El templo estaba tranquilo, como si estuviera vacío. Sin embargo, no se permitió respirar con alivio; lo que había salido del pozo seguía ahí, detrás del arco que delimitaba el territorio que pertenecía al lugar.
El ser era de lo más persistente, y no quería averiguar si podía hacerle daño o no.
El murmullo de las hojas de los árboles pasaba entre su pelo, dejándole una sensación helada pese a que aún se sentía el calor de los últimos días del verano, y el sonido de las cigarras lo reafirmaba. Empezaba a sentir su corazón latiendo con normalidad, la carrera la había exaltado demasiado, pero no tanto como la sensación de estar atrapada.
Confiando en que los sellos de papel que rodeaban el lugar la mantendrían segura, se adentró lentamente. Tenía un poco de dinero y podría comprar un amuleto, al menos para resguardar la habitación, el resto de las personas de la casa no eran afectadas por las extrañas presencias.
Dejó escapar un suspiro, con toda probabilidad esa casa había sido perfectamente normal hasta que llegó. De alguna manera era doloroso saber que la gente de su pequeña aldea siempre tuvo razón: estaba maldita.
Se recargó en uno de los árboles rodeado por un cinturón de cuerdas de paja. Cerró los ojos, pensando en qué podía hacer, seguramente Muso la estaría buscando.
De pronto, sintió cómo alguien la tomaba de la mano con tal fuerza que pensó que se la iba a romper, jadeó por el golpe que la atraía al árbol y luchó por soltarse, dándose cuenta de que la mano salía del árbol; nudosa, reseca, como si fuera de la madera misma, y entre la corteza le pareció ver un rostro, contorsionándose para gesticular algo.
No gritó, pero tiró con todas sus fuerzas, prefería incluso perder la mano a quedarse ahí. Finalmente consiguió soltarse, aunque por efecto, cayó al suelo, y todo se volvió oscuro.
Despertó bruscamente, ya sabía que estaba soñando, pero no había podido despertar, y cuando pudo fijar la mirada, se encontró con una mujer a su lado. Aún perturbada, pero más avergonzada, se incorporó tan rápido como pudo.
—Yo... solo...
La mujer la miró de arriba abajo, esperando que completara su respuesta. Kikyō levantó el rostro apenas un poco. Supo que se trataba de la sacerdotisa del templo; llevaba la vestimenta tradicional, aunque sus colores oscuros y el maquillaje le daban un aire sobrio que se alejaba del estereotipo de modestia que usualmente se asociaba a esas mujeres.
—¿Te escondías del hidarugami*?
Inconscientemente, Kikyō desvió la vista hacia el arco de la entrada donde aún seguía el ser, para enseguida volver a mirar a la mujer frente a ella.
¿Podía verlo también?
No quiso externar sus dudas, hacía mucho tiempo que no decía nada en voz alta. A la gente le aterraba escuchar sobre cosas que no podían ver, menos entender, y mil veces peor si no había alguna solución.
—Toma esto —le dijo la mujer extendiéndole un pequeño saco de seda bordada —, y no te acerques a los árboles. Les gusta jugar con los miedos de las personas.
Trémulamente, lo tomó entre sus manos, inclinándose para agradecer.
—¿Los miedos de las personas?
La mujer asintió una sola vez.
—Aquello que congela tu alma. ¿Cuál es tu nombre?
—Kikyō, señorita.
—Es un nombre hermoso, atrae a los muertos —le dijo, riendo por lo bajo, como si fuera una broma graciosa —. Es raro encontrar gente con don, sobre todo en estos tiempos modernos cuando los hombres creen haber ganado el poder de los dioses con sus máquinas de acero, y se olvidan del verdadero poder.
Caminó hacia el arco de la puerta, con una expresión altiva en el rostro, mirando con desprecio al ser que había salido del pozo.
—Por supuesto que tener un don natural no significa nada si no posees talento, disciplina, inteligencia y dedicación. Sin eso, se vuelve una carga.
Kikyō no dijo nada a la evidente sugerencia de insulto, o cuando menos desprecio, que había en sus palabras. Principalmente porque había reforzado su punto al extender su rosario y sin ninguna clase de esfuerzo, desvanecer al ser salido del pozo.
No entendió lo que pasó, si solo lo había alejado o lo había hecho trascender. No perdió detalle del movimiento de sus manos, de su cuerpo volviéndose hacia ella. Iba a decirle algo, pero unas carcajadas la interrumpieron.
—Llegaron temprano —dijo, encaminándose a recibir a los recién llegados, aunque apenas unos pasos después se detuvo, mirando sobre su hombro —. El camino está libre, y el amuleto los mantendrá al margen.
—Gracias —dijo, apresurándose a buscar la pequeña bolsa en la que había guardado el dinero que tenía —. No tengo mucho, pero lo pagaré, lo prometo.
—Sé que lo harás.
La carcajada volvió a repetirse, y por las escaleras apareció un grupo de muchachos en uniforme militar. Sin responder, la mujer fue a su encuentro.
—Bienvenidos —saludó con cierta coquetería —, pasen por favor. Los estaba esperando.
El grupo de cuatro la siguieron al interior del templo, bromeando entre ellos como si no les importara la santidad del lugar en que estaban, o no fueran conscientes de ello.
Kikyō dudó por un momento si seguirla e insistir en pagar por el amuleto. Le sabía mal solo tomarlo e irse, aún con su arrogancia, había sido la única persona capaz de entender lo que le sucedía desde que tenía memoria y ofrecer una solución, quizás temporal, pero efectiva. De hecho, una parte de sí misma quería suplicarle que la tomara como aprendiz, pero otra, una dominada por un orgullo que había sido pisoteado por años hasta que le dio valor para alejarse del lugar en que nació y creció, la instaba a irse sin mirar atrás.
—Oye, mujer, ve a traer algo para beber.
Kikyō se volvió hacia un muchacho que había quedado rezagado del grupo que había llegado poco antes, y que le extendía un par de billetes.
—Lo siento —le dijo —. No trabajo aquí.
El muchacho la miró con atención. Al igual que con la sacerdotisa, tenía un gesto arrogante en su expresión, aunque, a diferencia de ella, se relajó casi enseguida.
—Es que no me diste la impresión de ser clienta de este lugar.
Kikyō no pudo ocultar la expresión de sorpresa por lo que había dicho, como si se refiriera al templo como una tienda o algo, y eso, de alguna manera le pareció gracioso al joven que soltó una risotada, con lo que ella se dio cuenta que no era a quién había escuchado antes.
—Ya veo, estás muy perdida. ¿En dónde vives? Te acompaño, es tarde y este sitio es peligroso. Ōkami Kōga, sargento segundo del ejército Imperial, a tu servicio.
—Gracias, pero estoy bien —respondió con falsa determinación. A decir verdad, no estaba tan segura de recordar el camino por el que había llegado.
—Esto me dice lo contrario —se burló él, tomando el amuleto que antes le había dado la sacerdotisa, aunque enseguida reparó en la marca rojiza que le había quedado en la mano y pasó los pulgares por encima.
No le dolía, pero le incomodó.
Ligeramente molesta por el modo desenfadado de hablar y actuar, que le recordaba inmensamente a los muchachos de su aldea que solo buscaban molestarla, recuperó el pequeño saco y se dirigió a las escaleras. Volvería otro día para agradecer más apropiadamente.
Ni bien empezaba a bajar, el muchacho le dio alcance con suma facilidad, y cuando iba a rechazarlo de nuevo, se adelantó, propinándole un golpe en la cara a un hombre que iba subiendo.
—¡¿Qué haces?! —exclamó, horrorizada por la violencia gratuita.
Sin embargo, de una patada lo hizo rodar por los escalones al sujeto que apenas pudo quejarse. Rápidamente bajó para tratar de alcanzarlo, pero el chico la detuvo por el brazo.
—Mira bien —le dijo
Kikyō volvió su atención al hombre que había conseguido dejar de rodar y se incorporaba con dificultad, tratando de subir nuevamente, y solo hasta entonces se percató de algo: no tenía rostro.
Instintivamente se echó para atrás y el chico aprovechó para tomarla por los hombros.
—Es un noppera-bō, hay muchos en la ciudad. Normalmente son peligrosos, pero los que vienen a este lugar sí.
—¿Por qué?
—Porque los espíritus que entran aquí, se convierten en verdaderos demonios.
Kikyō frunció el ceño y volvió la vista al templo, que, con la creciente oscuridad de la noche que caía, lucía bastante lúgubre.
—En serio no sabes en dónde estás, ¿verdad?
Resignadamente, negó con la cabeza.
—Este es un templo profanado, donde descansan los miedos más profundos de cualquier persona.
Comentarios y aclaraciones:
* Hidarugami: es el llamado "fantasma hambriento". Se trata de aquellos que mueren de hambre (que sorprendente, ¿no? Ni lo hubieran imaginado). Son relativamente peligrosos por el estado de ansiedad (y hambre) en que están.
Que Kikyō no sea parlanchina me complica un poco, pero así la quiero un montón.
¡Gracias por leer!
