— ¿Pero qué…? —murmuró Draco.

Plantado delante del armario de material, con las manos en las caderas y la trenza colgando a la espalda, contemplaba el desastre: probetas y vasos rotos, por suerte vacíos, y una ausencia total de instrumentos de metal. Soportes, agitadores, un par de calderos pequeños, por suerte era sábado y estaba allí para preparar clases, no para darlas. Pero si no encontraba el material, el lunes toda la escuela protestaría de otra clase teórica. Y por Merlín que los de séptimo ya se quejaban de demasiadas cosas.

Le sacó de la contemplación el armario un ruido en otra parte del aula y cuando se giró a mirar, vio desaparecer por la puerta que daba al pasillo un bulto negro pequeño. Entonces recordó las palabras de uno de los profesores, en concreto del de Cuidado de criaturas mágicas, y salió apresuradamente del aula.

Aunque Hagrid ya no vivía en la escuela, la cabaña se conservaba, se había transformado en un aula para la asignatura. La puerta estaba entornada, así que vio al nuevo profesor antes de que le viera. Estaba de pie, junto a una estantería en la que ordenaba libros que sacaba de una caja, sin túnica, con las mangas de la camisa enrolladas sobre los fuertes antebrazos tatuados.

Golpeó el marco con los nudillos, tratando de empujar hacia abajo las sensaciones ante la vista de esos brazos. Charlie dejó los libros y se giró hacia él con esa sonrisa amplia y acogedora que le daba a todo el mundo.

— ¡Draco! Pasa, pasa. ¿Qué puedo…?

— ¿Dónde tiene tu escarbato el nido? —le interrumpió, poco preparado para ser el receptor de su amabilidad.

— ¿Snuffles? Si no lo ha movido, está entre esas cajas de allá —señaló al fondo del aula, donde había varias cajas aún sin desembalar de material para las clases.

Draco caminó con aire decidido y empezó a mover las cajas, colocándolas a un lado con brusquedad. Sintió a Charlie ponerse a su lado e imaginó sin verlo su postura de brazos fuertes cruzados sobre el pecho y la sonrisa menos amable y más sardónica, la que se le ponía cuando él sacaba su actitud más distante para evitar que se notara cuanto le traían esos brazos.

— Maldito bicho, también ha estado en mi habitación —masculló al descubrir entre el batiburrillo de cosas brillantes del nido su cepillo de pelo con mango de plata.

— Claramente le gustas —bromeó Charlie, poniéndose de rodillas y cogiendo una caja vacía para devolverle sus cosas.

El profesor de pociones, fiel a su exterior adusto, se mordió la lengua para no decirle que preferiría gustarle a él, porque el animalito en cuestión era como poco molesto.