Oliver dejó caer la bolsa de entrenamiento en el vestíbulo y resonó en el suelo de madera, invadiendo el denso silencio de la casa.

— ¿Percy? —llamó mientras se descalzaba.

No hubo respuesta, pero no se percató de primeras porque se distrajo observando los zapatos de su pareja abandonados de cualquier manera en el suelo cerca de la puerta. Ese detalle le sobresaltó. Los colocó con cuidado en el pequeño estante que Percy había insistido en poner cuando se mudaron allí, porque para él había un lugar para cada cosa y el orden era importante. Algo iba mal.

Se adentró en el piso agudizando el oído, buscando señales de vida. El sonido del agua cayendo le hizo dirigirse con seguridad al baño. Abrió la puerta y le sobresaltó la cantidad de vapor que llenaba la habitación. Entonces, cuando se disipó un poco al dejar la puerta abierta, lo vio: Percy estaba sentado dentro de la bañera, aún vestido con su túnica de trabajo, con el chorro de agua hirviendo cayendo sobre su cuello, que se veía enrojecido. Estaba encogido, abrazándose las rodillas, y por encima del sonido del agua cayendo se escuchaban sus sollozos.

Asustado, se despojó del abrigo y se metió con él, apagando el agua caliente de paso.

— Cariño... ¿qué ha pasado?

Percy levantó un momento los ojos, rojos e inflamados, y solo susurró una palabra.

— Azkaban.

Mierda, pensó Oliver, abrazándolo todo lo que la bañera permitía.

— Creía que no tenías que volver —murmuró con ira contenida con la barbilla entre el pelo anaranjado.

— Había que entrevistar a uno de los presos y mi jefe no podía ir.

Oliver bufó por lo bajo. El condenado jefe de Percy era un gilipollas niño de papá que ni siquiera estaba en el país durante la guerra. Y le daba igual que su secretario se pusiera físicamente enfermo cada vez que tocaba ir a la prisión.

— Déjame ayudarte a salir —le pidió, cuando al cabo de un rato Percy comenzó a temblar.

Su novio soló asintió levemente, pero no levantó la mirada. Despacio, se puso de pie y salió de la bañera, agarrándose al borde. Se quitó la ropa mojada para envolverse en su albornoz, una prenda suave con un hechizo de calor que Percy había insistido en regalarle cuando se mudaron juntos.

— Vamos, cielo. —Le puso la mano bajo el codo para ayudarle a incorporarse— Así, levanta la pierna.

Percy pasó con cuidado la pierna sobre el borde de la bañera esmaltada y se abrazó a su cuello para ayudarse a acabar de salir. Despacio, le ayudó a despojarse de la túnica mojada y a ponerse el albornoz a juego con el suyo. Después, permanecieron abrazados unos minutos sobre la alfombrilla.

— Volví a escucharle —murmuró por fin con la cara pegada a su cuello.

Oliver no pudo evitar un escalofrío. Cada viaje a Azkaban ocurría lo mismo, y cada vez le costaba más recuperarse. Después de la guerra, su patronus se había debilitado y en la prisión los dementores eran tan numerosos que siempre acababa cayendo en pánico y escuchando la voz de Fred. Eso era lo que le destrozaba, recordar una y otra vez la muerte de su hermano envuelta en los gritos de las demás víctimas de la batalla.

— Vamos a ponerte el pijama y te haré un chocolate —le dijo por fin, pasándole el brazo por el hombro para guiarle a su dormitorio.

— Métete conmigo —se aferró Percy a él cuando, después de ponerle un cálido pijama, abrió la cama para ayudarle a acostarse.

Asintió, cogió su propio pijama y dio la vuelta a la cama para subir por su lado. Desde allí vio con más claridad la nuca enrojecida.

— Déjame que te cure, tiene que dolerte —murmuró, besando con cuidado entre el nacimiento del cabello junto a la oreja.

Percy simplemente cerró los ojos con un suspiro de satisfacción e inclinó un poco la cabeza hacia delante. Varita en mano, alternó los hechizos curativos con tiernos besos, sintiendo como la tensión desaparecía con su toque.

— No te pongas el pijama —susurró Percy, girándose hacia él cuando se alejó para dejar la varita sobre la mesilla, con las mejillas sonrojadas.

— ¿Estás seguro? —preguntó, acercándose de rodillas de nuevo hasta él y poniendo la mano sobre su mejilla pecosa.

— Tú eres lo que necesito —respondió, mirándole con intención a la par que cogía su mano para besar la palma.

— Me tienes, cariño, me tienes siempre.

Y se inclinó para besarle a la par que desabrochaba el pijama con dedos impacientes.