejarían en paz si solo se alejaba.
Apenas podía ver más allá de la punta de su nariz, pero consiguió bajar de la cama y deslizarse a la puerta.
—Vete de aquí —susurró —. No perteneces a este lugar.
Tienes que correr...
Respiró profundamente, decidida a romper la única regla que tenía al tratar con esos murmullos: abrió la puerta. No podía permitir que infestaran la casa de su benefactor.
Tal como lo esperaba, no había nadie, pero los murmullos seguían, solo que al final del pasillo.
Avanzó despacio, una única ventana al final del pasillo iluminaba tenuemente de azul, apenas lo suficiente para definir las pequeñas mesas apostadas contra los muros y sostenían jarrones decorativos.
Escuchó el sonido de los pasos un poco más adelante, en las escaleras. Dudó sobre si debería bajar, pero ni bien miraba por encima de la baranda cuando sintió claramente cómo la empujaban, sin embargo, no sintió los escalones, sino la mullida cama a la que se había aferrado en el sobresalto.
No pudo evitar el sentirse desorientada, pero no hubo mucho tiempo para asimilar en dónde estaba, súbitamente se vio acorralada por un grupo de niños que parecían no tener ojos pero, aun así, tenía la convicción de que la miraban.
Tienes que correr...
Jadeó, nunca antes había visto nada con tanta claridad, y en cuanto una niña estiró la mano para tocarla, volvió a despertar.
Estaba a la orilla de la cama, justo como se había quedado apenas llegó. Se llevó la mano a los ojos, seguía cansada, pero no quería ser una molestia para Naraku. Debería esforzarse por acallar las voces.
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