Terror en insomnio

Naraku no llegó a cenar. Kagura dijo que era normal, que a veces estaba fuera por días, y que, como había estado ausente por mucho tiempo, seguramente se le había acumulado el trabajo por hacer y no estaría de regreso pronto.

La noticia fue desalentadora de alguna manera. No le hacía mucha ilusión estar a solas en esa casa con Kagura y los otros, especialmente con ella. Ni siquiera tenía que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que se sentía desplazada; Naraku la favorecía marcadamente, pese a que llevaba más tiempo al servicio de su señor.

Tal vez si tomaba algunas tareas de la casa mitigaría el sentimiento. O quizás no. Si iba a la escuela como le había dicho, al final se convertiría en una enfermera titulada y Kagura se quedaría ahí, como el ama de llaves, o lo que fuera que fuera.

—Por eso es tan pretenciosa —dijo al aire, arropándose —. Se siente como la señora de la casa.

Suspiró y el olor de las sábanas limpias le provocó una sensación extrañamente placentera. Debían de usar algo especial para conseguir ese suave perfume.

Un paso, dos pasos, tres pasos, cuatro pasos.

Empezaba de nuevo.

Cerró los ojos obligándose a dormir, pero simplemente no podía.

Los pasos fuera de su puerta, los rasguños en las paredes, el soplido del viento haciendo temblar la ventana.

Buscó debajo de la almohada la pequeña bolsa de seda que le había dado la sacerdotisa, y la estrujó con fuerza.

Un golpe, dos golpes, tres golpes, cuatro golpes.

Lo que estaba en el pasillo ya no solo se conformaba con caminar buscando una entrada. Golpeaba la puerta parsimoniosamente, como si tuviera consideración con los demás habitantes de la casa, sin desistir en su afán de que le dejara entrar.

Saltó ligeramente y se aferró a las sábanas cuando los golpes se repitieron, pero en la ventana. No quiso mirar, las cortinas no mitigarían del todo la visión de lo que estaría afuera.

Sintió cómo su respiración se agitaba y estrujó su amuleto.

"No pueden entrar", pensó.

En casa, nunca habían entrado. Aunque tampoco se manifestaban durante el día, no interactuaban activamente ni la seguían con tanta insistencia como había pasado esa misma mañana, así que toda su esperanza quedaba en el amuleto que le había dado una sacerdotisa que claramente se inclinaba a las artes oscuras.

La ventana, la puerta, los muros.

"No pueden entrar", repitió.

.

Jadeó como si hubiera estado conteniendo el aliento durante toda la noche.

Finalmente, los golpes en la puerta eran de alguien vivo. Lo supo no tanto por el cambio rítmico, sino porque la sensación helada que la había atenazado durante toda la noche se liberó enseguida. Al abrirse la puerta, la pequeña Kanna entró sin decir nada, tímidamente, como si le apenara interrumpir.

—Buenos días —le dijo, incorporándose en la cama, sin embargo, la niña no respondió. Al menos no con palabras, sino con asentimiento de cabeza.

Se preguntó si no podría hablar, ya que, cayendo en cuenta, no la había escuchado decir absolutamente nada. Se levantó de la cama al darse cuenta de que llevaba algo en brazos y al recibirlo se dio cuenta de que era ropa.

Se sintió apenada por eso, pero pasó a una contrariedad al darse cuenta de que era un hakama, algo típicamente de hombres.

Apenas con unos gestos, Kanna le dio a entender que la iba a ayudar, y como rechazarlo no era una opción, dejó que la pequeña le indicara la forma correcta de ponerse las prendas, algo que en realidad resultó muy simple pese a que eran más sofisticadas que las que usaba normalmente. Lo que sí fue una novedad por completo, fueron los zapatos.

Ya los había visto, al menos en hombres, y fue la pequeña quien le enseñó a anudar los cordones.

¿Se dejaría los zapatos en la casa?

El golpeteo contra la madera del piso le pareció ensordecedor y se sentía extraño el leve pronunciamiento de su pie debido al tacón, que terminó por acentuar más, para no hacer ruido al caminar, yendo en puntas al menos hasta que llegó a la alfombra del pasillo, que aminoraba el sonido de sus pasos.

Con Kanna al frente, a modo de escolta, llegó al comedor, donde ya sospechaba que estaba Naraku, que se puso de pie para recibirla.

—El uniforme te queda bastante bien —le dijo.

Kikyō inclinó levemente la cabeza, agradeciendo el halago, aunque no menos incómoda por la forma en la que se estaba tomando la idea de ser su benefactor. Quizás solo no quería que vieran a una muchacha pobremente vestida entrando y saliendo de su casa, pero, de cualquier modo, ella tenía ropa nueva.

—Espero no sientas un cambio tan abrupto, pero el colegio empieza clases y pienso que es mejor que inicies ahora y no después, que sería más complicado.

—No tengo ningún problema, me esforzaré para estar a la altura.

Naraku solo le sonrió, de nuevo como si estuviera satisfecho con la respuesta y la invitó a sentarse a la mesa.

Él fue el primero en terminar y excusarse para salir, y Kikyō se apresuró para acompañarle a la puerta, donde ya le esperaba Byakuya en el auto.

—Que tenga un buen día, por favor regrese con bien—dijo esporádicamente.

Naraku se detuvo un momento, girándose para verla. Kikyō sintió como si se le fuera el aire, sintiendo un ligero estremecimiento tan solo por la intensidad de su mirada. No era la primera vez que sentía algo así, y el entendimiento de eso la sobrecogió a tal punto que pensó que iba a desmayarse, así que solo atinó a inclinarse, de modo que no vio que Naraku se devolvió un par de pasos, y no fue sino hasta que la tomó del mentón para que levantara el rostro, que ese estremecimiento se convirtió en una explosión; Naraku le dejó un beso en la mejilla.

—Te veré en la noche.


Comentarios y aclaraciones:

Hakama es el pantalón tableado más distintivo de los samurai y hombres en general, pero se le llama así también a la falda que empezaron a usar las estudiantes como uniforme escolar por ahí del 1900, previo a lo que sería más icónico como "el marinero".

¡Gracias por leer!