La fiesta estaba en todo su apogeo. La música estaba alta, los disfraces ya iban decayendo y el alcohol corría sin límite. En el centro de la pista, Bill bailaba con un vaso en la mano. Un vaso de refresco, porque el alcohol era su kriptonita, aunque ser abstemio en Edimburgo era algo realmente difícil.
Bailaba solo, con los ojos cerrados, disfrutando del momento. No era consciente del espectáculo que era, las caderas estrechas metidas en pantalones oscuros, la camiseta negra de gasa ceñida, dejando que se transparentaran sus pezones entre huesos blancos. Se había maquillado con cuidado hasta conseguir transformar su cara en una calavera y su melena anaranjada estaba recogida en un moño en lo alto de su cabeza.
Sintió que alguien estaba aún más cerca entre los bailarines y sonrió. Respiró hondo, buscando el familiar olor, pero no estaba allí. El cuerpo que trataba de pegarse a él solo olía a alcohol y sudor. Abrió los ojos, con el ceño fruncido y allí estaba, un hombre cualquiera, disfrazado irónicamente de hombre lobo.
Se alejó, con una sonrisa tensa, pero el otro tipo le siguió e incluso alargó la mano para cogerle de la cadera. Bill hizo un quiebro para evitarle, un gesto brusco que mandó el refresco al suelo.
— Oye, bonito, —Su fino olfato descubrió que el aliento de su admirador olía a mínimo diez cervezas— no hace falta que me duches.
— Perdona, voy a por otro refresco —se disculpó, dando un paso atrás.
Entonces pasaron muchas cosas a la vez: el borracho dio un paso hacia él, él dio otro para atrás, las dos manos delante en postura defensiva, chocando con alguien a su espalda. Y mientras caía hacia atrás vio un brazo fuerte cogiendo del cuello a su acosador y pudo escuchar con claridad la amenaza de una voz grave:
— Si tratas de tocarlo otra vez, el siguiente disfraz que usarás será el de hombre sin cabeza.
Por un momento, uno pequeño, sintió pena por ese hombre. Sabía perfectamente cuanta fuerza podía ejercer ese brazo en un cuello. Solo que en su caso sabía que su lobo jamás le haría daño.
Se incorporó, sacudiendo sus pantalones, y se acercó hasta Fenrir, ignorando completamente al hombre cuya cara enrojecía por momentos.
— Esto no es necesario, Fen —comentó, poniendo la mano sobre su bíceps abultado.
— Te estaba acosando.
— Y ya no lo hará, está a punto de mearse de miedo. Suéltalo —insistió, los ojos azules fijos en los amarillos—. Ahora.
El lobo gruñó, pero obedeció por fin, no había manera de que desobedeciera una orden directa de su compañero. El acosador se llevó la mano a la garganta, tosiendo, les echó una mirada rencorosa y se alejó rápidamente.
— ¿Estás bien? —preguntó Fenrir, con gesto tenso todavía.
Bill no contestó, se dio la vuelta y caminó hacia la barra. Su cabeza era un batiburrillo, el humano rechazando la violencia y el lobo reconociendo la protección de su compañero. Necesitaba un minuto y más le valía a Fenrir entenderlo.
Se acodó en la barra, con la mirada fija en las botellas de licor. En momentos de tensión la tentación era grande, sería muy fácil pedir que añadieran algo a su refresco, de hecho estaba seguro de poder convencer al camarero guapo que le había mirado varías veces de que solo necesitaba animar un poco su refresco y ni siquiera se lo cobraría.
— Dos aguas con gas y limón —escuchó que pedía una voz grave un poco más allá con autoridad.
Lo miró. Ahí estaba, su compañero con aspecto de matón a sueldo indiferente a las reacciones a su alrededor por pedir agua con gas. Se quedó quieto mientras las recogía y las pagaba, esperando a verlo dar el primer trago.
Fenrir se acercó, dejó uno de los vasos frente a él y dio un trago valiente al suyo, casi sin poner cara de asco.
— Tú odias esto — Bille le quitó el vaso de la mano y bebió de él, exactamente sobre la huella de sus labios.
— Y tú odias que me ponga violento.
Apuró el vaso, sin dejar de mirarlo. Esas dos voces dentro de su cabeza a veces eran peor que la resaca. De hecho se había dicho muchas veces que por eso bebía, porque el alcohol ayudaba a ahogarlas.
— Solo quería asustarlo, ¿lo sabes, verdad? No me jugaría mi libertad haciéndole daño a un muggle.
La paz en el mundo mágico aún era muy nueva y Fenrir no tenía las manos limpias, pasar desapercibido era importante en ese momento.
— Me asusta cuanto le gusta a mi lobo verte hacer cosas así —confesó, sujetando con fuerza el vaso vacío.
A Fenrir le brillaron los ojos y se acercó un paso más a él.
— ¿Cuánto? —le preguntó, acercándose a su oído pero sin tocarle, su aliento caliente abrasándolo aún así.
— Tanto que te enseñaría mi cuello y otras partes de mi cuerpo que ahora están cubiertas y dejaría que me recordases que soy tuyo muchas veces.
Fenrir le puso las manos en las caderas y gruñó en su oído, rozando la suave piel bajo la oreja con la nariz.
— Lo huelo, pero también huelo tristeza.
— No quiero ser solo un animal guiado por sus instintos.
— Y esa conciencia es una de las cosas que amo de ti, mi William. Nos mantienes a los dos atados a la humanidad.
Volvieron a mirarse a los ojos, con una intensidad que podría derretir los cubitos de hielo del vaso que seguía sobre la barra.
— ¿Bailamos?
Y le ofreció una de sus toscas manos para guiarle de vuelta a la pista.
